La pasión de Alberto…
Para Alberto la nuestra es una democracia con “cuentas pendientes”, in
progress, incompleta. Pero en esa
incompletud yace precisamente su fortaleza, porque la política democrática se
funda más en preguntas que en respuestas.
© Escrito por Sol Montero el
viernes 10/12/2019 y publicado por el Periódico La Vanguardia Digital de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
República Argentina.
El anuncio de Cristina
Kirchner del 18 de mayo abrió, como por arte de magia, un proceso de
transmutación del carisma: del aura de Cristina al cuerpo de Alberto,
progresivamente investido de legitimidad, capacidad y virtud.
En el Frente de Todos el
desafío fue hacer visible un
liderazgo donde no había ninguno, y esa visibilidad, puesta en escena en más de
un dispositivo comunicacional durante la campaña y la transición, posibilitó su
ascenso como candidato y futuro presidente. Hay muchas estaciones en la pasión
de Alberto, que hoy culminó en su asunción presidencial.
Después de la
elección de octubre se desplegaron dispositivos de concordia y de discordia: la
designación de un equipo de transición, el encuentro entre el presidente
saliente y el electo en la Casa Rosada, una misa compartida, una conferencia de
prensa con el anuncio del gabinete de ministros, los intercambios entre
funcionarios entrantes y salientes, la presencia pública del Alberto-estadista
en eventos internacionales, la aparición del Alberto-twittero respondiendo
mensajes. Así se fue configurando el cuerpo y la voz presidencial en los
últimos meses.
La democracia
no es solo un régimen de procedimientos, también es un régimen de liturgias y
conmemoraciones. El 10 de diciembre, día histórico para la democracia
argentina, se produjo la unción definitiva, la asunción presidencial, ese
ritual milimétricamente reglado, y sujeto a múltiples arreglos institucionales
y conmemorativos. Todo es signo en un acto de este tipo.
Están los
compromisos institucionales: el trayecto desde el domicilio particular hasta el
Congreso, el juramento, el traspaso de los atributos presidenciales, el
discurso del nuevo presidente, el traslado a la Casa Rosada (Alberto llegó sin
chofer, conduciendo su propio auto desde su casa hasta el Congreso), la jura de
los ministros, el saludo a las delegaciones extranjeras. El pasaje de la condición
de civil a la de primer magistrado.
Y luego están los
rituales populares: la plaza, la multitud, los carteles, el festival, la
música, el sudor, la marcha peronista, la alegría, las pasiones. No hay
asunción sin pasión, porque el poder, cuando es representativo, está ungido por
ese engrudo místico que es la identificación afectiva.
No hay asunción sin pasión, porque el
poder, cuando es representativo, está ungido por ese engrudo místico que es la
identificación afectiva.
“¿Vas a ver la asunción
de Cristina el martes 10?”, escuché decir por ahí en referencia al acto de
asunción del 10 de diciembre.
Porque hoy también
asumió Cristina. Invocadas explícitamente durante el proceso de selección de
ministros, la palabra y la autoridad de Cristina funcionan, aún en silencio y
en ausencia, como una garantía, como el soporte en el que descansa la
legitimidad de Alberto.
Sentada a su lado, como
presidenta de la Cámara de Senadores, como compañera y como líder
político-espiritual, en la ceremonia de asunción miraba su discurso de reojo,
ahora también aprendiendo de Alberto. El cuerpo de Alberto y el aura de
Cristina, encarnación de una nueva comunidad política.
En su
discurso de asunción Alberto habló de recomponer ese cuerpo político con más y
mejor democracia: pero ¿a qué fundamento apelar para llevar adelante este
proyecto democrático?
En última instancia,
algo tan material como una comunidad política, integrada por cuerpos
(sufrientes, necesitados, emocionados), se funda en valores, en gestos
intangibles: la “solidaridad en la emergencia”, la “ética de la urgencia”, las
“verdades relativas”.
La recomposición
comunitaria de la Argentina requerirá solidaridad y de humildad, exigirá
renunciar a (parte de) los privilegios, ceder (parte de) las verdades absolutas
para confluir en un pacto social que es irrealizable sin cierta disposición
ética de los actores.
Esa es la paradoja de la
democracia: para construir la unidad es precisa la división, la escisión entre
los intereses particulares y los colectivos, la confrontación de verdades
parciales en pos de una verdad superadora y contingente.
Esa sociedad democrática en
construcción desde aquel 10 de diciembre de 1983 es una que todavía “nos
debemos”. Para Alberto la nuestra es una democracia con “cuentas pendientes”, in progress, incompleta.
Pero en esa incompletud yace precisamente su fortaleza, porque la política
democrática se funda más en preguntas que en respuestas.
Las preguntas abren un campo de
posibilidades, hacen estallar las certezas uniformes y permiten imaginar un
futuro. La liturgia de la asunción de Alberto cerró con una pregunta, la
pregunta del millón: ¿seremos capaces, como Argentina unida, de atrevernos a
construir esta posible y serena utopía a la cual nos llama hoy la historia?