Los ecos de Tucumán…
Un acto extraordinario. La
casa histórica, escenario de una decisión que fue resultado de intensas disputas.
Fotografía: Archivo histórico de la provincia de Tucumán.
Más que un feriado o un desfile, el 9 de Julio es una
pregunta abierta: ¿Qué significa ser independientes hoy? La historia, las
interpretaciones y los usos de un pasado que resuena en el presente.
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Escrito por Federico Lorenz el 09/07/2025 y publicado por la Revista Acción de
la Ciudad de Buenos Aires, República Argentina.
Hace más de
dos siglos, en una casa de la ciudad de San Miguel de Tucumán ‒la «casa
histórica», como recuerdan con justicia los tucumanos, cuando corrigen la
mirada porteñocéntrica que prefiere llamarla «la casa de Tucumán»–, un grupo de
hombres tomó una decisión extraordinaria: declarar la independencia de las
Provincias Unidas del Río de la Plata. Era el 9 de julio de 1816 y, aunque la
frase se dice con la naturalidad de lo obvio, aquel día no fue una consecuencia
inevitable, sino el resultado de intensas disputas, urgencias militares y un
clima político denso, fragmentado, muchas veces desesperado.
La independencia no fue un acto
mágico ni unánime. Fue, como tantas veces en nuestra historia, una apuesta, una
jugada forzada por el contexto, por la amenaza del retorno español y por los
proyectos cruzados que convivían en tensión. Si se nos permite una imagen, fue
más una cuerda tensa sobre el abismo que una sólida escalera hacia el futuro. Y
como toda cuerda tensa, podía romperse en cualquier momento.
El contexto: entre la derrota y la incertidumbre.
En 1816, el panorama no era alentador. La Revolución de Mayo estaba desgastada
y en crisis. El Directorio intentaba sostenerse en medio de conflictos internos
y externos, mientras el Congreso se reunía en Tucumán, lejos del epicentro
porteño. El Alto Perú estaba perdido: el Ejército del Norte había sido derrotado
nuevamente, esta vez en Sipe Sipe, y San Martín, ya instalado en Cuyo, insistía
en que la independencia debía ser proclamada de inmediato, no por romanticismo,
sino por necesidad estratégica. Era imprescindible definir un marco legal que
permitiera a las nuevas repúblicas del continente presentarse como estados
soberanos. San Martín lo necesitaba para emprender su campaña libertadora con
destino final en el corazón del poder realista, Lima. Lo mismo pensaba
Belgrano, de gran influencia en el Congreso, con la certeza de que, sin
independencia, no habría legitimidad ni alianzas posibles. Ambos entendían que
la guerra no era solo con bayonetas, sino con símbolos, con palabras, con
declaraciones que construyeran sentido y fijaran un rumbo.
Proyectos en pugna: ¿Qué tipo de independencia?
Pero la pregunta clave no era solo si se declararía la independencia, sino qué
tipo de país se imaginaba para después. Allí emergen los proyectos enfrentados.
Belgrano propuso una monarquía constitucional encabezada por un descendiente de
los incas, a tono con el clima de la Restauración tras la derrota de Napoleón
Bonaparte. Era una forma de conciliar la tradición con la revolución, de unir
al mundo andino con el mundo criollo, de incluir en la nación naciente a los
pueblos originarios. Fue tildado de utópico, de exótico, pero lo que proponía
era, en esencia, una reparación política y simbólica para los sectores más
postergados del virreinato.
El proyecto de Artigas estuvo
ausente en Tucumán. Imaginó una federación de pueblos libres, con justicia
social, reparto de tierras y autonomía regional. Enfrentado a muerte con Buenos
Aires, su exclusión muestra que no todos los caminos de la independencia fueron
escuchados en el Congreso de 1816.
Otros proponían una monarquía
europea, como la dinastía portuguesa de Braganza o incluso algún Borbón
afrancesado. Estaban quienes pensaban en repúblicas, pero cada una con su
propia definición: federal, centralista, confederada, liberal,
conservadora.
La independencia no resolvía estos
conflictos, apenas los postergaba. Lo que se selló en 1816 fue la ruptura
formal con España, pero no se consensuó un proyecto nacional. El país
independiente nació sin un «nosotros» claro. En 1816 se declaró la
independencia, pero no se sancionó una Constitución. La patria nacía sin un
acuerdo sobre su forma, con proyectos enfrentados. Lo que vino después fue
guerra, fragmentación y larga espera.
