domingo, 3 de marzo de 2013

Incomunicados… De Alguna Manera...


Incomunicados…

La presidenta habló más de tres horas en el Congreso.

La Presidenta, en su discurso del viernes ante la Asamblea Legislativa, pintó una Argentina que para sus críticos no refleja el país real.

El gran protagonista político de esta década kirchnerista es el abismo que existe entre las visiones de quienes adhieren y de quienes se oponen al Gobierno. Cada uno percibe al otro como irracional o deshonesto. Los lectores de PERFIL conocen la continua preocupación de este diario por explicar esa incomunicación. La contratapa de hace dos domingos titulada “Fijación de la creencia” (http://e.perfil.com/fijacioncreencias), dedicada al ensayo de Thomas Kelly Desacuerdo, dogmatismo y polarización de la creencia; y la contratapa de ayer, que se concentró en el texto de Jennifer Lackey “Desacuerdo y dependencia de la creencia”, de su libro La epistemología del desacuerdo,(http://e.perfil.com/creencia) buscan ayudar a que los opuestos se entiendan.

En esta contratapa se continúa con el tema desde la tesis del libro Logic and conversation, de Paul Grice, uno de los padres de la pragmática, con su “principio de cooperación” en el intercambio comunicativo y el concepto de “implicaturas” (complementario del de explicatura), que podría sintetizarse en que significado, contexto y cultura son inseparables.

Resumidamente: se puede mentir sin faltar a la verdad, técnica en la que este gobierno da cátedra.

Un ejemplo simple; supongamos que alguien afirma: “María tiene dos hermanas”. Podría ser mentira sin que la afirmación fuera falsa, lo que en este caso supondría que María tuviera al menos dos parientes que son hijos de al menos uno de los padres de María y que pertenecen al género femenino, si además de dos hermanas María tuviera también una tercera hermana.

Que sea verdad o mentira dependerá del contexto. No será lo mismo en el caso de que una maestra de primaria, encargada de planificar un acto escolar, entrara a un aula que no fuera la suya y dijera a una colega: “¿Tenés algún alumno que pueda traer dos hermanos al acto? Tengo un sketch sobre la hermandad y preciso dos hermanos”. Y la otra maestra responde: “María tiene dos hermanas”. Que en el caso bien distinto de la muerte de un tío lejano de María que, al no tener hijos, decide dejar su herencia a sus sobrinos, y cuando el albacea pregunta al esposo de María cuántos hermanos tiene la heredera, el hombre responde: “María tiene dos hermanas”, sabiendo que hay una tercera que vive aislada del mundo.

Las implicaturas conversacionales son sentidos que se interpretan a partir del modo en que algo es dicho más que a partir de lo que es dicho. Procesamos implicaturas conversacionales todo el tiempo y por lo general no estamos al tanto de que lo hacemos. Por ejemplo, si alguien pregunta “¿podés cerrar la puerta?”, no se le responde “sí”, confirmando que podría, sino que se realiza el acto no lingüístico de cerrar la puerta. En este caso, aunque quien hizo el pedido haya usado las palabras de un modo que es convencionalmente una pregunta, se puede inferir que está haciendo un pedido. Esto que parece nimio tiene correlato permanente en la vida política.

Una de las tantas notas periodísticas donde el ejemplo de “María tiene dos hermanas” se traslada al discurso político se pudo leer el 9 de febrero cuando los diarios Página/12 y La Nación publicaron la misma información de muy diferente forma. La Nación: “Venezuela reconoció su crisis…”, “Durante la semana (el dólar) había superado los 19 bolívares por un dólar”. Página/12: “Venezuela contra los ataques especulativos” (el dólar oficial se devaluó a 6,30 bolívares) “... aunque en el ilegal mercado paralelo este monto se duplica o triplica”. Como 19 triplica a 6,30, no se falta a la verdad al decir “que duplica o triplica”, aunque da idea de algo en el medio de esas dos magnitudes, pero no alcanzaría a cumplir con los requisitos del principio de colaboración comunicativa de Paul Grice, que consta de cuatro máximas:

1- Máxima de la cantidad: haga que su contribución sea todo lo informativa que requiera el propósito (ni menos para omitir, ni más de lo necesario para confundir).
2- Máxima de la cualidad: intente que su contribución sea verdadera (no diga algo para lo cual se carezca de evidencia adecuada).
3- Máxima de la relación: diga cosas relevantes (no se vaya por las ramas, excluya lo superfluo).
4- Máxima de la modalidad: sea claro (evite la oscuridad expresiva y la ambigüedad).

