Los
demonios, la verdad y la justicia…
Hace ya
treinta años, la presentación del informe de la Comisión Nacional sobre la
Desaparición de Personas (Conadep) al primer presidente de la democracia
recuperada, Raúl Alfonsín, marcó un hito insoslayable que, en materia de
derechos humanos, dividió en dos la historia y la vida política de la
Argentina. En 1984, y por primera vez, el Estado convocaba a un grupo de
ciudadanos a investigar las acciones aberrantes cometidas por ese mismo Estado
durante un período determinado durante el cual habían sido avasallados todos
los derechos. Desde ese momento, la consigna “Nunca Más” se convirtió en
estandarte de la convicción de la sociedad de que esos hechos –las
persecuciones políticas e ideológicas, la desaparición de personas, la tortura,
el exterminio de toda disidencia– no deberían volver a repetirse.
Espejo
de los tiempos y de la fragilidad institucional de la renaciente democracia, el
informe Nunca Más, al tiempo que reveló las atrocidades cometidas por la
dictadura para buena parte de una sociedad que –por temor o por indiferencia–
había mirado hacia otro lado, también propuso –e instaló en el imaginario
social– un discurso que de alguna manera terminaría transformándose en un obstáculo
para la recuperación de la verdad de los hechos, la construcción de la memoria
colectiva y, como consecuencia, el sometimiento a la Justicia de muchos de los
responsables y partícipes del terrorismo de Estado. Ese discurso –basal de la
teoría de los dos demonios– quedó sintetizado en dos párrafos del primer
prólogo del Nunca Más, redactado por Ernesto Sabato: “Durante la década del
’70, la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la
extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en
muchos otros países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió
sufrir la despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas
y de grupos similares.
Pero esa nación no abandonó en ningún momento los
principios del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia,
mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las
garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro,
cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al general Della
Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con
palabras memorables: ‘Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en
cambio, implantar la tortura’. No fue de esta manera en nuestro país: a los
delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo
infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976
contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando,
torturando y asesinando a miles de seres humanos”.
La
teoría de los dos demonios –compartida subterráneamente por buena parte de la
clase política argentina– salía a la luz. El propio Alfonsín la había
prefigurado con dos de sus primeras medidas de gobierno el 15 de diciembre de
1983. Una de ellas, el decreto 157, que ordenaba enjuiciar a los dirigentes de
las organizaciones guerrilleras ERP y Montoneros. En el segundo decreto, el
158, se ordenaba procesar a las tres juntas militares que detentaron el poder
en el país desde el 24 de marzo de 1976 hasta después de la guerra de Malvinas.
En otras palabras, los dos demonios debían ser juzgados, con lo que se
equiparaban –judicial y políticamente– las acciones de las organizaciones
revolucionarias armadas con el plan sistemático de exterminio aplicado por la
dictadura. Al mismo tiempo, se dejaba fuera de la acción judicial a los
responsables del terrorismo de Estado previo al golpe del 24 de marzo, en una
clara señal de cierre de filas de la corporación política. En la entrevista que,
para esta edición de Miradas al Sur, Francisco Balázs realizó a cuatro de los
cien trabajadores anónimos que tomaron los testimonios para el informe de la
Conadep queda claro no sólo con la premura y la falta de recursos con que
trabajaron sino también la firmeza de este grupo de jóvenes que amenazó con
renunciar si el gobierno de entonces no hacía públicos –como era su intención
inicial– los nombres de los represores que habían registrado.
Más
allá de esto, el juicio a las juntas resultó ejemplificador en términos
jurídicos e históricos. Ningún otro país latinoamericano de los que había
sufrido dictaduras similares y contemporáneas a la Argentina había llegado –ni
ha llegado aún– a tanto en el juzgamiento de crímenes de lesa humanidad. Pero,
para el gobierno radical, ése era el límite. Juzgar a los máximos responsables
y dejar afuera de la acción de la justicia a sus subordinados. En ese sentido,
el levantamiento de Semana Santa de 1987 –tres años después de la presentación
del informe de la Conadep– fue en algún sentido una puesta en escena. No se
trata en absoluto de minimizar su importancia ni su peligrosidad para las
instituciones. Pero queda claro que no fue determinante para la decisión del
radicalismo para promover y aprobar en el Congreso las leyes de Obediencia
debida y de Punto final.
En La casa está en orden –un libro del que se
reproducen algunos párrafos en esta edición de Miradas al Sur–, el ex ministro
de Defensa de Alfonsín, Horacio Jaunarena, dice que el presidente radical había
decidido avanzar con las leyes de impunidad antes de que se produjera el
levantamiento carapintada. Con ambas leyes, las causas por los delitos
cometidos por el terrorismo de Estado pasaron a dormir el sueño de los
(in)justos, con la sola excepción de las relacionadas con la apropiación de
menores. Los indultos decretados por Carlos Menem al principio de su mandato
vinieron a completar la escena de la impunidad. Al “Nunca Más” le faltaba el
soporte de la Justicia, lo que hacía tambalear también a la memoria y a la verdad.
La
persistente resistencia de los organismos de derechos humanos, coronada por la
decisión de Néstor Kirchner de impulsar la derogación de las leyes de
impunidad, reabrió las puertas a la memoria, la verdad y la justicia para los
crímenes cometidos por la dictadura. Una dictadura que recién en los últimos
tiempos se define por su carácter completo y complejo: cívico-militar.
En ese
camino, el prólogo a la edición del Nunca Más de 2006 –coincidente con el
trigésimo aniversario del golpe del 24 de marzo– develó, por primera vez desde
el Estado, la falacia de la teoría de los dos demonios. “Es preciso dejar
claramente establecido –porque lo requiere la construcción del futuro sobre
bases firmes– que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado
como una suerte de juego de violencias contrapuestas, como si fuera posible
buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares frente al
apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado que son
irrenunciables”, dice allí. Y se añade: “Por otra parte, el terrorismo de
Estado fue desencadenado de manera masiva y sistemática por la Junta Militar a
partir del 24 de marzo de 1976, cuando no existían desafíos estratégicos de
seguridad para el status quo, porque la guerrilla ya había sido derrotada
militarmente.
La dictadura se propuso imponer un sistema económico de tipo
neoliberal y arrasar con las conquistas sociales de muchas décadas, que la
resistencia popular impedía que fueran conculcadas. La pedagogía del terror
convirtió a los militares golpistas en señores de la vida y la muerte de todos
los habitantes del país. En la aplicación de estas políticas, con la finalidad
de evitar el resurgimiento de los movimientos políticos y sociales, la
dictadura hizo desaparecer a 30.000 personas, conforme a la doctrina de la
seguridad nacional, al servicio del privilegio y de intereses extranacionales”.
La
falsa ecuación de dos demonios enfrentados –la guerrilla y los militares– queda
despejada por la de la complicidad estratégica de los verdaderos dos demonios:
los militares genocidas y sus socios civiles, en sus patas empresariales,
eclesiásticas y mediáticas. Esta semana, la declaración de la Asociación de
Entidades Periodísticas Argentinas (Adepa) manifestando su “preocupación por el
allanamiento realizado en la sede del diario La Nueva Provincia, hoy La Nueva,
de Bahía Blanca”, en el marco del juicio por delitos de lesa humanidad que se
le sigue a su director, Vicente Massot, es una muestra más de que –más allá de
los avances realizados en los últimos años por la Justicia– hay muchos demonios
civiles que siguen todavía al acecho. Libres. Y conspirando.
© Escrito por Daniel Cecchini el Domingo 20/04/2014 y
publicado por Miradas al Sur de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.