Parte I.
Zona Malvinas... Los vuelos secretos para buscar
armamento en Israel y Libia...
Fin del pacto. Los
siete protagonistas de la “Operación Aerolíneas”: Gezio Bresciani, Ramón Arce,
Leopoldo Arias, Juan Carlos Ardalla, Jorge Prelooker, Mario Bernard y Luis
Cuniberti.
En plena guerra, un grupo de
pilotos civiles de Aerolíneas voló a Medio Oriente para regresar con los
aviones repletos de armas. Por primera vez, estos héroes anónimos cuentan en
detalle la odisea.
Video Fin del pacto
En “sigilosa” significa que el
equipo de radio debía estar apagado, y también las luces: el avión no podía ser
una estela en el cielo, sino un fantasma . Durante el vuelo, además, cuando
resultara inevitable entrar en la frecuencia de los radares de control, era
conveniente mentir posiciones. Los satélites de la OTAN y los aceitados
servicios de inteligencia de casi todo Occidente barrían el Océano Atlántico y
para los británicos todo el océano era zona de guerra. Esto quería decir que
cualquier elemento sospechoso podía ser interceptado o derribado . Como no eran
hombres de la Fuerza Aérea preparados para entrar en combate, la posibilidad de
morir en medio de la misión los inquietaba y, por supuesto, representaba una
novedad.
Es lógico: iban por las nubes
cargados de armas.
Cuando fueron convocados para
llevar adelante esta tarea, Gezio Bresciani, Luis Cuniberti, Leopoldo Arias,
Ramón Arce, Mario Bernard, Juan Carlos Ardalla y Jorge Prelooker eran los
pilotos civiles de la flota Boeing 707 de Aerolíneas Argentinas . Hombres dichosos
en tiempos dorados de la aviación comercial, nacidos con la línea de bandera y
apasionados por su trabajo, que consistía en cruzar el mundo trasladando
pasajeros y cargas. Pero llegó el 2 de abril de 1982, los militares recuperaron
las Islas Malvinas, la Plaza de Mayo se colmó de fervores patrióticos y desde
los altos mandos del Edificio Cóndor bajó una orden para que los aviones
comerciales –y sus pilotos– se pusieran al servicio del Comando en Jefe de las
Fuerzas Armadas. Hoy, la increíble historia de la “Operación Aerolíneas” , que
se mantuvo en secreto durante 30 años, es contada aquí por primera vez y de la
mano de sus protagonistas. Es el resultado de una investigación de más de dos
meses de trabajo, cotejando datos, buceando en archivos y desgrabando
entrevistas.
Los fueron llamando de a uno. Les
dijeron que los necesitaban y ellos aceptaron aún sin saber a dónde tenían que
ir y qué tenían que hacer. Ahora comienzan a recordarlo: desanudan lentamente
un pacto de silencio sellado en 1982 . “Cuando alguien te dice que tu país está
en guerra y que podés ayudar de alguna forma no te detenés a pensarlo
demasiado. Eso sentimos nosotros: que teníamos que ayudar”, dice Bresciani, 71
años, la mirada franca, el cielo todavía en los ojos. Después los anoticiaron,
pero sólo a medias: había que realizar una serie de viajes hacia naciones
remotas en busca de armas para el país.
Fueron dos vuelos a Tel Aviv,
cuatro a Trípoli y uno a Sudáfrica , que debió ser abortado en pleno trayecto
porque al parecer los militares argentinos no cerraron el negocio con el
traficante de armas (Diego Palleros, según fuentes consultadas para esta
investigación). Los viajes se realizaron entre el 7 de abril y el 9 de junio de
1982 . Todas las operaciones fueron hechas con aviones Boeing 707 de Aerolíneas
Argentinas, tripulados por civiles y acondicionados para volver a tope:
desmantelado de asientos , en cada partida, el fuselaje de la nave parecía la
garganta seca de un robot.
Confidencial, esa era la palabra.
Implicaba que ni esposas ni hijos ni amigos podían saber que se habían
convertido en el núcleo de una misión secreta para armar a la Argentina en una
guerra que se vislumbraba despareja. Los llamaban a sus casas, les ordenaban
que estuvieran a tal hora en Ezeiza y sólo en los minutos previos a la partida
comenzaban a soltarles la información con cuentagotas. A veces en el despacho
de algún jefe militar. Otras directamente en el avión. En el tercer viaje, por
ejemplo, al piloto Luis Cuniberti, que hoy tiene 76 años, lo hicieron despegar
y una vez en el aire protagonizó el siguiente diálogo con el oficial de
inteligencia que llevaba como enlace: –Bueno, dígame hacia dónde voy.
– A Trípoli.
Las rutas eran Buenos
Aires–Recife–Las Palmas (Islas Canarias)–Trípoli o Tel Aviv. Los aviones
partían con número indicativo falso , como casi toda la documentación legal
presentada. Antes de salir, los pilotos recibían un sobre con viáticos por 40
mil dólares para imprevistos y luego se enfrentaban a una situación inédita.
Eran convocados a la oficina de Fuerza Aérea en Ezeiza, donde dos oficiales los
esperaban para encomendarles una tarea extra. Jorge Prelooker, comandante del
segundo vuelo a Israel, lo cuenta ahora, con cierta gracia, a los 75 años.
Recuerda aquella noche, 10 de abril de 1982. Primero le comunicaron el destino,
Tel Aviv, y luego ocurrió lo siguiente: “Entro, saludo, me presento y de
inmediato uno de ellos, oficial de la Marina, me hace entrega de unos
prismáticos enormes. Yo me quedo medio sorprendido, los agarro y pregunto para
qué eran. Entonces me dice: ‘Mire, ustedes van a volar por el Océano Atlántico
y queremos que se fijen en la medida de lo posible si ven algún tipo de barco
de guerra’. Le pregunto cuáles, cómo, y acto seguido este hombre despliega una
lámina con las siluetas de los tipos de buques dibujados como en la batalla
naval. Nos pareció insólito porque es imposible que uno pueda reconocer el tipo
de barco desde tan alto, pero durante la vuelta nos vimos obligados a volar más
bajo y vimos buques dejando una estela inmensa en el mar, en rumbo Sur .
Naturalmente, al llegar lo reportamos”.
En el aire era momento de callar.
“Despegábamos, a los pocos minutos apagábamos todos los equipos y a volar en
silencio. Éramos un misil atravesando la oscuridad de los cielos ”, explica
Mario Bernard, entrador, a los 82 años. “Quince minutos antes de aterrizar
abríamos contacto con la terminal que nos tocara y pedíamos autorización”,
agrega. “En Brasil –sigue– se volvía a cargar combustible y nos lanzábamos a
cruzar el océano otra vez en silencio. Por supuesto íbamos escuchando las
comunicaciones en inglés británico, que ocupaban casi todo el espacio radial en
aquella época. El cruce del Atlántico implicaba que pasáramos cerca de la Isla
Ascensión, desde donde se aprovisionaba la flota inglesa y desde donde
despegaban los Vulcan que después bombardeaban Puerto Argentino”.
