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sábado, 22 de febrero de 2014

Villa Argentina... De Alguna Manera...


Villa Argentina…

Villa 21-24, La Zavaleta, Barrio de Baracas, Septiembre 09/2013

“Hoy están acá junto a Dios, porque esto es un milagro, un milagro que hemos hecho nosotros.”
Hermana Cristina, Iglesia del Néstor de los Últimos Días. Barracas, 9/9/2013.


“Hay otro país, hay otro relato diferente del que nos quieren convencer"
Cristina Fernández de Kirchner.
Tu Presidenta.

Las palabras sonaron un tanto exageradas para la inauguración de una obra pública en la Villa 21 del barrio de Barracas. Más si tenemos en cuenta que Cristina también es la realizadora del milagro de ser multimillonaria viviendo del Estado. Sin embargo, la Presi le metió garra y se puso a trabajar para mejorar las perspectivas a futuro de quienes más lo necesitan: sus candidatos.

Muchos se emocionaron con la presencia de la Presi. Es lo más cercano que puede estar una persona de conocer a Dios, ese que te cuentan que cuida por vos, que se preocupa por vos, del que no se sabe bien si es o no el creador de tu mundo de mierda, pero a quien no podés cuestionar, dado que obra de formas misteriosas. Sin embargo, te obligan a adorarlo para obtener la salvación, si pinta, porque te ama. Y en este caso te ama tanto, pero tanto, que te mantiene así, totalmente pobre.

Aún no sabés cuál es tu culpa, si solo tuviste la suerte de nacer acá, pero los miembros de la Iglesia del Néstor de los Últimos Días te convencieron de que sos portador del pecado original, algo así como que todo lo malo que te pasa no es tu culpa, pero es como si lo fuera, dado que cargás sobre tus espaldas los errores de personas que ya no están.

El gobierno dijo que probablemente existieran algunas pequeñas deudas pendientes, y por algún lado había que arrancar. Ahora que ya terminaron con lo vital y esencial en la villa 21, quizás en un futuro puedan abordar los detalles superfluos, esos lujos que nunca están de más, como lograr que la parada de bondi más cercana no quede a veinte cuadras, o que los colectiveros puedan circular por adentro sin perder un dedo en cada viaje.

Hoy es la Secretaría de Cultura la que se instala en la Villa 21, y esperemos que no sea el único caso. Si las instituciones que supuestamente están para modificar las realidades, serán trasladadas a los lugares insignias de las realidades no modificadas por dichas instituciones, para ser coherentes, se debería mudar el ministerio de Economía a alguna cueva de la calle Libertad. Otra buena idea que debería considerarse es la de convertir al ministerio de Floppy Randazzo en una cartera itinerante, a bordo de una formación del ferrocarril Sarmiento. Ya que estamos, al ministerio de Seguridad se lo podría mudar a cualquier aguantadero y colocar oficinas de atención al público en cada puterío. Por último, el ministerio de Defensa se podría instalar en el museo de ciencias naturales, donde las Fuerzas Armadas convivirían con el resto de las especies extintas.

Hablar de los asentamientos precarios es un tema un tanto complejo y peligroso de abordar sin herir susceptibilidades. De todos modos, si empezamos por reconocer que ya no añadimos el término “de emergencia” a la villa, tenemos más de la mitad del camino resuelto.

La existencia de las villas es un buen negocio para el Estado, por eso nadie se calienta en abordarlo. Si las villas resultaran un problema real para la subsistencia de un gobierno, ya habrían sido reguladas. Por el lugar que ocupan, la inmensa mayoría de los asentamientos son inofensivos para los funcionarios, que por lo general viven en barrios más cómodos. Los que se trasladan en helicóptero para ir de Olivos a la Rosada, ni sienten la intranquilidad moral de ver las construcciones -que ningún arquitecto se atrevería a denominar edificio- que asoman entre los barandales de la avenida Lugones cuando empalma con la 9 de Julio.

