All Blacks, los mejores
del mundo...
No vinieron a ver el
Museo Dardo Rocha. No descubro nada diciendo
que muchas de nuestras costumbres y convicciones tienen tanto más que ver con
lo que mamamos de chiquitos que con cómo nos va condicionando el paso del
tiempo. Desde ese lugar, sólo concibo ir a ver a Los Pumas, como un ritual
entrañable lleno de emociones que no siempre tienen que ver con el partido en
sí, y mucho menos con un resultado.
Antes de este presente
tan federal como politizado, Los Pumas pasaron por emblemáticos escenarios
futboleros. Si bien hay registros de partidos entre argentinos y sudafricanos
en una cancha de Ferro tan vieja que ni siquiera salían las torres de Morixe en
la foto –por los años 30–, la primera auténtica “casa Puma” fue la famosa
cancha de Gimnasia y Esgrima sección Maldonado, muy ligada al atletismo y nada
al fútbol.
Para las profundidades de
mi recuerdo, Ferro es “el” lugar. Acepto a los que claman por Vélez, algunos
más jóvenes hablarán de River y hoy no faltará quien diga que el Ciudad de La
Plata le da más brillo a estos tiempos de por si brillantes de nuestro rugby.
Pero mi bondi vuelve
siempre a Caballito.
Ferro es el templo de mis
emociones rugbísticas. Ansiedades que en este momento soy capaz de sentir. La
de conseguir estacionamiento. La de cerciorarme de tener esa entrada que mi
viejo escondía casi hasta el momento de mostrársela al control del acceso sobre
Avellaneda. La de esperar que Diego se cruzara con la menor cantidad de
conocidos posibles –sus previas duraban tanto como el partido en sí aunque no
tanto como el post– porque sólo llegar al asiento relajaba mis nervios. Si
hasta creo haberme salteado varias veces el increíble flan mixto que ofrecían
de postre en el bodegón a tres cuadras de la cancha, uno de esos en los que la
baranda a estofado duraba en la bufanda hasta el miércoles.
Eran tiempos en los que
las únicas camisetas que se veían en las tribunas eran las de los pibes de los
clubes que venían en colectivo con sus entrenadores, se instalaban en la
popular y exhibían su orgullo de ser jugadores de las inferiores de Lomas y de
San José, de Matreros y de Los Tilos, de Sitas y de Mariano Moreno. Algo de
esto aún sobrevive en estos tiempos de entradas caras y costumbres diferentes.
Tal vez no en el Cuatro Naciones, pero aún es posible detectar estas nubecitas
de ilusión rugbística en test matches de convocatoria menos impactante.
No recuerdo que en
aquellos tiempos uno pudiese comprar la camiseta de Los Pumas en las casas de
deporte. Sospecho que, en realidad, cuando yo era chico la celeste y blanca no
era una pieza comercial sino que, como también me decía Diego, para tener una
de esas había que ganársela. Está claro que, si para tener una había que ser
Puma, jamás llené ese hueco en mi ropero.
Lo autorreferencial –tan
poco aconsejable como inevitable para mí en estos días de reblandecimiento– y
la nostalgia ocupan en esta columna el espacio reservado para la crónica de un
partido en el que, finalmente, los All Blacks le explicaron a los Pumas que,
sin ignorar todo lo bueno que hicieron desde aquel debut en Ciudad del Cabo, lo
que sucedió en La Plata fue lo que muchos imaginábamos que ocurriría desde el
mismísimo debut.
La Argentina perdió todos
sus partidos ante los All Blacks menos uno, que se empató a centímetros de
poder ganarlo. Perdió casi siempre de manera justificada, varias veces por
paliza y hasta estuvieron cerca de recibir 100 puntos en contra. Los
neozelandeses, además de ser los campeones del mundo y de este primer Cuatro
Naciones, suelen jugar al rugby sustancialmente mejor en estos torneos que en
el Mundial mismo.
Y después de haberse
visto sorprendidos y desordenados por Los Pumas en sus dos últimos choques
–cuartos de final del Mundial y el 21-5 de hace un mes en Wellington– decidieron
que era tiempo de mostrarse en plenitud.
La traducción de
enfrentar a los All Blacks en plenitud sería algo así: sabés que vas a perder
y, si no cometés errores, te irás a las duchas frustrado con una derrota
razonablemente categórica. Eso corre, hoy por hoy,
para Los Pumas tanto como para Australia, Sudáfrica, Inglaterra o Francia.
La tarde noche platense empezó para fiesta pero pronto quedó claro que los All Blacks no vinieron hasta aquí para visitar el Museo de Dardo Rocha sino para, cuando no les bastara con el mérito propio, cobrarse cada error que cometiese el rival. Nueva Zelanda le dio una cátedra a la Argentina y a puro try se impuso 54-15 en La Plata y se coronó campeón del Rugby Championship.
Fueron cuarenta minutos lapidarios a los que sólo el enorme corazón Puma evitó que se cayera en el desánimo. Aún así, en un segundo tiempo más terrenal de los visitantes, tuvieron respuestas contundentes ante cada acierto argentino. Y un poco más también.
Los Pumas crecieron de
manera descomunal en este mes y medio de competencia. Y al de anoche no se lo
debe considerár como un retroceso en un camino que debería llevar, dentro de
pocos días, al primer triunfo en este torneo.
De todos modos, en honor
a la imponencia del rival y a la dureza de la derrota, prefiero replegarme
nuevamente en los recuerdos. Ya que no pude llorar un triunfo abrazado a mi
Fermín de cuatro meses, me voy a la cama abrazado al recuerdo de aquel llanto
compartido con Diego, cuando Los Pumas le ganaron a los franceses por primera
vez. En Ferro, claro. Hace casi treinta años.
© Escrito por Gonzalo
Bonadeo y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el
domingo 30 de Septiembre de 2012.
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