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martes, 24 de marzo de 2020

A 44 años del 24 de marzo de 1976. La Memoria continúa… @dealgunamanera...

A 44 años del 24 de marzo de 1976. La Memoria continúa… 

A 44 años del golpe de estado...

En tiempos de pandemia, "el Pañuelazo blanco" y otras modalidades de participación son la forma colectiva no sólo de repudiar el terrorismo de Estado sino también el modelo económico, social y cultural que la dictadura intentó implementar.

© Escrito por Carlos Heller el martes 24/03/2020 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 


Hoy, 24 de Marzo, la Memoria no se interrumpe ni se detiene, sólo cambia la forma de manifestarse. Conmemoramos este Día Nacional de la Memoria, por la Verdad y la Justicia sin marchas en las calles pero con otros modos de movilización ciudadana: los organismos de Derechos Humanos nos convocan a todos y a todas a armar pañuelos blancos con servilletas, telas o afiches, a escribirles consignas y a colgarlos de balcones, puertas o ventanas; a sacarse fotos o filmarse con el pañuelo para luego compartir esas imágenes en redes sociales; y a utilizar diversos recursos multimedia para conmemorar en red el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.

En tiempos de pandemia, “el Pañuelazo blanco” y las otras modalidades de participación propuestas son la forma colectiva de seguir ejercitando la Memoria y de continuar perteneciendo a una mayoría social que no sólo repudia el terrorismo de Estado sino también el modelo económico, social y cultural que la dictadura intentó implementar.


Por eso, no nos encontraremos, esta vez, en la Plaza de Mayo detrás de la gran bandera de las Madres, Abuelas y demás organismos de Derechos Humanos, pero estaremos desde nuestros balcones, ventanas y redes participando y movilizándonos como cada 24 de Marzo desde hace 37 años. Será una manifestación ciudadana desde los espacios privados: haciendo confluir el cuidado del otro con el ejercicio de la Memoria.

El pueblo hoy está en sus casas y las marchas del 24 de Marzo han sido siempre con el pueblo. Por lo cual, esta modalidad de hacer visible física o virtualmente el pañuelo blanco desde los domicilios particulares es una forma creativa de movilizarse cumpliendo, a la vez, con las reglas establecidas por el gobierno en términos de aislamiento en los espacios privados.

Como todos los años, denunciaremos, a través de los pañuelos levantados, que la dictadura cívico-militar iniciada en marzo de 1976 intentó poner en práctica una combinación de Estado represivo ampliado con Estado mínimo en lo económico y social. Fueron aquellos tiempos de la Escuela de Chicago y de la consigna “achicar el Estado para agrandar la Nación”.

Es decir: tiempos en los que aspiraban a lo que muchas veces hemos llamado el “Estado canchero”, en el que los gobiernos preparan la cancha y luego se retiran para que jueguen los grandes actores concentrados de la economía. En estos escenarios, los gobiernos sólo administran para que estos conglomerados poderosos lleven adelante sus políticas.


Lo ha dicho recientemente con precisión el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, en su último libro “Capitalismo Progresista. La respuesta a la era del malestar”: “La Escuela de Chicago tuvo una influencia desproporcionada en nuestra política y en nuestros tribunales.

Llevó a un debilitamiento de la causa antimonopolios, ya que los tribunales asumieron, pura y simplemente, que los mercados eran competitivos y eficientes y que todo comportamiento que pudiera parecer contrario a la libre competencia en realidad no era más que una serie de respuestas eficientes a las nuevas complejidades del mercado”.

En la misma perspectiva, Stiglitz afirma que “la investigación económica moderna –tanto la teórica como la práctica– ha realzado nuestra comprensión del papel fundamental que el Gobierno desempeña en una economía de mercado. Se lo necesita tanto para hacer lo que los mercados no hacen ni pueden hacer como para asegurarse de que éstos actúen de la forma que se supone que deben hacerlo”.

En la encrucijada en la que nos encontramos en la actual coyuntura, estas palabras del premio Nobel adquieren especial relevancia: ese Estado mínimo que intentó implementar la dictadura y que luego buscaron restaurar algunos de los gobiernos constitucionales que la sucedieron, dejó a la economía y a la sociedad en manos de “los mercados”, es decir de los grandes conglomerados económicos locales y globales y, por lo tanto, abandonó a la mayoría de la sociedad a su propia suerte.


