Mostrando las entradas con la etiqueta Mariano Schuster. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Mariano Schuster. Mostrar todas las entradas

viernes, 22 de enero de 2021

Democracia social ¿un horizonte compartido?: a propósito de la polémica socialdemócrata… @dealgunamanera…

Democracia social ¿un horizonte compartido?: a propósito de la polémica socialdemócrata…  


La democracia social tiene una historia política y conceptual que va mucho más allá del Estado. Una historia de luchas y proyectos sociales que, al calor de estos tiempos y sus desafíos, merece la pena revisar.

© Escrito por Adrián Velázquez Ramírez el jueves 14/01/2021 y publicado por el Periódico Digital La Vanguardia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.

En una reciente nota, Mariano Schuster se propuso examinar los usos del término “socialdemócrata” en el actual discurso político latinoamericano. Usado por la derecha como una manera de tercerizar la crítica al populismo y por izquierda como sinónimo de tibieza, esta histórica tradición política se diluyó en los últimos treinta años a raíz de cierta incapacidad por reinventarse luego de un innegable viraje neoliberal hacia fines del siglo pasado. El impasse ha sido de tal magnitud que no son pocos los que se preguntan si no es mejor terminar el prolongado velatorio, cerrar el cajón y pasar a otra cosa. Ante esta disyuntiva, el texto de Schuster es una bocanada de aire fresco y una convocatoria a repensar si esta tradición todavía tiene algo que ofrecer en la incesante tarea de proyectar horizontes de futuro. 

Desde mi punto de vista, la conversación a la que nos invita Schuster sólo tiene sentido si se aceptan dos postulados que en la práctica han sido difícil de conciliar. En primer lugar, que la socialdemocracia es parte de una casa común más grande (Francisco Reyes dixit) habitada por posiciones ideológicas plurales y diversas que mantienen entre sí interpretaciones a veces francamente antagónicas. En efecto, la actual socialdemocracia puede ubicarse en el árbol genealógico del socialismo democrático. El rechazo a la “dictadura del proletariado” fue sin duda uno de sus aspectos medulares. Acotación crítica que conduce a una -a veces ambigua- sinonimia entre socialismo y democracia. El socialismo sería un fin al que sólo cabría arribar por los medios de la democracia y, a su vez, sólo se puede aspirar al establecimiento de una genuina democracia si se sigue la metodología del socialismo. 

El socialismo sería un fin al que sólo cabría arribar por los medios de la democracia y, a su vez, sólo se puede aspirar al establecimiento de una genuina democracia si se sigue la metodología del socialismo. 

El segundo postulado de la conversación que se abre es que no obstante esta pluralidad ideológica, el socialismo democrático no puede significar cualquier cosa. Por más elástico que sea un concepto, sin un criterio mínimo que permita identificar que pertenece a su campo, este se encuentra condenado a ser el botín de presa de discursos que la definen desde su exterior. Posiblemente haya que buscar en la incapacidad (o incluso la negativa) para discutir y explicitar estos principios la explicación del triste lugar que hoy ocupa el término socialdemocracia en el discurso público. 

Sintetizando: el desafío se trata de reflexionar sobre aquello que habilite la convergencia en la diferencia, de encontrar aquellos principios mínimos que hagan reconocible una identidad común o, por lo menos, que permita reconstruir un sentido de pertenencia compartido. Reconstruir la Casa Grande pasa por dilucidar esta complicada cuestión. 

UN PRINCIPIO: SOCIALIZAR LA VIDA EN COMÚN 


Una forma de acortar el camino de esta titánica tarea es volver al propio objeto que en un principio sostuvo la designación de los partidos socialdemócratas: la democracia social. El término también carga con una buena dosis de ambigüedad y es necesario restituir su sentido original a bien de evitar equívocos. Muchas veces escuchamos a políticos progresistas anunciar la construcción “una democracia con contenido social”. Y aquí mismo empiezan los problemas pues en esta fórmula “lo social” no es un contenido sino una forma y una residencia: identifica la potencia instituyente de la sociedad organizada, conglomerado estructuralmente plural que a través de sus grupos busca participar activamente en la gestión de la vida en común. En efecto, el término «democracia social» surgió primero que nada para señalar una alteridad respecto a la democracia liberal y establecer una crítica a la exclusividad de la representación como único pivote de la política.

