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domingo, 23 de marzo de 2025

"El Wokismo es omnipresente aunque muchos progresistas no se atreven a criticarlo... @dealgunamanera...

"El wokismo es omnipresente aunque muchos progresistas no se atreven a criticarlo"...


El libro Left is no Woke de la filósofa Susan Neiman no ha pasado desapercibido. Traducido en más de una decena de idiomas desde su publicación en 2022, el libro parece interpelar de forma directa uno de los puntos nodales de la crisis del progresismo y la izquierda planetaria (con escasas y discutibles excepciones). Un libro breve y contundente, sin temor a incomodar o ganar algún que otro detractor.

© Escrito por Fernando Manuel Suárez y publicado en la Revista Supernova de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina. Entrevista Susan Neiman, autora de Izquierda ≠ Woke.

La apuesta fue arriesgada. La contundencia del título (o incluso del arte de tapa) parecía un imán para que el libro fuera usufructuado por la derechas contemporáneas, particularmente obsesionadas con lo woke como un significante para descalificar a todo el progresismo y la izquierda. El riesgo de “hacer el juego a la derecha”, usando una expresión local, es asumido por la autora que, desde el inicio del libro, advierte sobre su compromiso con las ideas de izquierda (tópico que retoma, a modo de resguardo, muchas veces a lo largo del libro y, luego, en varias entrevistas). Para ella el tribalismo y la pérdida de un sentido progresista han llevado a la izquierda a un callejón sin salida, hablando el lenguaje de la derecha y a una posición puramente defensiva.
El libro, que parte de la crítica a la deriva tribalista e impotente políticamente de lo woke, no se limita a ello. Al contrario, el tono propositivo es un llamamiento a la superación del momento woke, lo que no implica desconocer lo valioso y central de muchos de sus reclamos. Recuperar cierto universalismo y, en un sentido fuerte, una perspectiva progresista requiere aunar nuevamente los reclamos fragmentarios y particulares en una agenda común en pos de la dignidad de las personas y en contra de las injusticias.
Por supuesto, el registro normativo del libro también puede producir controversia (como se puede leer en el artículo de Mariano Schuster en este revista). Como le ocurriera a Rawls u otros autores en el mismo registro, hay cierta sospecha sobre la falta de anclaje de la propuesta y, en otro registro, cierto cuestionamiento a una propuesta que se coloca más allá y por encima de la sociedad en cierto modo. Pero, a pesar de ello, la autora defiende con vigor su modo de intervención, justamente para superar los corsés y las trampas que nos impone la discusión contemporánea, por decirlo en su registro, entre wokes y anti-wokes. Los valores de la Ilustración son para Neiman el punto de partida para dar esa batalla.
Quisiera empezar por las repercusiones del libro a casi dos años de su publicación en inglés: ¿Te sorprendió la recepción e impacto que tuvo el libro? ¿Qué cosas destacarías de las muchas entrevistas y comentarios críticos que le han hecho? Por ejemplo Mariano Schuster señala los riesgos del “teoricismo ahistórico” del trabajo y la falta de referentes empíricos claros (partidos políticos, actores sociales, etcétera): ¿Qué respondería a eso?
Me sorprendió que se haya traducido y debatido ampliamente en tantos idiomas diferentes (14 hasta la fecha). Soy de Estados Unidos, pero he vivido la mayor parte de mi vida adulta fuera, y sabía que el movimiento que comenzó en las universidades estadounidenses se había extendido rápidamente hasta dominar el panorama cultural en ciertas partes de Europa. Pero no esperaba que se debatiera tanto en Latinoamérica, lo que demuestra lo poco que sabía sobre los debates actuales allí y sobre los que he aprendido más desde entonces. Le pregunté a un amigo sirio (que vive en Europa) por qué se publica en árabe; me dijo que es porque mucha gente allí se está cansando del giro hacia la teoría poscolonial. Aun así, ¿por qué el libro se publica en coreano o tailandés? Como autora, por supuesto que me alegra que la gente lo lea y lo debata. Como ciudadana con conciencia política, me siento un poco consternada. Estuve en Chile y Brasil hace un año cuando se publicó el libro en esos países, y fue desalentador escuchar a la gente quejarse de los mismos problemas que en Carolina del Norte: una política que se ha centrado más en quién usa qué baño en lugar de sobre cuestiones de desigualdad e injusticia. Esperaba que las tradiciones de izquierda, tan débiles en Estados Unidos y cada vez más en Europa, fueran lo suficientemente fuertes como para superar el enfoque woke en cuestiones simbólicas.
En cuanto a lo que destacaría de las reseñas críticas del libro: lo único que realmente me desconcierta es la afirmación de que el wokismo no existe, que es un fantasma inventado por la derecha para destruir toda lucha contra el racismo, la misoginia y la homofobia. Me asombra que alguien que haya seguido el mundo intelectual y cultural —ni siquiera puedo decir "occidental", por las razones ya expuestas— diga esto en los últimos cinco años. El wokismo es omnipresente, aunque muchas personas que se consideran progresistas se abstienen de criticarlo en público por miedo a ser identificadas con la derecha. Sin embargo, en privado, entre amigos, casi no he tenido una conversación en los últimos cuatro o cinco años en la que alguien no se quejara de algún comportamiento woke.
El wokismo alimenta de emociones de izquierda pero, sin querer, recurre a algunos supuestos filosóficos muy reaccionarios y de derecha.
La otra crítica que me desconcierta es que el wokismo no existe porque nadie puede definirlo. Ofrecí una breve definición en el prefacio del libro, pero la dificultad para definirlo reside en su incoherencia. Se alimenta de emociones de izquierda: el deseo de ponerse del lado de los oprimidos y marginados, de corregir errores históricos. Pero, sin querer, recurre a algunos supuestos filosóficos muy reaccionarios y de derecha: el tribalismo, la afirmación de que es imposible distinguir entre la búsqueda de justicia y el afán de poder, la desesperanza ante la posibilidad de progreso. La contradicción entre emociones e ideas es lo que lo hace tan confuso y lo que dificulta su definición. Pero mi verdadero interés al escribir el libro no era definir lo "woke", sino dar una definición normativa de lo que significa ser de izquierda hoy en día, en un momento en que tanta gente confunde izquierda con "woke" y, por lo tanto, se muestra ambivalente, o incluso algo peor, a la hora de identificarse con la izquierda.
En cuanto a tu pregunta sobre el ensayo de Mariano Schuster: me alegró, por supuesto, que dedicara tanto tiempo y espacio a reflexionar sobre el libro, y gran parte de lo que escribió me pareció correcto. Pero omitió un punto clave: se centró en mi crítica del tribalismo, o lo que la mayoría de la gente llama política de identidad. Esta es quizás la idea más fácil de reconocer, y el primer capítulo de mi libro está dedicado a ella, pero también hay un capítulo para cada una de las otras ideas que, en mi opinión, son reaccionarias y asumidas por los "woke": la idea de que es imposible distinguir entre poder y justicia, y la idea de que todo intento de progreso será contraproducente o conducirá a una forma más sutil de represión. Al centrarse únicamente en el contraste entre tribalismo y universalismo, muchos críticos han pasado por alto otras ideas importantes que los “woke” se han apropiado, según mi argumento, de la derecha.
En algunos pasajes, Schuster parece querer que sea más marxista clásica de lo que soy. Soy definitivamente socialista, y definitivamente no marxista, no porque responsabilice a Marx de los crímenes de Stalin, sino por razones teóricas. No soy materialista; creo que a menudo nos motivan profundamente ideales que no pueden reducirse a ideologías (Quienes hemos leído a Marx podríamos pasarnos las tardes discutiendo si esto es cierto y qué partes de Marx reflejan o no el reduccionismo materialista. De los teóricos socialistas del siglo XIX, tiendo a identificarme con el muy difamado Eduard Bernstein, pero no creo que este sea el momento para ese tipo de discusiones textuales). Además, si el concepto de clase tenía sentido en la época de Marx, tiene poco sentido en la nuestra, a menos que lo reduzcamos simplemente a la riqueza, lo cual sería una noción de clase muy superficial. Hay varios escritores que han argumentado que debemos dejar de hablar de identidades raciales o sexuales y centrarnos en la clase, pero creo que esto también es reduccionista. Claro que la clase es importante; tan importante que me gustaría ver a alguien hablar sobre lo que significa la clase en el siglo XXI, cuando personas con doctorados conducen el Uber para multimillonarios que no saben leer. La raza y el género también son importantes. Pero prefiero hablar de justicia, y dignidad humana fundamental, para todas las personas.
Y, por último, un aspecto de la crítica de Schuster me sorprendió: la crítica de que el libro es normativo e idealista. Eso es lo que pretende ser, ¡y lo dije en muchas partes del libro! Últimamente leo más historia que filosofía, pero no soy historiadora y no tenía intención de describir la historia de la izquierda desde la Ilustración, ni de explicar hasta qué punto Stalin o Ulbricht tienen algo en común con Goldmann o Morris, ni —el gran problema que aún persiste para cualquiera que se considere de izquierda hoy— qué falló en la Revolución Rusa, si fue Stalin o Lenin quien la envenenó, etc. Lo que quería escribir era un libro que ofreciera una definición filosófica y normativa de lo que debería significar ser de izquierda hoy en día. Dicha definición tendría que tener cierta continuidad con las tradiciones de izquierda más antiguas que se remontan a la Ilustración, para que fuera reconocible en ese linaje, pero no pretendía ser un libro histórico sobre la historia de la izquierda. No solo pretendía que el libro fuera normativo, sino también breve, de ese tipo que pudiera ser leído por un público más amplio; dos cosas que habrían sido imposibles si hubiera abordado todas las importantes cuestiones que sugiere Schuster.
Desde la contundencia del título y la gráfica de tapa la controversia del libro parecía inevitable. ¿Qué recaudos tomaste para evitar que tu discurso opositor al wokismo no se solapara o fuera utilizado por el anti-wokismo de derecha? ¿Te encontraste con intentos de apropiación del libro por derecha o, en sentido contrario, una postura refractaria de algunas izquierdas con las que esperabas poder dialogar? ¿Alguien consideró tu libro “inoportuno” por esa razón?
Me alegré cuando el diseñador gráfico de la edición holandesa entendió exactamente lo que quería, y he intentado que el mismo diseño se reproduzca, con diferentes colores, en otras ediciones. Porque el punto que quería transmitir es recíproco: izquierda no es woke y woke no es izquierda. Al principio, mis amigos temían que la derecha se apropiara del libro. Pensé que llamarme socialista en la primera página bastaría para evitarlo, y hasta ahora ha bastado, además de negarme a conceder entrevistas a medios que sé que son de derechas (espero haberlo conseguido en países donde no conozco el panorama mediático tan bien como en inglés o alemán).
Y sí, al principio, algunos woke con los que quería dialogar —o convencer para que volvieran, o avanzaran, a las ideas que creo genuinamente de izquierda— se mostraron hostiles, cuando no directamente afirmaron que lo woke era un espejismo inventado por la derecha. Pero por lo general, cuando la gente ha leído el libro o me ha escuchado hablar de él, a menudo me han agradecido por articular algo que les preocupaba pero que no habían podido expresar hasta entonces.
No me tomo en serio nada de lo que dice Musk; llamar virus a la "woke" es simplemente atacarla como algo que debe destruirse, como intenta hacer ahora.
El concepto “woke” se ha vuelto una noción omnipresente en el discurso público, con las tensiones y las polisemias propias de una noción connotada políticamente. Por ejemplo, Jane Fonda señaló: “‘Woke’ means you care about others” o, por derecha, Elon Musk se refirió a lo “woke” como un “virus” ¿Cómo se relaciona la filosofía y más específicamente su trabajo con esos usos?
No me tomo en serio nada de lo que dice Musk; llamar virus a la "woke" es simplemente atacarla como algo que debe destruirse, como intenta hacer ahora. Por otro lado, es algo que se propagó muy rápidamente. En las elecciones estadounidenses de 2016, la palabra "woke" no apareció ni una sola vez; ahora está en todo el mundo. Y la cita de Fonda es simplemente la afirmación habitual de que "woke" es algo que la derecha inventó para destruir la empatía con los demás, especialmente con aquellos que han sido marginados. No espero que Musk tenga un pensamiento claro, pero habría esperado más de Fonda.
Yendo al libro propiamente dicho, que si bien tiene un registro de intervención y divulgación se ancla en la filosofía política normativa que, dicho sea de paso, está proliferando en estos años. ¿Es, cómo sostenía Sheldon Wolin, que la teoría política gravita cuando la crisis arrecia y las categorías con las que leíamos el mundo ya no parecen ser funcionales? ¿Algo de eso funcionó como motivación para tu libro? ¿Hay otros libros actuales con los que tu trabajo dialoga?
No he leído mucho de Wolin, pero tu pregunta me recuerda que debería ponerme leer un grueso volumen que lleva tiempo sin leer en mi estantería. Estoy totalmente de acuerdo con la afirmación de que nos encontramos en una crisis que ninguna de nuestras categorías actuales puede resolver. Puede parecer extraño, por tanto, defender un retorno a la Ilustración, pero creo que debemos volver a los principios básicos y ver dónde nos perdimos. El libro argumenta que las críticas a la Ilustración que se dan en tanta teoría poscolonial nos han metido en serios problemas. Claro que las ideas de la Ilustración no pueden resolver todos nuestros problemas. Demasiados problemas son justamente el resultado de cosas que no pudieron imaginar. Escribieron al final del feudalismo y en los inicios del capitalismo, así que no nos pueden ayudar lo suficiente con este último (aunque muchos pensadores socialistas, incluido el joven Marx, se basaron en principios básicos de la Ilustración). Aún no podían imaginar que la tecnología pudiera ser, al mismo tiempo, tanto una maldición como una bendición. Y quizás lo más importante, vivían en una época dominada por la censura, y los textos críticos se castigaban con prisión, tortura, exilio o muerte. Su objetivo era el libre flujo de información; jamás imaginaron que, en palabras de Steve Bannon, nos veríamos inundados de basura. Así que la Ilustración no debería ser el lugar donde la izquierda repose y agote su pensamiento, pero sí, tal vez, el mejor punto de partida para hacerlo.
Leí y releí mucho mientras escribía el libro, pero los textos con los que más dialogué fueron probablemente los clásicos de la Ilustración. También me influyeron algunos pensadores contemporáneos del Sur Global que, opuestos a la teoría poscolonial, escriben en la tradición de la Ilustración: Olufemi Taiwo, Ato Sekyi-Otu, Benjamin Zachariah. Releer a Franz Fanon también me dejó claro que era anticolonial, no poscolonial, en una tradición humanista y existencialista, que se inspira en la Ilustración. Hace mucho tiempo fui alumna de John Rawls, a quien recuerdo con el mayor cariño, pero que también dijo que nunca intentaría escribir una defensa general de la Ilustración y, contra ese consejo, lo intento hacer.
Tengo la percepción que tu crítica al wokismo fue malinterpretado en más de una oportunidad, dado que tu posición es de manifiesta simpatía con las causas, pero crítica en cierto modo con sus derivas de encierro de esos movimientos sobre sí mismo. ¿Lo que proponés es una suerte de “salida por arriba” que intente articular esos reclamos particulares en un discurso con horizontes universalistas (así sea como ideal regulativo)? ¿Qué espacio de articulación te parece necesario? ¿Los partidos políticos? ¿O hay que pensar nuevas formas de convergencia?
Un amigo escritor me felicitó por la cantidad de reseñas que recibió el libro en alemán, y cuando le respondí que la mayoría eran negativas, me respondió: "¿Qué esperás cuando escribís una crítica del zeitgeist imperante?". Las reseñas negativas se basaban precisamente en la interpretación errónea que mencionás, pero creo que mi amigo tenía razón al decir que era de esperar. Me gusta la idea de hacer reivindicaciones políticas sobre la justicia, sobre todo para quienes sólo han experimentado lo contrario, con horizontes universalistas como ideal regulativo.
¿Qué espacio necesitamos? No tengo una solución para los problemas habituales de las redes sociales, ni para la comunicación online en general, salvo una: necesitamos desconectar más. Me impresiona que cada vez más personas que crecieron en un mundo digital vean sus peligros y limiten su uso. Como han dicho muchos escritores, empezando, creo, por Nicholas Carr, la web es un mecanismo deliberado de interrupción de la atención, y, ante eso, hemos perdido la capacidad de concentración necesaria para pensar algunas soluciones. Bernie Sanders está teniendo mucho éxito con la democracia tradicional, los cabildos abiertos, etc., para generar oposición a Trump, sugiriendo que, incluso si se trata de un mitin donde el debate puede no ser particularmente matizado, es mejor que la gente se reúna en persona que en línea. A corto plazo, es probable que organizarse en torno a temas específicos, en lugar de intentar formar nuevos partidos politicos, tendrá más éxito.
Pero lo que más necesitamos es valentía. Me horroriza ver la poca que hay. Salió a la luz en cientos de conversaciones sobre este libro: mucha gente se manifestó de acuerdo conmigo, pero señaló haber tenido miedo de decir cosas similares en voz alta. Si la gente puede sentirse intimidada por el miedo al ostracismo social, no es de extrañar que se sienta intimidada cuando Trump y Musk empiezan a amenazar con despidos, recortes presupuestarios y deportaciones. No se trata, por supuesto, sólo de Estados Unidos. Lo veo constantemente en Alemania, donde la gente se opone al apoyo incondicional del gobierno alemán al gobierno de Netanyahu, pero no se atreve a decirlo en público.
Hayamos leído o no a Foucault o a Schmitt, nos hemos acostumbrado tanto a la sugerencia de que lo normativo es ingenuo o engañoso, que no sabemos cómo responder al segundo gobierno de Trump,
En tu planteo parece haber cierta cercanía con otras propuestas, quizá no tan actuales, como las de Laclau y Mouffe. Pero, en ese caso, se trata de autores de la izquierda schmittiana que vos criticás: ¿Por qué te parece tan problemática la recuperación de Carl Schmitt en términos teóricos (más allá de su inscripción ideológica)? Otro de los autores apuntados en tu argumentación es Michel Foucault: ¿Por qué considerás que su pensamiento fue nocivo para las izquierdas contemporáneas? ¿Su concepción del poder conduce a cierta impotencia política? Finalmente: ¿Qué tienen en común ambos autores que, en apariencia, resultan tan diferentes?
No he leído a Laclau, pero no siento mucha cercanía con Mouffe. Schmitt no fue nazi por casualidad, y me desconcierta que algunos pensadores de izquierda se sientan atraídos por él. Biográficamente, apoyó a los nazis hasta el día de su muerte, lo cual era simplemente coherente con sus afirmaciones teóricas. «Quien dice 'humanidad' quiere engañarte», una de sus citas más famosas, no es más que la afirmación de que la humanidad no tiene nada en común; hay amigos y enemigos, y esas son las categorías políticas fundamentales. Por ejemplo, no creía que los judíos fueran merecedores de la dignidad humana. Pero la cita también delata un cinismo fundamental hacia cualquiera que actúe por motivos ajenos al afán de poder. Claro que podemos enumerar cientos de casos en los que políticos afirmaron actuar por la humanidad o la justicia y utilizaron esas afirmaciones para disfrazar un afán de poder. La queja se remonta, al menos, a Platón. Pero insistir en que nadie actúa por motivos que no sean mantener o aumentar el poder es una forma elegante de defender el propio fascismo. Difícilmente se lo puede considerar un argumento filosófico. Finalmente, Schmitt no tiene una visión de progreso; creía que el mundo había decaído desde que la Iglesia Católica se liberalizó y el mundo ya no estaba regido por ella.
Foucault, en cambio, es el autor más leído en ciencias sociales y humanidades del mundo, y sus gestos llevaron a muchos a asumir que era de izquierda. Nadie se ve más diferente que Schmitt a primera vista, pero sus opiniones eran bastante similares. Pensaba que la «humanidad» era un concepto inventado en el siglo XVIII y que pronto desaparecería. De hecho, es cierto que fue una invención del siglo XVIII, pero la capacidad de abstraerse de todas las diferencias de apariencia, idioma y estado social, y ver entre esas diferencias una humanidad común, fue un logro, y creo que deberíamos celebrarlo. Y sí, el concepto de poder de Foucault conduce, sin duda, a una especie de impotencia; el poder es tan abarcador que no deja espacio para normas de ningún tipo. Finalmente, su creencia de que cada paso hacia el progreso —como la prohibición del descuartizamiento— conduce a formas más sutiles de dominación, lleva a los lectores a una sensación de nihilismo respecto a cualquier acción política de futuro.
Acabo de esbozar mis críticas aquí y las explico con más detalle en mi libro. Pero algo que Foucault y Schmitt tienen en común es el rechazo de lo normativo; sugieren que las afirmaciones normativas son o bien ingenuamente tontas o bien trucos para disfrazar los verdaderos intereses de la gente. Nos hemos acostumbrado tanto a esta sugerencia, hayamos leído o no a Foucault o a Schmitt, que no sabemos cómo responder al segundo gobierno de Trump, que en la práctica representa un rechazo de lo normativo. Se usa la palabra «transaccional» para describirlo, pero en el fondo se trata de una persona que solo actúa para aumentar su poder; ni siquiera tiene un concepto de lo normativo, aunque comprende que los «ingenuos» recurren a él. Trump nos muestra un mundo donde nadie actúa por ningún motivo que no sea el puro interés propio, donde la justicia se reduce al poder. Con su vulgaridad, lo dice explícitamente: ningún juez tiene derecho a impugnarlo porque obtuvo 80 millones de votos. Rechazar ese mundo significa abrazar ideales normativos, guste o no.
Como ocurre con lo woke, hay otra noción denostada por las nuevas derechas que vos, por el contrario recuperás: el progresismo. ¿Por qué es tan relevante contar con una idea de progreso para las fuerzas de izquierda desde tu punto de vista? ¿Cómo se contrapesan los riesgos que esa retórica trae aparejado (pienso, por ejemplo, la tensión entre progreso económico y ambientalismo)?
Si no reconocemos que ha habido algún progreso en el pasado, no podemos trabajar en pos del progreso en el futuro. Simplemente sucumbiremos al cinismo o la desesperación, que es precisamente lo que la derecha desea. Pero seamos claros sobre lo que significa progreso: en el sentido clásico de progreso hacia la libertad y la dignidad humanas. A veces, esto puede implicar progreso económico: la medicina que duplicó la esperanza de vida humana en el siglo pasado fue un motor de progreso, al igual que las herramientas que ayudaron a mitigar el hambre al aumentar la producción agrícola, o una serie de herramientas —desde lavadoras hasta hornos funcionales— que liberaron a millones de personas, especialmente mujeres, de tareas aburridas y repetitivas que mantenían sus vidas en marcha. Pero el neoliberalismo utiliza este tipo de ejemplos para sugerir que cualquier tipo de crecimiento en sí no sólo es algo bueno, sino que es el parámetro casi exclusivo que mide si a una nación le va bien o no. Me gustaría ver carteles de los grandes vertederos industriales a los que Occidente envía sus productos desgastados con un cartel que diga: "Crecimiento". Porque sabemos que no todo lo que se describe como crecimiento es necesario, pero “crecimiento” es un término tan positivo que es difícil soslayarlo. La “sostenibilidad” simplemente no tiene la misma aura. Pero el neocapitalismo depende de convencernos, mediante miles de millones de dólares en publicidad, de comprar cantidades cada vez mayores de juguetes diseñados, mediante obsolescencia programada, para destruirse al expirar la garantía. Si no desafiamos esa estructura, nuestros hijos no tendrán un planeta digno de vivir.
Andrew Breitbart y otras figuras de la derecha actual dijeron haber estudiado la teoría posmoderna y haber concluido que, si todo es sólo narrativa, basta con construir una narrativa más sólida
La crisis de la democracia contemporánea es, al mismo tiempo, un declive del consenso de los derechos humanos. Ambas comparten cierta noción de igualdad y dignidad. ¿El tribalismo woke ha descuidado la igualdad en pos de agendas particulares? ¿Es, a su modo, el anverso perfecto de las alt-right y, tal vez, cómplices de esa deriva?
Planteaste el problema con exactitud. Y sí, creo que los woke —y sus precursores, las teorías posmodernas y poscoloniales— son cómplices de esta deriva. El pensador de derecha Andrew Breitbart, mentor de Steven Bannon, lo expresó explícitamente: la política es consecuencia de la cultura. Él y otras figuras de la derecha actual también dijeron haber estudiado la teoría posmoderna y haber concluido que, si todo es sólo narrativa, basta con construir una narrativa más sólida. De los teóricos que podrían considerarse posmodernos, sólo Bruno Latour, que yo sepa, reconoció su propia complicidad y se disculpó por ello. Por suerte, supongo, no vivió para ver la proliferación de noticias falsas, pero sí vio cómo su propio trabajo era utilizado por quienes negaban la crisis climática de forma desvergonzada.
Al margen de las inconsistencias ideológicas y los riesgos del tribalismo, aparece con claridad que uno de los límites de los movimientos identitarios es concebir una idea de sociedad futuro: ¿Es preciso recuperar alguna forma de utopía progresista? ¿Ante el fracaso o las promesas incumplidas de los proyectos socialistas concretos u otras formas de progresismo (el bienestarismo europeo, ciertas formas del populismo latinoamericano, etcétera), qué características podría tener ese proyecto?
No utilizo la palabra “utopía”, que, en la formulación original de Tomás Moro, significa “ningún lugar”. Creo que calificar de utópicas las cosas las condena desde el principio. Lo que se necesita para recuperarse es algún tipo de visión socialista (que vaya más allá de las socialdemocracias europeas que, aunque mejores que muchas sociedades, apenas son realmente socialistas).
Recomiendo el libro de la historiadora Penny von Eschen, Paradoxes of Nostalgia. Muestra cuánto era posible a principios de los 90: el no alineamiento, los dividendos de la paz al final de la Guerra Fría, etc. Todavía no había consenso sobre el fracaso del socialismo per se, sino de una forma particular de socialismo de Estado. Von Eschen demuestra cómo una combinación de industria, gobierno y cultura popular se conjugaron para instalar que cualquier forma de socialismo conducía directamente al gulag. No creo que la izquierda se haya recuperado jamás de esta fase ni que haya podido llegar a un acuerdo sobre lo que salió mal en ese proceso. Hasta que no seamos capaces de volver a hablar claramente sobre los ideales socialistas –con mejores alternativas para su realización– no podremos vislumbrar un futuro claro.
En el último capítulo, donde el libro intenta abjurar de cualquier posibilidad de ser leído por derecha y reivindicar su izquierdismo, usted hace un llamamiento (que suena un tanto extemporáneo) a conformar un “frente popular”: ¿Qué imagina cuando propone esa construcción? ¿Con qué actores concretos lo concibe? ¿No sería preciso incluir a mucho de los que hoy se considera “woke”?
Me pregunto por qué creés que el llamamiento es extemporánea; por desgracia, se ha vuelto aún más oportuno y contemporáneo que cuando lo escribí. En Estados Unidos, mucha gente repite la famosa descripción del fascismo de Martin Niemöller: primero vinieron a por los comunistas, pero yo no era comunista, así que no dije nada... etc. Seguro que lo sabés. He vivido en Berlín demasiado tiempo —más de 30 años— como para usar la palabra “fascismo” a la ligera, pero Trump ha tomado el control con más rapidez que los nazis —también fruto de unas elecciones democráticas— en 1933. Y eso sin que se incendiara el Reichstag. Por desgracia, dado que sigue siendo el país más poderoso del mundo, tanto material como simbólicamente, todos estamos amenazados. Por eso, hago un llamamiento inequívoco a una coalición antifascista a nivel internacional. Soy socialista, pero en este momento histórico trabajaría con los liberales, aunque discrepemos profundamente en cuanto a los derechos sociales. Y sin duda incluiría a los woke, a quienes espero persuadir para que acepten las ideas y tácticas genuinamente izquierdistas. Hace tres años, antes de las elecciones intermedias de Estados Unidos, les dije a un grupo de estudiantes neoyorquinos que deberían centrarse menos en los pronombres y más en el derecho al voto, y me encontré con una tormenta de críticas en Twitter por negar la importancia de los pronombres. No creo que eso ocurra ahora, ante los problemas que nos asedian.

Wo­ke

El diccionario llama “polisémica” a las palabras que tienen más de un significado.
Concepto de sonoridad difícil (parece, más bien, el nombre de una nueva enfermedad) pero útil cuando se trata de referirse a la palabra del momento: “woke”. Algo que todos y nadie parecen saber en qué consiste, pero que entendemos está en el nudo de las batallas culturales de nuestra época, y que desborda hoy su significado original, cualquiera que haya sido. Una palabra que devino casi en una acusación, porque casi nadie levanta la mano para decir hoy: “Je suis woke”. ¿Que nombramos cuando la usamos? ¿Es, como piensan algunos, tan sólo la forma más contemporánea de nombrar al clásico progresismo? ¿Es el reemplazo de la vieja lucha de clases por una nueva lucha de géneros y razas? ¿Es la penúltima forma de la izquierda cultural? ¿O, por el contrario, nombra una forma de concebir la identidad propia y ajena que es consustancial a la época y que no respeta y trasciende la división entre derechas e izquierdas? ¿Necesitamos más deconstrucción o más bien una reconstrucción? Ser o no ser woke, esa es la cuestión.


viernes, 22 de enero de 2021

Democracia social ¿un horizonte compartido?: a propósito de la polémica socialdemócrata… @dealgunamanera…

Democracia social ¿un horizonte compartido?: a propósito de la polémica socialdemócrata…  


La democracia social tiene una historia política y conceptual que va mucho más allá del Estado. Una historia de luchas y proyectos sociales que, al calor de estos tiempos y sus desafíos, merece la pena revisar.

© Escrito por Adrián Velázquez Ramírez el jueves 14/01/2021 y publicado por el Periódico Digital La Vanguardia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.

En una reciente nota, Mariano Schuster se propuso examinar los usos del término “socialdemócrata” en el actual discurso político latinoamericano. Usado por la derecha como una manera de tercerizar la crítica al populismo y por izquierda como sinónimo de tibieza, esta histórica tradición política se diluyó en los últimos treinta años a raíz de cierta incapacidad por reinventarse luego de un innegable viraje neoliberal hacia fines del siglo pasado. El impasse ha sido de tal magnitud que no son pocos los que se preguntan si no es mejor terminar el prolongado velatorio, cerrar el cajón y pasar a otra cosa. Ante esta disyuntiva, el texto de Schuster es una bocanada de aire fresco y una convocatoria a repensar si esta tradición todavía tiene algo que ofrecer en la incesante tarea de proyectar horizontes de futuro. 

Desde mi punto de vista, la conversación a la que nos invita Schuster sólo tiene sentido si se aceptan dos postulados que en la práctica han sido difícil de conciliar. En primer lugar, que la socialdemocracia es parte de una casa común más grande (Francisco Reyes dixit) habitada por posiciones ideológicas plurales y diversas que mantienen entre sí interpretaciones a veces francamente antagónicas. En efecto, la actual socialdemocracia puede ubicarse en el árbol genealógico del socialismo democrático. El rechazo a la “dictadura del proletariado” fue sin duda uno de sus aspectos medulares. Acotación crítica que conduce a una -a veces ambigua- sinonimia entre socialismo y democracia. El socialismo sería un fin al que sólo cabría arribar por los medios de la democracia y, a su vez, sólo se puede aspirar al establecimiento de una genuina democracia si se sigue la metodología del socialismo. 

El socialismo sería un fin al que sólo cabría arribar por los medios de la democracia y, a su vez, sólo se puede aspirar al establecimiento de una genuina democracia si se sigue la metodología del socialismo. 

El segundo postulado de la conversación que se abre es que no obstante esta pluralidad ideológica, el socialismo democrático no puede significar cualquier cosa. Por más elástico que sea un concepto, sin un criterio mínimo que permita identificar que pertenece a su campo, este se encuentra condenado a ser el botín de presa de discursos que la definen desde su exterior. Posiblemente haya que buscar en la incapacidad (o incluso la negativa) para discutir y explicitar estos principios la explicación del triste lugar que hoy ocupa el término socialdemocracia en el discurso público. 

Sintetizando: el desafío se trata de reflexionar sobre aquello que habilite la convergencia en la diferencia, de encontrar aquellos principios mínimos que hagan reconocible una identidad común o, por lo menos, que permita reconstruir un sentido de pertenencia compartido. Reconstruir la Casa Grande pasa por dilucidar esta complicada cuestión. 

UN PRINCIPIO: SOCIALIZAR LA VIDA EN COMÚN 


Una forma de acortar el camino de esta titánica tarea es volver al propio objeto que en un principio sostuvo la designación de los partidos socialdemócratas: la democracia social. El término también carga con una buena dosis de ambigüedad y es necesario restituir su sentido original a bien de evitar equívocos. Muchas veces escuchamos a políticos progresistas anunciar la construcción “una democracia con contenido social”. Y aquí mismo empiezan los problemas pues en esta fórmula “lo social” no es un contenido sino una forma y una residencia: identifica la potencia instituyente de la sociedad organizada, conglomerado estructuralmente plural que a través de sus grupos busca participar activamente en la gestión de la vida en común. En efecto, el término «democracia social» surgió primero que nada para señalar una alteridad respecto a la democracia liberal y establecer una crítica a la exclusividad de la representación como único pivote de la política.

Vamos más rápido: durante las primeras décadas del XX, la democracia social era vista como el emergente histórico del movimiento obrero organizado. Identificaba un ámbito extraestatal de construcción del lazo comunitario, con instituciones sociales propias destinadas a permitir y mantener estable la agregación de voluntades individuales que se reconocían como parte de algo más grande, en este caso: una clase popular. 

La democracia social señalaba entonces la emergencia de una sociedad cuya política no se agotaba en la dimensión representativa. Sociedad en la cual el individuo abstracto y autosuficiente encontraba su más radical refutación pues ahí estos individuos siempre se encuentran plenamente inscritos en relaciones de interdependencia, obligados a la solidaridad y a la cooperación. 

En un bello pasaje de  El eclipse de la fraternidad, Antoni Doménech narra cómo, a principios del siglo XX, un miembro del Partido Socialdemócrata Alemán podría educarse en las escuelas y universidades socialdemócratas, acceder a comida mediante la cooperativa, hacer ejercicio en las asociaciones deportivas del partido y “llegada la postrera hora, ser diligentemente enterrado gracias a los servicios de la Sociedad Funeraria Socialdemócrata, con la música de la Internacional convenientemente interpretada por alguna banda socialdemócrata”. Se entiende entonces que el partido era apenas la superficie de un amplio y vigoroso movimiento social de carácter popular. La función del partido era tanto preservar esta forma de vida comunitaria promoviendo la legislación pertinente, así como esforzarse por extender este principio de sociabilidad al resto de la sociedad, pues se pensaba que sólo así se podría trascender el estrecho marco de la sociedad civil liberal, supuestamente conformada por individuos tan autónomos como privados. En América Latina, y más específicamente en Argentina, se pueden atestiguar experiencias equivalentes: algunas de clara raíz socialista y otras, como el peronismo e incluso el radicalismo, de raigambre nacional-popular: casas del pueblo, unidades básicas, ateneos, bibliotecas populares, comités.

La democracia social señalaba entonces la emergencia de una sociedad cuya política no se agotaba en la dimensión representativa. Sociedad en la cual el individuo abstracto y autosuficiente encontraba su más radical refutación pues ahí estos individuos siempre se encuentran plenamente inscritos en relaciones de interdependencia, obligados a la solidaridad y a la cooperación. La democracia social identificaba un desborde respecto al dispositivo del liberalismo y una forma de vida colectiva que aspiraba a cristalizarse en instituciones muy concretas. 

Hoy, huérfanos melancólicos del welfere state, cuando alguien nos dice democracia social casi siempre entendemos ampliación de la política social. Sin duda este es un objetivo noble y urgente, pero en su formulación original la ampliación de derechos sociales era subsidiaria de un objetivo más amplio y ambicioso: asegurar las condiciones para el desarrollo de esta vida comunitaria y consolidar el arribo de una verdadera polis. La penuria socialdemócrata empezó cuando en la posguerra sacrificó lo prioritario para asegurar lo complementario y se volvió destino amargo cuando empeñó lo complementario por estabilidad económica, libre mercado y consumo. 

UNA TESIS CENTRAL: LA DEMOCRACIA Y EL CAPITALISMO TIENEN LÓGICAS CONTRADICTORIAS 


Como bien afirma Sheri Berman, en el primer tercio del siglo XX la primacía de la política fue una de las características de la teoría política que siguieron los partidos socialdemócratas. Esto se materializaba en una cuestión muy específica y urgente: subordinación de la economía de mercado a la democracia. Este objetivo no se conformaba con dibujar un capitalismo con rostro humano ni una economía social de mercado (rúbrica con la cual el SPD y la Democracia Cristiana intentaron disimular el desmantelamiento de la economía política de la RDA luego de 1989). La tesis de fondo era que la lógica democrática y la lógica capitalista resultaban a todas luces incompatibles y que subordinar la economía al imperativo democrático equivalía a transitar el lento, gradual pero firme camino al socialismo.  

Ahora bien, en tanto hemos dicho que la amplia familia del socialismo democrático se caracterizó por un meditado rechazo a la vía bolchevique, es necesario precisar qué se entendía por subordinación de la economía a la lógica democrática. El tópico ameritó grandes discusiones en los partidos socialdemócratas en donde se plantearon posiciones distintas y divergentes. Sin embargo, durante esa maravillosa efervescencia que caracterizó el periodo en entreguerras, el objetivo en común fue el de tratar de pensar instituciones que aseguraran la participación de los grupos sociales en la conducción económica. Planificación no quiere decir aquí otra cosa que economía democráticamente establecida, introduciendo con ello un elemento socializador que entraba en directa contradicción con la árida búsqueda de la ganancia privada. Si bien algunas posturas le otorgaban al Estado un papel central, tampoco la cuestión se reducía a este único ámbito. De nuevo, la idea de democracia social ofrecía un imaginario instituyente que funcionaba de vector de nobles creaciones: cooperativas de producción y consumo, democracia de consejos, co-gestión del lugar de trabajo, representación funcional y corporativa, derechos de participación económica, fueron tan sólo algunos de los dispositivos que se pensaron con el objetivo de reinscribir el hecho económico en el seno de la vida social total (es decir aquella que nos involucra a todos). 

El horizonte democrático socialista había parido un nuevo concepto de libertad, uno que tenía su razón de ser en la mutua imbricación del individuo con sus semejantes, mismos que no eran obstáculos de su libre albedrío sino la propia condición de su libertad. Libertad, entonces, social: es decir, interdependiente, compleja. La democracia social se presentaba como el único dispositivo capaz de gestionar este nuevo tipo de libertad. 

En distintos lugares se incorporaron garantías para darle un cauce legal a esta nueva relación entre democracia y capitalismo. Apareció la idea de una “función social de la propiedad” y pobló toda una nueva generación de Constituciones. Se inscribió lo mismo en Weimar y en la II República Española que en la Constitución peronista del 49 -tantas veces negada-. Convertida en doctrina de derecho administrativo permitió la nacionalización de los recursos y el reparto agrario en el México de Cárdenas. Se colocaba así el tapial que clausuraba la época en la cual la propiedad era entendida como un derecho natural y absoluto. Sin embargo, para bien y para mal, la historia no está hecha de irreversibles.   

Ya en amanecer de la posguerra, en su polémica con Hayek quien recientemente había publicado Caminos de la servidumbre (1944), el historiador económico húngaro Karl Polanyi, exiliado en Austria durante los gobiernos socialdemócratas de la “Viena Roja”, buscó responder a las objeciones de su rival neoliberal introduciendo un último capítulo a esa magna obra que es La Gran Transformación (1944). Ante la advertencia de Hayek respecto a que toda reivindicación de justicia social producía una interferencia con el libre mercado y conducía fatalmente a la erosión de la libertad individual, Polanyi señalaba que la emergencia de la “realidad social” había clausurado definitivamente la utopía liberal del siglo XIX. El horizonte democrático socialista había parido un nuevo concepto de libertad, uno que tenía su razón de ser en la mutua imbricación del individuo con sus semejantes, mismos que no eran obstáculos de su libre albedrío sino la propia condición de su libertad. Libertad, entonces, social: es decir, interdependiente, compleja. La democracia social se presentaba como el único dispositivo capaz de gestionar este nuevo tipo de libertad. 

¿Y AMÉRICA LATINA? ¿EL POPULISMO COMO SOCIALISMO DEMOCRÁTICO? 


Concedamos, por lo menos como hipótesis exploratoria, que la democracia social entendida en estos términos puede funcionar como uno de los principios mínimos que sostienen esa Casa Grande que es el socialismo democrático (por lo menos una de sus columnas o apenas una pared). Esto tal vez tenga una ventaja secundaria: nos permite repensar la relación entre socialismo, populismo y democracia bajo una óptica diferente.  

Sin duda no se trata de equiparar nuestro excepcional y multiforme populismo latinoamericano con la gastada socialdemocracia europea pues, muy a pesar de los politólogos, la única certeza que tenemos hasta aquí es no hay modelos, sólo búsqueda y aventura. Por el contrario, se trata de algo más modesto, de mostrar que pese a las diferencias podemos encontrar algunos vasos comunicantes. También por cierto de la posibilidad de descubrir y reconstruir un imaginario radical compartido vinculado a la tarea de expandir y complejizar el principio de soberanía popular, entendida como la posibilidad de una nación de convertirse en eso que Castoriadis identificaba como una sociedad autónoma y que, por cierto, no excluía a los grandes líderes. Grandes nombres hubo siempre. 

No se trata de equiparar nuestro excepcional y multiforme populismo latinoamericano con la gastada socialdemocracia europea pues, muy a pesar de los politólogos, la única certeza que tenemos hasta aquí es no hay modelos, sólo búsqueda y aventura. 

Un ejemplo: Lázaro Cárdenas es considerado como un populista latinoamericano clásico. Sin embargo, el «Tata» entendió su empresa política como la búsqueda de una vía mexicana al socialismo. Desde esta óptica se propuso organizar el conflicto de clases para convertirlo en el motor de un ascendente proceso de socialización del Estado y de la vida pública. De tal manera que “la lucha económica y social ya no será entonces la diaria e inútil batalla del individuo contra el individuo, sino la contienda corporativa de la cual ha de surgir la justicia y el mejoramiento para todos los hombres» (LC, 1934). 

Restituir estos imaginarios compartidos puede rehabilitar la discusión sobre esta «presencia ausente», como en otro lado Fernando Suárez definió la relación de América Latina con esa longeva tradición socialdemócrata no sólo irreductible a los buenos modales que pretende la derecha, sino profundamente transformadora y plebeya. 

(*) ADRIÁN VELÁZQUEZ RAMÍREZ

INVESTIGADOR DEL CENTRO DE INVESTIGACIONES EN HISTORIA CONCEPTUAL (UNSAM). AUTOR DEL LIBRO “LA DEMOCRACIA COMO MANDATO. RADICALISMO Y PERONISMO EN LA TRANSICIÓN ARGENTINA” (IMAGO MUNDI, 2019).




miércoles, 8 de enero de 2020

De la primera hora… @dealgunamanera...

De la primera hora…


El candidato no es el proyecto. El candidato es el candidato. El único Albertista de la primera hora fue Alberto Fernández.

© Escrito por Mariano Schuster y Fernando Manuel Suárez el lunes 12/08/2019 y publicado por el Diario La Vanguardia - Órgano Oficial del Partido Socialista - de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina.

¿Quién fue el primer Albertista entre tantos primeros Albertista? ¿Quién dijo primero: Alberto conducción? ¿Quién dio el grito inicial? ¿Quién se levantó, se dio una ducha, y salió a la calle convencido a gritar: Alberto puede coser la herida, Alberto puede cerrar la grieta, Alberto puede luchar contra la Argentina de la desigualdad? ¿Quién dijo: yo imaginé a Alberto hablando con la voz rasposa de Raúl Alfonsín frente a un auditorio peronista? ¿Quién dijo por primera vez: Alberto, (re)fundador del Tercer Movimiento Histórico?

No fuimos nosotros. Y no fue nadie. Pero menos nosotros, los que tecleamos acá. Ayer votamos distinto. Uno a Alberto, otro a Lavagna. ¿Cómo podríamos ser Albertista de la primera hora cuando todavía no llegó la hora? No. No somos Albertista de la primera hora. Igual que no lo son los Albertista de la primera hora. Porque la primera hora de un político es suya. Le pertenece. Es su poesía. Su verso libre. Y cada cual, en esta patria, tiene derecho a cantar su canción. Canción con todos.

La primera hora de un político es suya. Le pertenece. Es su poesía. Su verso libre. Y cada cual, en esta patria, tiene derecho a cantar su canción. Canción con todos.

No. No lo son los que antes de ayer criticaban su paso al costado durante el último gobierno de Cristina. No lo son los que lo veían como un moderado. No lo son los que decían “Lo votamos, pero no es Cristina”. No lo son los de Macri. No lo son los de Lavagna. Ni siquiera lo son los que se entusiasmaron el día en que anunciaron su candidatura. Hay un solo Albertista de la primera hora: Alberto Fernández. Cancelemos el  “yo la vi”. Porque quizás no la vio ni él. Y ahí está. Medio visto de reojo por la historia de esta patria exótica, irreproducible. La política necesita de todos, pero la hace el político.


Los grandes políticos tienen nombre propio: se llaman Roca o Perón, se llaman Alfonsín o Duhalde. Están ahí para coser desde las alturas lo que está roto abajo. No valen los que podrían haber sido. Sí, son grandes hombres y mujeres peleando el ascenso. Ellos también hacen la patria pero, al final, la patria es otro. Digámoslo con los propios: Alfredo Palacios planteó los derechos sociales, pero los puso Perón. El voto femenino lo reclamó Alicia Moreau de Justo, pero lo clavó Evita en el ángulo. El fin de la dictadura fue una lucha de la izquierda, pero lo dirigió Alfonsín. El fin de la grieta lo podía poner Lavagna: pero parece que tiene otro nombre. El de un hombre que se crió en ella, la alimentó y la padeció. La política es hermosa porque es así: algo menos que ideología, algo más que cinismo.

El fin de la grieta lo podía poner Lavagna: pero parece que tiene otro nombre. El de un hombre que se crió en ella, la alimentó y la padeció. La política es hermosa porque es así: algo menos que ideología, algo más que cinismo.

Alberto puede ser presidente: un rosquero que da un paso al frente. Alberto presidente: ¿la Argentina torcuatista que mira el sol naciente? Alberto presidente: un país para los armadores. Para los que están en las sombras, como a la sombra estamos todos. La gran política hecha por un pequeño hombre. El tiempo de los héroes que retrataba Carlyle. Pero el tiempo de los héroes de adentro: de los que la remaron con acuerdos y roscas, en mesas de café y restoranes. Todos somos cuentapropistas en alguna organización. Argentina es eso: emprendedores de una vida difícil, necesitados de Estado.


Una historia nacional: ¿qué vino primero, el Estado o la sociedad civil? Arriesguemos: la sociedad civil. Círculos obreros, clubes de pescadores, almaceneros, hombres y mujeres desperdigados en carnicerías, en verdulerías, en puestos de diario. Se organizaron, pero un país no se hace con auto organización. Entonces, vino el Estado. Liberalismo o anarquismo, socialismo o radicalismo, y, finalmente, el peronismo, los peronismos. La pluralidad caótica de una sociedad surcada por diferencias y tensiones, frente a la promesa de un Estado de Bienestar Social que nunca se cumplió del todo.

Todo eso convive en la Argentina, en su pasado y en su presente, pero en realidad debemos lograr convivir. Si no es con todos adentro, será la historia de un nuevo fracaso. Y cada fracaso es más doloroso, más injusto, más perdurable. Una cicatriz más en el rostro de una Argentina que duele, que sufre por los que menos tienen. Alberto tiene el desafío de mirar de frente a esa Argentina que, para algunos, ya fue. Al pasado también se lo puede mirar para hacer algo de futuro.

El duranbarbismo creyó algo imposible: que en Argentina se podía hacer un experimento social a cielo abierto. Un futurismo sin futuro. Y sin gente.

Falló el algoritmo: en Argentina existen los seres humanos. Y la política. Que, a veces, le gana a la ideología. A esa que solo se escucha a sí misma: aunque cante la canción de la izquierda, aunque cante la canción de la derecha.
El duranbarbismo creyó algo imposible: que en Argentina se podía hacer un experimento social a cielo abierto. Un futurismo sin futuro. Y sin gente. Falló el algoritmo: en Argentina existen los seres humanos. Y la política.

Ahora, sin embargo, el enemigo ya no parece ser Durán Barba, ni siquiera Macri o la “invencible” Vidal. Ahora será la incertidumbre y las expectativas de los propios. El “vamos por todo” tiene que ser “volvimos con todos”, pero construir esa alquimia en una sociedad rota y desconfiada, es tarea para valientes. La legitimidad es el aire que insufla toda democracia, con los nombres propios, con la ciudadanía silenciosa, con los que ganaron y los que siempre pierden. De eso vivimos y no debemos dejarlo morir. 

No pasa muchas veces en la vida. Algunos votamos distinto pero nos sentimos igualmente ganadores. El triunfo que implica vivir en democracia, aunque olvidemos seguido el sinuoso camino que nos trajo hasta acá. Es un capital político colectivo, un diamante en bruto pluralista y heterogéneo, una moto que hay que saber manejar para que no volemos todos por los aires.

El macrismo se quedó solo cantando en voz baja “quisiera que esto dure para siempre”. Pero Fabiana Cantilo sabe más de la democracia: “porque nada es para siempre”. Eso lo supo también Cristina. La del gran aporte a la que muchos –nosotros, porque hay que hacerse cargo- criticamos (aunque no le importara a nadie, quizás tampoco a nosotros). Dio un paso al costado.

En la grieta algunos aprendieron a nadar, a favor o contracorriente, pero se ahogan siempre los mismos. De lo que se trata es de recuperar a los ahogados. Porque las victorias son colectivas. Pero las derrotas también. La voz carrasposa de Alberto, casi una emulación de Alfonsín, parecía decir eso: vamos a un futuro mejor. Pero hay que gobernar. “Sin jorobar a nadie, tratando de ayudar a todo el mundo y no complicándole la vida a ningún argentino”, dijo una vez un presidente. Ojalá sea así.