Una de las grandes paradojas del sistema de recaudación impositiva deriva en que a nadie con poder de decisión real le importe la existencia de una villa, ni siquiera para el cobro de impuestos. Las provincias no recaudan los impuestos municipales, y lo que correspondería al impuesto a la propiedad inmueble, no merece el esfuerzo de convertir el asentamiento en una zona residencial como la gente. Asfaltar calles, construir escuelas en proporción a la cantidad de alumnos, pagar a los ingratos de los docentes, establecer una comisaría y su dotación, no son costos que puedan recuperarse con recaudación de impuestos en lo que dura una gestión. Por su parte, al Estado Nacional le da exactamente igual: los habitantes de las villas pagan el mismo impuesto al consumo que los vecinos de Puerto Madero, cada vez que dejan el 21% de IVA en la compra de un jabón de tocador.

Los asentamientos precarios no siempre tuvieron inicios de ocupación ilegal. El primero que se recuerde, existió en la década del ´30 y fue creado por el mismísimo gobierno nacional, quien no sólo permitió la permanencia de inmigrantes que huían del hambre de Polonia, si no que cedió treinta vagones de tren para que vivieran como pudieran. Para darle un tinte menos trágico, el asentamiento se llamó “Villa Esperanza”. Si bien fue demolida unos años después, el terreno ya era tentador. Hoy es la villa 31.

La denominación Villa Miseria se la debemos al escritor Bernardo Verbitsky -padre de Horacio- que a principios de los años cincuentas escribió unos textos sobre los asentamientos en el desaparecido diario Noticias Gráficas. Tiempo más tarde, quedaría inmortalizado en su libro “Villa Miseria también es América”. Algunos intentaron poner un dejo de esperanza al denominarlas villas de emergencia, con lo que intentaban no cerrar la ventana a una chance de mejora social: era una situación de emergencia, se estaba de paso. Durante años funcionó así, en muchos casos. En las últimas décadas, los únicos que logran movilidad social ascendente habiendo nacido en una villa, son los futbolistas que llegaron a jugar en primera, los punteros y los narcos.

Bernardo Verbitsky.

Históricamente, el villero siempre buscó zafar. La marginalidad como norma general dentro de las villas, es más bien moderna: creció con la hiperinflación, se perfeccionó durante los noventa, se convirtió en heróica en la crisis del 2001, y pasó a ser parte de la cultura popular en la década ganada, llevando más de veinte años de éxito ininterrumpido en la creación de generaciones que ya no recuerdan cuáles de sus ancestros fueron los últimos en tener un empleo digno y estable. El término villero dejó de ser despectivo y se convirtió en orgullo gracias al cambio de siglo. Las tribus urbanas de clases bajas, por años se identificaron con la cultura rolinga y consumían rock de la banda británica o el producido por sus tristes clones locales. Sin embargo, a fines de los noventa y con la cumbia animando las fiestas de la high society en plena Quinta de Olivos, la villa empezó a cobrar protagonismo más allá del paisaje urbano. La llegada de la cumbia villera hizo el resto. De pronto, fue normal cruzarse por la calle con un adolescente con uniforme de colegio privado tarareando “Colate un dedo” de Pibes Chorros.

A mi humilde entender, el surgimiento de la cultura villera fue de las peores cosas que le pudo pasar a los habitantes de las grandes urbes argentinas -y esto incluye a los propios villeros- en cuanto a consciencia social refiere. La aceptación de la existencia de un otro radicalmente distinto al que se teme y desprecia, pero del que se consume su cultura por moda; un extraterrestre que habita en el Área 51 que se encuentra tras la terminal de micros en Retiro, o en Villa La Antena de La Matanza. El sentimiento de temor y desprecio es recíproco: así como muchos piensan que el villero no es un tipo que nació y creció en una realidad de mierda, sino que es un humanoide prescindible, muchos de ellos no pueden comprender de manera lógica la relación herencia-trabajo-poder adquisitivo de los demás estratos sociales.

