La
vocación subversiva…
Gelman trató de configurar una visión de la poesía como
respuesta a la historia. Foto: Cedoc.
El
poeta argentino nacido en 1930 y considerado uno de los autores más destacados
del habla hispana murió el martes en el Distrito Federal de México, donde
residía desde hacía veinte años. El poeta ensayista mexicano José Homero traza
un periplo de este poeta nacional.
Desde
su primer libro, Violín y otras cuestiones (1956), Juan Gelman aportó una
perspectiva inédita en la poesía de expresión castellana: el punto de vista del
transeúnte, del habitante de las ciudades. “Mi alma se vestía de lentos
adoquines”.
Uno de sus poemas más celebrados, El caballo de la calesita, comenzaba con un
cuarteto endecasílabo que imbricaba la música de la calle con la música del
tango: “Aire de plaza, ruido de tranvía./ (Galopando una música de tango/ gira
el caballo de la calesita)./ Trajín, ciudad y tarde buenos aires.”
En
una época en que se discutía no la inserción de la poesía en la historia
–reclamo romántico– sino la inserción de la historia en la poesía, Gelman, sin
soslayar su ideología ni su cariz militante, elegía una visión a nivel de
calle. No la ajenidad del poeta heredero de los cúmulos románticos que busca
salir de la historia mimando un mito, tampoco la del convencido de que hay una
ruta con la revolución de corolario. Diríase que, pese a su vocación subversiva,
Gelman nunca aceptó que la historia definiera al hombre. Porque, ante todo, el
surgimiento de la historia es el planteamiento de un desarrollo en el que la
Razón –con mayúsculas hegelianas– habrá de imponerse. Y lo que es inherente a
esta voz, desde sus poemas con poética titubeante, es la dimensión humana, la
interrogación de los objetos en su ser y la atribución metonímica de las cosas
como espacios para el cuestionamiento; rasgo que derivaría en sello único.
Poesía
que en la cuestión establece su cimiento pues antes que las respuestas es
preciso formular las preguntas. Poesía donde la contrariedad se disuelve, del
mismo modo que esta poesía urbana es a un tiempo poesía de la naturaleza, pues
esas calles de música ululante proliferan proletarias de crepúsculos, pájaros,
violines. Calles donde los vestigios de su naturaleza otra se aposenta:
pájaros, crepúsculos, árboles. Voces esdrújulas para echar al vuelo el bronce
sordo de la gramática. Poesía donde el poeta es la suma de las cosas y ya
memoria; donde los objetos no se enumeran como objetos ajenos sino como
elementos constitutivos del yo: “Un pájaro vivía en mí./ Una flor viajaba en mi
sangre”. Y: “Me duele un abedul lleno de cielo/ que en mi recuerdo recogí en el
campo”.
De
ahí que frente a la crítica académica que delimita etapas en la poesía de
Gelman trazando correspondencias con las peripecias vitales, recuerde que la
compleja relación con la historia y la posterior concepción de la poesía en su
filiación hermenéutica no comienzan a partir del exilio sino desde su piedra
fundacional. El estilo, la dicción no es la misma, pero sí la intuición. Aun
los rasgos de lo que podríamos llamar “la poética Gelman” ya están aquí:
neologismos, diminutivos, conciencia de que escribir poesía es un acto de
resquebrajamiento. Si para Heidegger, en su lectura del Hölderlin –al que
también recuerda Gelman–, la palabra poética acusa un quebrantamiento, en el
ejercicio del porteño se transforma en resquebrajamiento.
La
obra de Gelman es un recorrido para configurar una visión de la poesía como
respuesta a la historia, no en la isotopía de una salida, una trascendencia o
una superación, sino como un proceso dialéctico que a partir de los
acontecimientos instaura una visión. O una versión. La experiencia y no el
idilio convierte a Gelman en hermeneuta. Y por ello su visión es más profunda
que la de los poetas cuyo refugio mitográfico no alcanzó la sima de la
experiencia y por ende la cima menos.
No
es casual que en la recepción de los más importantes premios literarios que mereció
–el Nacional de Poesía, el Reina Sofía y el Cervantes– se concentre en la
concepción de la poesía como aletheia, fuente de verdad. Resalto la referencia
en cada discurso a los griegos y también a la condición de develamiento, de
desarrollo, de potencia que conserva la palabra poética. Dice en el discurso
con que aceptó el Nacional de Poesía: “Para los atenienses de hace veinticinco
siglos el antónimo de olvido no era memoria, era verdad. La verdad de la
memoria en la memoria de la verdad. Las dos son formas de la poesía extrema,
esa que siempre insiste en develar enigmas velándolos”.
