“El
capitalismo fue un gran avance, pero moralmente es injustificable”...
Primeros pasos.
“Mi padre, que era socialista, tenía en su biblioteca un librito sobre
materialismo dialéctico. Esta filosofía me atrajo porque parecía explicarlo
todo”. Foto: Néstor Grassi
Cuarta entrega de los reportajes destacados de Magdalena
Ruiz Guiñazú realizados en el 2014. Aquí, el filósofo admite que es partidario
de la libertad de creencias y considera una pérdida de tiempo atacar a las
religiones. Opina que el psicoanálisis es “un macaneo puro” y admite que su
obra se lee más en el exterior que en nuestro país.
Vuelve a Buenos Aires uno de los filósofos más destacados
de la actualidad. La llegada de Mario Bunge coincide con la celebración de sus
vigorosos 95 años y la presentación, el 1º de octubre en la Facultad de
Derecho, de un nuevo libro, el número 50: Memorias. Entre dos mundos.
—Sin embargo, usted había dicho que no quería escribir esas “Memorias”. ¿Por qué decidió hacerlo?
El doctor
Bunge es terminante:
—Decidí hacerlo porque vi por ahí, en la red,
muchas biografías con datos falsos, y esto me decidió. Además, creía que
hacerlo me iba a resultar una labor ímproba y no fue así. Resultó facilísimo.
Cuando comencé a escribir las palabras aparecieron a borbotones. Estaba en una
isla griega y me pasaba el día mirando el paisaje y escribiendo. Por ejemplo,
entre muchas otras cosas, recordé la tarde en la que convencí a Arturo Frondizi
de que se metiera en política.
—¿Cómo fue?
—En el año
1938 la República Española estaba dando las últimas boqueadas y estaba siendo
desplazada por los fascistas que recibían ayuda de italianos y alemanes.
Entonces, un conocido del sindicato de Gastronómicos a quien conocía a través
de la Universidad Obrera me pidió que le recomendara a un orador porque el
sindicato pensaba organizar un homenaje a la República Española. Se trataba de
una cena con más de mil cubiertos y no tenían orador. Lo consulté con mi padre
y me dijo: “¿Por qué no vas a ver a mi abogado, el doctor Arturo Frondizi?”.
Entonces fui, le plantee el problema y me dijo: “¡Pero yo jamás he hablado en
público!”. “Es una buena ocasión para empezar”, le contesté, y unas semanas
después pronunció un discurso que conmovió a todos los presentes. Algunos
lloraban. Frondizi tuvo una trayectoria muy discutida, pero era un hombre de
buenas intenciones y básicamente muy honesto.
—Sí, fue un gran presidente.
—Le pasó lo
que le ocurrió a Alfonsín: asediado por una cantidad de buitres. Además,
cometió el error de querer complacer a todo el mundo. Pero ante todo fue un
intelectual, estudió la economía argentina y ahí lo conoció a mi padre cuando
se ocupó del petróleo en la Argentina. A los dos el tema les interesaba
sobremanera. Luego nos encontramos pocas veces, pero en vísperas de las
elecciones que lo iban a llevar al poder fuimos a verlo con quienes se
preocupaban por la Comisión Nacional de Energía Atómica. “Uno de los problemas
que puede resolver durante su presidencia”, le dijimos, “es la transferencia de
la Comisión Nacional a autoridades civiles”. Hasta ese momento estaba a cargo
de la Marina. “La ciencia no debe depender de las Fuerzas Armadas”, le dijimos.
“Además, debe abandonar completamente el sueño de Perón de lograr la bomba
atómica”. Estudios de energía nuclear y de física nuclear se realizaban en
aquel tiempo con ese propósito.
—Justamente quería preguntarle esto. Perón era un hombre inteligente, ¿cómo se dejó convencer por una persona tan poco seria como aquel alemán Richter que convirtió la isla Huemul en una fortaleza en la que realizaba esos experimentos?
—Efectivamente,
Perón era inteligente y, además, tenía una cultura histórica que solemos
olvidar. Lo que ocurría es que estaba rodeado de lo que los ingleses llaman yes
men. Es decir, gente que le decía que sí a todo. Por supuesto que de física y
de ingeniería no sabía nada, y además no les profesaba un gran aprecio. A pesar
de ser germanófilo y saber que la técnica y la ciencia habían hecho grande a
Alemania a partir del siglo XIX, tenía un conocimiento limitado sobre el tema.
Como le decía, estaba rodeado de serviles que, además, eran ignorantes y no
sabían decirle que no. Recuerdo la anécdota del coronel Mercante cuando Perón
le preguntaba la hora: “La que usted diga, mi general” –Bunge se ríe
francamente.
—Pero volviendo a su historia personal, usted tiene un encuentro con la filosofía marxista siendo muy joven, ¿no?