La pregunta surge sola: a pesar
de los recaudos tomados, los aviones de Aerolíneas eran fácilmente
identificables –como los de cualquier compañía área– y los mismos pilotos
consideran que en el mundo de la aviación se sabía la operación que estaban
efectuando.
¿Por qué entonces no los
derribaron? Prelooker arriesga: “Si nos volteaban nos íbamos al fondo del mar y
nunca se hubiera podido confirmar que llevábamos armas. Además, hubieran
atacados aviones de línea con civiles a bordo, y hubiera desencadenado un
escándalo internacional”, especula.
La gran película, sin embargo,
los esperaba en los países de destino. Un banquete en Israel por tratarse de la
primera vez que un avión de Aerolíneas llegaba a ese país; largas horas en
palacios militares o en bases subterráneas en medio del desierto ; cenas de
recepción con oficiales del régimen libio; hangares secretos colmados de
aviones soviéticos; un teólogo tucumano, especialista en el Corán, que se
presentaba como “El doctor Alberto” y era el hombre que gestionaba el armamento
con los árabes por su conocimiento del idioma; sobresaltos en mitad de la
noche; regalos enviados por Galtieri para Kadafi, que debían ser entregados en
mano; y estadías que se prolongaban, mientras el Boeing iba siendo cargado con
material de grueso calibre por oficiales del Ejército anfitrión.
“Al llegar a Libia nos daban unos
libros de color verde. Después supe que era el libro verde de Kadafi. Estaba en
árabe y en inglés. Y nosotros estábamos ahí, en unas habitaciones, mirando
televisión y esperando novedades. De vez en cuando aparecía el doctor Alberto,
un tipo lenguaraz, que nos decía que la cosa iba bien y se marchaba”, recuerda
Leopoldo Arias.
No conocen en detalle lo que
trajeron, pero entienden que fue mucho: misiles soviéticos, sobre todo, y minas
antitanque y antipersonales , probablemente las mismas que siguen sembradas en
los alrededores de Puerto Argentino. “Los misiles soviéticos eran clave –dice
Cuniberti– porque son de largo alcance y los aviones ingleses, como sabían que
Argentina los tenía, evitaban volar más bajo”.
“Fierros –dice Ramón Arce, hombre
diminuto y de voz delgada–, trajimos fierros de todo tipo. Pero nuestro trabajo
consistía en pilotear los aviones, trasladar el material, los militares no nos
decían nada y nosotros entendíamos que no había que preguntar a menos que
estuviera en riesgo la seguridad del vuelo”.
Arce era el jefe del grupo.
Estaba a cargo de toda la línea Boeing y, como tal, era quien debía convocar a
los pilotos cada vez que surgía un vuelo especial. También organizaba los otros
vuelos, no secretos, que consistieron en transportar tropas de conscriptos a
Río Gallegos y a Comodoro Rivadavia durante todo el tiempo que duró el
conflicto con los ingleses.
Pero Arce fue, sobre todo, quien
condujo el primer vuelo de la serie. El 7 de abril de 1982 despegó a rumbo a
Tel Aviv en un viaje que no implicó mayores problemas porque todavía, a pesar
del vértigo diplomático que comenzaba a dispararse, no había comenzado la
guerra directa. Cuando arribaron al aeropuerto internacional Ben Gurion, una
comitiva mixta de argentinos e israelíes los recibió con honores. “Al fin
llegan –les dijo la representante de Aerolíneas en Israel, una rubia
despampanante de Almagro que se hacía llamar Matsie–, los estábamos esperando”.
Era la primera vez en la historia de Aerolíneas que un avión de su flota
llegaba a Israel. Nadie supo jamás, hasta ahora, que ese avión regresó al país
saturado de armas.
El comandante Juan Carlos Ardalla
aparece en una de las fotos que ilustran esta serie de notas, acomodando una
caja de municiones en el interior del Boeing 707, mientras la nave permanece
estacionada en un hangar de Trípoli. Explicará que se hacía para distribuir el
peso de una manera correcta y evitar que el avión, en pleno vuelo, se fuera de
cola. Ahora tiene 71 años. Es un hombre flaco, espigado y saludable. El tiempo
lo convirtió en un estudioso de la guerra. El resto del grupo lo señala como el
especialista. “De acuerdo a distintos estudios que aparecieron después de la
guerra, estimo que el 30% de las armas que trajimos llegó a las islas. Pero no
sabemos qué sucedió con el resto . Nosotros aterrizábamos en Palomar y de
inmediato eran despachados a Río Gallegos con la carga”, explica.
La colaboración de Israel con las
fuerzas armadas argentinas tenía motivaciones económicas y políticas (Ver Los
motivos...).
Pero la presión combinada de
Estados Unidos y Gran Bretaña hizo que la entrega de armamentos israelíes al
régimen militar argentino perdiera regularidad. A pesar de los intentos de Tel
Aviv por mantener a través de terceros el comercio de armamentos, los militares
argentinos consideraron que Israel estaba más cerca de Washington y Londres que
de Buenos Aires, y se convencieron de la necesidad de buscar proveedores
alternativos en Trípoli, que se abastecía vía Moscú .
Según diferentes informes de la
época, el 14 de mayo de 1982 la Junta militar resolvió aceptar la colaboración
del régimen de Kadafi y envió una misión ultra secreta a Libia para cerrar el
acuerdo. Diez días después, el presidente Galtieri y el brigadier Mustafá
Muhammad Al Jarrubí, comandante de las Fuerzas Armadas libias, suscribían un
acta que calificaba como “bárbara” la “odiosa agresión imperialista británica”
y anunciaba el envío de las siguientes armas a Argentina:
15 misiles aire-aire
530 de calorías.
5 misiles aire-aire 530 radares.
20 misiles aire-aire 550.
20 motores de misiles aire-aire
550.
20 misiles Istrella lanzador
Kasef.
60 misiles Istrella proyectiles
Maksuf 10 morteros de 60 milímetros con accesorios.
10 morteros de 81 milímetros con
accesorios.
492 proyectiles de mortero de 60
milímetros.
498 proyectiles de 81 milímetros
superexplosivo.
198 proyectiles iluminantes de
morteros de 81 milímetros.
1000 bombas iluminantes de 26,5
milímetros.
50 ametralladores calibre 50
milímetros.