Lo
que se omite es que para los griegos, cuya configuración se asienta en el
ciclo, como demostrara Kostas Papaioannou en el bello libro La consagración de
la historia, la razón no admite interpretaciones, lo que se interpreta es
aquello que permanece en la sombra. Y es justamente ese conocimiento, agónico y
agonista, lo que atrae la atención del poeta. Nos enfrentamos, pues, a una
condición de la verdad que nada tiene que ver con la condición teorética del
razonamiento. La verdad, el concepto de verdad que ofrece la palabra poética,
es entonces un acercamiento no a la razón sino a lo que nos constituye, lo que
une al hombre con los seres y los convierte en río: la función de la poesía.
Ya
se ha asentado la relación entre Gelman y el misticismo. El mismo remarca el
vínculo justamente en la recepción cervantina. E indica que en su caso la
ausencia se vincula con el exilio –“ la presencia ausente de lo amado, Dios
para ellos, el país del que fui expulsado para mí”. Cabe preguntar sin embargo
si en realidad el exilio no es un trasunto para algo más hondo y cuya oquedad
procede de más allá. Una condición inherente al hombre. Porque si la relación
con la historia de Gelman tiene que ver con la constatación del fracaso de la
lucha guerrillera y el horror de los crímenes de la dictadura, la conciencia de
que escribe desde la derrota y la resignación de que las pérdidas no serán
paliadas por una revolución cada vez más lejana, su tematización de la ausencia
va más allá de la nostalgia de la tierra patria para convertirse en trasunto de
un exilio esencial. Parte de esa concepción aflora en su hondo, enorme poema
que es Carta a mi madre. ¿Acaso la poesía es el intento de encontrar un camino
que nos reconcilie? Si es así el exilio fundamental es el nacimiento: “¿Por eso
escribo versos?/ ¿para volver al vientre donde toda palabra va a nacer?// ¿Te
reproché todo el tiempo que me expulsaras de vos?/ ¿ése es mi exilio
verdadero?”.
La
singularidad de la poesía de Gelman reside en que su relación con la historia,
como he dicho, es dialéctica. No propone una mitografía ni una recuperación del
papel romántico del poeta. Tampoco plantea la insurrección ni la conversión de
la poesía en vida, aun cuando su héroe, Francisco Urondo, lo asumiera. Lo que
hay de historia en Gelman es el hálito pútrido de la derrota, del fracaso, de
las muertes, de las desapariciones, del exilio, de la nostalgia, de la soledad,
de la alienación, de las extensiones y manifestaciones con que el poder
establece su dominio. Y sin embargo esta caterva de emociones negativas y de
configuración de la orfandad se redime mediante la convicción de que sólo a
través de la palabra poética se combate el mal, que es justamente esa progenie negativa
ya descripta. Gelman necesita del fracaso de los ideales, de la constatación de
la historia no como redención, no como un teatro universal, sino como un
escenario granguiñolesco del horror, para intuir, para comprender, en su
esencial ambigüedad, el carácter educativo, proyectivo que posee la poesía.
La
escritura poética es nuestra Antígona, es la hermana que acompaña al hombre
para recoger el cuerpo despedazado de sus semejantes y perpetuar no sólo el
monumento que asienta la comisión del crimen, sino también los oficios y
rituales que demuestran que el muerto es un ciudadano. “Y los hombres no han
logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto”, recordaba
Gelman en su discurso de recepción del Premio Cervantes.
La
poesía habla al ser humano no como ser hecho, sino por hacer, le descubre
espacios interiores que ignoraba tener y que por eso no tenía… Nombra lo que la
esperaba oculto en el fondo de los tiempos y es memoria de lo no sucedido
todavía.
La universalidad y vigencia de la poesía de Gelman no concluye aquí. Su obra
entraña una poética campesina que va más allá de la condición urbana que la
distingue. La memoria no se limita a ser la relación de los hechos y las
circunstancias personales sino que se enlaza con la genealogía. Por eso la
importancia de los poemas a los padres, en especial ese conmovedor y
extraordinario kaddish por la madre muerta –Carta a mi madre–. Con todo, la
memoria no concluye con la genealogía. La memoria es también concepción y sobre
todo potenciación. Heidegger vio en los zapatones viejos de Van Gogh una
poética de la tierra, una enunciación donde confluye la naturaleza con la
acción humana. El objeto que cifra la poética terrestre, o mejor dicho radical,
en su carácter de raíz, de enraizamiento, de comunicación con lo profundo, y de
ahí las potencias de las sombras que han de aflorar en luz, es la cuchara.
