Hablemos del golpe en Brasil, hijo…
Son las cuatro y media de la madrugada. Me
despierto ansioso, angustiado y con una profunda sensación de impotencia. Tengo
ganas de salir corriendo, de gritar por la ventana, de acurrucarme en un
rincón, de hacerme invisible, de ponerme a llorar. En casa, por ahora, todos
duermen. He dado vueltas y más vueltas. La cama, estos días, me ha parecido una
montaña rusa, más bien un abismo, el borde afilado de un acantilado infinito. Y
yo estoy del lado del vacío, queriendo llegar a tierra firme, allí, a pocos centímetros,
inalcanzable. Sé que si miro hacia abajo, caeré. Mejor, ignorar que mis pies
descansan en un inmenso precipicio. Pienso en vos, hijito querido. Pienso en
tantos compañeros y compañeras, amigos entrañables de estos 25 años que llevo
en Brasil. Pienso que no puedo, que no podemos iniciar este día de la infamia,
de la ignominia y de la vergüenza mostrando desazón o desconcierto. Pienso que
no puedo, sé que no quiero, que este sea el primer día de nuestra derrota, sino
el primero de nuestra próxima victoria.
© Escrito por Pablo Gentili el jueves 12/05/2016 y publicado por http://blogs.elpais.com de la Ciudad de Madrid, España.
Quiero y necesito escribirte esto antes de
que termine una jornada que será recordada como una de las más funestas y
deshonrosas de la historia democrática de América Latina: el día que derrocaron
a Dilma Rousseff sin otro argumento que la prepotencia de la mentira, sin otro
mecanismo que la infamia, sin otro objetivo que seguir haciendo de Brasil una
tierra de privilegios, de abusos y de impunidad. Sé que no necesito explicarte
nada, que a tus dieciocho años ya sabes muy bien qué está pasando en este país
que por ser tuyo, se volvió entrañablemente mío, aunque a veces no entiendas
cómo, después de tantos años, aún sigo sin aprender a pronunciar ciertas
palabras en portugués.
Cuando naciste, yo llevaba siete años en
Brasil. Sin embargo, mientras fuiste creciendo comencé a comprender que uno
nace en un país, pero a veces renace en otro. Y que verte crecer, que tener la
infinita dicha de haber compartido contigo estos años, ha hecho, entre otras
cosas, que Brasil se me incrustara en la piel, que me tatuara indeleble una de
sus tantas identidades, la dignidad, ésa que no le da chances a la adversidad
porque sabe que al pesimismo lo inventaron los poderosos, para seguir haciendo
de las suyas. Vos hiciste que Brasil se me incrustara en el corazón, brindándome
esa generosidad cosmopolita que suelen tener las islas y no los continentes,
esa solidaridad que hoy parece tan lejana, tan ajena. Hoy, me siento un
brasileño viviendo en un país extraño e irreconocible, distante,
indescriptible.
Todos (o casi todos) tienen una patria. Yo
tengo la suerte de tener dos. Con vos me hice del Brasil de la solidaridad, del
Brasil de la lucha por la justicia, por la libertad y por los derechos negados
históricamente a las grandes mayorías. El Brasil de los que no se resisten a aceptar
la derrota del bien común, el Brasil de los da
Silva, el Brasil de los que nacieron sin otra cosa que sus manos y
la propiedad de sus principios, sin otra cosa que su trabajo y la valentía
necesaria para reconstruir una nación que casi siempre los ha tratado con
desdén, un país en el casi siempre ha triunfado la infamia, que los ha
estigmatizado y humillado, que los ha despreciado e ignorado. El Brasil de los
Joãos y de las Marías, el Brasil de esos a los que nunca los dejan hablar
porque se supone que no tienen voz, que no saben qué decir o que simplemente no
existen porque nadie los escucha gritar. El Brasil de los que, a esta hora,
cuando aún no amaneció, no escriben como yo sus impotencias, sino que se están
yendo a trabajar, como cada día, desde hace tantos años y desde tan temprano en
la vida, sabiendo que podrá faltarles hasta la comida para alimentar a sus
hijos, pero nunca eso que siempre les faltará a los dueños del poder y de la
palabra: la dignidad necesaria para mirar al
futuro sin sentir vergüenza.
Quiero escribirte porque creo necesario que
compartamos un esfuerzo común para entender lo que pasó. Lo que le pasó al país
y lo que pasó con nosotros. Habrá, ciertamente, que registrar los hechos, la
secuencia de acontecimientos que se precipitaron en los últimos meses, muchos
de ellos sorprendentes y otros aburridos, soporíferos, de tan repetitivos y
monótonos. Esto será algo necesario e imprescindible, es verdad. Sin embargo,
creo que también deberemos hacer un esfuerzo muy grande, y seguramente muy
doloroso, para comprender cuáles fueron las causas que nos condujeron hasta
aquí. La reflexión y el conocimiento son fundamentales para la lucha política.