49.500 proyectiles calibre 50
milímetros.
4000 minas antitanque.
5000 minas antipersonales.
El 27 de mayo de 1982, Luis
Cuniberti despegó desde Ezeiza y se enteró en el aire que debía llegar Trípoli.
Iba en busca, sin saberlo, del primero de los cargamentos libios.
Los aviones regresaban con 40
toneladas promedio de material encima, es decir, pasados de peso, obligados a
volar más bajo y con riesgo serio de venirse a pique . Volar a menor altura,
además, hacía que el consumo de combustible fuera mayor, razón por la cual
tuvieron que realizar escalas excepcionales.
Prelooker, Cuniberti y Arias recuerdan
paradas en los aeropuertos de Las Palmas, Recife y Río de Janeiro cargados de
bombas hasta la trompa y cómo custodiaban la puerta para evitar que nadie ajeno
entrara a la nave: eran paradas de alto riesgo, por fortuna anecdóticas, junto
a aviones repletos de pasajeros. “Durante el tiempo que duró esta misión –dice
el comandante–, nos vimos obligados a no respetar prácticamente ninguna de las
convenciones formales ni los códigos de seguridad de la aviación
aerocomercial”.
Lo que sí respetaron fue su
propio silencio, la orden de no decir ni revelar nada a nadie. Naturalizaron
los sucesos vividos y siguieron adelante con su trabajo en los años posteriores
a la guerra hasta que se jubilaron en los tempranos ‘90. En todo este tiempo,
ley de vida, muchos de los tripulantes que los acompañaron fueron muriendo.
Otros que también participaron en la “Operación Aerolíneas”, cuyos nombres se
preservan, se alejaron con el secreto a cuestas. El Estado Nacional, en tanto,
los reconoció como “veteranos de guerra” y les otorgó diferentes
condecoraciones por la misión patriótica cumplida. Pero los hechos siguieron
sin ser revelados. Era un hueco en este episodio trágico de la guerra de
Malvinas: un espacio vacío que comienza a llenarse ahora.
© Escrito por Gonzalo Sánchez y
publicado en el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en domingo
19 de Febrero de 2012.
La compra de armas durante la
guerra por las Malvinas...
Sobre la compra de armas durante
la guerra de Malvinas se ha escrito y conjeturado mucho más de lo que, en
verdad, se sabe . Fue un conflicto de otro tiempo. Una colonia británica
perdida en el Atlántico Sur, desconocida por los habitantes del Reino Unido.
Los isleños dependían entonces -1982- de la relación con Argentina : vuelos,
hospitales, colegios secundarios, gas y maestros de español. Eran ciudadanos de
segunda hasta que, luego de la derrota argentina, Margaret Thatcher les
concedió la ciudadanía británica . Comenzó otra historia.
Aquellos eran los tiempos de la
guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Los militares que
ocupaban el poder en Argentina eran rabiosamente anticomunistas y
pronorteamericanos . Trabajaban con la CIA en Centroamérica apoyando a la
contra somocista, y asesoraban sobre secuestros, torturas y contrainsurgencia .
Esa alianza, pensaban, evitaría que Washington se inclinara por Gran Bretaña
cuando desembarcaran en Malvinas. Esa hipótesis fue desastrosa.
Ocurrió todo lo contrario :
Reagan apoyó a Thatcher y, se sabe, aún antes que la mediación de Alexander
Haig colapsara, el Pentágono ya suministraba armamento para la flota que
navegaba hacia las islas Malvinas.
Ocurrió, entonces, que los
militares anticomunistas argentinos se volcaron hacia cualquier fuente de
aprovisionamiento de armas , bloqueados por la solidaridad con Londres de la
mayoría de los países proveedores de ese material.
Ese brusco cambio obligó a buscar
proveedores. Perú aportó aviones Mirages (después Argentina “pagó” esa ayuda
vendiéndole armas a Ecuador) y hubo compras en el mercado negro .
Esas negociaciones, es obvio,
tuvieron que evitar al servicio de inteligencia británico y a otros servicios
similares de países de la OTAN , además de la vigilancia siempre cercana de los
americanos. Alguna operación fue bloqueada y hasta hubo agentes dobles metidos
en el asunto.
En esa búsqueda desesperada, se
recurrió a fuentes de aprovisionamiento que, poco antes, f ormaban parte de la
“conjura antiargentina” . Entre ellos, Libia, gobernada por Muammar Kadafi, por
entonces un líder tercermundista y promotor de actos terroristas en los países
que consideraba enemigos de su causa.
Por primera vez, quienes
participaron de los vuelos secretos para traer armamento a la Argentina rompen
el silencio y cuentan detalles de aquella operación que se mantuvo oculta por
treinta años Se trata de un documento excepcional de Gonzalo Sánchez , uno de
los editores de la redacción de Clarín , que dialogó con los pilotos de los
aviones de carga y obtuvo testimonios reveladores.
Es un trabajo periodístico de
calidad que alumbra esos días de tragedia.
© Escrito por Ricardo Kirschbaum
Editor General de Clarín y publicado en el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en domingo
19 de Febrero de 2012.
El reclutamiento y el primer
viaje con destino a Tel Aviv...
Fue una rubia descollante lo primero que vio el
piloto Ramón Arce al bajar del Boeing 707 de Aerolíneas Argentinas en el
aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv el 7 de abril de 1982. Era oficial radarista
de la Fuerza Aérea, judía y de Almagro. Tenía treintaypico, le decían Matsie:
–Al fin llegan –los recibió–, los estábamos esperando.
El comandante agradeció y quedó a disposición del
operativo, junto al resto de la tripulación. Esperó precisiones, mientras lo
invitaban con una copa de vino. Era la primera vez que un avión de la línea de
bandera aterrizaba en Israel, y hubo banquetes, a pesar de que el objetivo del
viaje no era trasladar pasajeros, sino regresar al país con la nave colmada de
bombas.
La operación secreta aún no se había formalizado,
pero el vuelo AR 1418 inauguraba la saga de viajes confidenciales a Medio
Oriente. Pocos días atrás se lo habían comunicado al propio Arce, en aquella
época jefe de la línea Boeing. “Las órdenes llegaban al presidente de la
compañía, el doctor Juan Carlos Pellegrini, y él hablaba con nosotros. Después
había otro hombre, muy educado, el Brigadier Enrique Valenzuela, jefe de la
Brigada Aérea del Palomar, que nos puntualizaba la misión. Se nos pidió que
iniciáramos contacto con aquellos empleados que estuvieran dispuestos a ayudar.
La aceptación fue total.