Vamos más rápido: durante las primeras décadas del XX, la democracia social era vista como el emergente histórico del movimiento obrero organizado. Identificaba un ámbito extraestatal de construcción del lazo comunitario, con instituciones sociales propias destinadas a permitir y mantener estable la agregación de voluntades individuales que se reconocían como parte de algo más grande, en este caso: una clase popular. 

La democracia social señalaba entonces la emergencia de una sociedad cuya política no se agotaba en la dimensión representativa. Sociedad en la cual el individuo abstracto y autosuficiente encontraba su más radical refutación pues ahí estos individuos siempre se encuentran plenamente inscritos en relaciones de interdependencia, obligados a la solidaridad y a la cooperación. 

En un bello pasaje de  El eclipse de la fraternidad, Antoni Doménech narra cómo, a principios del siglo XX, un miembro del Partido Socialdemócrata Alemán podría educarse en las escuelas y universidades socialdemócratas, acceder a comida mediante la cooperativa, hacer ejercicio en las asociaciones deportivas del partido y “llegada la postrera hora, ser diligentemente enterrado gracias a los servicios de la Sociedad Funeraria Socialdemócrata, con la música de la Internacional convenientemente interpretada por alguna banda socialdemócrata”. Se entiende entonces que el partido era apenas la superficie de un amplio y vigoroso movimiento social de carácter popular. La función del partido era tanto preservar esta forma de vida comunitaria promoviendo la legislación pertinente, así como esforzarse por extender este principio de sociabilidad al resto de la sociedad, pues se pensaba que sólo así se podría trascender el estrecho marco de la sociedad civil liberal, supuestamente conformada por individuos tan autónomos como privados. En América Latina, y más específicamente en Argentina, se pueden atestiguar experiencias equivalentes: algunas de clara raíz socialista y otras, como el peronismo e incluso el radicalismo, de raigambre nacional-popular: casas del pueblo, unidades básicas, ateneos, bibliotecas populares, comités.

La democracia social señalaba entonces la emergencia de una sociedad cuya política no se agotaba en la dimensión representativa. Sociedad en la cual el individuo abstracto y autosuficiente encontraba su más radical refutación pues ahí estos individuos siempre se encuentran plenamente inscritos en relaciones de interdependencia, obligados a la solidaridad y a la cooperación. La democracia social identificaba un desborde respecto al dispositivo del liberalismo y una forma de vida colectiva que aspiraba a cristalizarse en instituciones muy concretas. 

Hoy, huérfanos melancólicos del welfere state, cuando alguien nos dice democracia social casi siempre entendemos ampliación de la política social. Sin duda este es un objetivo noble y urgente, pero en su formulación original la ampliación de derechos sociales era subsidiaria de un objetivo más amplio y ambicioso: asegurar las condiciones para el desarrollo de esta vida comunitaria y consolidar el arribo de una verdadera polis. La penuria socialdemócrata empezó cuando en la posguerra sacrificó lo prioritario para asegurar lo complementario y se volvió destino amargo cuando empeñó lo complementario por estabilidad económica, libre mercado y consumo. 

UNA TESIS CENTRAL: LA DEMOCRACIA Y EL CAPITALISMO TIENEN LÓGICAS CONTRADICTORIAS 


Como bien afirma Sheri Berman, en el primer tercio del siglo XX la primacía de la política fue una de las características de la teoría política que siguieron los partidos socialdemócratas. Esto se materializaba en una cuestión muy específica y urgente: subordinación de la economía de mercado a la democracia. Este objetivo no se conformaba con dibujar un capitalismo con rostro humano ni una economía social de mercado (rúbrica con la cual el SPD y la Democracia Cristiana intentaron disimular el desmantelamiento de la economía política de la RDA luego de 1989). La tesis de fondo era que la lógica democrática y la lógica capitalista resultaban a todas luces incompatibles y que subordinar la economía al imperativo democrático equivalía a transitar el lento, gradual pero firme camino al socialismo.  