La aceptación de la cultura villera como un elemento colorido del gen argentino, también acarrea políticas pedorras y deshumanizantes, curiosamente propulsadas y defendidas por gente que se define progresista y que a la villa va para sentirse mejor persona. La mayoría de las medidas aplicadas son para mantener a los villeros bien dentro de sus barrios. Suponer que armar un ciclo de películas de la villa coloca a la misma en plano de igualdad con los demás barrios residenciales, es prácticamente insultante. Si nos sacan la posibilidad del afuera, todos creeremos que nuestra realidad es inmodificable.

Tanto que se habla de la movilidad social ascendente, nadie tiene en cuenta el deseo de querer otra realidad para nosotros y nuestros hijos. Nadie cambiaría su realidad si no deseara otra. Obviamente, para desearla primero hay que conocerla. Y para no mandarnos cagadas, hay que saber cómo alcanzar esa realidad deseada. ¿O acaso todavía debemos creer que nuestros abuelos vinieron a la Argentina sólo porque huían del hambre? Si no hubieran sabido que acá podían estar mejor, ni se habrían acercado al puerto.

Ya que hablamos de la Villa 21-24 -La Zavaleta, para los íntimos- alguien debería considerar que muchos padres buscan colocar a sus hijos en escuelas que se encuentren fuera de la villa, a pesar de existir varios establecimientos de educación inicial, primaria, media, y hasta una escuela de formación laboral que subsiste en parte por los aportes del gobierno de la Ciudad, y otro tanto por donaciones privadas.

Son las ganas del afuera, el deseo de que los hijos tengan una vida mejor que aquella que les toco a sus padres. Para ello, tienen que saber que existe una vida mejor, para que el deseo los movilice. En sus televisores ven los mismos comerciales que cualquiera de nosotros, y al no ser marcianos, quieren comprar las mismas cosas que nosotros. Sin embargo, al igual que nosotros, el deseo del consumo no es igual al del progreso. Nosotros podemos llegar a hipotecar la casa y el futuro de nuestros hijos sólo porque se nos antojó algo que no podemos pagar. El que no tiene qué hipotecar, igualmente buscará la forma de satisfacer su deseo consumista. Nosotros podríamos tener una vida mejor, sólo que no la podemos pagar. Los más humildes podrían tener una vida mejor, pero no saben que pueden conseguirlo. Esto es algo que horroriza a cualquier progre que se precie de tal, dado que si el más humilde pretende dejar de serlo, ya no tendrían sentido las políticas limosneras y deberían buscar la forma de emparejar hacia la cultura productiva. Y hacer cosas productivas es algo que escapa de la cosmovisión de la cofradía de los ensayistas.

Parece mentira que a la misma clase dirigente que viaja para ver cómo funcionan las experiencias ajenas, no se les haya ocurrido aplicar lo mismo puertas para dentro. No es lo mismo montar un teatro itinerante por las villas que facilitar entradas para el teatro al que concurren el resto de los mortales. Este es el país en el que por ley se reserva un cupo femenino en cada lista legislativa, pero a nadie le pareció buena idea que en cada sala de cine se habilite un cupo de entradas gratuitas para los que no tienen con qué pagarlas.

Una villa se puede urbanizar. Pero si se mantiene el culto a la marginalidad misógina y delincuente, en la que el cuánto valés se mide con la escala Motomel, y donde ser madre a los 14 y abuela a los 28 es la única contribución a la sociedad que se tiene al alcance de la mano, será en vano. El problema no es sólo la villa, si no la marginalidad. Y si esto no fuera así, el complejo habitacional Ejército de los Andes no sería conocido como Fuerte Apache.

La historia reciente demuestra que todas aquellas políticas que se venden como inclusivas, en su mayoría son discriminatorias, y para muchos está bien que sea de ese modo, en una actitud ligada a un trauma emocional que genera la necesidad de sobreproteger al otro sin enseñarle a protegerse solo. No vaya a ser cosa que la movilidad social ascendente derive en que los necesitados dejen de necesitarlos y terminen compitiendo por sus puestos de trabajo.