El equipo de
mantenimiento acondicionó los aviones, quitando los asientos del fuselaje. En
tiempo récord, las naves estaban listas para salir”, recuerda Arce, 76 años, la
voz breve. Se ayuda con una agenda Meridiano del año 1982, bien conservada,
donde guarda registro de todo.
A Tel Aviv, le dijeron. “Éramos cuatro pilotos
–cuenta Arce–, dos mecánicos de a bordo, un comisario y tres suboficiales del
Ejército. Los militares no hablaban con nosotros, pero estaba claro que eran
los enlaces con Israel. No te digo que al llegar había una fiesta, pero casi.
Estaba esta chica, Matsie, junto a un comité de personas. Luego nos trasladaron
a un hotel, mientras que los militares se iban a ocupar de que se cargara el avión.
Dormimos pocas horas y a las nueve de la mañana, ya estábamos en la base,
listos para volver”.
Ahora, de día, podían ver aquello que la noche
había ocultado. El avión de Aerolíneas había quedado estacionado en unos
hangares bajo tierra, repletos de aviones, donde terminaban de cargarlo y
acondicionarlo para partir. “Cuando subimos –dice Arce– el fuselaje estaba
lleno de fierros, pero también había camperas y turbinas de aviones Dagger (la
versión israelí del Mirage). Había que esperar a que se abriera una compuerta y
la nave salía a una pista vacía. A pesar del exceso de peso, la vuelta fue
normal. En Palomar se descargaron los fierros y se despacharon al Sur. La
misión ya no se detuvo”.
Efectivamente, la operación adquirió su carácter
formal cuando el piloto regresó a Buenos Aires. La agenda de Arce es clave.
Pisó suelo argentino el 9 de abril y un día después, en el mismo momento en que
salía el segundo vuelo a Israel, fue citado a una reunión con el presidente de
Aerolíneas. “Pellegrini me dijo: ‘Muchachos el país los necesita, así que
adelante’. Eso venía acompañado, por ejemplo, de que no habría seguros de vuelo
ni nada”.
Arce salió de la reunión movilizado. “Yo recuerdo
la algarabía de la calle –dice–, la gente en la Plaza, los ánimos patrióticos y
mi sensación de amargura porque comenzaba a entender que se venía una guerra”.
El frío anunciaba el comienzo de los días crudos. Aquella noche de vísperas de
Pascua, al llegar a su casa, el comandante tomó su agenda y anotó: “Sábado de
gloria. Sin cobertura de seguro. Deseo de suerte en la tarea”.
© Escrito por Gonzalo Sánchez y
publicado en el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en domingo
19 de Febrero de 2012.
Los motivos ocultos del auxilio
de Medio Oriente...
¿Por qué ayudaron Libia e Israel,
dos países de signo político diferente? ¿Por qué los militares aceptaron la
colaboración de Kadafi, el mismo hombre que años atrás había brindado
entrenamiento militar a la cúpula de Montoneros?
En Historia General de la
Relaciones Exteriores Argentinas, el sociólogo Carlos Escudé y el ex
vicecanciller Andrés Cisneros sostienen que un elemento clave de las relaciones
entre la Argentina e Israel fue históricamente la venta de armas: “Israel
proporcionó a la Argentina los Dagger y los cohetes Gabriel que fueron
utilizados en la guerra de las Malvinas”, aseguran. Y el comandante Jorge
Prelooker lo confirma: “De regreso del segundo vuelo a Tel Aviv recuerdo que
trajimos tres turbinas de aviones Dagger, además de cohetes y cinco toneladas
de camperas de pluma”.
Pero es concreto que por presión
de Estados Unidos y Gran Bretaña, Israel cerró ese canal de comercio. El 10 de
mayo de 1982, The New York Times publica la versión, citando fuentes de la
OTAN, de que el gobierno argentino, asfixiado por el bloqueo occidental, estaba
buscando armas en los países de Medio Oriente, territorios fértiles del tráfico
ilegal.
Cuatro días después, la Junta
Militar decidió aceptar un ofrecimiento de Muammar Kadafi, abastecido de armas
vía Moscú. Los dos regímenes suscribieron un acuerdo a partir del cual se
iniciaba el envío de material en aviones de Aerolíneas. El acta calificaba como
“bárbara” la “odiosa agresión imperialista británica”.
© Publicado en el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en domingo
19 de Febrero de 2012.
Parte II.
Malvinas: Aterrizajes clandestinos en Israel para traer armas y bombas…
Tripulación. El piloto Prelooker (segundo desde la izquierda) y sus
compañeros, en 1982, en uno de los vuelos habituales de Aerolíneas Argentinas.
La primera etapa de la Operación Aerolíneas, un secreto guardado
durante 30 años.
Las misiones se originaban a
través del jefe de la Primera Brigada Aérea de Palomar. Luego, sobre el filo de
la partida, se informaba el destino al comandante designado, previa entrega de
un sobre con 40 mil dólares para utilizar en caso de imprevistos. Las rutas
eran Buenos Aires-Recife- Las Palmas-Tel Aviv o Trípoli. La consigna era volar
con luces apagadas y en silencio de radio. Sólo media hora antes de cada
aterrizaje, los pilotos abrían la frecuencia para pedir las autorizaciones
correspondientes: iban a buscar armamento para la guerra.
Así, durante casi dos meses,
entre abril y junio de 1982, una cuadrilla de empleados civiles de Aerolíneas
Argentinas llevó adelante un operativo secreto para traer armas al país desde
Israel y Libia . Siete pilotos que participaron de la misión lo cuentan ahora,
a 30 años, por primera vez, en esta investigación de Clarín que empezó a
publicarse en la edición de ayer, con el relato del primer vuelo a Tel Aviv.
Es 9 de abril de 1982. Jorge
Prelooker recibe un llamado telefónico en su casa de Villa Devoto. Le piden que
se presente en Ezeiza por la noche. Tiene un vuelo “especial” . No le dicen a
dónde. Supone un viaje a Río Gallegos. En la radio, buenas noticias: se vive un
rebrote patriótico por la recuperación de las islas. Los analistas sostienen
que la posibilidad no puede ser mejor para un gobierno de facto desgastado,
acusado de violaciones a los derechos humanos, con una economía quebrada y un
escenario creciente de reclamos sindicales en todo el país. La aventura de la
reconquista territorial renueva el proyecto militar de entregar el poder a un
gobierno democrático recién en 1990.
A las once de la noche, Prelooker
se encuentra con el resto de la tripulación en Ezeiza. Son cuatro comandantes,
dos navegantes y un comisario de a bordo. En la oficina de operaciones, se
enteran que su vuelo está despachado a Tel Aviv. “Aerolíneas no tenía en esta
época servicio regular a Israel –cuenta Prelooker–, quizás por eso el avión
operó con indicativo falso: fue el vuelo AR1440/1”, dice el comandante, sereno,
como un docente.
