sábado, 24 de diciembre de 2011

Traidores... De Alguna Manera...


Traidores...

Quién en el mundo no recuerda la historia del que fuera el amigo predilecto de Jesús, uno de los doce apóstoles, aquel que tuvo la osadía de venderlo por 30 monedas de plata, identificándolo con un beso. Pero después, enloquecido por el remordimiento, se ahorcó…

Pese a los suicidios misteriosos y a las estatizaciones tenebrosas, no debe haber tema más “navideño” que la preocupación por la esperanza. Existen pocas demandas más palpitantes y duraderas que la fantasía y el ansia de una vida menos filosa, no tan hostil. Sin embargo, estas simples y potentes ensoñaciones también se han ido descascarando en la Argentina, desvencijadas por la vociferación reinante. Hasta un árbol de Navidad ha sido incendiado en la calle por patéticos melanco-guerilleros de cartón. Una peculiar y persistente onda de intensa emotividad parece desmentir a quienes esperamos que las sociedades, como las personas, encuentren de vez en cuando denominadores comunes en lugar de seguir cavando trincheras.

Con el expediente de consideraciones ideológicas y hasta generacionales, quienes piensan el país como una batalla sin cuartel han tenido éxito en la puesta en valor de la guerra como escenario principal. La paz, el encuentro, la aceptación de las discrepancias son, en esta Argentina de cara a 2012, expresiones vituperadas, calificadas como melancólicas manifestaciones de ingenuidad o vejez. Amigos distanciados, familias que no pueden hablar de política (porque si lo hacen se insultan y lastiman), parejas enfrentadas, padres e hijos desencajados. Un viscoso y venenoso elixir de odio e intolerancia destruye pasados comunes y el remanente emocional de las experiencias grupales de la juventud.

Los esperanzados o fanáticos del nuevo orden reinante hoy en la Argentina se escandalizan de quienes piensan un poco diferente o todo lo contrario de ellos. Los que hemos sido inscriptos en el batallón de la herejía, o a quienes se nos describe como personas que habrían “traicionado” sus principios de otrora, formamos batallones con los que no hay reconciliación. No lo viví porque era un niño de pantalones cortos, pero me dicen que algo muy parecido sucedió en la Argentina de comienzos de los años cincuenta del siglo pasado. Claro que entonces el poder de Perón al menos no se embriagaba de relatos impregnados de mentiras ideológicas. El peronismo era reciamente anticomunista y no perdía oportunidad de expresar su desagrado y oposición al marxismo apátrida; no había márgenes para despotricar contra los opositores desde composturas “progresistas”. Lo nuevo de estos tiempos es que similar acrimonia se enarbola hoy, pero desde unos supuestos baluartes de superioridad moral y certeza doctrinaria. Es verdaderamente fantástico lo que ha sucedido.

No pretenden reciprocidad quienes carecen de dudas. La vida los ha puesto en un lugar soñado, ese poder en el que, finalmente, los ideales de la juventud se estarían haciendo realidad. Por consiguiente, quienes no lo vemos así o tenemos severas sospechas de que todos aquellos valores fuesen –mirados desde hoy– tan virtuosos como pensábamos entonces somos mecánicamente condenados a un desprecio monumental. Mientras que los herejes, una y otra vez repudiados por haberse “dado vuelta”, en casi todos los casos abren espacios y crean oportunidades para que digan lo suyo los que se alegran de ocupar el poder o adhieren a quienes lo conducen; nada similar sucede en las trincheras oficiales. La reciprocidad no existe; no hay espacio oficial para disentir, aunque los vigilantes del oficialismo se quejen de la supuesta “falta de pluralidad” de los medios que ellos llaman hegemónicos.

La ocasión navideña, por otro lado, nos suele predisponer para miradas menos torvas, actitudes menos belicosas. ¿Por qué se ha producido un tajo tan profundo y tan reacio a cicatrizar? Supongamos que, como dicen los entusiastas de este momento, sencillamente no sienten empatía alguna con quienes, habiendo sido compinches hasta hace seis o siete años, ahora son estigmatizados por pensar diferente. No terroristas o golpistas, sencillamente discrepantes. Así las cosas, ¿serían esas razones lo suficientemente concluyentes como para que reine este estado de sitio existencial? ¿Es tan determinante en las relaciones entre seres humanos lo que cada uno opina sobre las políticas de un gobierno y las alianzas coyunturales que el poder arma para cumplimentar su agenda? ¿Por qué son bienvenidos sin objeciones a este poder camaleones que devinieron justicialistas o progresistas luego de añares revolcándose en la vereda de enfrente, mientras que sólo merecen escarnio quienes, no habiendo sido jamás “de derecha”, se permiten –en cambio– cuestionar ahora parte o mucho de lo que se dice y hace en nombre del “modelo” vigente?

Habrá que inventar palabras o conceptos que describan elocuentemente el punto de inadmisibilidad (¿qué es lo que no perdonan o no aceptan?), que está en la base de esa belicosidad punzante que liquida afectos, destruye historias y corporiza enemistades. Dicen que finalmente ha llegado en la Argentina la hora de manifestar de manera frontal las contradicciones soterradas. Teorizan que nada hay más humano que el conflicto y que es bienvenida la explicitación de las diferencias. Hablan del fin de las hipocresías. No sé, tengo mis severas dudas. Hemos tenido numerosas y fuertes discrepancias en épocas recientes de las que he sido contemporáneo. Nunca antes se había experimentado, sin embargo, una animadversión tan belicosa como la que oscurece hoy el clima de las relaciones y de la mera cotidianidad.

Navidad no es mal momento para tratar de comprender este truculento perfume de discordia que emana hoy del poder y del que se contagian quienes derraman felicidad retórica por el statu quo implantado en 2003. Quisiera equivocarme fieramente y convencerme de que no es para tanto. Pero impresiona la jactancia triunfalista de la pedantería oficial. Uno diría que respiran a la vida en clave de guerra y, por eso, quienes se embanderan en ese alineamiento parecen estar dispuestos a las más temibles maldades. O, al menos, a los más rotundos desdenes. Son como la noche-mala de la noche-buena.

© Escrito por Pepe Eliaschev y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el viernes 23 de Diciembre de 2011.

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