Pero la revisión de nuestras acciones, el análisis sin indulgencias de lo que
nosotros mismos hemos sido capaces o incapaces de hacer para evitar ciertas
derrotas, es absolutamente imprescindible para iniciar las luchas que vendrán,
sin que se repitan las tragedias y las farsas de la historia que nos tocará
vivir.
El conocimiento y la crítica son herramientas
políticas. Si no las aplicamos a nosotros mismos, correremos el riesgo de vivir
tiempos aún más sombríos. Hoy, después de lo que será una jornada de hipocresía
e infamia, después que el Senado de Brasil haya dado inicio a la destitución de
Dilma Rousseff, deberemos pensar colectivamente, de forma urgente, abierta y
sin concesiones, por qué ocurrió todo esto.
Los últimos 35 años de la historia brasileña
estuvieron marcados por el protagonismo y el liderazgo que el Partido de los
Trabajadores (PT) tuvo en las grandes conquistas democráticas de un país que
salía de una de las dictaduras más largas de América Latina. No ha sido sólo el
PT el responsable de estos grandes logros, es verdad. Pero sin el PT, sus
luchas, sus dirigentes, sus militantes y, particularmente, dos grandes
organizaciones como la Central Única de los Trabajadores (CUT) y el Movimiento
Sin Tierra (MST), no pueden comprenderse e interpretarse las marchas y
contramarchas que vivió la democracia brasileña en las últimas décadas.
La llegada de Luiz Inácio Lula da Silva a la
presidencia de la república, en enero de 2003, fue el resultado y la
cristalización de un avance significativo en el proceso de democratización
vivido por Brasil desde el fin de la dictadura militar, a mediados de los años
80. Así mismo, y contra los pronósticos prejuiciosos y descalificadores de
quienes pensaban que el destino de la mayor nación latinoamericana no podía
estar en las manos de un tornero mecánico de origen campesino y sin estudios
universitarios, Lula transformó a Brasil es una nación con un inmenso
reconocimiento internacional, con un potencial económico y con un desarrollo
social nunca antes visto en la historia del país. La sociedad brasileña vería
por primera vez a su patria transformarse en una potencia mundial con espacio,
prestigio y no poca admiración en el escenario global, gracias a la combinación
de políticas de inclusión social que sacarían a millones de seres humanos de la
pobreza extrema, acabarían con el flagelo del hambre, multiplicarían el acceso
a derechos fundamentales históricamente negados y promoverían una distribución
de la riqueza sin precedentes en el continente. Una nación que haría valer su
posición estratégica en un nuevo escenario mundial, sin repetir la histórica
subordinación a los intereses intervencionistas norteamericanos, y ampliaría el
horizonte del multilateralismo, apoyando un fuerte proceso de integración
latinoamericano. Por primera vez, una fuerte y activa relación económica,
política y científica con los países africanos, eternamente despreciados por la
diplomacia dominante brasileña.
No deja de ser curioso que este impresionante
avance de Brasil durante la última década sea, en nuestro propio país, o bien
desconsiderado o bien atribuido a la fortuna de haber vivido una coyuntura
económica excepcionalmente favorable con el alta del precio de las commodities,
en particular, del petróleo, de los minerales de hierro, de la soja y de otros
insumos primarios, base de las exportaciones brasileñas. Brasil no cambió su
matriz productiva ni tampoco su estructura tributaria, un grave problema para
el presente y para el futuro del país, pero sí transformó de manera radical la
forma de distribuir los excedentes, de definir las prioridades de inversión del
fondo público y de establecer sin matices quiénes debían estar en el centro de
las prioridades del presupuesto nacional: los pobres y las necesidades
acumuladas por una deuda social endémica.
Yo sé que tu reclamas y que dices con razón
que no hicimos la revolución que tantas veces prometimos. Pero nuestro
gobierno, el gobierno de los que luchamos por más justicia social, por avanzar
en los procesos de construcción de igualdad y de ampliación de la ciudadanía,
de mayor libertad, de autonomía y de participación democrática; en definitiva,
el gobierno de la izquierda, hizo que en poco menos de una década, Brasil
dejara de comportarse como una nación indiferente a las demandas, necesidades y
derechos fundamentales del pueblo; que Brasil dejara de mostrarse como una
nación subalterna, colonial y dependiente ante los Estados Unidos y las demás
potencias imperiales del planeta; que se plantara ante el mundo como una nación
responsable, soberana y fundamentalmente dispuesta a revertir la herencia de
exclusión, miseria y abandono que cargaban sobre sus espaldas los sectores
populares urbanos, los campesinos y las campesinas, la población negra, las
clases medias emergentes y las comunidades indígena.