Prelooker y los otros tres
pilotos son convocados a la oficina del jefe de base, donde los reciben un
oficial de la Marina y otro de la Fuerza Aérea. “Nos entregan unos prismáticos
–recuerda– y nos dicen: ‘Miren, ustedes van a volar por el Atlántico y queremos
que se fijen si ven alguno de estos tipos de buques de guerra’ . A continuación
despliega una lámina con las siluetas de los tipos de barcos dibujados. Nos
pareció insólito porque es imposible que uno pueda reconocer un barco desde tan
alto, pero durante la vuelta volamos más bajo, vimos barcos y al llegar lo
reportamos”.
Prelooker recibe la ruta y
comprueba que no volarán en línea recta. La orden es evitar África. “Nos
explicaron que, dado el destino, ningún país africano autorizará que volemos
por su espacio aéreo”, dice.
El Boeing 707 parte de Ezeiza a
las 0.40 del 10 de abril, cargado con tres turbinas Dagger que deben ser
reparadas en destino. Ese mismo día llegará a Buenos Aires el Secretario de
Estado norteamericano, Alexander Haig, para intentar convencer al general
Leopoldo Galtieri de que retire a las tropas que habían desembarcado en las
islas Malvinas, a cambio de iniciar una mesa de diálogo.
Ajenos a esto, Prelooker y los
suyos protagonizan un vuelo sin sobresaltos. Aterrizan en Canarias, cargan
combustible, siguen rumbo a Israel. “De Canarias –recuerda Prelooker– volamos
al sur de España y encaramos por el Mediterráneo hasta Cerdeña. Sobrevolamos el
taco de la bota de Italia, Creta y entramos en la zona de control del radar de
Chipre, que en ese momento era un protectorado británico . Nos preguntaron de
qué línea éramos… Aerolíneas Argentinas, qué íbamos a decir”.
El comandante sigue: “Llegamos a
Israel y nos hicieron carretear por una calle oscura . Nos pidieron que
cortemos motores y apaguemos las luces. Noche cerrada. Quedamos detenidos sin
ver nada. Al cabo de unos minutos, sentimos que se engancha un tractor a la
nariz del avión y nos comienza a remolcar en la oscuridad, unos veinte
kilómetros. Se detiene, nos piden por interfono aplicar freno, abrir puertas y
descender. Bajamos a una pista iluminada sólo por las luces del tractor. Nos
suben en un micro y hacemos un viaje de 40 minutos hasta un motelito en el
medio del campo”.
Se repartieron en habitaciones,
se asearon, volvieron a reunirse para intentar comer algo. Habían probado
bocado por última vez en Canarias, diez horas antes. Estaban famélicos.
Terminaron comiendo los pocos restos de sandwichitos de miga que uno de los
ingenieros de vuelo, previsor, se tomó el trabajo de bajar. “Con eso tiramos
–cuenta Prelooker– y nos fuimos a dormir”.
Cinco horas después, a las 9
a.m., les avisaron que el avión estaría listo para partir en dos horas. Una
mañana diáfana. Al despertar, confirmaron que el hotel estaba rodeado de
terrenos cultivados y casas modestas. “Nos llevaron otra vez al aeropuerto
–retoma Prelooker–, a través de un camino con eucaliptus enormes a cada lado.
El avión estaba en medio de una plataforma de 200 metros de largo por 100 de
ancho. Aparentemente era el principal centro de mantenimiento de la Fuerza
Aérea israelí. Era imposible verlo de afuera. La representante de Aerolíneas nos
informó que el avión estaba cargado con unas turbinas y que el resto eran cajas
con minas antitanque y antipersonales.
” En ese momento, uno de los
integrantes del vuelo sacó una cámara de fotos y se le fueron encima tres
militares. “ Esto es una base secreta ”, le explicaron. Los argentinos
recibieron el avión con combustible para llegar a Canarias. Pero cuando estaban
por salir, volvieron a detenerlos: había aparecido carga de último momento.
“Eran camperas –explica Prelooker–, pero no eran pocas. Se cargó todo el
espacio que quedaba del avión con esas camperas, que pesaban unas cinco
toneladas. Naturalmente, volaríamos excedidos de peso.” Despegaron. Llegaron a
Canarias. “Allí –continúa– recibo un mensaje en el que me piden que trate de
evitar la escala de Brasil. Ahora levantar vuelo fue muy complicado. Tardamos
mucho en hacer girar al avión. Quedamos volando bajo y consumiendo mucho más
combustible.” A pesar de todo, el vuelo fue normal. En el tramo entre Canarias
y Cabo Verde, divisaron tres barcos importantes. Estaban pintados de gris y
dejaban “unas estelas infernales” en el mar.
Avanzaban al Sur . En los días
previos a la guerra, los niveles de operatividad de las Fuerzas Armadas, sobre
todo en lo referido a servicios de inteligencia, eran verdaderamente básicos.
El episodio de los binoculares es una muestra de ello. Pero más allá de eso,
este hecho protagonizado por Prelooker durante la tarde del 11 de abril de 1982
podría tratarse de la primera certeza que el Gobierno argentino recibía sobre el
avance de la flota inglesa hacia las islas . El libro Malvinas, la trama
secreta , sin embargo, documenta como primera certificación la realizada por un
Boeing 707 destinado a Cabo Frío, Brasil, que al ser interceptado por un avión
Harrier debió desistir de su objetivo.
A pesar del esfuerzo, Prelooker
no consiguió llegar a Buenos Aires. “Por el consumo que estaba haciendo el
avión, tuvimos que hacer escala en Río de Janeiro. Pedimos autorización,
declaramos que éramos carguero y nos dieron una posición separada de las líneas
de pasajeros. Cargamos combustible. Nadie preguntó nada. Y nos fuimos.” El 12
de abril a las 23.20, el segundo vuelo de la misión aterrizó en la base aérea
del Palomar, casi 71 horas después de haber partido. “Por supuesto –concluye
Prelooker– no se cumplió con ninguno de los tiempos para descanso y trabajo que
establecen nuestros manuales de seguridad. Pero sabíamos que estábamos siendo
parte de un hecho excepcional. Es todo cuanto recuerdo.” El 2 de mayo, la
guerra ya era una realidad. Y la Argentina lamentaba el hundimiento del crucero
General Belgrano. Ese día, el comandante Gezio Bresciani fue convocado para
volar, en otro vuelo secreto, a Ciudad del Cabo. Le dijeron, además, que antes
de despegar le darían un password que nunca llegó.
