Los sonidos del Silencio…
Allanaron la isla del Tigre que era propiedad del Arzobispado de Buenos Aires donde la Marina llevó a los secuestrados de la ESMA en 1979. Como si los años no hubieran pasado, los
sobrevivientes reconocieron muebles, una cocina y un pequeño cuarto debajo de
una de las casas, donde los desaparecidos estuvieron encerrados durante más de
un mes. El lugar fue vendido en 1979 por la Iglesia a los represores de la
ESMA, que firmaron la escritura con un documento falso a nombre de uno de sus
secuestrados.
“El lugar está como estaba, lo
único diferente es la vegetación que ahora ocupa una gran parte. Las casas
están muy deterioradas porque no se les hizo nada. Lo que desapareció fue el
muelle, no está. Quedan los restos. Pero la sensación es terrible, es como
entrar a la ESMA.” Carlos Lordkipanidse es uno de los sobrevivientes de la
Escuela de Mecánica de la Armada que volvió a El Silencio. La isla del
Arzobispado de Buenos Aires donde los marinos montaron un centro clandestino en
1979 para esconder a los prisioneros durante la inspección de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) acaba de ser allanado, por primera
vez, por la Justicia. El juzgado de Sergio Torres impulsó la medida pedida por
los sobrevivientes. Todos los que estuvieron ahí salieron conmocionados porque
la isla permanece igual a como era, congelada en el tiempo. Encontraron objetos
que los sobrevivientes mencionaron durante treinta y cuatro años: una cocina
económica de hierro que ahora está tirada en una habitación; la piedra de
afilar con la que los obligaban a pulir los machetes para cortar los árboles;
muebles y hasta el chasis de un buggy con el que las guardias controlaron la
seguridad.
Víctor Basterra dijo en su última
declaración del juicio oral que jamás había vuelto a la isla. Estuvo más de
treinta días encerrado en una celda de cemento diminuta, armada abajo de
palotes de lo que es “la casa chica”, una de las dos construcciones. En ese
encierro y sobre el piso que aún tiene el barro húmedo, permanecieron los
“capuchas”, un grupo de unos quince prisioneros. Uno de sus compañeros el
jueves lo vio abrir la puerta de ese sótano y transportarse en el tiempo. “Me
pregunto cuál era el objetivo de estos tipos, de escatimarnos la mirada, de
disciplinar, de provocar dolor, ¿habrán encontrado cierto placer en hacer daño?
–dice– En habernos metido en un lugar como ese que es realmente una cueva un
mes y algo. Amontonados unos al lado de otro, los guardias no querían entrar
por el olor espantoso de los cuerpos, de las enfermedades. Estábamos descompuestos,
no teníamos agua potable. Los guardias abrían la puerta, miraban y se iban
medio tapándose la nariz, o entraban con una pistola, decían alguna cosa y
gatillaban en seco y nosotros estábamos todos ahí, esposados, con capucha,
débiles. Estuvimos mejor comidos gracias a que dos compañeras (Blanca García
Alonso de Firpo) y la tía Thelma (Jara de Cabezas) cocinaron unos churrascos
hermosos. A mí después de eso me agarró una crisis porque cuando regresamos a
la ESMA nos siguieron dando lo de antes, que era el ‘bife naval’, que no tenía
olor a nada, no tenía gusto a nada y en mis delirios se me ocurrió que podía
ser carne de compañeros, una de las locuras que producía esa situación de
miseria.”
Enrique “Cachito” Fukman estuvo
alojado en la “casa grande” con el Sueco Lordkipanidse, entre el grupo de
prisioneros que sirvió de mano de obra esclava para trabajos de corte de álamos
y de formio, que eran las hojas que las sogas de los barcos. “Hubo algo
bastante interesante en el recorrido que hicimos”, dice Fukman arriba de la
lancha que lentamente en el agua densa lo devuelve a este lado del mundo.
“Nosotros íbamos haciendo el relato de las cosas que habían pasado en cada
lugar y cuando la gente del juzgado avanzaba encontraba lo que acabábamos de
decirles. Por ejemplo, dijimos que en la cocina había una cocina económica que
ahora no estaba, pero cuando entramos al dormitorio encontramos la cocina
tirada en el piso. Un compañero que había estado chupado dijo que lo habían
llevado antes para hacer refacciones y que había un buggy. Otros dijeron: tiene
que estar en tal lugar y ahí estaba el buggy. Y así, cada cosa. Las casas en
las islas están levantadas con palos, pero a los ‘capuchas’, acá, los
encerraron en la parte de abajo de una casa. Y dicho y hecho: la parte de abajo
que nosotros decíamos que estaba cerrada la encontramos así. O dijimos que nos
habían hecho armar tanques de agua con filtros y entre medio de la maleza
aparecieron esos tanques tirados. Se fue demostrando que el resultado de años y
de años de lo que vinimos diciendo, eso que muchas veces dijimos, que lo
contamos, finalmente está plasmado como realidad.”
