Quince años del asesinato de Cabezas. Vi por la Web el fragmento del programa 6,7,8 en el que Orlando Barone habla de José Luis Cabezas. Desde mi punto de vista, el periodista toca un punto sensible de la labor periodística en la Argentina. Se trata de la relación de la prensa con el entramado mafioso del poder. No me pareció que Barone degradara la labor de Cabezas, sino que sostenía que el fotógrafo era una parte menor de un engranaje mediático con piezas de mayor importancia en las llamadas investigaciones sobre ciertos personajes públicos.
Decir que no murió en Afganistán, como afirmó Barone, no parece contribuir a la buena fe de sus dichos, pero nuevamente creo que no se puede soslayar un tema, y su correspondiente debate, por una desgraciada expresión o una supuesta mala intención del autor de ésta.
Estamos ya adiestrados en calificar las expresiones de acuerdo con quien las emite. Identificamos a nuestros adversarios como si fuéramos burócratas al servicio de una causa sagrada y hacemos lo posible para desestimar, cuando no distorsionar, sus dichos.
Hoy, la prensa oficial y opositora, en general, no parece tener otro modo de acción que el de mostrar la perversión de los de la vereda de enfrente, y en este mundo de perversiones globales, la información no existe; el análisis, menos, mientras se multiplican las acusaciones a los difamadores que siempre están en la vereda de enfrente.
Yabrán era un intocable, e invisible. Por supuesto que nadie podía suponer que la publicación de su foto en un medio masivo iba a provocar su asesinato con dos tiros en la cabeza, y menos aún, que sus asesinos estén en libertad. Nadie lo esperaba ni podía suponerlo, pero esto no significa que no se estuviera consciente de que sí podía suceder, en un país en el que el Estado y sus servicios han llevado a cabo crímenes de todo tipo cuando se descubre una verdad que desnuda su estructura de poder, y que en los llamados gobiernos democráticos este dispositivo no ha sido desmantelado. Ni en tiempos de Menem ni ahora.
Muchos recordarán que en la misma época, en una entrevista a un poderoso dirigente gremial, por la molestia que le causaban las preguntas del cronista, le preguntó sin inmutarse si no quería terminar en el Riachuelo. O la epopeya dolorosa que padecían periodistas y fotógrafos cuando querían conseguir alguna primicia de María Julia, cuando lucía sus pieles, y la funcionaria mandaba a su custodia a que apaleara a los entrometidos paparazzi.
El crimen de Cabezas no sólo está impune, sino que confirma que hay límites por todos conocidos que nos obligan a preguntarnos sobre la protección que reciben o que deberían recibir cronistas, periodistas, fotógrafos, camarógrafos, etc., en investigaciones en las cuales sus espaldas no están cubiertas y la impunidad de los poderosos es la regla.
Cuando se habla de calidad institucional, no es sólo una remisión a una treta de campaña electoral ni un artilugio de republicanos cesantes; se habla de vida y muerte, y cuando esta calidad –para llamarla de un modo poco adecuado– no sólo está ausente; más aún, cuando se la descuida con sorna, hay que tener cuidado.
La paranoia –por no decir la prudencia–, en nuestro país, es un mecanismo de defensa necesario y urgente ante un poder impune con pretensiones de expansión a cualquier costo.
Responsabilizar a editores o dueños de medios de aquel crimen es de cobardes, y una muestra de la degradación, esta vez sí, a la que ha llegado la tarea periodística en la Argentina. Se usa cualquier información con total impudicia con el objeto de denostar a quien se declara enemigo. Pero no por eso hay que entrar en el juego, aunque más no fuere para no colaborar con la decadencia general y avalarla con procedimientos sino similares, con el riesgo de ser confirmatorios, a pesar de las intenciones, de la situación comunicacional que vivimos. Por el contrario, es mayor la exigencia que debemos tener con nosotros mismos para no dejarnos mimetizar por la mediocridad de un periodismo degradado.