“Este es apenas uno de los misterios de la economía marginal en las ciudades latinoamericanas, un misterio que los planificadores, ya sean desarrollistas, keynesianos, friedmanianos o marxistas, prefieren no enfrentar. La marginalidad es el moderno e implacable Waterloo de capitalistas, tecnócratas, dictadores y hasta revolucionarios”.

La Calcutización de las ciudades latinoamericanas. Ted Córdova Claure. 1984


Martes. Sin cambio de paradigmas culturales, la realidad social será idéntica, sólo que tendrá paredes con revoque y techo con cielorraso.

© Publicado el Martes 10/02/2013 por relatodelpresente en el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

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viernes, 18 de mayo de 2012

Film Elefante Blanco... De Alguna Manera...

El reino de este mundo...


Así como había radiografiado con crudeza y un rigor narrativo nada compasivo las cárceles de mujeres en Leonera y los hospitales del conurbano en Carancho, Pablo Trapero reunió al mismo trío de guionistas, a su mujer y musa Martina Gusmán y al imbatible Ricardo Darín para llevar adelante finalmente su proyecto de filmar la historia de unos curas en una villa. Militancia, religión, vida cotidiana y drogas dan forma a una trama potente y una película contundente que expone, una vez más, el otro lado de esos territorios conflictivos y tan presa del amarillismo televisivo. Invitada nuevamente a Cannes y a pocos días de su estreno en Argentina, el director, la actriz y uno de sus guionistas cuentan cómo fue hacer Elefante blanco.

¡Sexo y violencia! A la pregunta de cómo filmar la villa, la villa de emergencia, la “villa miseria”, de cómo filmarla sin miserabilismo ni condescendencia ni hipocresía, sin ánimos de denuncia ni los prejuicios más bajos y comunes, Pablo Trapero responde con las armas más potentes de la ficción. Elefante blanco, su séptima película, estreno del próximo jueves en Buenos Aires e integrante de la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes en los próximos días, parece alimentarse del mismo procedimiento y las mismas convicciones y la misma confianza en la fuerza del drama, que el director y su equipo pusieron en práctica a la hora de filmar los pabellones carcelarios de mujeres con hijos (en Leonera) y los desbordados hospitales públicos del conurbano bonaerense (en Carancho), todas zonas conflictivas y presas fáciles del peor amarillismo televisivo. Creando películas esencialmente narrativas, menos preocupadas por documentar “la realidad” que por contar una historia. Y por contarla con elementos propios de los géneros clásicos, e incluso con algunos de sus ingredientes más atractivos e infalibles: la violencia y el sexo.

“Para mí el drama es producto de la violencia”, dice Trapero. “La violencia es el producto de un enfrentamiento de fuerzas y en nuestros países la violencia social está por encima de cualquier otra.” Asociado por segunda vez consecutiva con el actor más taquillero del cine argentino, Ricardo Darín, el director de El bonaerense se zambulle en varias villas de Buenos Aires –principalmente Ciudad Oculta, pero también la 31 y la Rodrigo Bueno para unas pocas escenas–, empleando a algunos de sus habitantes como actores y extras para contar un conflicto central, podría parecer en principio más inasible que en los films anteriores: básicamente, la crisis de fe que experimentan sus protagonistas, curas y asistentes sociales, ante el arduo y por lo general desgastante y frustrante trabajo que realizan en estos barrios castigadísimos. Sin embargo, vuelve a recurrir a los resortes más potentes de la ficción al narrar escenas propias del cine policial y de acción –tiroteos en los pasillos de “La Oculta”, o el ingreso de la policía, o la representación de una toma y manifestación–, y escenas de sexo en las que despliega una pequeña provocación alrededor del tema del celibato, que funciona no por su sutileza sino más bien por lo contrario, porque es descaradamente exploitation.

