La refundación de Obama...
El mensaje que envió el presidente de los
Estados Unidos al relanzar su gobierno. La referencia a la “igualdad” en una
sociedad individualista. El sensible debate sobre el uso de las armas. No
escuchó las encuestas, sino a su sociedad.
En su discurso de asunción, el presidente
Barack Obama fijó las grandes metas de su administración en los Estados Unidos.
No prometió ni enumeró medidas. Tampoco incursionó en el azaroso territorio de
la teoría. Usó un estilo en el que pudo transmitir los principios políticos en
los que basará su acción como gobernante sin adoptar una forma declamatoria,
sino, más bien, práctica.
Al ingresar en los grandes principios que
guiarían su segundo gobierno, Obama se internó en las zonas profundas y
complejas de la cultura (por lo tanto, de la historia y de la política) de su
nación.
En el corazón de su mensaje colocó la
cuestión de la igualdad, la que introdujo con una cita del preámbulo de la
Declaración de la Independencia de 1776: “Sostenemos como evidentes por sí
mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son
dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están
la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Planteó así la idea, central para los
pensadores del siglo XVIII, de que los individuos son portadores de derechos
inalienables y que el sistema político, en este caso la república democrática,
tiene como objetivo hacerlos universales y efectivos. Sostuvo que “ninguna
unión fundada en los principios de libertad e igualdad puede sobrevivir con una
mitad de individuos esclavos y la otra de individuos libres”.
En torno a esta cuestión, se abre un debate
sobre el objetivo del sistema democrático, renovado una y otra vez en los dos
siglos que transcurrieron desde la independencia de los Estados Unidos. Para
unos, una democracia que no garantice en la práctica esos derechos de manera
universal se contradice con su propia existencia. Para otros, votar alcanza y
luego que cada uno encuentre el modo de ejercer sus derechos.
Para Obama, la organización política de la
sociedad debe hacer efectivos los derechos ya que de otra manera nadie podría
hacerlo. Por tanto, la democracia no debe ser reducida a la expresión de la
voluntad popular para elegir un gobernante. Esta es una condición necesaria,
pero que nada dice de la utilidad del sistema.
La democracia es la manera de organizar la
acción de los individuos para que sus derechos sean efectivamente vividos,
realizados. De esa manera, afirma: “Preservar nuestras libertades individuales,
en última instancia, requiere la acción colectiva”.
La realización colectiva de los derechos
individuales solía despertar en los Estados Unidos fuertes reacciones
negativas. El credo generalizado era más bien lo contrario. Son los individuos,
que mediante sus acciones libres y sin la interferencia del Estado, los que
preservan sus libertades y hacen efectivos sus derechos.
La igualdad era una condición de inicio, no
de fin. Dios creó a los hombres iguales, después ellos – los hombres– verán. El
planteo de Obama es distinto: un objetivo de la sociedad es asegurar los mismos
derechos igualitariamente para todos, y esa tarea sólo se logra colectivamente.
En este caso, la condición de inicio se convierte en el fin del sistema
político norteamericano.
La unión en los Estados Unidos no está dada
por la historia de la nación, sino por un credo común. Los estadounidenses
están más unidos por la ideología que por la historia, como describió Seymour
Lipset. Lo notable es que la historia de la segunda mitad del siglo XX parece a
menudo contradecir las bases de ese credo que fundó al “americanismo”.
Curiosamente, Obama, lejos de ser un
renegado de la tradición fundadora de los Estados Unidos, retoma –en los
términos del mundo que le toca vivir– la necesidad de relanzar el credo que
generó la unión. Si este razonamiento es correcto, es probable que el regreso a
las fuentes sea también el retorno a las fuerzas que construyeron el imperio
estadounidense.
Me permito, lector, hacer dos referencias históricas para
ilustrar este razonamiento.
Hace más de un siglo la idea de igualdad
parecía condenable. William Summer, sociólogo que murió a comienzos del siglo
XX y que tuvo una enorme influencia en la formación de las elites políticas y
sociales en los Estados Unidos, escribía: “El dogma de que los hombres son
iguales no es sólo una superstición. Es la más flagrante falsedad y la doctrina
más inmoral en la que los hombres hayan creído jamás”.
En una sociedad que se molestaba por la
palabra “igualdad” hasta hace muy poco, la evidencia de la realidad desplazó la
fuerza de los prejuicios.
En 2011, el Pew Research Center realizó un
estudio sobre la percepción de la desigualdad. En un país donde el tema era
tabú, resultó que el 66% de los encuestados en todo el territorio creía que
existen conflictos “fuertes” y “muy fuertes” entre pobres y ricos; un 62% entre
inmigrantes y estadounidenses nativos, y el 65% afirmaba que también hay
conflictos “fuertes” o “muy fuertes” entre blancos y negros.
Por lo tanto, parece lógico pensar que la
idea de desigualdad está implícita en el reconocimiento de esos conflictos y
que aceptar su existencia implica un cambio en la manera de percibir la
realidad por parte de los estadounidenses. Si se observa una serie más larga de
datos, se concluye que el reconocimiento del conflicto creció notablemente en
los últimos años, cuando en realidad no hay razón para suponer que ese
conflicto en sí haya aumentado.
Obama, al centrar su política en la idea de
un gobierno que ejecute políticas para igualar el ejercicio de los derechos
individuales, más que la vanguardia de su sociedad, parece ser su eco. Los
Estados Unidos están cambiando, y parece ser que su presidente está
interpretando ese cambio.
Otra cuestión, muy polémica en su país, a
la que aludió Obama, es la portación de armas. Lo hizo con cuidado (no olvide,
lector, que la tenencia de armas es un derecho constitucional), haciendo
mención a la obligación de garantizar la seguridad de los niños, en referencia
a la masacre reciente en una escuela de Connecticut.
En el estrecho límite que exigía el respeto
de la Constitución, el presidente estadounidense afirmó: “No podemos confundir
absolutismo con principios”. Esto no era otra cosa que un llamado a la
racionalidad en la aplicación de una norma que conduce al país a la reiteración
de esos dramas.
La máxima autoridad de la Asociación
Nacional del Rifle reaccionó vivamente: “El absolutismo no es un vicio, sino
una virtud”, afirmó, calificando de manera inesperada a la que es conocida como
una forma de ejercicio del poder sin límites ni control.
El presidente Obama no siguió las encuestas
de coyuntura para redactar su texto. Sí escuchó a su sociedad. Lo primero
habría sido una forma vulgar de oportunismo, lo segundo es un ejercicio de la representación popular.
©
Escrito por Dante Caputo y publicado el sábado 26/01/2013 por el Diario Perfil
de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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