No fue una revolución, o quizás sí, aunque
diferente a la que alguna vez habíamos imaginado. Cuando Lula asumió la
presidencia, en su histórico discurso del 1 de enero de 2003, dijo que su sueño
era vivir en un país donde la gente comiera al menos tres veces por día. Para
aquellos a los cuales comer nunca ha sido una necesidad y, además de hacerlo,
ejercitan sin reparos su derecho a la glotonería, quizás les resulte una
trivialidad populista luchar por el “hambre cero”. A la izquierda convencida de
que al nirvana de la revolución sólo se accede después de aniquilar a la
burguesía y de derrotar definitivamente al capitalismo, quizás luchar contra el
hambre le parezca muy poco heroico. Pero te aseguro que a los más de 50
millones de brasileños y brasileñas para los cuales tener un empleo se volvió
un derecho, acceder a la escuela, a una vivienda digna o a una atención médica
básica una posibilidad efectiva, para ellos, hijo querido, lo que estaba
ocurriendo en Brasil constituyó algo absolutamente extraordinario e inédito.
Yo, por cierto, no creo que sólo eso haya sido importante, sino también que los
más pobres no hayan creído que todo esto ocurría gracias a la generosidad de un
Dios, de un caudillo salvador o de un oligarca paternalista, sino por obra de
la política y
de un Estado que, por primera vez, los reconocía en su condición de ciudadanos
y ciudadanas. Sé que esto no es la revolución que siempre soñamos. Aunque
espero que no se transforme en la única revolución que vos y tu generación se
propongan realizar en un país que parece ahora empecinado en regresar al
pasado, en repetir su historia de injusticia y de desprecio hacia los más
pobres.
Brasil se transformó y, aunque aún de manera
incipiente, comenzó un proceso de modernización social. El mundo lo reconoció y
comprendió que, sin ninguna sombra de dudas, el gran arquitecto de este cambio
habían sido Lula y el Partido de los Trabajadores.
Pero nadie es profeta en su tierra, ya lo
sabemos. La derecha brasileña odia a Lula; lo odiaba antes de ganar las
elecciones en el 2002; y lo odió durante y después de sus dos mandatos
presidenciales. Lula sabe que la derecha lo detesta y que expresa su desprecio
hacia él y hacia las conquistas de sus gobiernos a través de las organizaciones
en las que actúa: obviamente, los partidos conservadores, las corporaciones
empresariales, algunas de las iglesias evangélicas inquisidoras y corruptas,
así como sectores de los medios de comunicación, de la justicia y de las
fuerzas de seguridad. No lo odian sólo por ser de izquierda o porque pertenece
a un partido socialista que transformó la izquierda latinoamericana. No. Lo
odian porque amplió derechos y multiplicó oportunidades de desarrollo,
bienestar y progreso social a millones de brasileños y brasileñas que habían
nacido en un país que los quería callados, silenciados, sumisos, invisibles. Lo
odian por haber llegado al poder y no haberse transformado en uno más del
inventario de dictadores, mediocres, cobardes, incompetentes, mentirosos,
pusilánimes y traidores que compone buena parte de la galería de presidentes de
Brasil desde la proclamación de la república.
Lo que ciertos sectores de la izquierda más
dogmática no entienden es cómo la derecha y los grandes grupos económicos odian
tanto a Lula si, en definitiva, su programa de reformas sociales no interfirió
en las estrategias dominantes de acumulación y reproducción de capital durante
la última década. Los más ricos no dejaron de ganar durante los últimos años;
algunos ampliaron sus fortunas y los niveles de desigualdad, aunque
disminuyeron levemente, no cambiaron la estructura profundamente injusta de
distribución de la riqueza, el poder y los beneficios. Lo que esta izquierda
supone es que, porque Lula no desestabilizó las bases de sustentación del
capitalismo vernáculo, el poder económico, los grandes monopolios de prensa o
la misma oposición política conservadora deberían rendirle culto. Me gustaría
advertirte que siempre desconfíes de las explicaciones políticas o sociológicas
que te parezcan muy simples, de los análisis en los cuales no identifiques
ninguna curva, ningún espacio a la duda. La izquierda dogmática se equivoca
aquí como se equivoca casi siempre, en Brasil y en todos lados.