Por eso, en este escenario donde enfrentamos la expansión del coronavirus Covid-19 a escala global, hacer Memoria es también recordar críticamente cada una de esas experiencias de nuestra historia reciente, donde el “Estado canchero” se desinteresó o no tuvo en cuenta una serie de derechos humanos básicos de las mayorías, entre ellos el derecho humano a la salud.

En cada uno de los pañuelos con que hoy nos manifestamos conmemoramos el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, recordamos a los 30 Mil compañeros y compañeras detenidos-desaparecidos y reivindicamos un modelo de país con crecimiento e inclusión, con la gente adentro, y con un Estado activo, fuerte y solidario.







domingo, 4 de noviembre de 2018

La acarició como las olas del mar… @dealgunamanera...

La acarició como las olas del mar…


Ayer publiqué la mención que gané por una crónica. Como no va a ser publicada, me dieron ganas de compartirla. Aquí está. Lo único que cabe aclarar es que el concurso tenía por tema formas no habituales de relacionarse con la muerte y que, como toda crónica, y como es el nombre del encuentro, el texto debía ser "Basado en Hechos Reales". Eso significa que lo que cuento, pasó.

© Escrito por Federico Lorenz el Domingo 04/11/2018 y publicado en su muro de Facebook en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

La acarició como las olas del mar…

Ana Mancebo no conoció el mar hasta que secuestraron a su hijo. La primera vez que enterró sus pies descalzos en la arena suave para que el agua salada la besara ya era una mujer grande.

Me lo contó una mañana, durante una entrevista sobre la militancia sindical de Carlos Ignacio Boncio, su hijo. Carlos era delegado de la Juventud Trabajadora Peronista en astilleros Mestrina, en Rincón de Milberg, en el Tigre. El 24 de marzo de 1976, día del último golpe de Estado en la Argentina, los militares acordonaron la zona de astilleros y secuestraron a unas sesenta personas. Hicieron un trabajo preciso: tenían listas que los patrones y la burocracia sindical les habían proporcionado. Muchos de esos obreros, el hijo de Ana entre ellos, no aparecieron nunca más.

Hoy sabemos que los tuvieron secuestrados en la Comisaría de Tigre, bajo control militar. Durante algunos días, sus familiares pudieron llevarles comida y ropa para que se la entregaran en las celdas. Ana y su marido alcanzaron a escuchar la voz de Carlos, pared de por medio, gracias a un policía conocido. Las colas de familiares a plena luz del día, a la espera de ver a detenidos cuya condición de tales se negaba, eran lo opuesto a la clandestinidad de la represión.

Santiago Omar Riveros, jefe del Comando de Institutos Militares a cargo de la represión en la zona, dispuso al fin el traslado de todos a Campo de Mayo, en la zona Norte del Conurbano bonaerense. Ese lugar, junto a la ESMA y La Perla, en Córdoba, fue uno de los mayores centros de exterminio del país.

Durante meses, los secuestrados, asesinados y sus cuerpos arrojados a aguas abiertas desde aviones.

El caso de Carlos Ignacio es especial porque la represión cometió un error administrativo. A Carlos, el joven delegado, lo “blanquearon”: figura como detenido en Coordinación Federal junto a otros secuestrados que fueron posteriormente liberados. Carlos Ignacio no: la maquinaria de exterminio se impuso y lo llevaron, junto a otros desgraciados, para que los masacraran y finalmente asesinaran. 

Hubo un ensañamiento especial con los sindicalistas clasistas que habían osado instalar, efímeramente, el control obrero de la producción. Un compañero de Carlos en Mestrina, el Macaco, compadreó: dijo que cuando los milicos lo fueran a buscar, “los iba a echar con los perros”. Los testigos sobrevivientes de Campo de Mayo recuerdan que al Macaco le cortaron los garrones, para que se arrastrara, y le largaron encima los perros de la guarnición.

La saña fue proporcional a la amenaza que sintieron los patrones. A sus ojos, y a los del plan represivo, los obreros merecían un castigo ejemplar: toda la zona debía ser “limpiada de bichos colorados”. Así me habló en 2009 el dueño de uno de los astilleros, que había sido tomado como rehén en 1973.

