Destituyentes…
Es difícil optar entre la ignorancia más pedestre y la
mala fe deliberada. Tal vez se trate de ambas cosas. Pero optar, a la hora de
las hipótesis, entre definirlos como brutos o diagnosticar pura y tóxica
malicia se torna un dilema espinoso. Vocero oficioso del oficialismo más
rústico y a la vez embajador honorario de los ayatolás en la Argentina, Luis
D’Elía se apresuró, tras la victoria electoral de Hugo Chávez en Venezuela, a
sentenciar que no debería haber “ningún impedimento legal” para que Cristina
Fernández pueda postularse nuevamente como candidata a presidenta.
Pese a
que se describe como “docente”, D’Elía procede como un troglodita, pero su
deducción es extraordinariamente didáctica. Enseña cómo piensa la tropa
oficial: “Si uno pensara en términos abstractos, no tendría que haber ningún
límite leguleyo (según la RAE, “persona que aplica el derecho sin rigor y
desenfadadamente”) para la voluntad popular. Si un pueblo quiere elegir, en
cualquier país del mundo, al candidato que fuere las veces que crea necesario,
no tendría que haber ningún impedimento legal para la voluntad popular”.
¿Leguleyo?
Para el ensamblaje conceptual del oficialismo, las leyes y las normas sólo
deben ser acatadas en tanto y en cuanto discurran en la dirección de las
necesidades del Gobierno. Por eso la machacona insistencia de “adecuar” la ley
máxima de la república a las necesidades coyunturales que alega tener el
Gobierno. Dice D’Elía, hombre de conocimientos módicos: “Hay mucha hipocresía
en la Argentina. Hay comunicadores hegemónicos que ven bien la re-reelección en
Alemania o España y la ven mal en América latina. No se entiende”. Lo que él
“no entiende” tiene que ver con su oscura y profunda ignorancia. Ilustrarlo
puede servir al lector.
Desde
la refundación de la democracia española, en 1982, ese país ha tenido cuatro
presidentes de gobierno. España es una democracia constitucional y
parlamentaria. La jefatura del Estado la ejerce el rey, y la titularidad del
Poder Ejecutivo recae en el candidato elegido por el partido ganador de las
elecciones legislativas. Ese diputado debe serlo primero, para que el Congreso
lo designe presidente.
El
socialista Felipe González fue elegido por cuatro legislaturas sucesivas, y
ejerció la presidencia de España entre el 2 de diciembre de 1982 y el 4 de mayo
de 1996. Su primer período fue de cuatro años (1982-1986), el segundo de tres
(1986-1989), y el tercero otra vez de tres (1989-1993), al igual que el último
(1993-1996). El conservador José María Aznar fue electo presidente en dos
ocasiones (1996-2000 y 2000-2004). El socialista José Luis Rodríguez Zapatero
ocupó el cargo entre 2004 y 2008, y entre ese año y 2011. El 21 de diciembre de
2011 asumió la presidencia de España el conservador Mariano Rajoy. Antes de
Rajoy, los tres anteriores ocuparon más de un mandato, no como de una
re-reelección derivada de una reforma hecha a medida sino en cumplimiento de lo
estipulado por la Constitución española promulgada en 1978.
Algo
parecido sucede en Alemania. Dividida hasta 1989, la nación alemana adoptó un
régimen de democracia parlamentaria. El canciller federal es el jefe de
gobierno y es elegido por el Bundestag (la cámara de diputados), para lo cual
debe primero ganar una banca. La jefatura del Estado recae en un presidente con
funciones honorarias.
Alemania
Occidental tuvo seis cancilleres federales entre 1949 y 1990: Konrad Adenauer
entre 1949 y 1963, Ludwig Erhard entre 1963 y 1966, Kurt Georg Kiesinger entre
1966 y 1969, Willy Brandt entre 1969 y 1974, Helmut Schmidt entre 1974 y 1982,
y Helmut Kohl entre 1982 y 1990. Tras la unificación de ambos estados
(Occidental y Oriental), Alemania eligió tres jefes de gobierno: Helmut Kohl de
1990 a 1998, y Gerhard Schröder de 1998 a 2005, año desde el cual gobierna
Angela Merkel. Al igual que lo que sucede en España, no hay en Alemania tal
cosa como “re-reelección”: las leyes constitucionales son las que determinan
que el poder político deriva y emana del pueblo y que el pueblo se organiza en
legislaturas, que tienen el derecho de nombrar y destituir al jefe del
Ejecutivo. Se entiende, ¿no? Son parlamentos destituyentes, una paradoja que la
elementalidad nacional y popular no podría entender jamás.
La
pretensión ridícula de querer naturalizar las transgresiones constitucionales
criollas tratando de equiparar el consuetudinario hábito argentino de cambiar
las normas todo el tiempo con el cuerpo de la praxis constitucional europea
configura una mezcla perfecta de inescrupulosidad y analfabetismo. Los autores
de estas tramoyas dialécticas circulan lubricadamente por el escenario
doméstico, porque perpetran con frescura disparates que raramente son
interpelados desde medios que habitualmente padecen una penuria que conspira
contra la excelencia informativa.
El
problema, empero, no es sólo uno de ignorancia y cinismo. Es también una
cuestión de desesperación. La temática de la reforma constitucional auspiciada
desde el oficialismo, artificial, estéril e inútil, sólo revela el vacío
existencial del cristinismo. Como ya es evidente, ostensible y cada vez más
acuciante, Cristina Fernández no tiene sucesores ni delfines. Que así sea es un
mérito de ella y de nadie más. Por eso, tras las elecciones legislativas de
2013, la opción por saber quién viene luego de ella es de vida o muerte para el
Gobierno. Sólo puede ser ella. Cuando D’Elía habla, además de verbalizar su
pasmosa rusticidad muestra dónde aprieta el cinturón en el esqueleto
presidencial. Es una vivencia dolorosa.
© Escrito por Pepe Eliaschev y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires el domingo 14 de Octubre de
2012.
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