El Elefante Blanco es un edificio enorme e inconcluso, objeto del tironeo de diferentes gobiernos desde la época de Alfredo Palacios hasta hoy, y que ha atravesado por lo tanto el primer Perón, la Libertadora, la dictadura, el menemismo, según le explica el cura Julián (Darín) al recién llegado Nicolas (el belga Jérémie Renier, actor de los Dardenne). Martina Gusmán, mujer del director y también su musa desde su contundente protagónico en Leonera, interpreta a Luciana, joven asistente social que trabaja en la villa por fuera de la Iglesia pero a la par y en perfecto entendimiento y colaboración con los curas. Esta vez, y a diferencia de la presa y la médica de emergencias de sus dos películas previas con Trapero, Gusmán contó con –dice– “la ventaja de cierta familiaridad con el tema”, ganada en un par de años de militancia en la villa 1.11.14 de Flores en su adolescencia. Por su parte, dice Trapero, “el origen de esta película es bastante largo”. Algunos recordarán que hace unos cuantos años, apenas después de El bonaerense, el director anunció que uno de sus próximos proyectos sería una película llamada Villa. “Pero esto viene de más atrás, de algo que me interesó desde chico. De pibe fui a una escuela salesiana con la que íbamos a hacer trabajos en los barrios. Luego, mi parte de la religión se quedó en la escuela, pero sobrevivió la idea de contar las historias de los curas aventureros. El proyecto Villa ya tiene muchos años, pero era una producción complicada, de muchas semanas, y puede sonar contradictorio como muchas cosas en el cine, pero filmar en una villa es muy caro, por los recursos que requería hacerlo como finalmente lo hicimos.”

“Filmar en una villa implicó toda una complicación logística”, cuenta Martina, que aunque esta vez no participó como productora conoce el funcionamiento de ese trabajo desde adentro de Matanza Cine, la productora de Trapero. “Primero hay que hablar con los punteros, con los referentes de cada sector, y si querés filmar acá hablás con éste, y después para pasar a filmar acá con este otro y así. El apoyo de la gente de la villa fue fundamental para la producción en todos los sentidos: la seguridad, los espacios para filmar y armar sets. Mucha gente lo tomó como un proyecto propio, una manera de expresar la realidad propia, y a veces se armaba una especie de palco en los techos y al terminar una escena venían los gritos y los aplausos: era impresionante y emocionante. Lo que no quiere decir por supuesto que la villa no tenga sus cosas, porque también había que entender que los del equipo de filmación no dejábamos de ser extranjeros en la villa. Cuando ibas a filmar una escena con un tiroteo, había que avisar bien fecha y hora por las radios internas, porque por más que sean efectos especiales y que advirtiéramos que los policías no son policías sino extras, y que mucha de la gente con la que tratamos es gente súper honesta que se rompe el alma trabajando y no tiene otra que estar ahí, también hay narcotraficantes, y si se escuchan tiros puede pasar que salgan a responder para donde sea. Eran cosas que tenés que tener en cuenta, porque en definitiva estás en un terreno que no es el tuyo, en el que nunca dejás de ser ese extranjero.”