La derecha no lucha sólo para que no se
cuestionen sus intereses; no lucha sólo para no dejar de ganar, ni para seguir
acumulando más riqueza, ni para mantener imperturbables sus intereses. Lucha
por algo más: para que ninguna política acabe desestabilizando o poniendo en
riesgo, mediante la ampliación de las oportunidades y de los derechos de los
más pobres y excluidos, las estructuras de poder sobre las que se sustenta un
sistema injusto y desigual que les pertenece y que no piensan cambiar. No se
trata sólo del capitalismo, se trata del capitalismo que se practica en los
trópicos, el capitalismo salvaje,
incapaz, incluso, de convivir con una democracia que sea algo más que el
mercadeo de votos entre candidatos insípidos y obedientes. Cuando la democracia
produce resultados democráticos, cuando sirve para afirmar derechos ciudadanos,
en América Latina, esa democracia se cancela y surgen los golpes de Estado.
Ahora, sin la presencia de los militares. Como en una cacería, sólo se trata de
esperar el momento justo. La democracia está bajo el asedio de los poderes que
pretenden transformarla en una mueca de lo que debería ser, una caricatura
grotesca sin contenido ni adjetivos que la doten de sentido y de horizonte. La
clase dominante se ha convencido de que si a la democracia no puedes vencerla,
debes vaciarla. Transformarla en algo que sea despreciable, innecesario, en un
concierto de procedimientos alejados de la realidad de la gente. Inservible
como la plataforma mínima desde la cual soñar e imaginar un mundo más justo,
más libre e igualitario. Una democracia que, en definitiva, no le interese a
nadie. Una democracia anoréxica, sin ninguna gracia, fútil, frívola,
insignificante.
Si te opones a esto, enfrentarás al poder. Y
ese campo político que se llama "izquierda", nació para hacer nada
más ni nada menos que esto, enfrentarlo.
Por eso lo odian a Lula y harán todo lo que
esté a su alcance para acabar con él. No se trata de una persona. Se trata de
un proyecto, de una utopía, de una esperanza en juego. No es un hombre, es un
horizonte. No es Luiz Inácio el que los aterroriza, son los Lulas que están por llegar.
Y a vos y a tu generación les cabrá
inventarlos.
Sí, ya sé. Imagino tu cara de fastidio al
leer esto. Me vas a decir que sólo sé hablar de Lula, contar sus historias y
relatar las hazañas de su gobierno. Pero que la presidenta hasta hoy era Dilma,
y que “nuestro” gobierno, no iba nada bien.
Es verdad. El segundo mandato de Dilma comenzó
con un gran equívoco estratégico, en un momento en el que las condiciones
políticas y económicas habían cambiado significativamente. Después del estrecho
resultado electoral que le dio la victoria en octubre de 2014, el gobierno se
transformó en el abanderado de una mayor disciplina fiscal, abandonó los
mecanismos participativos y consultivos de la política pública creados durante
la gestión de Lula, y promovió un acercamiento estrecho a las perspectivas y
enfoques de los que asesoran, interpretan y determinan los humores del mercado.
Puso para esto, al frente del ministerio de economía, un eximio neoliberal y le
dio carta blanca para avanzar en una severa política de ajuste fiscal. Si la
estrategia era ganar amigos, los perdió por todos lados. La derecha la corrió
por izquierda, la izquierda no supo para dónde correr y la promesa de que era
posible cortar drásticamente el gasto público sin tocar los programas sociales,
no se la creyó casi nadie.
Dilma Rousseff siempre ha sido una excelente
administradora, una militante inquebrantable y una luchadora valiente. Es,
además, una inmensa persona, dura, exigente, pero generosa, comprometida y
entregada de cuerpo y alma a la construcción de un Brasil más justo, más
democrático e igualitario. El desprecio que se ha desatado estos meses sobre
ella es mucho más que un rechazo a los rumbos asumidos por su nuevo mandato. Es
una reacción que se explica en el marco de un emergente fascismo social y desde
un ensordecedor ejercicio de misoginia, de machismo descontrolado, de pura
humillación por el sólo hecho de ser mujer. Sí, es verdad, probablemente, si
fuera hombre también la estarían hoy destituyendo. Pero no creo que si fuera
hombre hubiéramos visto multiplicarse las más diversas formas de desprecio que
desde el parlamento, algunos medios y ciertos inquisidores evangélicos, han
manifestado estos días con la más absoluta impunidad.
No es casual que en el Congreso brasileño la
representación de mujeres haya tendido a disminuir y que algunas de las pocas
que ocupan cargos lo hagan en representación de sus maridos, también políticos
profesionales. Tampoco es casual que casi no haya negros, y menos aún mujeres
negras, o indígenas, y menos aún mujeres indígenas, o jóvenes, y menos aún
mujeres jóvenes. Es escandaloso que ese parlamento misógino, machista e
inundado de prejuicios, donde la Biblia es más citada que la Constitución,
tenga a la mitad de sus miembros procesados por corrupción y que quién contaba
los votos a favor de la destitución de Dilma haya sido condenado por trabajo
esclavo, siendo presentado a la sociedad como un gran defensor de la
democracia.