—Fue por
casualidad. Mi padre, que era socialista, tenía en su biblioteca un librito
sobre materialismo dialéctico. Me lo tragué, y esta filosofía me atrajo porque,
al igual que el psicoanálisis, parecía explicarlo todo. En particular me
intrigó la dialéctica. Pero cuando le pregunté a mi padre qué era eso, me
contestó: “El Maestro Justo –para él Juan B. Justo era “el Maestro Justo”–
decía que no era sino hocus pocus. O sea, algo así como “bla, bla, bla”. Pero
esto, en vez de alejarme, me hizo leer a Hegel, con quien perdí muchos años.
Pasó bastante tiempo, en realidad mucho después, hasta que entendí que todo eso
era ininteligible en el mejor de los casos, y una falsedad, en el peor. Cuando
me encontré con la lógica matemática y con otros filósofos como Bertrand
Russell, me desprendí del marxismo. Más aún: fui el único en hacer una crítica
muy detallada de la dialéctica. Esto salió en la Revue Nationale de Philosophie
de Francia y fue luego objeto de debate en un congreso en Bulgaria en 1973.
–Bunge reflexiona en voz alta–: Mire, no me arrepiento del todo porque creo que
el juicio que le mereció a Marx el capitalismo era justo. El capitalismo fue un
gran avance pero moralmente es injustificable. En el curso de los últimos
cincuenta años la productividad industrial se duplicó, pero sabemos que la
desigualdad social ha venido aumentando en todas partes menos en los países
escandinavos. Para mí, los países escandinavos son aquellos que tienen el
régimen social más justo. ¿Usted sabía que Dinamarca tiene una tasa de
mortalidad infantil que constituye la décima parte de la tasa de mortalidad de
EE.UU.? Esta es la verdad. Dinamarca, Suecia y Noruega tienen el mejor sistema
de salud pública del mundo. Y, sorprendentemente, otro país cuya desigualdad
social resulta muy baja es Japón. Fíjese usted: en Japón el gerente gana, a lo
sumo, cuatro veces lo que gana su secretaria. En Estados Unidos gana 50 mil
veces de lo que gana su secretaria. Una tremenda injusticia, sobre todo
teniendo en cuenta que son, casi todos, incompetentes.
—Volviendo a su libro, me resultó sumamente interesante su encuentro con Ernesto Sabato cuando él se dedicaba a la física, que luego abandonó por la literatura, ¿no es cierto?
—Nunca se
apasionó por la ciencia. Se doctoró en Física y presentó su tesis, pero cuando
fue a París con una beca del Instituto Joliot-Curie le asignaron un trabajo de
rutina que le aburrió. Sabato era un hombre muy inquieto, de vasta cultura. No
solamente escribía bien sino que hacía unos dibujos deliciosos. Además, estaba
muy metido en política. Fue a Francia como comunista y vocero del congreso
comunista. Luego lo transformaron en trotskista. Estaba muy desilusionado del
estalinismo. Y con razón. En todo caso era lo que se llamaba, en la Universidad
de La Plata, doctor asistente y estaba a cargo de trabajos de avanzada, aunque
no publicó nada sobre esto. Los profesores que tuvimos en Física y en
Matemáticas tampoco publicaban nada. Enseñaban. Casi todos eran expositores
excelentes. Para mí el más sabio, más crítico, el mejor de todos, fue don
Teófilo Isnardi, de quien fui ayudante en su cátedra de Física Matemática en
Buenos Aires. Un hombre brillante que aprendió, en soledad, física cuántica,
que no es fácil, y luego publicó en 1927 un artículo sobre el tema en la
revista que había fundado José Ingenieros. Los estudiantes formamos dos
seminarios, en Buenos Aires y en La Plata, para leer revistas y solíamos
publicar trabajitos, ensayos y reproducíamos artículos recién aparecidos en
revistas de circulación internacional. Recuerdo la emoción con que esperábamos
la llegada de los libros que provenían del exterior. Yo tenía un amigo en el
Palacio del Libro que me guardaba las últimas novedades. También en la librería
El Ateneo su propietario y fundador, don Pedro García, solía apostarse a la
entrada y cuando pasábamos por allí nos avisaba: “Acabo de recibir un libro que
quizás le interese”. Andaba a la pesca de posibles compradores. ¡Un buen
librero! ¿Dónde están hoy esos libreros? Además de don Pedro estaba Salvador
Rueda, que me recomendaba obras literarias. Finalmente, El Ateneo fundó su
propia editorial.
—Cuénteme, doctor, ¿sigue manteniendo sus prevenciones contra el psicoanálisis?
—Dejemos
eso porque usted es una fiel seguidora de don Sigmund Freud.
—El análisis es una gran ayuda, —me atrevo a opinar.