“A mí hasta me da algo de vergüenza decirlo –dice Trapero–, pero aunque me considero algo sensible a lo que pasa alrededor, mis prejuicios antes de entrar a la villa a filmar me llevaron a imaginar un panorama bastante terrible, como que iba a salir sólo con las medias. Y es cierto que hay situaciones de violencia y criminalidad, pero también es impresionante la cantidad de gente que vive honestamente en las condiciones más difíciles por la sencilla razón de que haber llegado allí para ellos significa progreso, porque vienen de lugares donde ni siquiera tienen cómo cortar un árbol para comerse una hoja. Por eso el comienzo de la película ocurre donde ocurre, en la Amazonia, en un lugar donde mucha gente tiene condiciones sanitarias aún peores que las que se encuentran en una villa en la ciudad, y se muere porque no tiene ni comida ni un médico ni nada. Para mucha gente estar en la villa es estar más cerca de la escuela o de un hospital. Así que sí, la villa tiene zonas a las que no entrás, pero no entra nadie, ni un equipo de filmación ni los habitantes de los barrios, son lugares donde no se jode. Pero también hay lugares donde los pibes juegan a la pelota en la calle y la verdad es que mi pibe no juega a la pelota en la calle. Hay cierta solidaridad, que se genera a partir de una mezcla de intimidad y promiscuidad porque las paredes son finitas, todos escuchan todo y todos conocen a todos, y saben de dónde viene y quién es el vecino, y nadie viene a meterse con un chico que juega en la calle a la pelota. Hay códigos en el barrio.”

¿Qué cambió de aquel proyecto inicial a esta película que hiciste ahora?

Pablo Trapero: Ese primer proyecto estaba más centrado en los curas y éste más en la gente que hace el trabajo social. Pero creo que también cambió el mundo, cambió la realidad. Ya hace 60 años que hay villas, pero hace veintipico todavía era algo de lo que la mayoría no sabía mucho y hoy es un fenómeno que no para de crecer, y que da lugar a una convivencia silenciosa entre lo que la población de la villa le da a la sociedad y lo que ésta le tira a la villa. Hoy es una realidad aún más cruel que antes, porque para los que no vivimos en la villa pareciera haberse vuelto un fenómeno necesario: la gente que vive ahí es la que va a limpiar en nuestras casas, labura en las obras en construcción, hace el laburo que otras personas no quieren hacer. También ocurre que es una realidad que año tras año se vuelve más conocida en otros países: nuestros coproductores extranjeros nos cuentan que lo están viendo en sus países, que hoy ya esperan ver esas casitas armadas cerca de las vías, que esta necesidad de mucha gente de estar cerca de la ciudad pero afuera-pero adentro empieza a ser un fenómeno mucho más conocido, incluso en Europa.

La mirada burguesa

Tres o cuatro escenas de la película van planteando de a poco un segundo tema, por debajo de la crisis de fe, pero que con el correr de la película asoma desde el fondo y tiende una de las líneas más interesantes del relato. Un poco como su universitaria encarcelada en Leonera y la médica de emergencias que debe atender todo tipo de desgracias en medio de la noche bonaerense (Carancho), en Elefante blanco Martina Gusmán vuelve a interpretar una chica cuya extracción social choca contra el contexto al que se ve, voluntariamente o no, arrojada. En un momento conflictivo (falta de pagos, materiales, etcétera), un obrero de la villa le espeta a su personaje que ella, después de todo, al final del día, tiene su “casita” a la cual volver. “El mío es un personaje de clase media que no tiene las cosas de arriba, pero tampoco pertenece a ese lugar”, dice Martina. “Ella le dice al obrero que la cuestiona: ‘Sí, yo tengo mi casita pero estoy tratando de hacer algo para que vos tengas la tuya’. Es esa situación en la que el que no vive en la villa siempre va a ser un extranjero. El de extranjero es también el lugar del que hace una película ahí y en general también del que va a verla, pero creo –y esto lo digo como espectadora de las películas de Pablo– que él tiene la capacidad de meterse en estas realidades y, sin dejar de reconocer su lugar, embarrarse, con empatía, permitiéndote ponerte en la piel de otro, y acceder a una realidad ajena, involucrándote, emocionándote con situaciones que para otros son reales.”