Pero en el ejemplo citado, Página/12 podría no estar mintiéndole al lector al disimular la real diferencia entre el dólar paralelo y el oficial en Venezuela, diciendo que es el doble o triple en lugar de decir sólo el triple. Como en toda comunicación es necesario atender a la interpretación de los enunciados, responsables del “significado añadido” que conlleva la implicatura, si el pacto de lectura que estableció ese diario con sus lectores asume un compromiso militante, y los lectores de Página/12 no sólo no se sienten engañados, sino que están satisfechos con esas omisiones o agregados en la información, no se mentiría, aun faltando a la verdad. Una perspectiva de la pragmática trabaja con el concepto de ostensión e inferencia, entendido como producción e interpretación de inferencias que el destinatario pueda captar para decodificar correctamente las implicaturas del mensaje (la diferencia entre lo que se dice y lo que se comunica). El discurso periodístico militante está incardinado con la política porque no sólo suministra información, sino que la administra.

El “principio de colaboración” en el intercambio comunicativo de Paul Grice también se justifica en que el origen del lenguaje fue la colaboración porque las condiciones de extrema dureza en que vivían nuestros antepasados exigían inventar la comunicación para advertir los peligros y coordinar las defensas.

“Un mensaje es pertinente cuando genera información que no estaba ni en el enunciado, ni en el ambiente, ni en el texto, ni en el contexto”.

Los políticos rara vez hacen eso cuando responden preguntas ni siguen las cuatro máximas colaborativas de Grice. Pero sus implicaturas pueden ayudarnos a decodificar qué no dicen y reducir nuestra Babel política.

© Escrito por Jorge Fontevecchia el sábado 02/03/2012 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.



Malas intenciones… De Alguna Manera...

Malas intenciones… 

  “SERE BREVE...”. Cristina Fernández. Dibujo: Pablo Temes.

Hay que reformar el Poder Judicial, pero CFK sólo busca disciplinarlo. Cada día, más menemismo.

En el largo discurso pronunciado por la Presidenta ante la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso hubo omisiones notorias. No habló de la inflación. No habló del cepo cambiario. No habló del creciente déficit fiscal. No habló de la caída de la actividad industrial. No habló del “acuerdo de precios”. No habló de las demandas salariales. No habló de los conflictos con los docentes. No habló del pago a los jubilados que han ganado juicios y esperan que la Anses cumpla con esas sentencias. No habló de la tragedia de la estación de Once.

La larga perorata presidencial, en la que la palabra “yo” fue dicha ochenta veces, tuvo dos objetivos: el primero, describir un país atravesado por una realidad paradisíaca que no es tal; el otro, el de avanzar en la conformación de un Poder Judicial adicto. En eso consiste la llamada “democratización de la Justicia”. Como siempre hace el kirchnerismo para ocultar las reales intenciones que subyacen en estos proyectos, se toman aspiraciones legítimas y necesarias para avanzar en el sentido opuesto al que se postula. Un ejemplo de ello es la Ley de Medios. Allí, el oficialismo esgrimió como premisa el loable objetivo de generar mayor pluralismo. La realidad muestra lo contrario: hay más medios en manos de grupos empresariales afines al oficialismo a los que se sostiene con la generosa y discrecional pauta gubernamental que pagamos todos.

Para entender apropiadamente esta cruzada “democratizadora” de la Justicia, hay que remontarse a sus orígenes, que no son lejanos. La fecha clave fue el 7 de diciembre de 2012, es decir, el ya cuasi olvidado 7D, cuando Cristina Fernández de Kirchner enfureció ante fallos que frenaron su propósito de arrasar con Clarín. En esos días, el Gobierno no dejó atropello sin cometer: intrusión del Consejo de la Magistratura por parte del ministro de Justicia, Julio Alak; apriete al juez Raúl Tettamanti para que renunciara a su subrogancia en el Juzgado en lo Civil y Comercial Federal Nº 1 en el que se ventilaba la disputa por la constitucionalidad o no de los artículos 161 y 45 de la Ley de Medios; avasallamiento de ese fuero; descalificaciones a la Corte y la aprobación exprés del per saltum. A partir de allí, comenzó todo este proceso que pivota sobre demandas legítimas acerca de falencias de la Justicia que deben ser enmendadas.

¿Quién puede oponerse a que deje de haber en los ámbitos tribunalicios hijos y entenados? ¿O a que los nombramientos de los jueces se hagan por concursos transparentes? ¿O a que los jueces paguen impuestos como lo hacemos todos los demás ciudadanos? ¿O a acabar con una Justicia corporativa? ¿O a la puesta en vigencia de mecanismos que doten de celeridad a los procesos judiciales? ¿O a la implementación de mecanismos que posibiliten un acceso amplio que permita conocer lo que sucede en ese mundo complejo de la ley y sus interpretaciones?

Sin embargo, la verdad de lo que persigue el Gobierno es opuesta a la de las nobles postulaciones enunciadas por la Presidenta en su discurso. Hay que recordar que este gobierno es señero en desobedecer a la Justicia. Es lo que hizo cuando se negó a reincorporar al procurador de Santa Cruz, Eduardo Sosa, desalojado intempestivamente de su cargo por Néstor Kirchner cuando era gobernador de esa provincia. Es lo que hace sistemáticamente cuando se niega a cumplir con los fallos de la Corte Suprema a favor de los jubilados. Por otra parte, no debe olvidarse que en varias de las designaciones de nuevos jueces, la Presidenta no dudó en ignorar el orden de mérito establecido por los puntajes obtenidos en los exámenes por cada uno de los aspirantes, con el objeto de nombrar a aquel que le fuera adicto aun cuando su calificación fuera magra.

Tiene razón la Presidenta cuando se queja de cautelares que duran una eternidad. Lo contradictorio es que lo hace cuando las cautelares le son adversas y no cuando le son favorables.

Tiene razón también la Presidenta cuando alerta sobre lo injusto que es que un funcionario sea rehén de causas que nunca se terminan. Lo lamentable es que recién se haya quejado de esto cuando el incriminado es Amado Boudou –el vicepresidente que ella eligió– y no cuando eso mismo les ocurrió y les ocurre a sus adversarios.

Tiene razón Fernández cuando proclama la necesidad de consolidar una Justicia más independiente, tanto del poder económico como del Estado. Lo curioso es que cuando el poder económico demuestra pleitesía con el Gobierno, se le convalida todo y desde el Gobierno se lo protege.

Tiene razón la Presidenta cuando apunta a terminar con los favoritismos hacia los poderosos que pesan a la hora de muchos fallos judiciales. ¿Cómo compatibilizarlo, entonces, con el hecho de que a cargo de la investigación de la escandalosa compra de terrenos fiscales a precio vil hecha por Fernández de Kirchner esté Natalia Mercado, su propia sobrina?

El Consejo de la Magistratura es un órgano que está sometido, no sólo aquí, a un profundo debate. No hay dudas de que su funcionamiento debe ser objeto de una amplia revisión. Son muchos los que, con honestidad, le critican un tufillo corporativo. Pero la verdad es que lo que le molestó a la Presidenta fue el rechazo por parte de la minoría de María Lorena Gagliardi para ocupar la vacante del Juzgado en lo Civil y Comercial N° 1 donde se debía fallar la controversia por los artículos objetados por Clarín. Gagliardi había sido funcionaria en la gestión de Juan Manuel Abal Medina y su veredicto a favor del Gobierno era vox pópuli. Si se hubiese producido esa designación, nada de esta cruzada por la “democratización judicial” habría ocurrido.

Queda claro que el Gobierno busca instalar afanosamente una Justicia adicta. Es lo que hizo el menemismo, al que el kirchnerismo se va pareciendo cada día un poco más.