Lo dijo con un odio chocante, como si el daño que le habían inferido hubiera sucedido el día anterior, y no hacía más de treinta años. Cuando lo entrevisté, en su oficina de unos talleres de maquinaria industrial, negó reconocer a los delegados en las fotografías que le mostré mientras hablábamos.

No podía ser: seguramente se habría cruzado con ellos diariamente y, muy probablemente, temido. Recuerdo que miró las imágenes como quien ve a través de una ventana. Como si esas personas no hubieran existido. Y sin embargo, allí estaban, durante una toma de fábrica, o un asado. 

Las fotografías pueden ser engañosas: mantienen vivo lo que ya no es. Pero en esa aparente ambigüedad está su verdadero poder. Nos confrontan con la idea de que nadie muere del todo.

La entrevista con Ana Mancebo fue en su casa, en una zona llamada Talar de Pacheco. El camarógrafo y yo tuvimos que hacer algunos kilómetros por un camino desolado rodeado de montañas de autos abandonados. El camino serpenteaba entre la chatarra como si una gigantesca topadora hubiera abierto paso apartándola a ambos lados. El puente sobre el Río Reconquista nos mostró un horizonte de basura y podredumbre. Al otro lado, aparecieron las primeras casas de un barrio obrero como todavía podían verse en 2003. No voy desde entonces; es probable que el camino hoy sea más peligroso, que se haya amontonado más miseria. Pero tal vez sean solo los prejuicios nacidos del privilegio del que puede entrar y salir de los escenarios que visita para describir el mundo. 

En todo caso, esa escenografía deprimente era la adecuada para mi estado de ánimo. La noche anterior había dormido muy mal, como venía sucediendo hacía tiempo. Para ser más preciso, desde que había comenzado mis entrevistas a víctimas del terrorismo de Estado. Muchas veces tenía visiones fugaces de rostros o evocaba fragmentos de las cosas que me habían narrado secuestrados, exiliados, madres y padres de desaparecidos.

Sin embargo el sueño de la víspera a la visita a la casa de Ana Mancebo fue fundacional. Yo no lo sabía entonces, pero iba a ser la primera de muchas otras noches diferentes. Yo no sabía que empezaba mi trabajo como mensajero. 

Soñé que se me acercaba un joven. Nos encontrábamos en una esquina, y él, serio, miraba atentamente a los costados con las manos metidas en los bolsillos de una campera. Estaba serio. Cuando pareció estar seguro de que estábamos solos, me miró y me dijo:

-Mañana vas a ver a una señora. Te va a explicar por qué se mete al mar. Le vas a decir que es verdad.

-¿Qué es lo que es verdad?

-Lo que te dice es verdad. Y le vas a decir que la acaricio como las olas del mar. 

Me desperté sobresaltado. Pensé que era una más de tantas pesadillas. Porque yo sabía, aunque nada racional lo justificara, que esa persona con la que había hablado había existido, y estaba muerta. 

Fue una entrevista difícil. Los sectores populares no abundan en metáforas, son directos, tienen el dolor a flor de piel. Contestan con monosílabos. Pero además, el esposo de Ana estuvo todo el tiempo presente, algo bastante frecuente también en esos casos. Nos recibieron en una casa humilde. Nos convidaron café en unas tazas viejas y nos sentamos en torno a una mesa con uno de esos viejos manteles de hule estampados con flores. 

El viejo había sido testigo del secuestro de su hijo, ya que también él trabajaba en el astillero. Desaprobaba la militancia sindical de su hijo. Pero él no abrió la boca durante toda la entrevista. Sólo tamborileaba con impaciencia sobre la mesa. Lo hacía con tanta insistencia que por momentos yo fijaba la vista más en sus manos que en la cara de la anciana, que contaba sus cuitas en tono monocorde. Él tenía los dedos como garras, callosos y fuertes, con las uñas largas. 

Ana dijo que nunca esperó que el Ejército hiciera lo que había hecho con su hijo. Más aún, que el día del golpe hasta se alegró de que lo detuvieran, porque ya estaban muy preocupados con todo lo que estaba pasando.

¿Todo lo que estaba pasando? –pregunté.

-Los asesinatos. Usted sabe. Era cuestión de que cada mañana apareciera una persona muerta a tiros en la calle, y yo tenía miedo por él.

-Entiendo.

-Pero nunca pensé que los militares iban a ser peores. No era eso lo que me habían enseñado.

Hubo un silencio incómodo.