¿Hemos reparado en la presencia de la cuchara en la obra de Gelman? La cuchara
está presente desde el primer libro (“De llorar a raíz de la cebolla/ y de reír
a punto en la cuchara”) y continúa su recorrido hasta aflorar nítidamente en
esa especie de sentencia presocrática que indica que la cuchara permite sopesar
la nada.
Por
ello, a partir de la relación y catálogo de objetos cotidianos, nimios, el poeta
contempla el vacío como punto genésico.
No
quisiera cerrar este recorrido por la obra de Gelman sin concluir que si bien
la poesía es memoria y testimonio de la vida del hombre en la tierra, también
es nuestra peculiar forma de gozo. Conmueve y zozobra que un poeta con una vida
tan dolorosa, que sufrió el distanciamiento con su madre –relación difícil como
es con frecuencia, ay, la de nosotros con nuestra madre–, que sufrió la muerte
de aquel hijo a quien quería proteger de la desdicha desde la cuna y que no
olvidó nunca a los amigos –Paco, Rodolfo, Haroldo– sea también uno de los
poetas que más enaltece el gozo, el disfrute del canto.
Queda
entonces esa lección: la palabra poética “continúa desde el fondo de los siglos
como nuestra belleza posible” y es también la alegría, el temblor fundacional.
“El canto, pese a todo es gozo./ Oigame amigo,/ cambio sueños y música y
versos/ por una pica, pala y carretilla./ Con una condición:/ déjeme un poco/
de este maldito gozo de cantar”.
Acotaría: si la poesía es gozo es porque el poeta, primordialmente, recupera al niño. Sólo la condición niño permite esa poética menor atenta a las cosas pequeñas, a la nimiedad, que es la esencia de la tierra.
Acotaría: si la poesía es gozo es porque el poeta, primordialmente, recupera al niño. Sólo la condición niño permite esa poética menor atenta a las cosas pequeñas, a la nimiedad, que es la esencia de la tierra.
“Un
niño es de carne, hueso, pelo enrulado o no y muchas preguntas./ Pero sobre
todo tiene una substancia, un soplo, material, espiritual/ químico, físico o yo
qué sé que despierta poderosamente la ternura./ Se preocupa mucho por las
cosas más pequeñas. Canta y ríe/ fácilmente. Y no le importa ensuciarse las
rodillas.”
El
pasado, la memoria, el olvido
Gelman
comprendió que sólo la memoria, la historia en sí, la evocación de nuestros
muertos, puede combatir el olvido y la desmemoria. Y esta memoria es concitada,
con su carácter percusivo, de ritmo ancestral, por la voz poética. En el cuerpo
de la sociedad despedazada proliferan entonces los ritmos trastrocados, la
sintaxis se subvierte, el ritmo, aquel grácil del soneto y el endecasílabo, se
confunde y se convierte en otro gracias a los tajos de la diagonal, a los
forzados y violentos encabalgamientos y sobre todo a un esencial frotamiento de
la construcción para convertir el poema en una derivación, en un flujo de
memoria. Si en Perlongher afloran los cadáveres que oculta/niega la dictadura,
en los vocablos, en el combate del poeta con la lengua se recuperan y nombran
los desaparecidos, los muertos, los vivos en el lenguaje. Trabajo de memoria
que es también de resistencia contra el olvido.
A
través de la cultura del neologismo, Gelman consigue trascender el
coloquialismo y cierto sentimentalismo presente en el arco que va de sus
primeros poemas a Gotán, para devolver a la escritura una condición de hueso o
huso, donde se tejen desnudez y testimonio de trascendencia.
Pocos
poetas en castellano pueden reclamar para sí haber recogido la lanza de la
pregunta de Theodor W. Adorno: ¿Después de Auschwitz tiene lugar la palabra
poética? Gelman retoma la cuestión y a través de su peculiar Auschwitz, la
dictadura, comprende que el lugar de la poesía es acicate de memoria y
cristalización también de los anhelos del hombre. El lugar del poeta es el del
deseo; y por ello su tiempo enlaza el porvenir con el pasado. En los tiempos de
la poesía el futuro se entronca con el origen y el futuro del hombre, como
quería Nietzsche, es devenir niño. Esta simultaneidad anula la excepcionalidad
de la historia.