Ahora bien, en tanto hemos dicho que la amplia familia del socialismo democrático se caracterizó por un meditado rechazo a la vía bolchevique, es necesario precisar qué se entendía por subordinación de la economía a la lógica democrática. El tópico ameritó grandes discusiones en los partidos socialdemócratas en donde se plantearon posiciones distintas y divergentes. Sin embargo, durante esa maravillosa efervescencia que caracterizó el periodo en entreguerras, el objetivo en común fue el de tratar de pensar instituciones que aseguraran la participación de los grupos sociales en la conducción económica. Planificación no quiere decir aquí otra cosa que economía democráticamente establecida, introduciendo con ello un elemento socializador que entraba en directa contradicción con la árida búsqueda de la ganancia privada. Si bien algunas posturas le otorgaban al Estado un papel central, tampoco la cuestión se reducía a este único ámbito. De nuevo, la idea de democracia social ofrecía un imaginario instituyente que funcionaba de vector de nobles creaciones: cooperativas de producción y consumo, democracia de consejos, co-gestión del lugar de trabajo, representación funcional y corporativa, derechos de participación económica, fueron tan sólo algunos de los dispositivos que se pensaron con el objetivo de reinscribir el hecho económico en el seno de la vida social total (es decir aquella que nos involucra a todos). 

El horizonte democrático socialista había parido un nuevo concepto de libertad, uno que tenía su razón de ser en la mutua imbricación del individuo con sus semejantes, mismos que no eran obstáculos de su libre albedrío sino la propia condición de su libertad. Libertad, entonces, social: es decir, interdependiente, compleja. La democracia social se presentaba como el único dispositivo capaz de gestionar este nuevo tipo de libertad. 

En distintos lugares se incorporaron garantías para darle un cauce legal a esta nueva relación entre democracia y capitalismo. Apareció la idea de una “función social de la propiedad” y pobló toda una nueva generación de Constituciones. Se inscribió lo mismo en Weimar y en la II República Española que en la Constitución peronista del 49 -tantas veces negada-. Convertida en doctrina de derecho administrativo permitió la nacionalización de los recursos y el reparto agrario en el México de Cárdenas. Se colocaba así el tapial que clausuraba la época en la cual la propiedad era entendida como un derecho natural y absoluto. Sin embargo, para bien y para mal, la historia no está hecha de irreversibles.   

Ya en amanecer de la posguerra, en su polémica con Hayek quien recientemente había publicado Caminos de la servidumbre (1944), el historiador económico húngaro Karl Polanyi, exiliado en Austria durante los gobiernos socialdemócratas de la “Viena Roja”, buscó responder a las objeciones de su rival neoliberal introduciendo un último capítulo a esa magna obra que es La Gran Transformación (1944). Ante la advertencia de Hayek respecto a que toda reivindicación de justicia social producía una interferencia con el libre mercado y conducía fatalmente a la erosión de la libertad individual, Polanyi señalaba que la emergencia de la “realidad social” había clausurado definitivamente la utopía liberal del siglo XIX. El horizonte democrático socialista había parido un nuevo concepto de libertad, uno que tenía su razón de ser en la mutua imbricación del individuo con sus semejantes, mismos que no eran obstáculos de su libre albedrío sino la propia condición de su libertad. Libertad, entonces, social: es decir, interdependiente, compleja. La democracia social se presentaba como el único dispositivo capaz de gestionar este nuevo tipo de libertad. 

¿Y AMÉRICA LATINA? ¿EL POPULISMO COMO SOCIALISMO DEMOCRÁTICO? 


Concedamos, por lo menos como hipótesis exploratoria, que la democracia social entendida en estos términos puede funcionar como uno de los principios mínimos que sostienen esa Casa Grande que es el socialismo democrático (por lo menos una de sus columnas o apenas una pared). Esto tal vez tenga una ventaja secundaria: nos permite repensar la relación entre socialismo, populismo y democracia bajo una óptica diferente.  

Sin duda no se trata de equiparar nuestro excepcional y multiforme populismo latinoamericano con la gastada socialdemocracia europea pues, muy a pesar de los politólogos, la única certeza que tenemos hasta aquí es no hay modelos, sólo búsqueda y aventura. Por el contrario, se trata de algo más modesto, de mostrar que pese a las diferencias podemos encontrar algunos vasos comunicantes. También por cierto de la posibilidad de descubrir y reconstruir un imaginario radical compartido vinculado a la tarea de expandir y complejizar el principio de soberanía popular, entendida como la posibilidad de una nación de convertirse en eso que Castoriadis identificaba como una sociedad autónoma y que, por cierto, no excluía a los grandes líderes. Grandes nombres hubo siempre. 

No se trata de equiparar nuestro excepcional y multiforme populismo latinoamericano con la gastada socialdemocracia europea pues, muy a pesar de los politólogos, la única certeza que tenemos hasta aquí es no hay modelos, sólo búsqueda y aventura. 