—No, no. El
psicoanálisis es macaneo puro. Pregúnteselo a mi hija, que es profesora de la
nueva ciencia cognitiva en Berkeley, Los Angeles, que es la mejor universidad
del mundo en ciencias, mejor que Harvard y Cambridge. En todo caso, se piensa
con el cerebro y Freud pensaba con el alma. Esa es una psicología completamente
anticuada y, sobre todo, dogmática. Jamás se hizo un experimento
psicoanalítico. Aquí, en 1901, el doctor Humberto Piñero –un hospital lleva hoy
su nombre– fundó un laboratorio pero no hubo investigación original. En
Argentina recién se hizo investigación original cuando apareció el gran
Bernardo Houssay en los años 20. Fue el primer científico experimental en
Argentina, el primero en publicar trabajos originales. Era un genio. Un hombre
que unió la endocrinología con la inmunología y formó grandes investigadores
como el doctor Eduardo Braun Menéndez. Recuerdo que con Braun viajamos a Roma
en el mismo avión. Braun Menéndez no solamente era un gran sabio sino que fue
el verdadero discípulo de Houssay, que no era de prodigar afectos, quien lo
consideraba como un hijo.
—Bunge evoca nuevamente sus recuerdos:
—En aquel
tiempo no había prácticamente física experimental, sólo algunos trabajitos muy
modestos, pero había, sí, neurociencia. Hay un caso muy extraño, muy notable,
muy curioso. Es el de Braulio Moyano, que fue el único científico puntano, de
San Luis, que trabajó solo, se hizo solo y formó a sus discípulos.
Desgraciadamente tuvo muy poca repercusión. Hubo también un alemán, Christopher
Jakob, que enseñaba en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires y
también en La Plata. Hacía neurociencia del peludo.
—¿Del peludo?
—Sí, del
animal. Fue fundador de una publicación, la única seria y de nivel
internacional, sobre neurología en Argentina. Dejó un solo discípulo. La
Facultad de Química era la más seria de todas. Allí hice mis primeros trabajos
prácticos en química en 1937.
—Y usted, que vive en Canadá y enseña allí en una universidad, ¿cómo se ubicaría dentro del pensamiento argentino?
—Como
alguien totalmente desconocido, marginado, boicoteado por mis colegas de
Filosofía a diferencia de lo que ocurre en otras partes. Por ejemplo, en
España, en el colegio secundario se enseñan los rudimentos de mi filosofía.
También en México. En Argentina, por supuesto que no.
—¿Por qué piensa que ocurre esto?
—Porque he
llamado charlatanes a los que aquí enseñan desde el primer año. Les envenenan
el cerebro a los chicos obligándolos a estudiar Hegel, Nietzsche y los
existencialistas. A partir de entonces no pueden pensar. Están inhabilitados
para pensar. Además, se enseña por autores y no por temas. Nadie abarca temas y
yo, desde el comienzo, abarqué temas.
—¿Por ejemplo?
—Por
ejemplo, ¿qué es el azar? ¿Qué es la causalidad? ¿Qué saben del espacio y
el tiempo? Esto no se hace aquí.
Bunge está visiblemente enojado pero no queremos dejar de
conocer su pensamiento.
—Por ejemplo, doctor, para usted, ¿qué es el tiempo?
—Ahhh… Los
primeros en pensar seriamente en eso fueron Aristóteles, desde luego, y
Epicuro. Para ellos el tiempo es la sucesión de los acontecimientos. En un
mundo inmutable, como el que había imaginado Parménides, no hay tiempo. Esa
unidad relacional del tiempo, a diferencia de la idea de Newton, ve el espacio
como la trama de las cosas. Si no hubiera cosas, si a Dios se le ocurriera
eliminar a todo el mundo, si quedara hueco, también desvanecería el espacio. En
cambio, para Newton el espacio y el tiempo son inmutables y están ahí.
—Y Platón, ¿por ejemplo?
—La única
doctrina correcta de Platón es que los objetos matemáticos son inmutables. En
cambio, las cosas reales cambian constantemente. Pero usted me preguntaba hace un
momento acerca de mi posición. Mis obras son leídas, pero no en Argentina sino
en otras partes. Ocupo el lugar número 44 en el Science Hall of Science de la
American Asociation of Masters of Science que tiene una lista de los 200
autores científicos más citados en el transcurso de los últimos doscientos
años.
—Y usted ocupa el lugar 44. Impresionante.
—Soy
bastante leído, ironiza Bunge. Pero, por supuesto, desconocido en las
facultades de Filosofía de Argentina.
—Hace un momento nombró a Dios. ¿Usted es agnóstico?
—No. Soy
ateo. Como Borges. Es una manera de decir.
—Pero tengo entendido que admite la religiosidad en otras personas.
—No sólo la
admito sino que la respeto y, como Voltaire, que era deísta, soy partidario de
la libertad de creencias. Además, creo que es una pérdida de tiempo atacar a
las religiones.
© Escrito por
Magdalena Ruíz Guinazú el sábado 24/01/2015 y publicado por el Diario Perfil de
la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.