No sólo el tren...
Foto: desmotivaciones.es
Lo sucedido en el Once presenta dos grandes bloques
temáticos. El problema, según interpreta el firmante, es que una mayoría de las
opiniones e indignaciones circulantes mezcla esos elementos con una facilidad
nada recomendable. No es extraño: cuando una cuestión es muy compleja y mucho
más si queda envuelta por una tragedia, suele suceder que se recurre a
explicaciones fáciles, demagógicas. Reemplazan lo arduo de pensar con mayor
profundidad, que es todo un trabajo.
Una parte refiere al accidente propiamente dicho. El término
es usado como convencionalismo, porque ya se sabe que no puede definirse como
“accidente” aquello que es o sería prevenible. Acerca de eso, hay unas
preguntas primeras y excluyentes. Si se demostrara que ocurrió una falla humana
con carácter de causa central, ¿cambiaría en algo la observación sobre un
transporte ferroviario de pasajeros virtualmente colapsado? ¿Variaría lo que
debe opinarse y actuarse en torno de un esquema mamarrachesco, que ya ni
siquiera es definible como estatal, privado o mixto? Interrogantes como éstos
son de una obviedad indecorosa, pero resultan convenientes a juzgar por la
ensalada en que incurren funcionarios, directivos de la empresa administradora
(o como quiera que quepa rotularla) y charlatanes varios.
Si falló el conductor
y no los frenos, ¿se acabó la discusión? Eso parecería, porque encima entra en
escena el secretario de Transporte y, en medio del horror, sin aceptar
preguntas, en actitud más propia de un canalla que de un pelotudo, dice que si
la abuelita hubiera tenido pantalones habría sido el abuelito. Por supuesto,
tampoco haría al sentido común que Schiavi se dedicara a abrir juego en torno
de un debate de fondo que incluye a su cargo tanto como lo excede. ¿Qué iba a
decir, justamente por estar tapado de muertos y angustias? ¿Que estaban
evaluando sacarle la concesión a los Cirigliano? No, pero menos que menos
faltarles el respeto al dolor, a la bronca, a la impresión. Es de esperar que
Schiavi tenga los días contados en su puesto. Se requiere un gesto superior,
capaz de mostrarle a la sociedad que no se tolera su dicho pornográfico. Cabe
presumir que de chispas como la suya se nutren combustiones como las del
viernes a la noche. Familiares y amigos del pibe muerto que encontraron recién
ese día convocan a una cadena de oración, y terminan tratando de controlar a un
grupo de exaltados de cantidad irrelevante, pero simbólicos en cuanto al
hartazgo que desnudan las tragedias.
Banquete listo, para gusto de todos los
buitres subidos al drama. Más luego, anuncian que el Gobierno se presenta como
querellante y que se aplicarán las sanciones que pudieran corresponder.
Volviendo, ¿se termina en las sanciones? En el más “satisfactorio” de los
casos, ¿les retiran la licencia y chau? Como dice Mario Wainfeld, la respuesta
judicial es inevitablemente larga, farragosa. Imprescindible, por cierto. Pero
en esto, lo que se necesita ante todo es una contestación política. Nadie
debería pretenderla ahora mismo, que es lo exigido por la chusma de todo color
y pelaje. El planteo no pasa por ahí, sino por si existe la vocación de darla
más temprano que tarde.
Nace allí la segunda parte del asunto. Lo estructural. Y a
tener en cuenta: las tragadas de sapo involucran al conjunto social, desde ya
que en diferentes niveles porque culpa y responsabilidad no son sinónimos. Lo
que subsiste de Estado ausente o mariquita sigue siendo hijo de un menemato que
los argentinos aprobaron con más displicencia que reservas. Y en muchos casos
con entusiasmo, como el de vastos medios y propagandistas militantes de la
orgía privatizadora. Ahora vienen a llorar por ese Estado que se escapó de sus
funciones básicas.
