"Señora Presidenta, no profane lo que es del orden de lo sagrado"
Los dichos de Cristina Kirchner, en la mirada de una legisladora, hermana de dos desaparecidos.
"Que los gritos de gol del Mundial no tapen el dolor de los torturados". La frase dicha en portugués era repetida cada hora por la radio Renascensa de Portugal el día que comenzó el Mundial de Fútbol de 1978. Poco debo agregar para describir lo que hoy me produce escalofríos con sólo con evocar.
Vivía como exiliada en Lisboa. Tenía libertad para hablar, para oír, para denunciar lo que aquí sucedía, en tanto millones de mis compatriotas, de buena fe, creyeron que la argentinidad se reducía a la camiseta de la Selección. De modo que el fútbol está íntimamente vinculado a nuestra tragedia, pero no por las razones que invocó nuestra Presidenta.
Tal vez, ella fue traicionada por la culpa inconciente del alarido de los goles, como grito de triunfo, para no oír los ayes de dolor de nuestros torturados. No hay culpa en eso. Apenas ignorancia. Al final, el fútbol fue la eficaz mascarada utilizada por la dictadura precisamente para ocultar lo que sucedía en los sótanos de los cuarteles. Una estrategia deliberada de ocultamiento y mentira que lleva también la marca de Argentina. No deja de resultar odiosamente paradojal que en tanto Pinochet abrió el Estadio Nacional, en Santiago de Chile, para llenarlo de presos y convertirlo en un centro de detención, brutal, abierto a los ojos del mundo, entre nosotros se utilizó deliberadamente el Mundial del 78 para mostrar que "los argentinos somos derechos y humanos". Una campaña macabramente ingeniosa para contrarrestar las denuncias de los secuestros y las torturas que se hacían fuera de nuestro país.
El resto es historia reciente. El Juicio a las Juntas no sólo reconstruyó y condenó al terrorismo de Estado sino que por primera vez en nuestro país se consagró que tortura y democracia son incompatibles, que autoritarismo y derechos humanos son dos concepciones antagónicas.
Con todo, más cerca en el tiempo, otra tragedia colectiva está también emparentada al fútbol. Aquel julio del 94, cuando los bares de Buenos Aires comenzaron a incorporar el televisor como parte del mobiliario. La televisión estrenaba los canales de noticias y la mayoría de las transmisiones eran en "vivo y en directo". Pero cuando nos sentamos en los bares para compartir con otros los goles del mundial de Estados Unidos la frustración colectiva vino de la mano de la expulsión de Maradona. Y los televisores terminaron trasmitiendo la muerte en directo: el atentado de la AMIA. Primero fue el ataque a la Embajada de Israel, pero nunca antes el terror se había transmitido en vivo para mostrar la muerte. Ya no escondido ni oculto. El terrorismo sin atenuantes, descarnado en su expresión de violencia criminal que puso ante nosotros la dimensión de terror que anida en rincones de nuestra sociedad, en el espíritu de tantos compatriotas. Por eso, somos muchos los que nos erizamos ante cualquier manifestación pública que retrotraiga el pasado, no para sanarlo sino para ahondar las diferencias que sustentaron ese violento pasado.
Por mis orígenes semitas tengo un enorme respeto a esa fuerza poderosa que los árabes llaman "azar". Desde que la coincidencia de los nombres de mis dos hermanos desaparecidos, Néstor y Cristina, fueran también los de la pareja presidencial, me he cuidado de no hacer referencias personales. No tengo nada personal contra la pareja presidencial, pero sí muchísima aversión a la concepción de poder autoritaria que el llamado "kirchnerismo" encarna. Pero ahora tengo necesidad de hacerle un pedido público. Por la autoridad de tener familiares desaparecidos y por el derecho ciudadano de ser su igual ante la ley: Señora Presidenta, no profane lo que es del orden de lo sagrado, la inmolación de tantos de nuestros compatriotas para que los argentinos finalmente entendamos la importancia de vivir pacíficamente en democracia. Hoy se profanan los derechos humanos cuando se los reduce sólo a la muerte o a condenar los crímenes de lesa humanidad. La Declaración Universal de los Derechos fue el mayor grito de vida y esperanza tras los horrores del nazismo y la Segunda Guerra Mundial.
¿No hay acaso una idea de divinidad, de sagrado, detrás de esa maravillosa concepción del ser humano definido por su dignidad? Por eso, es inadmisible que quien ostenta la mayor y más noble investidura a la que puede aspirar un argentino/a utilice símbolos profanos para justificar o popularizar una decisión de gobierno. Los buenos gobernantes son los que ejercen el poder con autoridad y no como imposición, extorsión o descalificación. Nadie puede arrogarse derechos sobre lo que es de todos, la historia del desencuentro de los argentinos. Y como me dijo hace muchos años el entrañable Fontanarrosa: "el límite son los desaparecidos, con eso no se puede hacer humor". Ni propaganda.
A cuarto siglo de la restauración democrática ya nadie ignora que la libertad es un derecho, no una concesión de los gobernantes. Sabemos, también, que debemos restituir lo que fue violado: la convivencia democrática. Y en un país sin tumbas que comienza a levantar monumentos a la memoria debiéramos antes construir una liturgia de respeto para no herir ni abrir la herida mas honda de los argentinos.
© Escrito por Norma Morandini y publicado en el Diario Clarín de la ciudad de Buenos Aires el domingo 23 de agosto de 2009