Un ejemplo: Lázaro Cárdenas es considerado como un populista latinoamericano clásico. Sin embargo, el «Tata» entendió su empresa política como la búsqueda de una vía mexicana al socialismo. Desde esta óptica se propuso organizar el conflicto de clases para convertirlo en el motor de un ascendente proceso de socialización del Estado y de la vida pública. De tal manera que “la lucha económica y social ya no será entonces la diaria e inútil batalla del individuo contra el individuo, sino la contienda corporativa de la cual ha de surgir la justicia y el mejoramiento para todos los hombres» (LC, 1934). 

Restituir estos imaginarios compartidos puede rehabilitar la discusión sobre esta «presencia ausente», como en otro lado Fernando Suárez definió la relación de América Latina con esa longeva tradición socialdemócrata no sólo irreductible a los buenos modales que pretende la derecha, sino profundamente transformadora y plebeya. 

(*) ADRIÁN VELÁZQUEZ RAMÍREZ

INVESTIGADOR DEL CENTRO DE INVESTIGACIONES EN HISTORIA CONCEPTUAL (UNSAM). AUTOR DEL LIBRO “LA DEMOCRACIA COMO MANDATO. RADICALISMO Y PERONISMO EN LA TRANSICIÓN ARGENTINA” (IMAGO MUNDI, 2019).




miércoles, 8 de enero de 2020

De la primera hora… @dealgunamanera...

De la primera hora…


El candidato no es el proyecto. El candidato es el candidato. El único Albertista de la primera hora fue Alberto Fernández.

© Escrito por Mariano Schuster y Fernando Manuel Suárez el lunes 12/08/2019 y publicado por el Diario La Vanguardia - Órgano Oficial del Partido Socialista - de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina.

¿Quién fue el primer Albertista entre tantos primeros Albertista? ¿Quién dijo primero: Alberto conducción? ¿Quién dio el grito inicial? ¿Quién se levantó, se dio una ducha, y salió a la calle convencido a gritar: Alberto puede coser la herida, Alberto puede cerrar la grieta, Alberto puede luchar contra la Argentina de la desigualdad? ¿Quién dijo: yo imaginé a Alberto hablando con la voz rasposa de Raúl Alfonsín frente a un auditorio peronista? ¿Quién dijo por primera vez: Alberto, (re)fundador del Tercer Movimiento Histórico?

No fuimos nosotros. Y no fue nadie. Pero menos nosotros, los que tecleamos acá. Ayer votamos distinto. Uno a Alberto, otro a Lavagna. ¿Cómo podríamos ser Albertista de la primera hora cuando todavía no llegó la hora? No. No somos Albertista de la primera hora. Igual que no lo son los Albertista de la primera hora. Porque la primera hora de un político es suya. Le pertenece. Es su poesía. Su verso libre. Y cada cual, en esta patria, tiene derecho a cantar su canción. Canción con todos.

La primera hora de un político es suya. Le pertenece. Es su poesía. Su verso libre. Y cada cual, en esta patria, tiene derecho a cantar su canción. Canción con todos.

No. No lo son los que antes de ayer criticaban su paso al costado durante el último gobierno de Cristina. No lo son los que lo veían como un moderado. No lo son los que decían “Lo votamos, pero no es Cristina”. No lo son los de Macri. No lo son los de Lavagna. Ni siquiera lo son los que se entusiasmaron el día en que anunciaron su candidatura. Hay un solo Albertista de la primera hora: Alberto Fernández. Cancelemos el  “yo la vi”. Porque quizás no la vio ni él. Y ahí está. Medio visto de reojo por la historia de esta patria exótica, irreproducible. La política necesita de todos, pero la hace el político.


Los grandes políticos tienen nombre propio: se llaman Roca o Perón, se llaman Alfonsín o Duhalde. Están ahí para coser desde las alturas lo que está roto abajo. No valen los que podrían haber sido. Sí, son grandes hombres y mujeres peleando el ascenso. Ellos también hacen la patria pero, al final, la patria es otro. Digámoslo con los propios: Alfredo Palacios planteó los derechos sociales, pero los puso Perón. El voto femenino lo reclamó Alicia Moreau de Justo, pero lo clavó Evita en el ángulo. El fin de la dictadura fue una lucha de la izquierda, pero lo dirigió Alfonsín. El fin de la grieta lo podía poner Lavagna: pero parece que tiene otro nombre. El de un hombre que se crió en ella, la alimentó y la padeció. La política es hermosa porque es así: algo menos que ideología, algo más que cinismo.