-¿Y cómo era Carlos en esa época? –pregunté al fin.

-Ah, era un muchacho fuerte, buen hijo… ¿Quiere que le muestre una foto?

-Por favor.

No hay muchas imágenes de los militantes de aquella época. De los trabajadores, menos. Porque una cámara fotográfica era algo caro entonces. 
Porque por seguridad las destruyeron o las saquearon durante los allanamientos. En algunos casos, de esas personas desaparecidas no quedó nada, salvo la tozudez o la resignación de sus familiares. 

-Esta es la única que nos quedó de él, es la del documento de identidad. Con la que hicimos la pancarta. Mire qué lindo chico.

Mientras hablaba, la señora me alcanzó en pequeño retrato.

Dicen que los que mueren trágicamente nunca nos dejan del todo. Pero es más que eso: convivimos con los muertos. Nuestra soberbia, nuestro miedo, son tan poderosos que achican el campo de nuestras experiencias. Pero bastaría estar atentos, y ver o escuchar. Porque lo que no pueden decirnos en las horas diurnas nos lo hacen saber durante el sueño.

Lo supe esa mañana cuando ví que la foto de Carlos Ignacio Boncio era la del rostro del joven con el que yo había hablado en sueños. El joven que me había visitado para yo transmitiera un mensaje.

-A usted le va a parecer raro –me dijo entonces Ana, como si me leyera los pensamientos- Pero cuando supe que los tiraban al río, pensé: Carlos sabía nadar, a lo mejor se salvó…

-¡No empieces con eso! –fue la única vez que el papá de Carlos intervino en la conversación, y lo hizo para pegar un grito, dar un manotazo, levantarse e irse para el fondo.

Ella lo vio alejarse con una expresión de dulzura:

-El pobre tuvo que seguir trabajando en ese lugar, no digiere lo de nuestro chico. Yo me junté con las Madres de por acá, reclamamos, pero además, ¿sabe qué?

-¿Qué Ana?

La vieja me miró con un gesto de complicidad, como una abuela que va a contar un cuento.

-Me llevó un tiempo darme cuenta de que no se había podido salvar. Que los tiraban al río para que se ahogaran. Después me enteré de que los drogaban para que ya llegaran inconscientes al agua.

El viejo estaba en el fondo de la cocina, con los brazos cruzados, la mirada clavada en el piso.

-Ese verano, habrá sido el primero de la democracia, le insistí a mi marido para que nos fuéramos de vacaciones al mar. Nos fuimos a Mar del Plata.

Yo no conocía el mar, ¿sabe? Nunca nos habíamos ido de vacaciones. Y llegué a la orilla. Tenía puesto un vestido, me saqué los zapatos y me lo arremangué, y me metí en el mar, y sentí las olas.

Yo no podía dejar de mirar a Ana. El recuerdo de esa escena la había embellecido. Un amor doloroso le hacía brillar la mirada.

-Y cuando el mar me tocó, yo sentí que mi hijo estaba en esas olas, y que me acariciaba.

La señora calló, y se me quedó mirando.

-Usted me cree, ¿verdad?

-Sí, Ana, sí.

-Mi marido piensa que estoy loca. Pero yo sé que ese día mi hijo me acarició.

-Le creo Ana. Estoy seguro de que es así–dije con la mirada del hombre que me había visitado en sueños clavada sobre mí. Mientras tanto su padre, en la cocina, decía que no con la cabeza. 

Terminamos la entrevista unos minutos después. Esta vez el viejo, que nos había recibido junto a su esposa en la puerta, ni siquiera se acercó para despedirse.

Yo le pedí permiso a la señora para abrazarla. Sentí que mi trabajo no estaba completo. Que tenía que cumplir.

Con su cabeza a la altura de mi pecho, volví a decirle:

-Estoy seguro de que ese día su hijo llegó con las olas para acariciarla.

Sentí cómo su cuerpo agradecía esas palabras.

-¿De verdad no piensa que estoy loca?

Y entonces, por fin, me animé:

-Carlos me contó anoche que lo había hecho. 

Separó su rostro de mi pecho. Me miró:

-Me dijo: “la acaricio como las olas del mar” – reforcé. 

Fue un abrazo breve. Pero mientras duró me pareció escuchar el rumor eterno e incesante del mar, ese rumor que también escucho ahora mientras termino de escribir, mientras pienso cuándo será la próxima vez que vuelva a hacer de mensajero.