Producción periodística: Guido Baistrocchi.

© Escrito por Nelson Castro el sábado 02/03/2012 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.



Nos vemos en Disney... De Alguna Manera...


La cara con orejas de ratón del consumismo… 


Desde 1955, Disney acrecenta un imperio de negocios, hoteles y servicios que tienen en sus parques de atracciones, con Magic Kingdom a la cabeza, su puerta de entrada a un mundo de montañas rusas y productos de la franquicia, pero también de alimentos fritos, basura y empleados sin vello púbico. Una excursión a las zonas menos agraciadas del Magic Kindom, foco del imperio turístico de Disney: túneles para empleados, invasión nocturna de ratas, adolescentes obesos en andador, comida rápida hipercalórica y una zona dedicada al clan Bush.

La dispersión de la realidad es el mayor fuerte de Magic Kingdom, la atracción central de Disney World, la base del imperio de 120 kilómetros cuadrados en donde la iconografía de Mickey Mouse y la palabra “magia” en inglés se repiten hasta niveles dignos de la propaganda política y muestran la cara más extrema de un multimedio que es poseedor de Star Wars, entre otras franquicias, y de ESPN y muchas más señales. Este territorio, comúnmente denominado Disney, en las afueras de Orlando, es el resort turístico más grande del mundo: un negocio planeado para que las visitas interesadas en los cuatro parques temáticos de la marca (Magic Kingdom, Animal Kingdom, Hollywood Studios y Epcot) dejen sus dólares siempre en el mismo lugar de los Estados Unidos.

Los hoteles, restoranes, estacionamientos, trenes, barcos y hasta los boliches que forman parte del extenso territorio son propiedad de The Walt Disney Company, un planteo monopólico que surgió a raíz del opacado Disneyland, ubicado en Anaheim, California. El viejo Walt inventó su primer parque de atracciones allí en 1955 y, al darse cuenta de que los hoteles ajenos ubicados alrededor hacían el mejor negocio, compró tierras en Orlando para venderles a los turistas un paquete que incluye estadía, entrada, tratamiento preferencial y venta de merchandising. La idea tomó forma en 1971 y, aunque costó, con el tiempo acabó funcionando. Por eso, hoy Disney World es uno de los puntos turísticos más visitado del planeta y un parque de diversiones con historias a medio contar, atracciones fascinantes, consumo desmedido y un montón de caras conocidas de la cultura estadounidense.

En febrero, cuando la temporada baja y es fácil encontrar a argentinos vistiendo camisetas de fútbol y a quinceañeras eufóricas de azúcar, todas esas características se combinan en “el lugar más mágico del mundo”.

Un viaje de ida

David Koenig, un ex empleado del parque, es el autor de los libros Mouse Tales y Realityland, que cuentan los secretos y características de las atracciones de Disney y sus nefastas historias para salir adelante. El mayor esmero de Walt Disney al crear estas atracciones de tamaños disparatados era, y sigue siendo su herencia post-mortem, darle al visitante una experiencia surreal, donde todos los elementos brinden armonía durante la estadía. Y el consumo. El plan es fácil de comprobar al pagar los 90 dólares que cuesta la entrada de adulto y cruzar los molinetes. La temprana sensación de que todo está bien se hace evidente al ingresar a Magic Kingdom y dejar atrás un complejo de estacionamientos y un viaje de diez minutos en barco.

La imagen de Mickey comienza a aparecer hasta el hartazgo, la música que sale desde parlantes escondidos en los árboles es descontracturante y todo lo que sucede en la Main St. está fríamente orquestado (carros alegóricos, muñecos que saludan y breakdancers con “sonrisa Justin Timberlake”). La primera obra faraónica que se ve es el castillo de Cenicienta, una fiel representación escénica de uno de los cuentos que propulsó a Disney en los años ‘50. La atracción permanece con las puertas cerradas hasta el mediodía, pero en su frente, unos de los ángulos más vistosos del parque, hay shows cada media hora. El final de la jornada tendrá epicentro en esta materialización de la fantasía y el capricho cuando a las 21 una batería de fuegos artificiales se mezcle entre las visuales que le dan vida al castillo con personajes tan familiares como Simba de El Rey León o Buzz Lightyear de Toy Story. Disney es el mayor consumidor de pirotecnia de Estados Unidos y uno de los mayores del mundo.