A nivel probatorio, la medida
resultó “de mucha trascendencia”, según indicaron fuentes judiciales. “La casa
tiene exactamente las mismas condiciones que tenía: están las dos casas, no
tuvieron ningún cambio: la misma cocina, los mismos muebles que se usaron. Las
otras casas del Tigre por abajo tienen palotes, pero a la llamada ‘casa chica’
de este lugar la cerraron con ladrillo y cemento. Abajo, la casa es como un
sótano bajito, de barro, ahí estuvieron los prisioneros durante un mes. La
existencia de un cerramiento así no tiene una función lógica en el Delta salvo
para esto. Está el piso húmedo, cada vez que hay sudestada lo mueve, es
siniestro. De los lugares que recorrimos y que fueron centros clandestinos nos
parece que es el más tremendo. Pusieron a personas en un lugar donde sólo
entran agachadas, con el piso de barro, en un cuarto de siete metros cuadrados,
donde no había baño. Como tomaban agua del río nos decían que los de la Armada
no podían acercarse a darles de comer por el olor que había. Les pasaban un
plato de comida por la puerta y nada más. Era una jaula, una situación
tremenda.”
“Hoy pudimos andar con libertad,
en ese momento no”, dijo Basterra más tarde a Oral y Público, el programa de
radio del IEM. “Era una isla blindada, armada, había tres brigadas de guardias,
es decir 25 o 30 efectivos del GT, además de los oficiales y suboficiales con
rango superior, guardianes crueles, bastantes numerosos, pero hoy la gente era
toda delicadeza y cordialidad.”
Cuentas pendientes
En marzo de este año, cuando le
tocó declarar en el juicio oral por la megacausa ESMA, Lordkipanidse pidió el
allanamiento. Fue el primer testigo del juicio y con eso marcó una agenda de
cuentas pendientes. Mostró a los jueces un puñado de fotos y les dijo que les
habían “llegado noticias de que la casa iba a cambiar de manos”. Pidió además
una investigación sobre los propietarios. El pedido fue reimpulsado en ese
mismo día por fiscales y querellas.
En su libro El Silencio, el
periodista Horacio Verbitsky había contado la historia del lugar. “Nos pareció
siempre medio ridículo que se habían ya hecho inspecciones oculares en todos
los lugares que tenían relación con la ESMA y no en esta villa del Silencio.”
Desde aquella audiencia a esta
parte, el juzgado de Torres pidió el historial de propietarios al Registro de
la Propiedad y a ARBA de la provincia de Buenos Aires. El allanamiento se
ordenó mientras se aguardan esas respuestas.
La isla está ubicada a unas dos
horas, dos horas y media o aún más de Buenos Aires de acuerdo con el tipo de la
lancha. El predio está en un nudo de canales, sobre el Chañá-Mini y a unos 900
metros del cruce con el Paraná-Mini. El cruce aún conserva una sede de
Prefectura que recuerdan los sobrevivientes trasladados sin tabiques. Hacia
1979, frente al cruce y ya sobre el arroyo, había una almacén del que ahora
quedan los restos. En la entrada al predio ya no está el muelle con el cartel
El Silencio. Y en el interior de la isla continúan estando las dos
construcciones que había: la “casa grande” y la “casa chica” hasta pintadas con
la misma pintura, ahora deteriorada. La “casa grande”, muy clásica del Delta,
tiene cinco habitaciones, dos comedores, dos baños y galería. Ahí alojaron a
los prisioneros destabicados y usados como mano de obra esclava para desmontes,
tala de álamos y de formia. Ellos dormían en tres habitaciones, según recuerda
Lordkipanidse. En otra, dormían los represores, en general oficiales y
suboficiales. La “casa chica” estaba separada por un pequeño arroyo; en la
parte de abajo pusieron a otros secuestrados, la mayoría hoy desaparecidos,
entre ellos estaba el grupo Villaflor y Basterra. Arriba dormían los guardias.
En términos políticos, el lugar
condensa la relación entre Iglesia y dictadura. En 2005, Verbitsky publicó en
su libro los detalles de cómo se hizo la trasferencia del predio. El lugar era
del Arzobispado de Buenos Aires. Ahí celebraban la graduación los seminaristas
y descansaba el cardenal Juan Aramburu los fines de semana. Entre enero y
febrero de 1979 –es decir, mientras se preparaba todo para disimular las
condiciones de secuestro de los detenidos desaparecidos ante la visita de la
CIDH– el secretario del vicariato castrense Emilio Grasselli vendió el predio
al GT3.3.2. Los marinos firmaron la escritura con un documento falso a nombre
de uno de sus secuestrados. Según esos datos, una vez usado, los marinos volvieron
a vender el predio en 1980. Es extraño cómo todo permaneció en el mismo lugar.