El modelo engendrado en la eclosión de 2001/2002, y parido
por el kirchnerismo, afectó a ese adefesio en unos pedazos significativos. Y en
otros no, sin restarle mérito. Se quiso y pudo volver a mirar para dentro con
comprensión global; teníamos pinta y síntomas concretos de lo que hoy es
Grecia, pero no duró; hubo la quita de deuda más grande la historia; volvimos a
creer en la política y no en los gerentes del mercado como mejor instancia
resolutoria de nuestros dramas. Avanzamos más allá de lo que una mirada de
ortodoxia clasista quiere registrar de un sistema burgués. Y hubo las cosas en
que tal vez se quiso o de las que directamente no se intentó saber porque no se
podía, a raíz de la debilidad con que nació la criatura. Abrir todos los
frentes al mismo tiempo no podía caber en la cabeza de ningún cuerdo. Y uno de
esos frentes que en lugar de abrirse se emparchó fue el del régimen de
transporte.
A medida que el país se recuperaba, se acentuó la garantía de
viajar barato. Si volvía el trabajo, que pudieran llegar todos a sus lugares y
a como diera lugar. No hay de qué arrepentirse porque los subsidios, o lo que
se conoce como ingreso salarial indirecto, sirvieron al propósito de reactivar
la economía. También es objetivo que ese mecanismo fue en desmedro de las
reinversiones necesarias para acompañar la recuperación; pero, si se lo ve con
aquel parámetro del manejo de los tiempos atento a la correlación de fuerzas,
era el huevo o la gallina. No sólo respecto del transporte, sino del grueso de
las prestaciones.
Esa lógica llega a su fin, pero el espanto en el Once no
debe obrar como decreto. Si el criterio fuera ése, se olvidará que en unos
días, no más, el “accidente” y el tema desaparecerán de los medios. Por
empezar, debería convenirse que tener servicios públicos de buena calidad es un
derecho ciudadano y no una aspiración regulable eternamente según los avatares
de la economía. La excepcionalidad ya pasó, si es por eso y por mucho que
amenace la crisis internacional. Excusas habrá siempre, y siempre las sufren
los laburantes. “Sintonía fina” también debería significar que el Gobierno tome
las decisiones de segunda generación, porque de lo contrario el “modelo” se
habrá consumido en el enunciado y práctica de las primeras: obra pública,
inclusión social creciente para saltar del infierno al purgatorio, apuesta por
el mercado interno, recueste en la región latinoamericana, etcétera.
Si lo
proyectual no se dinamiza, las masas no se caracterizan por la paciencia y son
susceptibles de caer en manos de sus verdugos una y otra vez. Hace falta
renovar utopías, para decirlo simplota pero entendiblemente, y una de ellas
bien debe ser que el Estado recupere por completo sus resortes estratégicos.
¿Qué sentido tiene continuar con el esperpento, otrora comprensible, de
subsidiar a hombres de negocios que transforman en negociados las políticas
públicas? ¿En qué sería peor, a esta altura, un Estado que administre derecho
viejo las herramientas de necesidad popular? Con responsabilidad y en forma
progresiva, naturalmente.
No estamos hablando de manotazos oratorio-solanistas.
Ni de denuncismos vacíos que pierden de vista lo imperioso de estar cubiertos por
el instrumento político más apto. Estamos diciendo, sí, que en un escenario
turbulento, riesgoso, es mejor jugarse a las virtudes y errores de un
estatalismo progresista que a los seguros desmadres del lucro como único fin.
Fue en sus etapas de fragilidad cuando este gobierno demostró que tuvo lo que
había que tener. La ley de medios audiovisuales, de acuerdo con la potencia del
contrincante y sin perjuicio de las deficiencias que hay en su implementación,
es uno de los claros exponentes. ¿Va a achicarse con el 54 por ciento de los
votos en rango flamante y una oposición reducida a las desprestigiadísimas
tropas mediáticas?
Hay que ir por más, por aquello del nunca menos.
© Escrito por Eduardo Aliverti y publicado por el Diario Página/12
de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el lunes 27 de Febrero de 2012.