“Estuve en Ezeiza a las cinco de
la mañana del 3 de mayo –recuerda Bresciani– y sólo había un mensaje: que por
favor llamara a tal teléfono, que me iba a dar la clave antes de partir.
Discaba y no atendía nadie. Finalmente, me ordenaron que me fuera al avión, que
el password me lo darían durante el vuelo. Empezamos mal: las comunicaciones
aéreas en esa época no eran fáciles. De todos modos, no quedaba claro para qué
era esa clave” Bresciani continúa: “Las indicaciones eran que yo despegaba a
las 6 a.m., no me comunicaba con nadie, ni siquiera con la torre, y me iba a
Sudáfrica”. El 707 comenzó a carretear a la hora señalada, con una tripulación
compuesta por el comandante, otros dos pilotos, un navegador, un comisario y un
técnico de vuelo. Era un viaje ida y vuelta, sin descanso. Pero comenzaron los
inconvenientes.
Bresciani recuerda: “Pongo en
marcha el avión, carreteamos y cuando estamos avanzando hacia la pista, la
torre de control dice: ‘Lima, Golf, Papa (la matrícula era LGP), ¿a dónde va?’.
Les pregunto si ellos no tienen alguna instrucción especial para dejarme salir
y me dicen: ‘No, negativo, vuelva a la plataforma’”.
El comandante pegó la vuelta.
Estaba desconcertado. Debió esperar una hora hasta que la situación se
destrabó. Consiguió permiso para partir pero monitoreado por la torre. Volvió a
carretear, despegó sin problemas y cuando por radio le comunicaron que dejaba
de ser controlado, apagó el equipo de comunicación. El vuelo seguiría en
silencio hasta destino.
Bresciani conocía la ruta. Desde
mucho antes de la guerra, la línea 707 de Aerolíneas Argentinas ya volaba a
Sudáfrica. Estabilizó el avión, pasaron la línea de la Isla de Ascención, no
divisaron nada desde el aire (también llevaban prismáticos) y finalmente cambió
de mando para echarse a descansar. Era un día claro y luminoso. Se complicó de
golpe.
“Estaba durmiendo y me despiertan
zamarreándome. Llamaban por frecuencia desde Buenos Aires con la orden de que
pegáramos la vuelta. Del otro lado, en la frecuencia, había un despachante de
aduana, de apellido Cartele, un hombre que fumaba en pipa. Me acuerdo de mí,
sentado, en calzoncillos, en la cabina preguntándole a Cartele si estaba seguro
que había que volver. Me dice sí, positivo, que volviéramos. Era una situación
límite porque si pasábamos el punto de no retorno, ya no podíamos pegar la
vuelta, teníamos que seguir a la próxima escala alternativa.” Pegaron la vuelta a tiempo.
Cinco horas después de haber
partido, luego de adentrarse en el Atlántico unas 1200 millas náuticas, el
avión de Bresciani aterrizó en Ezeiza. “Ese fue el vuelo misterioso. Nunca
nadie nos dijo nada. Era un día después del hundimiento del Belgrano, o sea que
había pleno tráfico militar en el espacio aéreo. Había confusión en las órdenes
. Nada parecía bien organizado”, dice Bresciani, a quien se le había
encomendado estacionar el avión en un hangar militar de Ciudad del Cabo,
esperar que lo cargaran de armas y regresar de inmediato. “Era llamativo,
íbamos a un lugar con gran tradición inglesa, supuestamente a buscar armas. Y yo
me preguntaba, ¿nos van a mandar armas los mismos ingleses?” Es cierto que la
comunidad internacional mantenía en ese momento una suerte de conflicto con
Sudáfrica por la cuestión del Apartheid. Sin embargo, según informes de época,
la dictadura pasaba por alto el tema y mantenía cierta relación con ese país.
Según la información que los pilotos habían recibido, un cargamento de varias
toneladas de armas (por lo menos 200) había sido desviado desde España hacia
Ciudad del Cabo, en una maniobra de tráfico ilegal. El nombre que circulaba
como enlace de toda esa operación con el gobierno argentino era el de un
coronel llamado Diego Palleros. El mismo que años después, en tiempos de Carlos
Menem, plena democracia, iba a ser enlace en la triangulación ilegal de armas a
Croacia y Ecuador. A la Operación Aerolíneas, todavía le quedaban muchas millas
por volar.
© Escrito por Gonzalo Sánchez y
publicado por le Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el lunes
20 de Febrero de 2012.
Parte III.
Malvinas: cuatro exóticos viajes a Libia, esquivando radares de la OTAN...
Postales inéditas. El comandante Jorge Prelooker posa junto a otros
tripulantes de Aerolíneas en 1982.
La última etapa de la Operación Aerolíneas fue la más arriesgada. Los
pilotos ocultaban información, pero eran controlados por otros países en pleno
vuelo. Kadafi entregó armamento a pedido de Galtieri.
Los vuelos a Libia fueron la
etapa crucial de la serie de viajes a Medio Oriente en aviones comerciales de
Aerolíneas Argentinas, para conseguir armamento durante el conflicto por las
Islas Malvinas. La guerra avanzaba con toda crudeza, y por presión de los
Estados Unidos y Gran Bretaña a la dictadura se le volvía imposible conseguir
material bélico en el mercado occidental. Las gestiones para adquirir los
valiosos misiles Exocet en Francia habían fracasado. Era momento de mirar hacia
el lado Este del mundo.
El régimen de Muammar Kadafi y la
Junta Militar cerraron un acuerdo armamentístico el 14 de mayo de 1982, y de
inmediato un grupo de agentes argentinos se instaló en Trípoli para recibir los
aviones de Aerolíneas y comenzar con los despachos de misiles y minas
terrestres, entre otros elementos. A la cabeza, como enlance, se hallaba un
teólogo tucumano especialista en el Corán llamado Eduardo Sarme. Se presentaba
como el “Doctor Alberto” y era el nexo con los libios por la sencilla razón de
que hablaba árabe a la perfección. Algunos años después, en democracia, el
canciller radical Dante Caputo lo señalaría, llanamente, como un traficante de
armas.
El primer vuelo a Libia partió de
Ezeiza a las 22.50 del 27 de mayo. Luis Cuniberti, el comandante a cargo, recuerda
que no supo a dónde viajaba hasta que el Boeing 707 estuvo en el aire. “Antes
de salir –cuenta–, un hombre se presenta como agente de inteligencia de la
Fuerza Aérea. ‘Vuelo con ustedes’, me dice. Le pregunto a dónde. ‘Usted
despegue’, me dice. Despego, estabilizo el avión y le pido directivas. Como
quien dice vamos a Quilmes, suelta: ‘A Trípoli’.”
Hicieron escala en Recife.