Interiores. Como una metáfora de la historia
nacional, la casa estuvo a punto de ser demolida a comienzos del siglo XX. Fotografía:
Archivo General de la Nación.
Usos del
pasado: las fechas patrias como artefactos del presente.
Ahora que vivimos en tiempos en que el pasado se ha transformado en un arma
arrojadiza y se puede decir prácticamente cualquier cosa, es interesante
observar cómo, a lo largo de la historia argentina, el 9 de Julio ha sido
leído, resignificado, celebrado o vaciado según los vientos de cada época. Las
fechas patrias funcionan como rituales colectivos que no solo recuerdan, sino
que también construyen presente y proyectan futuros. Por eso, cada Gobierno ha
«usado» el 9 de Julio según su modelo de país.
Durante el Centenario, en 1916, la
elite conservadora quiso mostrar al mundo un país moderno, blanco, europeo, que
dejaba atrás la violencia fundacional. En 1947, en plena primavera peronista,
la Declaración de la Independencia Económica puso en el mismo lugar de Tucumán
una nueva escena: la ruptura con el FMI y el dominio extranjero, bajo la
narrativa de una segunda independencia. En 1976, durante la dictadura militar,
un libro laudatorio del terrorismo de Estado señalaba que Tucumán era «la cuna
de la Patria y la tumba de la subversión».
En tiempos más recientes, el 9 de
Julio ha sido escenario de actos que van desde el tecnicismo vacío y las
palabras formales hasta intentos por recuperar su potencia política y
simbólica. Eso se pudo ver en los festejos por el Bicentenario, en 2016, donde
los alegados intentos de apropiación del relato histórico por parte del
kirchnerismo fueron criticados acerbamente por la oposición, mientras durante
días plazas y calles estuvieron llenos de gente en una multitudinaria celebración
popular.
Las fechas patrias no son neutras.
Se las conmemora, sí, pero también se las disputa. La historia es hija de su
tiempo. No sorprende entonces que muchas veces se hable del 9 de Julio como la
secuela de la Revolución de Mayo, que aparece como más importante en términos
simbólicos, restándole a Tucumán el protagonismo que tuvo. Que generaciones de
argentinos hayan dibujado en sus cuadernos «la casita» de Tucumán, ese humilde
edificio escrito en diminutivo frente al impactante Cabildo, ha tenido efectos
duraderos.
Como una metáfora de la historia
nacional, la casa donde se reunieron los congresales estuvo a punto de ser
demolida a comienzos del siglo XX, debido a su estado ruinoso. Del edificio
original solo se salvó el Salón de la Jura de la Independencia.
Una historia por ampliar.
La historia argentina aún es, en gran parte, una narración porteñocéntrica. Se
piensa la revolución como una gesta nacida en Buenos Aires, que se irradió al
resto del territorio, como si las provincias hubieran sido apenas espectadoras,
escenario o, peor aún, obstáculos a vencer. Sin embargo, basta con mirar los
nombres de los congresales de 1816 para advertir la variedad de orígenes y
perspectivas. La patria no se pensó solo en el Cabildo, sino también en el
Norte profundo, en Cuyo, en el Litoral, en las periferias ignoradas. Ampliar
esa mirada no es un gesto de corrección política, sino una necesidad histórica.
Porque comprender lo que pasó en 1816 implica también entender qué quedó
afuera, qué voces no llegaron al Congreso, qué proyectos fueron descartados.
Sobre todo, qué proyectos podemos imaginar ahora. La independencia no fue una
sola, ni se logró en un solo día. Fue ‒y sigue siendo‒ un proceso en disputa.
Epílogo: lo que aún no está resuelto.
El 9 de Julio es más que un feriado o un desfile. Es una pregunta abierta. ¿Qué
significa ser independientes hoy?¿Qué tipo de nación seguimos construyendo cada
vez que evocamos esa fecha? Recordar 1816 es también reconocer que no hubo un
único camino, que hubo tensiones, desacuerdos, propuestas que aún hoy desafían
la imaginación política. Belgrano y San Martín lo sabían. La independencia era
el primer paso, no la llegada. Lo difícil venía después: construir una patria
justa, soberana, plural. Esa tarea ‒la más importante— todavía está pendiente.