Dilma Rousseff consolidó y amplió las
reformas sociales de los dos primeros gobiernos del PT. Su política de atención
sanitaria con el programa “Más Médicos”; su innovador y amplio programa de
viviendas populares “Mi casa, mi vida”; su programa de obras públicas y de
infraestructura; su política educativa, focalizada en la educación técnica y
profesional, pero también con un amplio desarrollo de la política científica y del
programa “Ciencias Sin Fronteras”, que llegó a ser la más amplia iniciativa
mundial de internacionalización de estudiantes, constituyeron hitos de la mayor
relevancia en el desarrollo de una política de inclusión social y de promoción
de la ciudadanía.
Vos ahora, hijo mío, estás preparándote para
ingresar a la universidad. Hace 12 años atrás, Brasil tenía cerca de tres
millones y medio de estudiantes universitarios. Hoy, estamos llegando a casi
ocho millones. En una década se duplicó la matrícula universitaria. Poquísimos
países del mundo lograron esto en tan poco tiempo. Y Brasil lo logró porque
hubo una decisión política fundamental: permitir que miles y miles de jóvenes
de sectores populares, hijos e hijas de trabajadores, empleadas domésticas,
campesinos y campesinas, jóvenes de comunidades indígenas y, particularmente,
jóvenes negros y negras, entraran por primera vez a la educación superior.
Brasil tiene hoy un sistema universitario mucho mejor que hace una década
atrás. Y es mucho mejor, porque es mucho más justo y democrático, aunque
todavía haya tantas cosas que debamos hacer para mejorar nuestras
universidades.
Las élites nunca perdonan a los que
democratizan el acceso a la universidad, esa institución que siempre han
considerado su propiedad y privilegio. A las élites no les gusta que les
cuestionen su derecho sobre lo que creen que les pertenece, aunque se lo hayan
robado.
Dilma podrá haberse empeñado en hacer un plan
económico que no asustara a los sectores del poder oligárquico nacional, a los
especuladores internacionales (que se hacen llamar “inversores”) y a los que
publican sus opiniones haciéndolas pasar por las de la opinión pública. Sin
embargo, tampoco a ella le perdonaron implementar un programa de atención
primaria a la salud que, ante la baja respuesta de los médicos brasileños, haya
traído médicos de Cuba, de España y del resto de América Latina. No le
perdonaron que haya dado el derecho a una vivienda digna a familias que, según
parece, deberían sólo haber tenido la oportunidad de vivir en casas de cartón y
chapa, amontonadas, corriendo el riesgo de morir enterradas por el lodo después
de la primera lluvia de verano. Dilma pudo haber puesto al ministro más
neoliberal del mundo, pero jamás le perdonarán que haya osado a sacar a los pobres
del lugar en el que siempre les ha tocado estar.
¿Por qué se produjo el impeachment,
que los senadores están votando mientras escribo estas líneas? Eso quizás, ya
lo sabe casi todo el mundo. La oposición encontró la forma de sumar a un
partido aliado del gobierno a su avanzada golpista. Así, el PMDB, un partido
que siempre ha estado en el poder en los últimos 30 años, adhirió sin reparos
al golpe institucional, sabiéndose su principal beneficiario.
El PT se había aliado al PMDB y a otros
partidos conservadores, posibilitando las articulaciones que le permitirían
llegar al poder en las elecciones del 2010. Dicen que si no lo hubieran hecho,
no hubieran ganado, lo cual, al menos en la elección de 2014, es altamente
plausible que hubiera sido así. La democracia es siempre estrategia de alianzas
y el que quiere ganar, debe negociar. Pero negociar tiene sus riesgos,
especialmente, si negociamos con un partido venal, plagado de corruptos y cuya
más rutilante virtud democrática ha sido practicar el oportunismo, tratando de
estar siempre, y en cualquier circunstancia, cerca del poder. Bajo el impulso
avasallador del PT para ganar las elecciones de 2010, Michel Temer integró la
fórmula presidencial con Dilma Rousseff. El PMDB alcanzaría así una inmensa
influencia en el tercer mandato petista. Las elecciones de 2014 encontraron al
PMDB dividido y a un sector del partido, encabezado por el propio Temer,
dispuesto a no correr el riesgo de perder los espacios conquistados. La alianza
con el PT se mantuvo.