Cargaron combustible. Siguieron viaje. Empezaron los problemas.
“Íbamos callados, cuando nos
empezó a llamar el control de Canarias. Insistían, pero la orden era no hablar.
Despierto al agente y le cuento lo que pasa. Me dice que avance sin contestar.
Pero insistían. Tomamos contacto y nos dicen que Marruecos no da autorización
para atravesar su espacio aéreo. Que nos van a interceptar. El de inteligencia
pide que sigamos. Pasamos Canarias y, antes de entrar a Marruecos, veo estelar
dos cazas marroquíes. Chau, se complicó todo. Ahora el de inteligencia tenía
más ganas de volver que nosotros. Me dice que volvamos a Recife. Una locura. Ya
habíamos pasado el punto de no retorno. Le digo: ‘A partir de este momento, yo
asumo la operación total del vuelo’. Aterricé en Canarias. Dos tripulantes
pidieron no seguir participando de la operación. Seis horas y media después,
consigo las autorizaciones para volar a Trípoli.”
El vuelo AR 1410 aterrizó en la
capital libia a las 20.15 del 28 de mayo. El avión fue remolcado hasta un
hangar inmenso donde había cargueros soviéticos de todo tipo y luego a los
tripulantes los trasladaron hasta una base militar subterránea. En ese lugar,
Cuniberti “vio” Malvinas. “Era una sala de operaciones que recibía, a través de
antenas parabólicas información de todo lo que pasaba, especialmente desde
Rusia”, relata el comandante.
En un comedor los esperaba la
elite militar local. Cuniberti siempre tuvo vocación católica. Durante sus años
de piloto, en su maleta de vuelo nunca faltó un brevario con oraciones. Hoy es
diácono. “En el comedor –sigue– me sientan a la derecha del comandante en jefe.
El militar pide permiso, a través del doctor Alberto, que era el intérprete,
para bendecir la mesa por el rito musulmán. Cuando termina le digo si me
permite bendecirla según el rito católico. Casi me cagan a patadas por hacer
algo que estaba fuera de protocolo. Terminó la cena y nos fuimos a dormir.”
El 29 de mayo estaba todo listo
para partir. El avión había sido cargado con misiles soviéticos Sam 6 y 7 y no
quedaba espacio libre. Antes de subir, los libios hicieron formar a la
tripulación y les tomaron fotos. Cuniberti voló a Canarias y luego se lanzó a
cruzar el Atlántico con siete toneladas de exceso. Previa escala en Recife,
arribó a la Brigada Aérea de Palomar a las 12.55 del 29 de mayo, donde fue
recibido con bombos y platillos.
Ahora el mecanismo parecía
aceitado. Ese mismo día, los comandantes Leopoldo Arias, de 48 años, y Juan
Carlos Ardalla, de 42, partieron a Trípoli. La particularidad de este vuelo es
que la estadía en Libia sería más larga. Había un problema: les decían que
Kadafi estaba en el desierto y que para que las armas salieran sólo él podía
dar el OK. “El doctor Alberto era el nexo en Trípoli y estaba muy conectado con
un obispo de Tucumán, con el cual Galtieri tenía mucha afinidad”, agrega Arias.
Arias recuerda otra vez un
banquete. Una mesa grande, militares a cada lado, el sopor del aire. La
bendición de los alimentos, la falta de información. “Nos daban unos libros de
color verde, que después supimos que era el Libro Verde de Kadafi, en árabe y
en inglés. Y estábamos ahí, en nuestras habitaciones, mirando televisión. De a
ratos venía Sarme y nos decía que la cosa iba bien.” Pasaban las horas, se iban
a dormir, se levantaban, no sucedía nada. “Un día viene Sarme, casi llorando de
emoción, me agarra y me dice: ‘Comandante, comandante, lo conseguimos, tenemos las
armas, salimos esta noche.’ No pregunté nada y comencé a prepararme.”
Una de las fotos que ilustran
esta seria de notas muestra al comandante Juan Carlos Ardalla acomodando cajas
de explosivos en el fuselaje del avión, antes de dejar Trípoli. “Cuando comenzó
la carga –recuerda Ardalla– nosotros ayudamos a distribuirla para que la nave
quede balanceada. Estos tipos traían los cajones y nadie pesaba nada. Así que
un poco metimos mano para que el avión no se cayera de cola”. Arias recuerda un
chiste: “Nunca trajimos tantas minas en un avión”. Después, más serio, agrega:
“Volamos por fuera de la aerovía.
O sea, declarábamos una posición, pero estábamos en otra para no ser
detectados, y así pudimos llegar a Brasil”. El vuelo AR 1440 aterrizó cargado
de misiles esa misma mañana en la base aérea de El Palomar. No había tiempo que
perder. Allí esperaba Jorge Prelooker para tomar la posta y llevar el mismo
avión hasta el Sur del país.
El quinto y el sexto vuelo se
cruzaron en el aire. Ahora volaba hacia Trípoli el comandante Gezio Bresciani y
el operativo funcionaba, a pesar de que la rendición argentina estaba cerca.
Esta vez, Bresciani no partió con el avión vacío: tuvo que llevar regalos
especiales de Galtieri para Kadafi (ver Las manzanas...). Al llegar, se encontró
con una sorprendente recepción. “En una de esas aparecen dos autos, con gente
de civil en saco y corbata. Venía, además de un coronel libio, el embajador
argentino en Libia, Sarme y dos tipos más. Nos dicen que podemos bajar del
avión con nuestro equipaje. Bajamos las escaleras, viene el coronel y nos pide
que nos quitemos todo lo que fuera aspecto de aviador. Hacía calor”.
Antes de subir a los autos, Sarme
los saludó:
–Yo soy Alberto –les dijo– vayan
tranquilos, después hablamos.
La tripulación salió de la base
en dos autos por una ruta que atravesaba una zona semidesértica. Las casas eran
todas iguales: cubos de dos niveles, alguna ventana. Llegaron a la periferia de
una ciudad y fueron conducidos hasta una fortaleza de paredes altas. “Era un
aguantadero militar, con una residencia importante dentro. Fuimos llevados por
un pasillo, donde había dormitorios a cada lado. Nos dijeron a tal hora se
come, a tal hora se desayuna, a tal hora se reza. Bajamos a comer. Había un
living grande, donde nos encontramos con el doctor Alberto. Venían mozos, te
servían. Buen servicio, buena vajilla. Nada de alcohol. Un jugo de frutos
intomable. Antes de comenzar, Sarme bendijo la mesa en árabe y luego dijo: ‘Por
favor comandante, bendígala usted’. Me negué cortésmente a hacerlo y todo
siguió adelante con normalidad. Pero no se hablaba de la carga. Al lado de
donde estábamos había una mezquita y esta gente se juntaba rezar dos o tres
veces por día a todo volumen. La primera vez que lo escuchamos estábamos
durmiendo y salimos de las habitaciones exaltados. No estábamos relajados. No
nos decían nada sobre la misión.”