Segundo tema. En estos días hemos presenciado una discusión con varios personajes acerca de la identidad política e ideológica de Jorge Abelardo Ramos. Sin entrar en la búsqueda de situaciones, palabras, gestos y cartas personales, que rectifican o ratifican su adhesión menemista, no resulta claro en qué puede llamar la atención que un hombre clave del revisionismo histórico haya apoyado a Menem, a su política de privatizaciones, a sus relaciones carnales con los EE.UU, a su abrazo con el almirante Rojas, los ositos de peluche a los kelpers, porque no sólo fue el único, sino uno más de tantos peronistas que lo hicieron con entusiasmo, lirismo y argumentos. El riojano con patillas, repatriador de Rosas, evocador de las montoneras, representaba lo más noble de la tradición nacional y popular.
Había derrotado a esa especie de socialdemocracia peronista que era el movimiento de la renovación que imitaba al alfonsinismo, y su simbología permitía que se volviera a las fuentes que hicierona la patria grande antes de la integración en el mercado mundial y del aluvión inmigratorio que produjo a la Argentina gringa.
La política de Menem estaba subordinada en importancia a su ideología con sus referentes históricos alabados por la tradición a la que pertenecía. La realidad mundial podía obligarlo a tomar medidas en apariencia no acordes con el nacionalismo de otras épocas, pero a nadie se le ocurría que por eso era un traidor; todo lo contrario, lo consideraban fiel en su amor al pueblo peronista y a los héroes epónimos de la nostalgia colonial y al caudillismo de chiripá, poncho y facón. Sus medidas políticas tan admiradas no hacían más que reflejar su visión de estadista. Veía el horizonte.
Puede recorrer quien disfrute de este tipo de hallazgos las frases de los discursos y declaraciones de políticos y de gente de la cultura nacional y popular, para detectar todas las veces que emplearon la palabra “estadista” cuando se refirieron al ex presidente.
Hoy no sucede algo muy diferente. Lo que importa es la ideología –llamada por los avances de la República de las Letras “relato”– que ha sumado a la epifanía nacional a la juventud maravillosa de la década del setenta y a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, lo que subordina a esta fe política cualquier medida que pueda ser cuestionable por quien no profese la religión de la argentinidad. Ni los glaciares ni la explotación minera ni los negocios energéticos ni los secretos de Caja ni Sueños Compartidos ni los esfumados fondos de Santa Cruz, nada de una larga lista de objeciones, podrán hacer mella en el credo nacional y popular.
La palabra “estadista” también ha recuperado vigor en la figura esta vez de Néstor Kirchner para trasladarla de acuerdo con el vértigo de los acontecimientos a la actual figura presidencial. Nada cambia, la variación de los factores conserva el producto.
Decir que no murió en Afganistán, como afirmó Barone, no parece contribuir a la buena fe de sus dichos, pero nuevamente creo que no se puede soslayar un tema, y su correspondiente debate, por una desgraciada expresión o una supuesta mala intención del autor de ésta.
Estamos ya adiestrados en calificar las expresiones de acuerdo con quien las emite. Identificamos a nuestros adversarios como si fuéramos burócratas al servicio de una causa sagrada y hacemos lo posible para desestimar, cuando no distorsionar, sus dichos.
Hoy, la prensa oficial y opositora, en general, no parece tener otro modo de acción que el de mostrar la perversión de los de la vereda de enfrente, y en este mundo de perversiones globales, la información no existe; el análisis, menos, mientras se multiplican las acusaciones a los difamadores que siempre están en la vereda de enfrente.
Yabrán era un intocable, e invisible. Por supuesto que nadie podía suponer que la publicación de su foto en un medio masivo iba a provocar su asesinato con dos tiros en la cabeza, y menos aún, que sus asesinos estén en libertad. Nadie lo esperaba ni podía suponerlo, pero esto no significa que no se estuviera consciente de que sí podía suceder, en un país en el que el Estado y sus servicios han llevado a cabo crímenes de todo tipo cuando se descubre una verdad que desnuda su estructura de poder, y que en los llamados gobiernos democráticos este dispositivo no ha sido desmantelado. Ni en tiempos de Menem ni ahora.
Muchos recordarán que en la misma época, en una entrevista a un poderoso dirigente gremial, por la molestia que le causaban las preguntas del cronista, le preguntó sin inmutarse si no quería terminar en el Riachuelo. O la epopeya dolorosa que padecían periodistas y fotógrafos cuando querían conseguir alguna primicia de María Julia, cuando lucía sus pieles, y la funcionaria mandaba a su custodia a que apaleara a los entrometidos paparazzi.