En otra escena es el propio personaje de Luciana el que comenta esa situación de extranjería, cuando le cuenta a Nicolás que Julián proviene de una familia acomodada y cómo se ha ido desprendiendo de las propiedades heredadas e invirtiéndolo todo en la villa sin que sus superiores de la Iglesia se enterasen. Ellos son, dice Luciana, un poco en broma pero no tanto, algo así como chicos bien que eligieron ser pobres. “Pasa algo raro con ese comentario de Luciana”, dice Trapero. “Yo, que no me crié ni en una villa ni en una familia como la del padre Julián, que crecí en San Justo, en un barrio bastante común, puedo decir lo que veo desde mi lugar de clase media. Cuando alguien dice, como Luciana, ‘ése está jugando a ser pobre’, no sé, pienso que de última ese tipo vive ahí, con los pobres, se mete. La gran diferencia es que tarde o temprano quizá puede salir, se puede ir a su departamento cada tanto. Se tiende a mirar con sorna al tipo que por lo menos investiga qué es lo que puede hacer, y qué sé yo: si fueran muchos más los que ‘se hacen los pobres’ para tratar de entender a los otros, capaz que se podrían hacer muchas cosas más. Es complejo pero pasa en muchos otros aspectos de la vida: si los que están en los extremos cruzan un poco la mirada es probable que se genere algo de ese cruce, más que si cada uno ignora al otro.”

Se trata de un tema, el de la mirada burguesa sobre los pobres, que interpela también y con particular fuerza al que va al cine a ver una película de “tema social”, y no menos a quienes hacen ese cine.

Trapero: Yo me formé como espectador y director con un tipo de cine que dialoga con la realidad, pero también sé que cualquier manera de expresión artística es burguesa. Desde siempre, es así: ya sea porque te mantiene un mecenas y pudiste salir de tu sucucho, o porque tuviste la suerte de venir de una familia que te permitió poner tu energía en construir una obra y no tener que salir a laburar para pagar el morfi. Incluso si venís de la situación más lumpen, desde el momento en que te pagan por tu laburo artístico ya estás ahí. Por ahí es una obviedad, pero creo que es la misma razón por la que fracasa el punk: porque no tiene sentido vender discos si sos punk. En mi caso, como espectador y director prefiero que esas dos horas de reflexión un poco culposa que puede proveer una película con trasfondo de violencia social sean dos horas que estimulen mis sentidos estéticos, que se pueda hacer anclaje en el poder emocional de la historia. Por eso es importante que al presentar situaciones como las de los chicos que están tirados ahí arriba, en el Elefante blanco, fumando paco, no esté filmado como una escena dantesca. Forma parte de un relato, y sí, esos pibitos tirados están hechos mierda, pero también hay que abandonar un poco la mirada distanciada de clase media para ver que, después de todo, también hay mucha gente afuera de la villa que está dopada todo el día, con Valium o Rivotril. Conozco mucha gente con –como dicen en la villa– la billetera gorda, que se la pasa empastillada para estar un poco mejor con la realidad, alimentando mientras tanto un circuito de médicos y laboratorios y farmacias. Son situaciones que parece que le son lejanas a la clase media, pero en las que hay muchos elementos que, si las pensás y las planteás bien, podés verlas más cercanas: podés comparar al pibito con la bolsa de Poxi-ran con el señor que sale de la farmacia con un frasco de ansiolíticos.

Ahora que ya terminaste, ¿qué dirías que fue lo más difícil de filmar en la villa?

–Entrar y salir todos los días y pensar en esto todo el tiempo, tratar de encontrar un equilibrio, entender y mantener cierta lucidez y no irte muy angustiado porque ves cosas muy dolorosas, quilombos de todo tipo. Mucha gente, mamás especialmente, nos decían que por ahí hacía quince días que los pibes no fumaban nada porque estábamos ahí y algunos por ahí laburaban para la película, se ganaban unos mangos haciendo algo, o simplemente por la curiosidad de quedarse mirando y –nos decían– por tener algo para hacer. Se vuelve intenso incluso habiendo estado un período relativamente corto. Y hoy sigue siendo raro porque, efectivamente, yo me vuelvo acá a mi oficina en Palermo, y sigo trabajando en la película y sigue vibrando ese contraste.

© Escrito por Mariano Kairuz y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el domingo 13 de Mayo de 2012.