Las alianzas, hijo querido, son el gran
misterio de la democracia. La gran oportunidad, la gran trampa. Sin alianzas es
imposible llegar al paraíso, al edén del poder. Pero nunca olvides que el
camino del infierno está tapizado de alianzas que han fracaso y de pactos que
nunca se cumplieron. Ya en el siglo XVII, el cardenal Jules Mazarin alertó que
el arte de la política es el arte de la traición. Desde entonces, hasta hoy,
hay quienes luchan para cambiar la política, inventando una nueva forma de
acción colectiva y de administración de lo que nos pertenece a todos, de lo
público, de lo común, una política edificada sobre otros valores y otras
prácticas. El PT fue el partido que a muchos de mi generación nos enseñó que
esto era posible. No creo que lo hayamos logrado. O quizá, apenas empezamos.
Lo que resulta llamativo es que todavía haya
algunos que se sorprendan o se indignen porque Temer haya traicionado a Dilma,
una vez que el conjunto de la oposición, con la indiferencia del Supremo
Tribunal Nacional, haya encontrado la llave de cofre de la felicidad y,
simplemente, inventado un delito para dar inicio al proceso de impeachment que licenciará a Dilma de la
presidencia en las próximas horas. Temer no se transformó en un “traidor” ante
la eximia oportunidad de llegar a la presidencia sin haber sido elegido a tal
fin. No. Aquí, la ocasión no hace al ladrón. El PT necesitaba a Temer y al PMDB
para ganar las elecciones nacionales de 2014. Y el PMDB y Temer necesitaron un año
y cuatro meses del gobierno de Dilma Rousseff para arrebatarle el cargo. Que
haya sido a partir de una mentira, de un artificio seudo jurídico, de una
patraña o de un gran fiasco, eso a pocos le importa. Es la magia de la mayoría.
Si 367 diputados dicen que hubo delito y 137 dicen que no lo hubo, lo que hubo
fue un delito. Quizás lo único bueno de ese domingo fatídico en el que los
diputados brasileños dieron inicio a la destitución de Dilma, fue conocerle la
cara a esos diputados, muchos de los cuales siquiera tuvieron votos, pero están
ahí por la lógica del arrastre de candidatos estrellas. Si le doy mi voto, por
ejemplo, al Payaso Tiririca, también le daré mi voto a un secreto e ignoto
conjunto de candidatos bastante más patéticos que el propio Tiririca, los que
se elegirán con 20 o 30 votos. Quizás todo le importa un comino al que vota por
el Payaso Tiririca. No siempre la democracia parece más seria que una buena
sesión de circo.
¿Por qué había que confiar en Michel Temer?
Un proverbio africano dice que la historia no
la escriben los leones, sino los cazadores. Temer surgirá de las cenizas de su
hasta ahora mediocre, deslucido y banal ejercicio del poder. Una presencia
sombría en Brasilia que sólo concitaba el esporádico interés de las revistas de
vanidades. Hasta hace algunas pocas semanas, tenía tanta cara de listo como el
ex presidente argentino Fernando de la Rua. Hoy, parece Franklin Delano
Roosevelt.
El poder y la prensa hacen milagros, hijo
mío.
¿Machismo? Una mujer que ejerce sus funciones
de mando con firmeza y no se deja avasallar por la adversidad, suele ser motivo
de desprecio por parte de empresarios, políticos y periodistas misóginos que no
perderán la oportunidad de realizar bromas, hacer circular rumores o inventar
historias sobre su sexualidad. Así fue tratada Dilma desde que asumió su primer
ministerio en el gobierno de Lula, más de diez años atrás. Sin embargo, ahora
todo cambió. Temer está casado con una mujer rubia, 43 años más joven que él,
“muy femenina”, según la describen, y sin otra ambición personal que cuidar del
hogar. Él, un hombre vigoroso, potente, promediando los 80 años, pero vital en
su capacidad reproductiva. Ella, tan de su casa, prolífera, atenta,
disciplinada, sabiendo ocupar su lugar. Una pareja perfecta. La pareja que
Brasil necesita para salir de la crisis.
Hasta hace pocas semanas, Michel Temer
parecía menos seductor que el Increíble Hulk. Hoy, parece George Clooney.
El poder, la misoginia y el Photoshop hacen
milagros.
Michel Temer no es Frank Underwood, aunque en
Brasilia se vive la teatralización amazónica de House
of Cards, con Chespirito y Cantinflas.
Pero bueno, perdón hijo, creo que me desvié
de lo que, en definitiva, te quería decir. Lo que pretendo explicarte es que no
hubo improvisación, ni espontaneidad, ni suerte inesperada. Hubo un plan: acabar
con el gobierno de Dilma y con el PT. Un plan que seguirá su
curso una vez que la presidenta haya finalmente sido destituida. Un plan que no
concluirá hasta que puedan, definitivamente, impedir que Lula llegue a la
presidencia de la república por el voto popular en el 2018. En esta línea
seguirán las cuestionadas investigaciones del juez Sérgio Moro, del Fiscal
General, Rodrigo Janot, y de todo aquel funcionario, político, delincuente o
delator que pretenda aspirar al Golden Globe de la justicia brasileña: mostrar que
Lula es corrupto.
