El mediocre argentino…
Lionel Messi, el capitán de la Selección. Foto: AFP
Desde que la Selección tiene el placer visual, la ventaja
comparativa y el milagro inmerecido de tener a Messi, las discusiones están
menos ligadas a él que a una versión maníaco depresiva de la argentinidad.
El
día después de la derrota de Argentina ante Alemania por la final de Brasil
2014, veo al borde del shock nervioso una escena de teatro nacional callejero
ocurrida en un kiosco de revistas cercano a la Plaza de Mayo. El canillita
recibe debidamente encuadrado en su box de hojalata a un taxista al que parece
estar unido por cierta confianza y, no cabe duda, por una tolerancia a prueba
de misiles nucleares anticanillitas.
El
descendiente de Rolando Rivas sale de su máquina fumando y de frente al
chaperío rectangular, como el goleador que nunca será, recrea la jugada
inolvidable en la que Higuaín define con flaccidez su malogrado mano a mano
contra Neuer. El canillita hace las veces de arquero, mientras el taxista genio
hace crujir su artrosis acompañándose de las siguientes palabras
autocomplacientes: “Cuchame, papá. ¡Dejate de joder! ¿Cómo te vas a comer ese
gol? Te cae la pelota de arriba, la controlás con el ojo y hacés, ¡pim!, de
primera, allá. Pega en el palo y entra. Cuchame: lo meto yo”.
Desde
que la Selección argentina tiene el placer visual, la ventaja comparativa y el
milagro inmerecido (como todos los milagros) de tener a Messi, las discusiones
sobre Messi están menos ligadas a él que a una versión maníaco depresiva de la
argentinidad. Se la puede reconocer por la exigencia perfeccionista y una
conciencia nula sobre las dificultades de obtener la perfección. El punto de
vista desde el cual esta escuela cuestiona a Messi es el de la mediocridad.
Existe una larga tradición por la que la mediocridad cuestiona la excelencia,
que es la misma por la que los hombres contemplativos han cuestionado toda la
vida a los hombres activos. Se trata de espíritus para los cuales mejor que
hacer es decir.
Por
cuestiones de populismo de mercado y debilidad emocional, la mediocridad tiene
su emergente en la masa crítica del periodismo deportivo que, ante la derrota,
ni más ni menos que como el taxista de Plaza de Mayo, levanta presión hasta
fisurar su pozo ciego del que comienza a escaparse un río de excrementos. La
extrapolación es muy clara, y sustituye todos los elementos del juego comercial
y a veces artístico llamado fútbol –del que por lo general se excluye
increíblemente el hecho de que se enfrenta a rivales competente–, por el único que
queda en pie: el éxito y su bestia negra (el fracaso).
Recordemos
que hace un tiempo unos periodistas criticaron a Messi porque no cantaba el
himno. Entonces se juzgaba el patriotismo y no el juego. Ahora lo que se
condena –ya no es un juicio sino una sentencia– es que no haga todo, que no sea
él sólo el equipo, que no produzca lo imposible, que no se transforme en el
superhéroe de la Argentina Potencia, olvidando que el fútbol es un juego
cooperativista, es decir una sociedad con pactos internos y combinaciones elásticas a cargo de un director técnico y
filtrada por el azar.
Esa
Argentina contemplativa que ha hecho de la exigencia de perfección una
enfermedad social, sólo es capaz de aceptar el triunfo individual resumido en
dos frases por las que empieza y se acaba el mundo: “es un genio”, o “somos un
desastre”. En el medio de ambas hipérboles, el vacío total.
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