El crimen de Cabezas no sólo está impune, sino que confirma que hay límites por todos conocidos que nos obligan a preguntarnos sobre la protección que reciben o que deberían recibir cronistas, periodistas, fotógrafos, camarógrafos, etc., en investigaciones en las cuales sus espaldas no están cubiertas y la impunidad de los poderosos es la regla.
Cuando se habla de calidad institucional, no es sólo una remisión a una treta de campaña electoral ni un artilugio de republicanos cesantes; se habla de vida y muerte, y cuando esta calidad –para llamarla de un modo poco adecuado– no sólo está ausente; más aún, cuando se la descuida con sorna, hay que tener cuidado.
La paranoia –por no decir la prudencia–, en nuestro país, es un mecanismo de defensa necesario y urgente ante un poder impune con pretensiones de expansión a cualquier costo.
Responsabilizar a editores o dueños de medios de aquel crimen es de cobardes, y una muestra de la degradación, esta vez sí, a la que ha llegado la tarea periodística en la Argentina. Se usa cualquier información con total impudicia con el objeto de denostar a quien se declara enemigo. Pero no por eso hay que entrar en el juego, aunque más no fuere para no colaborar con la decadencia general y avalarla con procedimientos sino similares, con el riesgo de ser confirmatorios, a pesar de las intenciones, de la situación comunicacional que vivimos. Por el contrario, es mayor la exigencia que debemos tener con nosotros mismos para no dejarnos mimetizar por la mediocridad de un periodismo degradado.
Segundo tema. En estos días hemos presenciado una discusión con varios personajes acerca de la identidad política e ideológica de Jorge Abelardo Ramos. Sin entrar en la búsqueda de situaciones, palabras, gestos y cartas personales, que rectifican o ratifican su adhesión menemista, no resulta claro en qué puede llamar la atención que un hombre clave del revisionismo histórico haya apoyado a Menem, a su política de privatizaciones, a sus relaciones carnales con los EE.UU, a su abrazo con el almirante Rojas, los ositos de peluche a los kelpers, porque no sólo fue el único, sino uno más de tantos peronistas que lo hicieron con entusiasmo, lirismo y argumentos. El riojano con patillas, repatriador de Rosas, evocador de las montoneras, representaba lo más noble de la tradición nacional y popular.
Había derrotado a esa especie de socialdemocracia peronista que era el movimiento de la renovación que imitaba al alfonsinismo, y su simbología permitía que se volviera a las fuentes que hicierona la patria grande antes de la integración en el mercado mundial y del aluvión inmigratorio que produjo a la Argentina gringa.
La política de Menem estaba subordinada en importancia a su ideología con sus referentes históricos alabados por la tradición a la que pertenecía. La realidad mundial podía obligarlo a tomar medidas en apariencia no acordes con el nacionalismo de otras épocas, pero a nadie se le ocurría que por eso era un traidor; todo lo contrario, lo consideraban fiel en su amor al pueblo peronista y a los héroes epónimos de la nostalgia colonial y al caudillismo de chiripá, poncho y facón. Sus medidas políticas tan admiradas no hacían más que reflejar su visión de estadista. Veía el horizonte.
Puede recorrer quien disfrute de este tipo de hallazgos las frases de los discursos y declaraciones de políticos y de gente de la cultura nacional y popular, para detectar todas las veces que emplearon la palabra “estadista” cuando se refirieron al ex presidente.
Hoy no sucede algo muy diferente. Lo que importa es la ideología –llamada por los avances de la República de las Letras “relato”– que ha sumado a la epifanía nacional a la juventud maravillosa de la década del setenta y a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, lo que subordina a esta fe política cualquier medida que pueda ser cuestionable por quien no profese la religión de la argentinidad. Ni los glaciares ni la explotación minera ni los negocios energéticos ni los secretos de Caja ni Sueños Compartidos ni los esfumados fondos de Santa Cruz, nada de una larga lista de objeciones, podrán hacer mella en el credo nacional y popular.
La palabra “estadista” también ha recuperado vigor en la figura esta vez de Néstor Kirchner para trasladarla de acuerdo con el vértigo de los acontecimientos a la actual figura presidencial. Nada cambia, la variación de los factores conserva el producto.
© Escrito por Tomás Abraham (*) y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 4 de Febrero de 2012.
(*) Filósofo. (www.tomasabraham.com.ar).
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