Sí, ya sé: la corrupción. Llegué hasta aquí
sin mencionar hasta ahora la palabra “corrupción”. Y no es porque haya querido
esquivar el asunto que hoy, para muchos, dentro y fuera de Brasil, explica por
qué Dilma está siendo destituida.
El sistema político brasileño está infectado
de corrupción. No es la corrupción una anomalía. Es uno de sus elementos
constitutivos. Es lo que mueve buena parte de los intereses, de las relaciones,
de las influencias y de las preferencias de un número significativo de
representantes del pueblo, de funcionarios públicos, de jueces y fiscales, de
miembros de las fuerzas de seguridad pública y, especialmente, del mundo de las
grandes corporaciones. Claro que hay políticos, diputados, funcionarios,
jueces, fiscales, policías, militares y empresarios honestos. Pero la
corrupción es uno de los combustibles que acciona el sistema. Y quizás el
principal error que hayamos cometido en la izquierda brasileña y latinoamericana,
durante estos últimos años, ha sido no ponernos al frente, a la vanguardia como nos gusta decir a nosotros, del
combate a la corrupción. De hacerlo cortando de raíz cualquier responsable de
corrupción entre sus filas, duela donde duela, sin dejar nunca de emitir
señales claras acerca de qué lado estábamos. Nuestro apoyo a una reforma
política que ponga en evidencia que el actual sistema político-partidario
promueve la promiscuidad entre el mundo privado, el de los negocios y el de los
intereses públicos, debería haber sido mucho más explícito y determinado.
Tendríamos que haberlo hecho sin miedo y,
especialmente, sin culpas. No para convencer a los corruptos que existen dentro
o fuera de la política, a los que operan dentro o fuera de la justicia, a los
que actúan dentro o fuera de las corporaciones. Había que hacerlo por nuestro
compromiso con los sectores populares, con las clases medias, con la gente que,
en este país y en todo nuestro continente, trabaja honestamente y construye su
dignidad cotidiana sin cometer ningún delito. La inmensa mayoría de las
personas que conforman nuestras naciones son ciudadanos y ciudadanas honorables
y buenas. Los dirigentes de izquierda, cuando se dejan de parecer a ellas,
comienzan a parecerse a los empresarios, a los políticos, a los jueces y a los
policías cuyo comportamiento corrupto aspiramos a combatir.
El PT ha sido el partido brasileño que, desde
el inicio del primer gobierno Lula y durante los dos mandatos de Dilma
Rousseff, más ha combatido la corrupción. Se trata de un hecho objetivo,
concreto e irrefutable. Nunca se han investigado tantos casos de corrupción;
nunca la justicia y la policía federal han tenido tanta autonomía; nunca tanto
dinero robado ha sido recuperado para los cofres públicos. No creo que esto
deba ser considerado un mérito, a no ser que lo comparemos con el débil
desempeño en la lucha contra la corrupción por parte de los gobiernos
anteriores.
El problema es que, en América Latina, cuando
a la corrupción no se la combate, se vuelve imperceptible. Y, por el contrario,
cuanto más se la combate, más parece presente y más parece invadirlo todo.
Es lamentable que el gobierno haya pensado
que sin un relato de lo que estaba pasando, la gente entendería por ósmosis (o
porque se habían hecho buenas políticas sociales) que el PT era el principal
partido involucrado en el combate a
la corrupción. Y como el relato no lo hizo el gobierno, lo hizo la oposición.
Se dijo y buena parte de la sociedad así lo creyó: la
corrupción viene del PT y erradicarla supone sacarse de encima su gobierno.
¿Podremos demostrar ahora que esto es falso?
Seguramente, será difícil, pero habrá que
intentarlo. No es éste, hijo mío, el único gran desafío que tendremos por
delante. Deberemos enfrentar un gobierno neoliberal cuya composición y
estructura constituirá un enorme retroceso en la historia democrática de
Brasil. Gobernarán ahora los que perdieron las elecciones nacionales hace menos
de dos años atrás. Los mercados, la prensa dominante y las oligarquías los
apoyan firmemente. Un amplio sector de la sociedad, cansada de la crisis,
quizás también. No habrá que ser muy imaginativos para sospechar el escenario
que se aproxima: pérdida de derechos, retroceso en las reformas democráticas,
reducción de los espacios de participación, privatización de la esfera pública,
criminalización de la protesta social y exacerbación de la intolerancia. Es la
historia que se repite, esta vez, en su condición de farsa. En los noventa, el
neoliberalismo llegó al poder de la mano del apoyo popular. Hoy, regresará
apoyado en las muletas del golpe. No creo que la falta de dignidad, ni la
decadencia ética sean sentimientos que le quiten el sueño a gran parte de los
funcionarios del nuevo gobierno.