Sarme les dijo que la operación
se estaba demorando porque no llegaban las armas. Dos días completos en ese
lugar. La primera noche les dieron el libro verde de Kadafi. Había también un
televisor pequeño en cada habitación, pero la programación no ofrecía
variantes: sólo pasaban desfiles militares. Un traductor, en los ratos libres,
les enseñaba algo de árabe y a ellos les resultaba entretenido aprender a
escribir su nombre.
Esa misma noche, el embajador
argentino en Libia los invitó a cenar en su casa. Los mandaron a buscar en dos
autos y conocieron Trípoli. La impresión de Bresciani era que lo fastuoso en
aquel lugar estaba relacionado con las construcciones militares o religiosas y
que todo lo demás tenía un aspecto precario. Presenciaron un desfile militar,
al parecer, algo habitual en las calles de aquella ciudad. Llegaron a destino.
“La casa del embajador era una casa de clase media como si te dijera de Villa Martelli.
Nos recibió junto a su esposa y a un militar argentino. La mujer había
preparado arroz con arvejas y había vino porque los diplomáticos iban dos veces
por semana a Roma y les permitían tenerlo en su casa. Nos explicó una serie de
cosas sobre la identidad cultural y nada más. Volvimos al cuartel a dormir, sin
saber todavía nada sobre la carga”.
Al día siguiente, el doctor
Alberto les comunicó que el avión partiría por la tarde. “Cuando llegamos al
aeropuerto, estaba en la mitad de su capacidad porque no habían llegado todas
las armas que se esperaban. La operación no había salido del todo bien. Pero
tenía como novedad dos pasajeros argentinos, un coronel de apellido Caridi y un
mayor de la Fuerza Aérea, el que había llevado Cuniberti en el primer viaje”,
cuenta.
El vuelo AR 1416 despegó desde
Trípoli a las 19.35 del 6 de junio de 1982. El avión sobrevoló el Mediterráneo
y cortó a través de Casablanca. “Seguí volando, pero tuve que mentir posiciones
porque la ruta estaba cargada de tráfico y porque sabíamos que en el Atlántico
la cosa estaba pesada. Luces apagadas, silencio de radio. En la frecuencia
escuchábamos mucha conversación en inglés británico. Llegamos a Recife y ahí
quisieron subir al avión unos militares. Pero no dejamos entrar a nadie. Llegamos
a Palomar a las 11.05 y enseguida supimos que en las islas la mano venía mal”.
Otro cruce aéreo: el mismo 6 de junio, el vuelo AR 1440 con destino final
Trípoli partió de Ezeiza a Recife. “Fue un vuelo perfecto, llegamos a Libia sin
problemas”, recuerda Mario Bernard, el comandante.
En el aeropuerto local los
esperaba Sarme. “Nos recibió –sigue– junto a hombres de Kadafi. Nos dijo que
las armas que Bresciani no había recibido ya habían llegado y nos pidió que un
técnico de vuelo y el comisario se quedaran para controlar la carga. Nos
metieron en unas limusinas negras con vidrios polarizados. El traductor iba
sentado adelante. Y recuerdo que pasamos frente al Palacio de Kadafi y se
detuvieron para mostrárnoslo. El traductor en buen inglés me dijo que Kadafi
estaba orando en el desierto. Recuerdo que era descomunal, todo amurallado. A
lo largo de toda esa muralla había tanques semienterrados en fosas de las que
sólo sobresalían la torreta y el cañón.”
Llegaron a la residencia donde
estarían alojados y fueron recibidos por el embajador argentino en Libia. “Ese
día nos acompañó todo el tiempo. Primero nos llevaron a almorzar. Una mesa
fantástica, donde se comió un cordero y hubo discursos. En el medio de la mesa,
habían diseñado con flores celestes y blancas una bandera argentina. Sarme
decía que Dios y Alá nos habían enviado a pelear contra el demonio y hablaba de
Inglaterra como si fuera Satanás y también me acuerdo que había copitas de
distintos colores y yo pensaba que era vino, pero no: eran como jugos de frutas,
bebidas como esas que venden ahora. Pasamos una tarde tranquila, conversando
con el embajador, que nos hablaba de lo difícil que era estar ahí, por las
diferencias culturales y esas cosas”.
El embajador fue claro. Lo miró
fijo a Bernard y al resto y les advirtió que no podían salir ni siquiera al
jardín. “Nosotros estábamos alojados en una casa militar, con jardines muy
lindos y un palacio llamativo en el centro. Pasamos la noche y al otro día nos
vinieron a buscar y nos encontramos con una sorpresa: el comisario de nuestro
avión estaba detenido porque lo habían agarrado sacando fotos. No le pegaron,
pero le destrozaron la cámara y la película. Y lo llevaron a un alojamiento
normal, con un centinela en la puerta. El avión estaba cargado. Pero el espacio
que había entre la carga y el techo te permitía llegar hasta el fondo solo
arrastrándote. Partimos con la indicación de volar bajo, tirándonos hacia
Marruecos, para evitar los radares de la OTAN”.
Los inconvenientes, en el aire.
Habla Bernard: “Viene el comisario de a bordo y me dice: ‘No quiero alarmarlos,
pero siento explosiones en la cola del avión’. Bueno, se armó una discusión,
quién va, quién no. Yo era el comandante así que me saqué el cinturón y fui,
acompañado por el comisario. Fuimos arrastrándonos. Y se escuchaban explosiones
bastante fuertes. Cuando llegué, confirmé lo que pasaba. Las cajas de madera
que contenían las minas, al tomar altura el avión, por la presión, empezaron a
reventar. Me calmé. Pero no tanto. La nave estaba llena de espoletas”
Recife fue un trámite. Palomar,
última escala, fin de la operación. Sin pompas ni aplausos. El horizonte no era
bueno. “Fue el último vuelo porque ya la cosa estaba mal para nosotros en las
islas –recuerda Bernard–. El material llegó al Sur, pero la mayor parte no
viajó a las islas porque ya estaba todo bombardeado.” Lo que empezaba,
entonces, era el fin de la guerra, la derrota. Y para los siete pilotos de
Aerolíneas Argentinas se iniciaba un período de silencio, de 30 años de
silencio, con una historia que los enorgullece y que hoy, por fin, decidieron
compartir.
© Escrito por Gonzalo Sánchez y
publicado por le Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el lunes
21 de Febrero de 2012.