Federico Lorenz 2018.



domingo, 27 de marzo de 2016

La fatal equivocación… @dealgunamanera...

La fatal equivocación…


La fatal equivocación. Dibujo: Pablo Temes.

La incapacidad para pensar los errores parecía prolongar, en la débil transición democrática de los 80, los silencios de los años anteriores.

Han pasado cuarenta años del golpe de Estado; en junio habrá pasado medio siglo del que derrocó a Arturo Illia. En esa década que va entre 1966 y 1976 se preparó la tormenta que cerró el horizonte a partir del siniestro 24 de marzo. En ambas fechas, un periodismo mal informado, confundido o cooptado proporcionó a sus lectores un cuadro de marasmo político (en 1966) o de inconmensurable desorden interno (en 1976), que no tenía otra solución que la que se preparaba en los cuarteles.

Frente a un gobierno que no actuaba (el de Arturo Illia) o frente a un gobierno peronista en disolución que no estaba en condiciones de enfrentar los hechos de violencia, en parte generados desde su mismo corazón por la Triple A; entre un presidente blando y lerdo, como se dijo de Illia en las poderosas revistas semanales que lo caricaturizaban como una tortuga; y una presidenta como Isabel Perón que se refugiaba en Ascochinga, muchos argentinos, apoyados por tesis que difundían los grandes diarios, y el menos leído, pero muy infuyente La Opinión de Jacobo Timerman, creyeron que el golpe llegaba para restaurar el orden.

La fatal equivocación explica el apoyo o la indiferencia civil que acompañó a los tanques.

La sociedad (nunca más justo ese término que tenía pocas excepciones) terminó eligiendo entre “orden” o “anarquía” sin querer enterarse del precio que pagaba. No necesitó otros motivos que el caos de los últimos meses de Isabel Perón y la violencia entre bandos armados. Se creyó que el golpe traía una promesa que llevaba como inmerecido nombre “Proceso de Reorganización Nacional”.

Los partidos aceptaron convencerse de que esos militares eran caballeros que llegaban a restaurar un sistema político que ya no servía por defección e incapacidad de sus mismos dirigentes. Le proporcionaron a la dictadura funcionarios, intendentes, diplomáticos. Fueron colaboracionistas incapaces y cómplices. Ellos también habían dejado de entender.

Se creyó que el golpe traía una promesa que llevaba como inmerecido nombre “Proceso de Reorganización Nacional”

Si se me permite un recuerdo: en aquel entonces, yo era parte del activismo pequeño burgués de un partido marxista y conocía el clima de las entradas y las salidas de fábrica. Mis compañeros obreros, salvo los muy enceguecidos por una línea partidaria, no podían organizar su experiencia de violencia cotidiana, la portación de armas por gente hasta entonces pacífica, los rumores de muertes, la militarización de quienes en muchos casos habían sido camaradas y amigos.

Nada podía interpretarse con las claves que hasta entonces se usaron; la realidad se disgregaba como si fuera una construcción arenosa, donde todo paso abría un agujero en la superficie que, antes conocida, ahora se volvía un pantano lleno de trampas. Aunque tuviéramos “línea política” no estábamos en condiciones de contestar las preguntas más elementales ni respuestas capaces de orientar actos cotidianos: ¿tenía sentido dejar un paquete de volantes en casa de esa obrera, aunque si eran encontrados a ella seguramente le costaría su libertad o su vida?, ¿podía pedirse a ese compañero de Ford que hablara en la asamblea, aunque lo mataran al día siguiente?

Es increíble el modo en que la convicción ideológica vuelve despreciables los propios riesgos, pero también aquellos que tomamos sin avisar a quienes ponemos en peligro en nombre de la revolución o la liberación o el pueblo. Nos habíamos vuelto implacables creyendo que éramos generosos y valientes. Atribuíamos a todos nuestra propensión intelectual al sacrificio.

Pensar los errores.

En estos cuarenta años hemos maldecido a la dictadura y está bien. Pero en 1985 comencé a preguntar si, ya en condiciones de democracia, no era momento de que nos  examináramos nosotros. No sólo los que fueron guerrilleros sino también quienes pensábamos que la guerra vendría después, cuando “estuvieran dadas las condiciones”. El repudio que recibió mi pregunta de 1985 fue casi unánime. Y eso que no había Twitter.