Entre tanto, la gravedad del momento que
estamos viviendo no puede dejarnos espacio a la congoja, a la angustia o al
desconcierto. Lloraremos nuestras lágrimas en silencio, y deberemos reponernos
lo más rápido posible para luchar las luchas que debemos aún luchar. Hoy es un
día de infamia para la democracia en Brasil y en América Latina. Pero de
nosotros dependerá, en buena medida, que mañana deje de serlo. Habrá que juntar
los restos de la batalla perdida y seguir adelante con dignidad y esperanza,
con convicción y valentía. Las banderas de la lucha por la justicia social y la
libertad humana, la lucha por la igualdad y el bien común, siguen exigiendo que
las alcemos con orgullo y de forma decidida. Dicen los zapatistas, hijito
querido, que las banderas existen cuando existen las manos que las hacen flamear,
cuando existen las manos que las cargan para hacerlas brillar. Nuestras
banderas necesitan muchas manos dispuestas a izarlas nuevamente y a luchar por
ellas. Convencer a cada vez más y más personas, a los jóvenes y a los no tan
jóvenes, de que esta es una lucha justa y necesaria, será uno de las grandes
batallas que deberemos librar. La lucha por un mundo mejor empieza aquí y
empieza ahora, construyendo un Brasil mejor.
Yo me formé políticamente en la lucha contra
la dictadura y luego en las dinámicas de movilización que acompañaron el
proceso de transición democrática en la Argentina de los años 80. Aquí en
Brasil, muchos jóvenes como vos, se formaron políticamente en la lucha por las
“diretas já”, exigiendo su derecho inalienable de elegir sin mediaciones al
presidente que debería gobernar los destinos de la nación.
Vos naciste a la militancia en la lucha
contra la destitución injusta de una presidenta honesta y valiente,
democráticamente elegida por el voto popular.
Yo aprendí a militar exigiendo que la democracia
que nos habían robado, regresara y fuera el marco desde el cual disputar el
modelo de sociedad que queríamos para ese nuevo país que estaba naciendo. Vos
estás aprendiendo a militar exigiendo que no nos roben la democracia que tanto
sufrimiento, muertes y dolor nos costó conquistar.
Alguna vez, Eduardo Galeano dijo que la única
cosa que se construye de arriba hacia abajo son los pozos. El resto, y
especialmente, el resto de las cosas por las que vale seguir viviendo, se
construyen de abajo hacia arriba. Nuestro futuro es una de ellas.
Estos días recordaba aquella noche de octubre
del 2002, cuando Lula se consagró presidente de la república ante el sucesor de
Fernando Henrique Cardoso, José Serra. Salimos a caminar junto a un mar de
gente, vos, tu mamá y yo por la playa de Copacabana. El cielo estaba nublado de
estrellas. Las banderas rojas y las lágrimas de emoción dibujaban serpentinas
de esperanza en los rostros y en los cuerpos de miles y miles de brasileños y
brasileñas que estaban dispuestos, ahora sí, a inventar una nueva nación. Yo te
llevaba sobre mis hombros y no dejaba de repetir que, después de tu nacimiento,
ése era, sin lugar a dudas, el día más feliz de mi vida.
Todavía los senadores están votando y ya
anocheció. Dilma comenzará a dejar la presidencia en unas pocas horas. La
sesión no acabó, pero yo tengo unas ganas inmensas de volver a recorrer con mis
lágrimas y con mi bandera roja aquella arena blanca y aquel cielo milagroso que
nos acarició cuando a ti todo eso te parecía quizás simplemente mágico. Vení,
vayamos juntos otra vez. No prometo ahora cargarte sobre mis hombros. Pero si
te prometo, hijo querido, estar a tu lado, aprendiendo de nuevo a luchar,
aprendiendo de nuevo a soñar.
(Escrito entre la madrugada y la noche del 11
de mayo de 2016, un día infame)
Pablo Gentili. Nació en Buenos Aires y desde hace más de 20 años ejerce la
docencia y la investigación social en Río de Janeiro. Ha escrito diversos
libros sobre reformas educativas en América Latina y ha sido uno de los
fundadores del Foro Mundial de Educación, iniciativa del Foro Social Mundial.
Es Secretario Ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
(CLACSO) y profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ).
Coordina el Núcleo de Política Educativa de la Universidad Metropolitana de la
Educación y el Trabajo (UMET) y el Observatorio Latinoamericano de Políticas
Educativas (UMET/FLACSO/UERJ).