Consumo gusto

El paseo incluye diversos focos donde perder la atención y en el mar de sonrisas de las treinta mil personas que, en promedio, visitan el parque cada jornada siempre hay chances para gastar dinero. Los costados están rodeados de todo tipo de negocios que venden desde ropa interior hasta artilugios para cortar pizza. Todos los ítems representan algún personaje de la marca y el más recurrente (siempre) es Mickey. El estudiante de marketing promedio puede visitar Disney para entender de qué se trata el rubro, ya que todos los negocios parecen estar diseñados para que los niños agarren y griten y los padres paguen y puteen. Al final de cada montaña rusa, atracción colorida o paseo fantástico siempre hay un local que vende chucherías al respecto, posicionando al producto como un destino imposible de evitar. Así, la diversión termina en consumo. ¿Y viceversa?

La gastronomía es otro tramo curioso: siendo las 11, el parque abrió sus puertas hace dos horas y ya hay nenes menores de 10 años comiendo una pata de cerdo casi cruda con la mano, una imagen justa para graficar por qué Estados Unidos es el país con mayor tasa de obesidad en su población, luego de México. El menú general para desayunar, almorzar, merendar o cenar no se corre mucho de “hamburguesa, panchos, papas fritas, patitas de pollo o cerdo”, un combo repleto de grasa mezclado con gaseosas de primera línea y altos niveles de azúcar (en algunos restoranes ni siquiera sirven agua mineral). Comer sano no importa en “el lugar más mágico de la Tierra”, la ilusión no se pierde inclusive con un par de proteínas menos, pero en un breve paseo es fácil encontrar a más de un pibe joven pasado de peso utilizando un andador o una silla de ruedas para desplazarse mientras hace malabares para lamer su helado de chocolate con forma de ratón.

Circo político

Las banderas de Estados Unidos aparecen a lo largo del parque. Ninguna novedad en una tierra tan nacionalista, pero el amor patriótico de Walt (reconocido amigo del ex presidente Ronald Reagan) llega un poco más lejos en El Hall de los Presidentes, un sector ubicado en el área Liberty Square (curiosamente, a metros de La Mansión del Terror) donde se puede presenciar un show de robots animatrónicos de los distintos mandatorios estadounidenses. El recorrido fuerza a recordar el capítulo de Los Simpson donde la familia visita La Tierra de Tom y Daly, y Bart arruina el robot de George Washington al intentar espiar su ropa interior.

La zona donde comprar chucherías en torno a la política (sí, todo esto puertas adentro de Disney) está repleta de objetos tan graciosos como indignantes: en la estantería donde hay fotos oficiales, las dos que más se repiten son la de George Bush padre y George Bush hijo. El Partido Demócrata tiene su espacio de productos, menor a su rival, por eso no faltan calzoncillos con el lema “Hope” (esperanza) que hizo famoso a Barack Obama y una taza con la sonrisa picarona de Bill Clinton.

Los subterráneos

Los más de 50 mil empleados de Walt Disney World están entrenados para hacer solamente una cosa: su trabajo. La tarea de entrevistar durante o después de sus jornadas a los ocupados de mantenimiento, staff de restoranes o técnicos de atracciones es imposible desde un principio, al instante en que uno se sale de las típicas preguntas como “¿Dónde queda el baño?” o “¿Cuánto cuesta este abridor de botellas?”. Las evasivas se hacen presentes mediante sonrisas forzadas. La lógica laboral de Disney es abrir vacantes laborales en diferentes países para personas jóvenes que cumplan con los requisitos básicos: saber inglés, no tener tatuajes visibles y estar dispuestos a afeitarse el vello facial (una vieja regla de Walt para separar al parque de la imagen de una feria). Teniendo en cuenta ese filtro, según relatan los libros de Koenig, comienza el verdadero casting y sólo quedan los flacos, con aptitudes pretenciosas, logros académicos y sonrisas de publicidad.