Como sea, la cuestión sigue intrigándome. La incapacidad para pensar los errores parecía prolongar, en la débil transición democrática de los 80, los silencios de los años anteriores. El golpe no sólo mató, torturó e hizo desaparecer a miles. Logró, por el terror, interrumpir la vida política, incluso en sus formas más elementales. Para algunos de nosotros, sin embargo, la discusión sobre el peronismo y la izquierda revolucionaria debía comenzar ya, incluso en las peores condiciones.

Pero eso tenía mucho de abstracto y era discutido con  argumentos morales: no hablar de las víctimas mientras gobiernen los verdugos; no hablar de nosotros mismos cuando podíamos ser las próximas víctimas; no llamar guerrilleros a los militantes muertos o desaparecidos; no denunciar el aventurerismo de las organizaciones revolucionarias que habían sacrificado a sus integrantes.

El golpe no sólo mató, torturó e hizo desaparecer a miles. Logró, por el terror, interrumpir la vida política, aun la más elemental

Tuvieron que pasar muchos años para abrir ese debate. Oscar del Barco tiene el mérito y la coherencia de haber reflexionando sobre el caso de un militante asesinado por su propia organización. Mucho antes, todavía en el exilio de México, Héctor Schmucler escribió una frase decisiva que nadie había escrito: “¿Acaso Rucci no tenía derechos humanos?”.

Esas palabras abrieron una nueva etapa. La primera, sin duda, fue la resistencia heroica de los organismos de derechos humanos, impulsada por el desesperado coraje. Esa lucha abrió una perspectiva sin obtener el derecho de trazar un límite.

Nota al pie.

¿Cuántos desaparecidos? Cualquier cifra nos convence de que fue un infierno. Eso no pudo entenderlo un funcionario (ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires que hace doblete como director artístico del Teatro Colón). Sacó la calculadora y sirvió una mescolanza de datos históricos, comparaciones poco esclarecidas y, sobre todo, manifiesta impunidad para ser al mismo tiempo pedante y escasamente conocedor de un tema al que ofendía con su intervención desorganizada por la precipitación y el nerviosismo.


  

viernes, 25 de marzo de 2016

#NUNCAMAS. Multitudinarias marchas en Plaza de Mayo a 40 años del Golpe… @dealgunamanera...

Multitudinarias marchas en Plaza de Mayo a 40 años del Golpe…


Diferentes organizaciones kirchneristas, de Izquierda y de Derechos Humanos recordaron el último Golpe de Estado.

Con motivo del homenaje a las víctimas y rememorar el pedido de Memoria, Verdad y Justicia, distintas organizaciones políticas y de Derechos Humanos se concentraron desde distintos puntos de la Ciudad de Buenos Aires y todo el país.

La agrupación kircherista La Cámpora, convocó para las 11 hs. en las calles  Avenida de Mayo y Bernardo de Yrigoyen, para partir después a la Plaza de Mayo.

Por su parte, la organización de Derechos H.I.J.O.S. (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas y Hermanos de Desaparecidos por Razones Políticas, marcharon  junto con Abuelas de Plaza de Mayo y Madres Línea Fundadora, bajo la consigna: "40 años de lucha, memoria y militancia. Sin derechos no hay democracia".

La organización Madres de Plaza de Mayo, encabezada por Hebe de Bonafini comenzó desde su sede en Hipólito Yrigoyen a las 15.30 en un auto descubierto que atravesará la Avenida de Mayo. La titular dijo: “El jueves tenemos que venir todos y quedarnos en la Plaza hasta que amanezca. Nadie le puede ofrecer a (Mauricio) Macri que la marcha va a durar poco".

"Más ocupamos la Plaza, más le demostramos el repudio y el asco a Macri y a Obama, que son dos seres detestables. La marcha es contra Obama y contra Macri, y esencialmente contra los despidos, acompañando y reivindicando a los compañeros trabajadores”, agregó.

Espacios políticos de izquierda se convocaron desde las  15.30 en el Congreso de La Nación. Desde allí partieron hacia la Plaza de Mayo bajo el lema: “No al ajuste, el saqueo y la represión. Fuera Obama de Argentina. Seguimos luchando contra la impunidad de ayer y de hoy. 30.000 compañeros detenidos desaparecidos ¡Presentes!”