Con Harguindeguy, se fue uno de los arquitectos del golpe y de la
represión…
Juntos. Harguindeguy y
Videla, en 1976, el “núcleo permanente”.
Fue ministro del Interior entre 1976 y 1981. Y justificó la tortura. Lo
juzgaban por delitos de lesa humanidad.
Faltaban pocos meses para el golpe de marzo del 76, cuando
el jefe de la Policía Federal se encontró con uno de los líderes de Montoneros,
Roberto Perdía. La cita secreta fue en Puerto Madero, todavía una zona
abandonada de la ciudad. El motivo: negociar la entrega del guerrillero Roberto
Quieto, atrapado hacía semanas por la Policía. Entonces se escuchó su voz
terminante: “Olvídense de Quieto. Y nosotros no vamos a andar tirando cadáveres
en los zanjones; de ahora en adelante los cadáveres no van a aparecer más.” El
hombre de esa advertencia, que se comprobaría letal, era Albano Eduardo
Harguindeguy, quien murió ayer, a los 85 años, muy lejos del formidable poder
que supo tener en vísperas y durante la dictadura militar. Encerrado en una
casa de Villa de Mayo a la espera de una condena casi segura por mandar a
torturar y a matar, Harguindeguy estaba apostado en una silla de ruedas y
apenas dejaba traslucir algo del rictus de aquella cara cuadrada que presagiaba
muerte.
Pero si la Justicia y la política fueron piadosas con él,
dificilmente lo sea la historia. Harguindeguy fue jefe de la Policía Federal
durante el último tramo del gobierno de Isabel Perón, y como tal fue uno de los
conspiradores contra la viuda del General Perón. Ya asentado la nueva etapa,
ocupó el estratégico ministerio del Interior y desde allí forjó el “núcleo
permanente” de la dictadura, en un triángulo que completaban el presidente
Jorge Rafael Videla y el ministro de Economía José Martínez de Hoz.
Harguindeguy se jactó y reivindicó las métodos de tortura de
los centros clandestinos, ya que, decía, “el enemigo estaba en todas partes”.
Pero lamentó haber dejado “desaparecidos”, ya que su anticipo resultó, según
él, “un error que lamentar”. Lo describía casi como una falencia táctica o,
como también dijo, “un exceso”.
En 2003, durante una entrevista con la televisión francesa,
reconoció la influencia de los torturadores de Argelia en la matanza argentina,
y los conocimientos adquiridos en la Escuela de las Américas de Panamá, cuna
del Plan Cóndor, el aparato represivo continental. “Fueron enseñanzas sobre la
forma de interrogar, no sobre la tortura”, explicó. Y recordó que la picana era
un invento nacional que empleaba la Policía desde hacía años.
El retorno democrático lo encontró en segundo plano,
protegido de algún modo por la publicidad de las Juntas. Y aunque luego fue
condenado, Carlos Menem lo benefició con el indulto, lo que le permitió seguir
viviendo en su departamento de Recoleta y haciendo gala de sus talentos, como
el que desplegaba montado en un caballo de polo.
Ya más cerca en el tiempo, la Justicia desechó el argumento
del indulto y volvieron a rondarlo los fantasmas de ayer. Harguindeguy volvió a
caer preso en 2006, por orden del juez federal Norberto Oyarbide, y las causas
en su contra ya no pararon: secuestros y torturas en Concordia, Concepción del
Uruguay y Gualeguaychú; secuestros extorsivos de empresarios; el secuestro de
Quieto; asesinatos en cadena en Tucumán y La Rioja. El juicio que lo conducía a
recibir su condena se llevaba adelante en Paraná. Ya habían declarado víctimas
y testigos de la verdad de su viejo presagio. Faltaban el veredicto y él. Lo
que no pudo la Justicia, lo hará la historia.
© Escrito por Gerardo Young y publicado por el Diario Clarín
de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el lunes 29 de Octubre de 2012.
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