La inspección
En la inspección estuvo el
secretario del juzgado Pablo Yadarola y los fiscales Guillermo Friele y
Mercedes Soiza Reilly. También participaron querellantes, entre ellos, Patricia
Walsh, con lápiz y papel y anotando descripciones de la casa, y Ana María
Careaga. Y seis sobrevivientes: Basterra, Lordkipanidse, Fukman, Roberto
Barreiro, Leonardo “Bichi” Martínez y Angel “Taita” Strazzeri. En el lugar los
recibió un baqueano, un hombre que vive en condiciones muy humildes, en la
parte de arriba de la “casa chica”. Al parecer, hace más de cuarenta años que
está en la zona y, según dijo, lleva unos diez años al cuidado de ese lugar. De
acuerdo con lo que él transmitió, el predio estaría desde hace un año en manos
de un nuevo dueño. Esa persona, de nombre Angel Espinoza, aparentemente va
algún fin de semana. El único lugar que tiene signos de estar habitado es un
cuarto de la casa grande, donde hay una cama con colchón en estado de uso. Hay
una heladera en funcionamiento. Y saltos a lo largo del tiempo que dan cuenta
del modo de uso del espacio, marcado, por ejemplo, por la presencia de un
calendario del año 2008.
En términos de prueba, uno de los
aportes clave lo hizo Bichi Martínez. Es uno de los sobrevivientes tal vez
menos conocidos de la ESMA. Volvió al centro clandestino por primera vez hace
una semana, estuvo secuestrado entre 1977 y 1980, lo trasladaron a la isla
antes que al resto y luego de forzarlo a trabajar lo liberaron desde ese lugar.
A través de su relato, los fiscales determinaron, por ejemplo, que hubo por lo
menos tres grupos distintos de prisioneros y que fueron desplazados hasta la
isla en distintos períodos.
“Martínez pertenecía al grupo de
cautivos que en la ESMA era obligado a mejorar las casas de los prisioneros que
luego se reutilizaban o se vendían. O los mandaban a hacer mantenimiento y
refacciones en la ESMA”, indican Soiza Reilly y Friele. “Como parte de ese
grupo trasladaron a la isla a Bichi Martínez y a Alfredo Ayala. Martínez contó
que el personal del GT lo llevó para ambientar el lugar y preparar las
condiciones del sitio como para que los cautivos hagan trabajo esclavo, con los
troncos y demás cosas. Para eso trasladaron a la isla algunos enseres. Entre
ellos, un tractor. Para hacer seguridad en la zona tenían un buggy. Este es el
buggy que apareció. Está el chasis sin motor. Esto demuestra para nosotros la
doble misión que tuvo este lugar: esconder a los cautivos de la CIDH y por el
otro lado, mantener el trabajo esclavo de determinado grupo de cautivos.” Esta
hipótesis se ve reforzada por otro dato que agregó Basterra: según las cuentas,
Bichi Martínez, por ejemplo, siguió obligado a trabajar en este lugar aun
después del regreso de los prisioneros a la ESMA.
El segundo grupo que llegó fue el
de los prisioneros destinados a la “casa grande”, entre ellos Fukman y
Lordkipanidse. Cuando vieron la piedra redonda se dieron cuenta de que era la
misma que usaban para afilar los machetes “porque nos mandaban a cosechar el
formio, una planta de un metro de donde se saca el yute para soga de barcos”.
En aquel momento, la piedra estaba abajo de la casa grande, entre los palotes
que la sostienen. Ahora la encontraron adentro.
Al final, llevaron a los
“capuchas”. Según el relato que hizo Basterra en el juicio ESMA, ese ingreso se
habría producido entre el 3 o 4 de septiembre de 1979. “Fuimos llevados
bastante brutalmente por un grupo de sujetos donde se olía mucho alcohol,
esposados y engrillados y con la capucha puesta, tomando distancia del
compañero que uno tenía adelante. Nos llevaron a un lugar donde el agua se
notaba cercana. Había diálogo entre estos secuestradores que por ejemplo
decían: ‘Mirá la vieja ésa se asoma por la ventana’. ‘¡Dejá que le tiro!’,
decía uno. Y otro le decía: ‘Ahora no, que va a haber mucho ruido’. Se ve que
era una lancha pequeña, descapotable, porque le tiraron una lona encima.
Estábamos muy apiñados entre nosotros, yo tenía cuidado porque había sido
lastimado por uno de los guardias en la columna. Cuando nos suben a un
vehículo, lo que se comentó era que la salida era de la Apostadora Naval de San
Fernando, yo pensé que nos esperaba un tiro en la nuca.”
© Publicado el sábado 14/06/2013 por el Diario Página/12 de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires.