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sábado, 19 de julio de 2014

Reportaje al Doctor Luis Fondebrider... De Alguna Manera...


“Nuestra tarea es reconstruir la vida de una persona”…

Experiencia. “Debemos desentrañar la ‘logia’ que existía para hacer desaparecer a las personas. De esta manera podemos trazar hipótesis acerca de quién o quiénes pueden estar en una sepultura determinada”. Foto: Enrique Abbate

A treinta años de su fundación, el presidente del Equipo Argentino de Antropología Forense destacó la recuperación de 1.200 cuerpos y la identificación de 620 desaparecidos durante la dictadura militar. Su legado en América Latina, Africa y Europa del Este. El trabajo con las víctimas de los narcotraficantes en México.

Aquellos primeros meses de la democracia recuperada son inolvidables. Y uno de los hechos relevantes fue, en mayo de 1984, la formación del Equipo Argentino de Antropología Forense, que hoy recorre el mundo con las más altas muestras de estima y respeto.

—En aquel momento –recuerda el doctor Luis Fondebrider– nos convocó el doctor Clyde Snow (famoso antropólogo recientemente fallecido) para las exhumaciones que se iban a realizar en el Gran Buenos Aires, particularmente en la zona de San Isidro.

Clyde Snow llegaba a la Argentina precedido por la fama mundial que rodeaba las identificaciones de restos famosos, como en el caso del conocido nazi Mengele.

—Snow había sido convocado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y por las Abuelas de Plaza de Mayo –explica Fondebrider–. En un principio el doctor Snow pide ayuda al Colegio de Graduados en Antropología y, al advertir una respuesta poco clara, decide formar un equipo de gente joven. En aquel momento el traductor de la delegación, un colaborador de Abuelas, le advierte que tiene un grupo de amigos que están terminando la carrera de Antropología. Cuando nos avisan que “hay un gringo que quiere hacer exhumaciones” varios nos acercamos a Snow. Queríamos que se realizaran exhumaciones bien hechas y, después de conversar con él, le pedimos un día para pensarlo. Finalmente nos sumamos al trabajo y al día siguiente fuimos con él a un cementerio de San Isidro. Allí nos inquietó observar que había mucha policía, presencia de varios jueces, forenses y familiares, pero Snow fue terminante: “No se preocupen –nos dijo–, yo estoy a cargo…”. Y de este modo, bajo su dirección, realizamos la primera exhumación científica en Argentina.

—¿Hay muchos equipos en el mundo que realizan la tarea que cumplen ustedes hoy?
—Hay equipos que están trabajando en sus propios países. Por ejemplo, en Guatemala, la Fundación de Antropología Forense guatemalteca que, en 1992, nosotros ayudamos a crear y a entrenarse. Luego, en años posteriores, se creó el equipo de Perú. También una organización en Bosnia, en los Balcanes. Hay un equipo en Estados Unidos, pero somos los más antiguos en habernos dedicado totalmente al área de investigación en este tipo de casos de violencia política, étnica y religiosa y violaciones a los derechos humanos.

—¿En este momento ustedes están trabajando también en México?
—Sí, allí empezamos en 2004 en Ciudad Juárez y Chihuahua donde, desde 1993, cientos de mujeres no identificadas han sido asesinadas. Hemos logrado identificar a 33 mujeres y también hemos comenzado a trabajar en un proyecto muy grande, el Proyecto Frontera, sobre migrantes desaparecidos. Este proyecto se relaciona con la identificación de cuerpos de ciudadanos mexicanos o centroamericanos que, en su camino hacia los Estados Unidos, han desaparecido o han sido asesinados. En este caso sus cuerpos quedan en México o en las morgues de Estados Unidos, fundamentalmente en los estados de Texas y Arizona, y tratamos de armar una red gubernamental y no gubernamental con los familiares para poder devolverles los cuerpos una vez identificados.

—¿Las causas de estas muertes han quedado establecidas?
—En muchos casos la causa de muerte permanece indeterminada. Trabajamos con patólogos forenses a los que hemos invitado a colaborar con el equipo y revisamos la causa de muerte.

—Cuando hablábamos recién de los grupos de antropólogos que funcionan en el mundo pensamos que son desprendimientos del equipo de ustedes, ¿no es cierto?
—De alguna manera, junto al doctor Snow, nosotros visitamos esos países donde científicos jóvenes, al igual que lo ocurrido con nosotros, buscaban hacer algo por su país. Sí, es verdad: junto con ellos hemos dado el puntapié inicial. También en Chipre, donde estamos trabajando desde hace varios años, y en Sudáfrica, donde entrenamos a un grupo de jóvenes locales. Lo ideal es que no exista una dependencia con nosotros sino que se logre crear una cooperación con capacidad local que luego pueda seguir trabajando por su cuenta sin depender de una organización. Estimulamos los desarrollos locales.

—Sin duda el trabajo de un antropólogo forense requiere mucha paciencia. Tenemos entendido que para identificar un cuerpo los tiempos son largos.
—Sí, hay casos en Argentina que han requerido veinte o veinticinco años para ser identificados. Y esto tiene que ver con que, por un lado, lo que encontramos son huesos y no cadáveres. Es decir que no hay huellas dactilares. No hay una cara para reconocer. Encontramos entonces señales mucho más específicas en los huesos. Por ejemplo, una enfermedad o alguna fractura. También en los dientes y, últimamente, en la genética. Pero al mismo tiempo esto implica entender cómo desaparece una persona. Lo que significa para nosotros, en el caso de Argentina, reconstruir cómo funcionaba el Estado en los años 70; qué área de las Fuerzas Armadas hacía tal o cual cosa; qué área de la policía. También cómo se dividió el país, y esto porque debemos desentrañar la “logia” que existía para hacer desaparecer a las personas. De esta manera podemos trazar hipótesis acerca de quién o quiénes pueden estar en una sepultura determinada.

—En estos casos, ¿cómo es el camino a seguir?
—Es rastrear lo que ha dejado el Estado. Por ejemplo, una huella dactilar en un expediente judicial, un libro de ingreso de cadáveres en el cementerio, certificados de defunción. Es decir que, al igual que en la Alemania nazi, cuando llegaba un tren a un campo de exterminio había un señor, un burócrata, que tomaba nota de cuántas personas había en cada vagón. Aquí sucedía algo parecido: también había un funcionario que tomaba nota de los cuerpos que aparecían en la calle o cuándo ingresaban en un cementerio. Es decir, mientras una parte del Estado mataba casi clandestinamente, otra parte del Estado, oficial, procesaba esas muertes. Esta documentación es la que permite, en Argentina y también en otros países, seguir la línea de lo que sucede desde el momento en que desaparece una persona hasta que encontramos sus restos en una sepultura.

—Ustedes también intervinieron en los casos de la gente que fue arrojada al Río de la Plata desde aviones militares. Recuerdo, por ejemplo, en el caso de las monjas francesas, que una de ellas fue encontrada en las orillas del Río de la Plata.
—Entre 1976 y 1978 aparecieron en las costas uruguayas y argentinas alrededor de setenta cuerpos de personas que, se presume, fueron arrojadas desde helicópteros o aviones en el Río de la Plata y luego, transportadas por las mareas, llegaron a la orilla del lado argentino. De esos cuerpos se sacaron fotos, muchas veces huellas dactilares y, en el caso de Uruguay, fueron enterrados en los cementerios de Colonia, Rocha, en diferentes lugares. Y, en el caso argentino, en todo el Municipio de la Costa. Se recuperaron, en algunos cementerios, alrededor de 25 cuerpos de los cuales cinco correspondían a personas que fueron vistas secuestradas en la ESMA. Por ejemplo, el caso de Léonie Duquet, una de las religiosas francesas, y cuatro miembros de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo. A estas últimas pudimos recuperarlas, en el año 2005, en un cementerio de General Lavalle. Fue posible identificarlas, restituir los restos a sus familiares y aportar evidencia científica en los procesos judiciales que se siguen realizando contra los responsables.

—Incluso, entre estos casos, recuerdo el de un chico: Floreal Avellaneda.
—Sí, el caso de Floreal, un chico muy jovencito, no fue parte de nuestro trabajo pero el cuerpo de ese chico asesinado fue encontrado en su momento en el Río de la Plata.

—Volviendo a la creación del Equipo Argentino de Antropología, es importante recordar que, cuando se fundó, ustedes eran tan jóvenes que incluso algunos no habían terminado la carrera. Les faltaban una o dos materias para recibirse, ¿no?
—En 1984 yo era estudiante de primer año en la facultad, pero mis compañeros iniciales estaban más avanzados. Hice la excavación inicial con el doctor Snow y con la presencia de Hernán Vidal, un compañero que ya era arqueólogo recibido. Básicamente se puede decir que durante los tres primeros años Snow estuvo con nosotros en la Argentina, manifestando así una enorme generosidad, casi sin recibir un salario específico y, reitero, fue la persona que nos formó y nos entrenó en algo que, más allá del estudio específico de un esqueleto, nos enseñó que el científico tiene una responsabilidad social y debe contar con una visión mucho más amplia que va más allá del cuerpo. Tiene que saber interpretar y buscar los datos, los documentos que ha dejado el Estado, y unir todo eso en una investigación.

—Sí, lo que vos mencionabas recién: a veces una huella dactilar es todo un camino. ¿En qué archivos encontraron datos importantes?
—Por ejemplo, en el caso de las Madres que aparecieron en el Río de la Plata, había varios expedientes correspondientes al momento en el que levantan esos cuerpos en diciembre de 1977. Venían de la ESMA y quedaron en esa zona de la costa. Había un expediente policial normal, sacaron fotos de los cuerpos. También encontramos una autopsia y una huella en mal estado de una de esas personas. Años después, lo que hicimos fue, con autorización judicial, pedirle al Registro Nacional de las Personas todas las huellas dactilares de las personas desaparecidas y las comparamos con todos los cuerpos. Por ejemplo, esto era el indicio de que esa persona que había sido secuestrada en el grupo de la iglesia de la Santa Cruz no era otra persona. Este es el tipo de datos que nos permiten acotar la búsqueda y comparar un cuerpo con todos los desaparecidos de la Argentina.

—Una tarea de una dedicación y una paciencia impresionantes. Por eso, a veces, ha llevado años.
—Sí, lleva años porque no es fácil encontrar los documentos. Argentina y otros países no han tenido una política de preservar archivos, a veces estos están en malas condiciones y también, cuando comenzaron los juicios en 1985, los expedientes se leían con unas urgencias propias de esos momentos: había que probar uno o varios casos. Con el paso del tiempo nosotros hemos armado una base de datos con elementos informáticos y un poco más de paciencia, que implica una visión más amplia de lo que es un rompecabezas. A veces esto nos ha permitido unir un dato, que aparecía en el medio de miles de otros datos, y darle una continuidad hasta llegar a una sepultura específica. Como recordaba recién, en abril de 1985 comienzan los juicios a las tres primeras juntas de la dictadura militar. Snow declara en ese mes de abril acerca de dos casos en los que trabajamos con él. Uno, en Mar del Plata. El caso de Liliana Pereyra, que estaba embarazada. Luego, su madre recuperó aquel bebé. El testimonio del doctor Snow marcó una bisagra en el sentido de que se estaban aportando elementos más allá de los testimonios y de los escritos. Hablamos de una evidencia concreta de algo que las Fuerzas Armadas sostenían que había sido un enfrentamiento cuando, en realidad, se trataba de una persona que había sido ejecutada a sangre fría. Esto permitió el análisis científico que hizo Snow y que describió en el juicio.

—¿Cuánta gente hay hoy en el Equipo Argentino?
—En este momento, contando todas las oficinas, somos cincuenta personas y, en Argentina, alrededor de treinta básicamente en Buenos Aires, en Córdoba y en Rosario, donde tenemos otras dos oficinas que nos permiten cubrir toda la demanda argentina y también algunos trabajos fuera del país.

—De los antropólogos fundadores, ¿quiénes han quedado trabajando?
—Quedamos Mercedes Doretti, Patricia Bernardi y yo, pero muy rápidamente se fue incorporando otra gente, y quizás el cambio más grande fue cuando, hace 12 o 13 años, comenzó a trabajar con nosotros una camada de unos 15 jóvenes que son un poco la cadena de transmisión y de recambio que tiene el equipo. Hoy son científicos con una experiencia interesante, y siguen trabajando con nosotros.

—¿Son egresados de la UBA?
—Sí, y también de La Plata, adonde íbamos a dar charlas que hicieron que se acercaran a nosotros. En su momento entraron como voluntarios y se fueron incorporando al equipo en diferentes tareas. Esto trajo un impulso muy fuerte a nuestro trabajo, y yo diría que los que vamos poniéndonos más grandes debemos pasar nuestra experiencia a los jóvenes y, a la vez, también aprender de ellos. Hoy día son una parte vital del equipo.

—Bueno, ustedes eran muy jóvenes pero hoy siguen siendo jóvenes. Lo notable es que tienen una vida en contacto permanente con la muerte. Algo muy impresionante. Debe ser un tema difícil de aceptar.
—Muchas veces decimos también que el trabajo tiene más que ver con la vida que con la muerte, porque si bien trabajamos en sepulturas y con cuerpos, desde el principio, muy intuitivamente y sin planificarlo, nos pareció que esto se hacía con los familiares y no solamente “para” los familiares que nos visitan constantemente. Tenemos contacto con ellos. Hay gente que fue militante en aquellos años y nos aporta información, y creo que lo que parece algo muy relacionado con la muerte termina siendo otra cosa: nuestra tarea es reconstruir la vida de una persona. Son microhistorias de todos aquellos a quienes hemos podido identificar, y esa persona a la que se le quiso quitar la identidad ahora, a través de nuestro trabajo, ha quedado reinsertada en la sociedad sabiendo quién era, cuáles fueron sus planes y sus sueños, quiénes formaron su familia. Es una manera de arrancar a esa persona de una sepultura y volver a ubicarla en la sociedad. Es una acción micro, muy chiquitita, la que hacemos, pero creo que justamente eso permite que el trabajo también sea muy cercano a la vida o que para nosotros esté muy relacionado con ella.

—Además, en el mundo han surgido nuevas víctimas y nuevos victimarios. Me refiero, por ejemplo, al tema del narcotráfico.
—Sí, también nos enfrentamos con eso. Es la tarea que estamos haciendo en México, con problemáticas a las que no estábamos acostumbrados, y a partir de 2003, con el trabajo en Ciudad Juárez, nos dimos cuenta de que era otra forma de matar; otra forma de eliminar a las personas y en un contexto de seguridad mucho más complejo. Hay complicidad del Estado y familiares que esperaban a sus hijos vivos. Esto implicó una forma de aprendizaje y metodología totalmente diferentes, y también significó que, sin haberlo deseado, nos convirtiéramos en una referencia para los familiares no sólo en México sino en otros países de Centroamérica que sufren este drama de las migraciones que hoy es universal. Gente desplazada que pierde a sus familiares, desaparece y muere. Pero, volviendo a la Argentina, en estos treinta años hemos recuperado unos 1.200 cuerpos, de los cuales 620 ya han sido identificados.

El tema es tan profundo y doloroso como la historia de la humanidad. Esperemos que las sociedades actuales sepan valorar y atesorar la experiencia a la que este Equipo Argentino ha dedicado los últimos treinta años.

© Escrito por Magdalena Ruíz Guiñazú y publicado el Domingo 06/07/2014 por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.



domingo, 22 de julio de 2012

Reportaje a Nacha Guevara y Alberto Favero... De Alguna Manera...

"Entre nosotros hay química en el escenario"...

Variedad de las obras. "No hay un tipo de material en nuestros espectáculos. Los shows que hacemos en general tienen autores diversos, épocas y estilos de todo tipo. Y esto es fantástico porque es también un gran entrenamiento".

Marido y mujer en el pasado, desde siempre han conformado una prolífica pareja artística, que ha desarrollado obras inolvidables. Ahora vuelven con una renovada versión de uno de sus clásicos, Mucho más que dos, inspirado en textos del uruguayo Mario Benedetti.

Vuelve el maravilloso espectáculo en el que Nacha y Favero convocaron a los públicos más diversos.

—¿Cuál fue la primera versión?

Nacha hace memoria:

—Me parece que fue en el Di Tella, pero era otra forma. Cambió por completo.

—Era la famosa línea de la canción Te quiero, completa Favero.

—Claro, fue en el Di Tella –insiste Nacha–. Pero ahí todavía él (señala a Alberto) no estaba. Yo diría que tomó la forma que tiene hoy y que se convirtió en un clásico nuestro en México. En el exilio. Fue (y sigue siendo) un espectáculo “abrepuertas”. Un espectáculo que es como una llave mágica que no falla en ninguna parte.

—Yo me acuerdo, como una especie de señal de supervivencia del destino, de que cuando la Triple A los persiguió a ustedes hasta el aeropuerto de Ezeiza, a vos, Nacha, se te cayó la valija y todo el contenido se desparramó por el suelo. La vida de ustedes corría peligro.

—Pasaron tantas cosas –suspira Nacha–. Y esa salida ocurrió dos veces porque nosotros volvimos al país (a pesar de las amenazas) y, en la segunda oportunidad, en el mismo año, nos pusieron una bomba. Recuerdo muy bien que la segunda vez un par de guardespaldas me sacó hasta el avión, uno de cada brazo, sin siquiera tocar el piso. Pasé como flotando por el aeropuerto y recuerdo muy bien a los amigos que se animaron a ir a despedirnos. Gente que nos metía plata en los bolsillos para que pudiéramos irnos. Toda una cosa tremenda. Los chicos saliendo de Ezeiza por otro lado porque la situación era muy peligrosa. Tanto es así que recién nos reencontramos arriba del avión. Bueno, en todo eso es posible que se me haya caído una valija.

—Volviendo, entonces, a “Mucho más que dos”, la versión que vemos en el SHA no ha perdido nada a lo largo de los años.

—Bueno, hay ahora algunas variantes en el repertorio –explica Favero–. Es tanto el material que tenemos que no vamos a hacer siempre lo mismo, porque nos aburriríamos. Desde aquel tiempo hay algunas diferencias. Por supuesto que hay Benedetti. La gente me pregunta “¿hay Benedetti?”. Obviamente, sí. Pero no es todo Benedetti. Por ejemplo, hay un Benedetti que tiene que ver con el último, el más universal. Tiene que ver con las Canciones de amor y desamor, con las canciones del exilio y el reencuentro con la libertad. Por eso te decía que es más universal que el de las letras de emergencia cuyos versos eran para cantar, un material digamos más periodístico.

—Y en estos casos, siendo los dos tan talentosos, ¿quién elige?

Hay un pequeño silencio y luego, Nacha:

—En general, ¡elijo yo! Y te diré que elijo muy intuitivamente. Me gusta o no me gusta, más allá de los contenidos. Porque hay cosas que pueden tener contenidos pero son espantosas. En cambio, hay otras que aparentemente no tienen un contenido y son muy bellas. Y ése es su contenido. La belleza es un contenido. De modo que yo me rijo por lo que me hace sentir el material con el que vamos a trabajar. Si le encuentro alguna emoción, alguna cosa que presiento que va a ser el momento importante. En general la primera audición es la que no te engaña nunca. Después entra la mente, ¿viste?, pero “sentir” un material hace que uno diga “poner esto en escena sería bueno”. En esos casos se lo transmito a Alberto.

—Y esto no ocurre sólo con Benedetti. En general, es así –agrega Favero–. Nos ocurrió también con el material de Jorge de la Vega.

—Esto es algo de pura intuición –dice Nacha–. Y después viene el “trabajo” en el que Alberto interviene y mejora mucho el material. Y te explico por qué: Favero tiene algo que poseen muy pocos músicos. Aparte de su formación musical extraordinaria tiene también instinto teatral. ¡Y eso no se aprende! ¡Se desarrolla pero no se aprende! Si no se tiene, no se tiene. Te estoy hablando del instinto del drama musical, de lo que cuenta la música. Entonces, para lo que yo hago, eso es ideal.

—En otro reportaje que te hicimos recuerdo que mencionábamos, por ejemplo que, en “Evita”, a diferencia de la versión de Lloyd Weber, había una mayor cantidad de temas.

—Más melodías –corrige Nacha–. El de Alberto es un musical lleno de melodías. Parece que, en cambio, Weber las ahorra. Sí, por aquello de “¡pongo una para este musical y guardo otra para el musical que viene!”.

—A lo mejor yo tengo más melodías, pero él tiene más dólares –se burla Favero.

—Suele ocurrir. Pero también, más allá de la vida, el hecho de que ustedes hayan podido seguir trabajando juntos indica que parecería existir una especie de radar entre los dos para poder definir los roles, ¿no?

—Yo diría de química –aclara Favero–. Hay una química en el escenario. En una época se dio fuera del escenario y, ahora, de algún modo, somos muy buenos compañeros y yo creo que se debe básicamente a una química respecto del arte y del teatro. Nos entendemos bastante bien. Ella me entiende, y viceversa. Hay como mucha experiencia, mucho camino recorrido y mucho material ya hecho por nosotros. Y lo del camino recorrido vale en términos estéticos.

—No hay solamente un tipo de material. Los hay disímiles –tercia Nacha–, porque los shows que nosotros hacemos en general tienen autores diversos y épocas y estilos de todo tipo. Y esto es fantástico porque es también un gran entrenamiento. Pero para que eso no sea un mamarracho tiene que haber un intérprete que sepa guiar por debajo y un músico que conozca todos los estilos y sepa unirlos para que no parezca un festival de fin de curso.

—Y justamente hablando de alumnos y graduados, mientras te esperábamos, Alberto, comentábamos con Nacha acerca de lo que ocurre con las nuevas generaciones y el tango. Es algo tan extraño porque, así como para nosotros era absolutamente natural bailar tango, estos chicos toman clases como si se tratara de una materia más.

—Esto pasa con muchas expresiones artísticas. Son como oleadas. El oleaje del mar. A veces se hunden y luego salen de nuevo. Las idas y venidas del tango (en cuanto a si se pone o no de moda) son las mismas que las que ocurren con otras cosas. Con el jazz pasa lo mismo. A veces parece que desapareciera, y no es así. Las nuevas generaciones lo descubren, lo redescubren, y esto ha pasado también aquí con el tango. Yo diría que viene pasando desde hace unos diez o quince años.

—Vos comentabas, Nacha, que hay lugares en los que, de pronto, te encontrás con 800 parejas en la pista.

—Sí, pero son lugares a los que hay que llegar muy tarde –explica Nacha–. Tipo dos y media de la mañana. Y eso está que arde. Es fantástico. Es lindo sentarse y mirar: de las 800 parejas que hay allí bailando el mismo tango, ninguna lo baila igual. Y eso, te repito, es muy lindo de mirar. Aunque uno no baile. Los ves pasar uno tras otro con el mismo ritmo y la misma danza pero todos haciendo cosas diferentes.

—Bueno, Nacha, un poco lo que te hemos visto hacer como directora, por ejemplo en “Tita”, cuando en los entreactos les indicabas a los bailarines exactamente dónde debían buscar la luz, en qué punto del escenario debían pararse, cómo debían moverse.

Nacha no advierte lo sorprendente que resulta verla bailar incesantemente a lo largo de una obra y luego dirigir a cada personaje.

—Sí. Vos sabés que los actores tienen mucha dificultad para “sentir” la luz. Y se corren del spot todo el tiempo. A mí eso me resulta muy raro porque la luz “se siente”. Y la luz no es solamente para que te vean. La luz te ayuda si está bien puesta. Si está puesta por alguien que entiende lo que está pasando en la escena. Ayuda a tu sentimiento porque el color de la luz, la intensidad de la luz, con cuántos segundos entra y con cuántos se va, tiene un ritmo. Tiene un sentimiento y un sentido. Entonces cuando la ignorás y alguien se preocupó tanto por hacerlo así y resulta que vos te parás a diez centímetros del lugar indicado, uno se dice “¿para qué trabajé tanto?”. Pero la luz no solamente te ilumina. La luz es la que termina de unirlo todo. Cuando se “pone” la luz, después todas las disciplinas convergen en una. Es la que unifica todo, la gran coherente. Como el oleaje del agua que todo lo mezcla. Bueno, la luz es eso. Todo está por separado antes de “ponerla”: la escenografía por un lado, los actores por el otro, el vestuario. Pero cuando viene la luz se produce la unión de todo eso y lo hace florecer y ser lo que es. Entonces, repito, para mí el valor de la luz es enorme en el escenario. Y cuando no se la aprecia y el actor se pone donde no se lo ve, bueno, yo no puedo entenderlo –termina riéndose.

—Y en la música, Alberto, ¿cómo es esto? Alguna vez que hemos estado cerca del escenario pudimos observar que vos cantabas todo el tiempo junto con la obra.

—Ahhh, ésa es una costumbre que tengo. Sí, sí. Voy cantando con la gente. Sobre todo con el “ensamble”. No con el solista, claro. Aunque también en Sweeney cantaba la parte del solista. Eso ayuda a la música y también a la intención que tienen los que están cantando en el escenario, fuera del foso. No es como algo que va por otro lado como si fuera autista. El director dirige y los demás cantan. Absolutamente, no.

—Toda música puede ser cantada –añade Nacha–.

—Esto también ayuda a la gente que está en el foso –explica Favero–. Ellos no ven el escenario pero me ven a mí que estoy cantando el tema de Octubre del 45 y tienen así una noción más clara del sentimiento que deben tener.

—¿No hay una pantalla en el foso?

—No. Y aun en salas sofisticadas donde las tienen, la pantalla no refleja las tres dimensiones de un espectáculo –dice Alberto.

—La verdad es que es una desgracia que los músicos no vean lo que está pasando arriba –reflexiona Nacha–. Fijate que cuando vos recordabas que en Tita la orquesta estaba a un costado de la platea, eso significó que el espectador pudo participar y que, en efecto, la relación musical fue mucho más rica y evolucionó mucho más que en otros espectáculos. No hicieron falta demasiadas explicaciones porque los músicos (casi todas mujeres) veían lo que estaba pasando en el escenario. Este es también un problema del teatro de ópera y del teatro en general. Deberían estar más conectados.

—¿Y cómo eran las cosas en el Di Tella?

—Y, los músicos nos movíamos como podíamos –recuerda Alberto–. Era un páramo.

—Lo que pasa –agrega Nacha– es que cuando hay “algo” el espectáculo surge igual. Haya o no mil músicos, miles de luces o un vestuario imponente. O nada. Se puede conmover igual si hay un verdadero artista o alguien que sabe escuchar. Te parás sobre esta mesa y el fenómeno se produce. Después lo adornás, lo embellecés todo lo que se pueda, pero si antes no estuvo el talento del artista en el escenario y el talento del que mira desde abajo, no hay luz que lo arregle. Ni orquesta sinfónica ni superproducción que lo logre. Tiene que estar el “alma” de lo que se va a contar. Una verdad estética. Recién después viene la decoración. Y si no está la decoración, igualmente estará la verdad.

Entre risas recuerdan la precariedad de medios que jamás opacó el maravilloso Di Tella.

—Había sólo un piano vertical pero las luces eran buenas… Claro, las manejaba Roberto Villanueva que era un capo –recuerda Alberto.

—Un hijo tuyo, Nacha, hoy hace luces, ¿no es cierto?

—Sí, Ariel Del Mastro. Y también dirige.

—Hace un momento, fuera de micrófono, comentábamos que la oferta, hoy en día, es quizás demasiado grande como para que la gente se concentre, por ejemplo, en los libros y en un determinado género musical.

—Lo que tenía el Di Tella –dice Alberto– es algo que no debe dejar de existir nunca: la experimentación. Y por esto no debe entenderse estar haciendo cosas raras en un laboratorio de química sino en arte. Es decir la relación de la obra con el artista y con el público. Esto ocupa un lugar muy especial. Es lo mismo que la jam session en jazz. O sea que es un lugar en el que uno experimentaba sus ideas, intercambiaba con los colegas todo lo que estaba ocurriendo, y como eso se aprende sólo a través del contacto con el público y no en la sala de ensayo, el Di Tella fue fundamental en ese sentido.

—¿Por eso ahora en Clásica y Moderna estás tocando “West Side Store” de Leonard Bernstein?

—Sí, hace ya muchos años que lo elegí, cuando en 1966 hice también Porgy and Bess de Gershwin. Hacía ya cuatro años que West Side Store se había estrenado aquí. Me impresionó mucho la película y también la música. La forma en la que estaba escrita. La dramaturgia. Aquella forma de representar a Shakespeare (Romeo y Julieta). Bueno, reuní las dos obras en un ciclo y ahora lo que estoy haciendo es volver a revisar ese baúl. Y no son recuerdos. Fijate que ya son clásicos. Es como las sinfonías de Beethoven. Nos acompañan durante toda nuestra vida y cuando desaparecemos esas obras siguen porque eso es la cultura. Además me gusta mucho volver a tocar en Clásica y Moderna. Tiene lo suyo. Es un lugar muy bonito y allí se logran una intimidad y un contacto con el público que no son habituales.

—Nacha, hay algo que nos contaron: ¿es cierto que vas a volver a la revista?

—Sí. Siempre me ha atraído la revista. ¡O soy yo la que atraigo a la revista! No sé por qué. Lo cierto es que voy a reemplazar a Estela Raval y voy a hacer lo que hago siempre: mis tres o cuatro números que se llaman “de cortina”. La primera vez los hicimos con Favero en el Maipo. Hace ya… Fue un viaje rarísimo: del Di Tella al Maipo sin escalas. Estábamos haciendo Anastasia querida y, de repente, nos llamó Amadori.

—Era justamente la época de apogeo de Balada para un loco de Piazzolla y la revista se llamaba El Maipo está piantao, explica Favero. Evidentemente no habían llegado a un acuerdo con Amelita Baltar, que era quien debería haberlo hecho por haber popularizado la canción y, bueno, nos llamaron a nosotros. Seguramente por “piantaos”.

—Sí –añade Nacha–, no sabés lo que era la cara del público cuando nos vio. Era como un shock psicosomático, números que no tenían nada que ver. Y la verdad es que nuestros números “de cortina” resultaron un éxito tan grande que los cómicos que estaban en el Maipo nos odiaron de tal manera que nos hicieron la vida imposible (¡Dios los tenga en la gloria!) y lograron que, finalmente, nos echaran. Nos echaron a través de denuncias en la censura. Nos citó un coronel que, textualmente, nos dijo esto: “En la ciudad siempre debe haber una cloaca. Está bien que hagan este espectáculo en el Di Tella pero en el Maipo, un teatro popular y familiar, no es posible”. ¡Y nos rajaron!

—Imaginate, con la revista de Adolfo Stray –recuerda Favero.

—Hasta los 18 años no te dejaban entrar, aseguramos.

—Bueno, pero ahí nos enteramos también de que éramos parte de la cloaca –sigue riéndose Nacha.

© Escrito por Magdalena Ruiz Guiñazu y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 21 de Julio de 2012.