El fin de la grieta lo podía poner Lavagna: pero parece que tiene otro nombre. El de un hombre que se crió en ella, la alimentó y la padeció. La política es hermosa porque es así: algo menos que ideología, algo más que cinismo.

Alberto puede ser presidente: un rosquero que da un paso al frente. Alberto presidente: ¿la Argentina torcuatista que mira el sol naciente? Alberto presidente: un país para los armadores. Para los que están en las sombras, como a la sombra estamos todos. La gran política hecha por un pequeño hombre. El tiempo de los héroes que retrataba Carlyle. Pero el tiempo de los héroes de adentro: de los que la remaron con acuerdos y roscas, en mesas de café y restoranes. Todos somos cuentapropistas en alguna organización. Argentina es eso: emprendedores de una vida difícil, necesitados de Estado.


Una historia nacional: ¿qué vino primero, el Estado o la sociedad civil? Arriesguemos: la sociedad civil. Círculos obreros, clubes de pescadores, almaceneros, hombres y mujeres desperdigados en carnicerías, en verdulerías, en puestos de diario. Se organizaron, pero un país no se hace con auto organización. Entonces, vino el Estado. Liberalismo o anarquismo, socialismo o radicalismo, y, finalmente, el peronismo, los peronismos. La pluralidad caótica de una sociedad surcada por diferencias y tensiones, frente a la promesa de un Estado de Bienestar Social que nunca se cumplió del todo.

Todo eso convive en la Argentina, en su pasado y en su presente, pero en realidad debemos lograr convivir. Si no es con todos adentro, será la historia de un nuevo fracaso. Y cada fracaso es más doloroso, más injusto, más perdurable. Una cicatriz más en el rostro de una Argentina que duele, que sufre por los que menos tienen. Alberto tiene el desafío de mirar de frente a esa Argentina que, para algunos, ya fue. Al pasado también se lo puede mirar para hacer algo de futuro.

El duranbarbismo creyó algo imposible: que en Argentina se podía hacer un experimento social a cielo abierto. Un futurismo sin futuro. Y sin gente.

Falló el algoritmo: en Argentina existen los seres humanos. Y la política. Que, a veces, le gana a la ideología. A esa que solo se escucha a sí misma: aunque cante la canción de la izquierda, aunque cante la canción de la derecha.
El duranbarbismo creyó algo imposible: que en Argentina se podía hacer un experimento social a cielo abierto. Un futurismo sin futuro. Y sin gente. Falló el algoritmo: en Argentina existen los seres humanos. Y la política.

Ahora, sin embargo, el enemigo ya no parece ser Durán Barba, ni siquiera Macri o la “invencible” Vidal. Ahora será la incertidumbre y las expectativas de los propios. El “vamos por todo” tiene que ser “volvimos con todos”, pero construir esa alquimia en una sociedad rota y desconfiada, es tarea para valientes. La legitimidad es el aire que insufla toda democracia, con los nombres propios, con la ciudadanía silenciosa, con los que ganaron y los que siempre pierden. De eso vivimos y no debemos dejarlo morir. 

No pasa muchas veces en la vida. Algunos votamos distinto pero nos sentimos igualmente ganadores. El triunfo que implica vivir en democracia, aunque olvidemos seguido el sinuoso camino que nos trajo hasta acá. Es un capital político colectivo, un diamante en bruto pluralista y heterogéneo, una moto que hay que saber manejar para que no volemos todos por los aires.

El macrismo se quedó solo cantando en voz baja “quisiera que esto dure para siempre”. Pero Fabiana Cantilo sabe más de la democracia: “porque nada es para siempre”. Eso lo supo también Cristina. La del gran aporte a la que muchos –nosotros, porque hay que hacerse cargo- criticamos (aunque no le importara a nadie, quizás tampoco a nosotros). Dio un paso al costado.

En la grieta algunos aprendieron a nadar, a favor o contracorriente, pero se ahogan siempre los mismos. De lo que se trata es de recuperar a los ahogados. Porque las victorias son colectivas. Pero las derrotas también. La voz carrasposa de Alberto, casi una emulación de Alfonsín, parecía decir eso: vamos a un futuro mejor. Pero hay que gobernar. “Sin jorobar a nadie, tratando de ayudar a todo el mundo y no complicándole la vida a ningún argentino”, dijo una vez un presidente. Ojalá sea así.