Una vez realizada una capacitación, comienza el proceso work and travel: unos meses de residencia en el país, laburo arduo en la semana y obtener dólares a cambio de “la experiencia”. Los que trabajan en Disney tienen áreas designadas con indumentaria acorde y, en algunos casos, acting con respecto a su personaje o situación. De ninguna manera puede verse a un tipo disfrazado de Pluto paseando por la atracción de Lilo y Stitch; es por eso que debajo de Magic Kingdom hay una red de túneles secretos para que los humanos encargados de llevar a cabo la “magia” se desplacen sin ser vistos por el público expectante.

Los edificios administrativos también tienen un efecto de invisibilidad: la mayoría están dentro del parque, pero pasan desapercibidos al estar pintados de un tono celeste confundible con el cielo o empapelados con fondos acordes con la cercanía de las atracciones donde se encuentran. La “magia” no se mancha.

Muchos ratones y pocas ratas

Magic Kingdom (y el resort entero) cerró sus puertas en sólo cinco ocasiones a 42 años de su inauguración: la primera fue en 1999 debido al huracán Floyd; luego sucedió la amenaza de atentado del día del ataque a las Torres Gemelas; y las últimas fueron a modo de prevención ante amenazas climáticas o apagones eléctricos. Durante más de cuatro décadas, las puertas de este submundo famoso por excesos y enigmas abrió casi ininterrumpidamente para todos los turistas que se acercan a las 9, llenos de expectativas y ganas de vivir la “magia”, y se retiran a las 21, con los bolsillos vacíos y exhaustos de tanto caminar.

Pero cuando se hace de noche, y por Magic Kingdom no caminan más visitantes, ocurre lo más divertido del resort: las ratas atraídas por la cantidad de basura y de comida ídem acumuladas se hacen un festín en cada rincón, y un ejército de gatos (castrados y entrenados) salen a cazarlas para que, mañana, ningún niño se encuentre una rata sucia en el castillo de Cenicienta. El dato inusual llama la atención: en Disney, durante el día, repiten hasta el hartazgo la imagen de un roedor; y de noche lanzan un montón de gatos para atrapar y matar al mismo animal.

Atracciones

Space Mountain

El juego más extremo del parque, teniendo en cuenta que la caída libre de Splash Mountain permanece cerrada. Es una montaña rusa a toda velocidad por el espacio, inaugurada en 1975 y que, tras varias refacciones, sigue operando a toda marcha. Lo increíble, más allá de la adrenalina al atravesar a 45 kilómetros por hora y una altura de 30 metros sus diez cuadras de extensión, es la fiel recreación de las constelaciones, los agujeros negros y los transbordadores de la NASA, todo ubicado dentro de un hangar blanco en el sector oeste del parque, el área denominada Tomorrowland.

Pirates of the Caribbean

La atracción que muestra las andanzas de Jack Sparrow entre piratas, cañones y canciones de cantina es un paseo en barco que recrea una noche en alta mar. Lo interesante de este juego es que, a diferencia del resto del parque, es un tanto más sombrío y picarón (hasta hay robots animatrónicos de señoritas livianas de ropa). El mejor merchandising del parque se consigue al final de esta atracción: banderas piratas, espadas de plástico y abridores de cerveza con forma de calavera.

Big Thunder Mountain Railroad

La otra montaña rusa de Magic Kingdom es un poco más liviana que la Space Mountain en cuestiones de velocidad y ángulos, pero tiene a su favor que opera bajo la luz del sol por una mina abandonada y, gracias a su altura, se puede tener una buena vista del complejo.

Monsters Inc. Laugh Floor

Los adorables monigotes de Monsters Inc. tienen su propio show en vivo (sí, en vivo) en un teatro. La idea es poner a diferentes monstruos haciendo stand up, interactuando con el público y generando la suficiente cantidad de risas como para que haya electricidad (igual que en la película). Los monólogos son divertidos y hasta entendibles para los que no incorporaron el inglés en su baúl de idiomas.

© Escrito por Facundo Enrique Soler el jueves 28/02/2013 y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.