Se fue uno
de los grandes, Roberto De Vicenzo…
Roberto De Vicenzo
falleció a los 94 años. Foto: Cedoc
El recuerdo
de una de las leyendas del golf, una persona simple, transparente y pura. Una
entrevista realizada en 1983.
© Escrito por Julio Petrarca el jueves
12/05/1983 y publicada en la Revista La Semana de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires.
Esta nota no es para los deportólogos. Menos, aún,
para los que le dan y dan a la pelotita caminando diez, doce, quince kilómetros
con la bolsa de palos al hombro —propio o del caddie— respirando el aire puro
del link. Tampoco para los seguidores de gente famosa, que de esos hay muchos.
Esta nota es para presentar a Roberto De Vicenzo hombre
y observador de la realidad. Hombre simple, transparente, un puro.
Observador de la realidad con palabras cargadas de sencillez y carentes de
definiciones alambicadas.
Ni para deportólogos ni para golfistas ni para
seguidores de la fama porque sí. Es para los que quieren aprender algunas
cosas, mirar otras con un ojo diferente y saber que sí, que es posible, que
existe gente como este señor que acaba de cumplir 60 años impecables y
derechos.
Pasen a ver.
Y no es un espécimen único. Hay muchos como él.
—El deporte me ha llevado tanto tiempo, tantas
horas, que se me hace difícil salirme de él. Pero al mismo tiempo la vida actual
lleva una velocidad tan enorme que va exigiendo cosas que uno, aunque no
quiera, tiene que meterse en ellas. Todos estamos metidos —estamos obligados a
estar metidos— en este baile. Un baile que se baila no solamente en la
Argentina sino en todo el mundo. Más allá del deporte, preocupan muchas cosas.
—Yo quisiera meterme en su
caso. Nació en un hogar pobre, se crió casi solo, y sin embargo tiene hoy una
fama que pocos con —llamémosle así, aunque no guste— buena cuna, no tuvieron.
¿Cómo lo explica?
—Nací en un hogar humilde, pero nací sano, fuerte,
con una mente —creo yo— clara, con una inteligencia normal. Eso me permitió
equilibrar las cosas y ver un poquito cuál era el futuro que podía lograr. Mi
físico me permitió explotar todo eso, y nada más. No son muchos los que
tuvieron mi suerte.
—¿Suerte y esfuerzo?
—La mente tiene mucho que ver. Si insisto en algo,
es más posible que logre el objetivo que aquel que intenta pero no lo persigue
con tanta intensidad. Yo aparentemente soy frío y negativo —siempre navego con
bandera blanca—, pero mi interior es muy distinto a eso. Yo lucho por conseguir
lo que quiero, y casi siempre lo logro. Pero hay veces que no…
—¿Qué no logró, por ejemplo?
—No sé, ahora no sé.
—Se me ocurre que en el
balance de los 60 años de un hombre exitoso debe haber alguna frustración mayor
no confesada…
—Insisto: no sé bien cuál es la mayor. Tal vez me
hubiera gustado nacer de una familia más pudiente y haber tenido una educación
mejor. Yo fui al colegio hasta sexto grado, y eso me molesta internamente
cuando tengo que estar con gente culta. Siento que no estoy a la altura de
ellos, que no puedo responder en consecuencia, y debo quedarme muchas veces en
el silencio que me hace sentir mal.
—Un filósofo también suele
callar…
—Bueno, pero un filósofo se queda callado porque su
conveniencia le indica que debe hacerlo. Pero un filósofo no se queda callado
como yo, por falta de palabras, cuando lo que dice el que está enfrente no lo
convence.
—¿Usted reemplaza el silencio
con la humorada, algunas veces?
—Sí, eso es fácil hacerlo. Pero la humorada no
decide la cuestión en disputa.
Roberto De Vicenzo nació en Villa Ballester el 15
de abril de 1923. A los 17 años se instaló en Ranelagh, por entonces un caserío
con calles de tierra, un modesto club de golf, la estación ferroviaria, el
almacén de don Pedro, que ya no está, y una señorita Ramada Delia Esther
Castex, que lo hizo su marido. Dos hijos, hoy comerciantes; dos nietos, hoy
revoltosos; más de 250 grandes torneos ganados y una apreciable fortuna son la
resultante de una vida casi entera. En la que la palabra éxito tiene mucho
peso.)
—Cuando uno logra un éxito como el que logré yo, se
envuelve en un manto momentáneo. Pero llega el tiempo de volver a la realidad.
Y mi realidad no es esa del oropel, sino esta otra: la de mi mujer, la de los
hijos, la de la casa, la de los amigos. Mi realidad es la que vive la gente con
la que comparto la verdad. El resto es momentáneo, algo que sucede y
desaparece. Por ejemplo: acabo de volver de una gira indudablemente exitosa.
Eso es lo que tiene que ver con la fama. Pero ayer me fui a jugar golf con mis
amigos sólo para divertirnos, y lo gocé de verdad. Esto es la realidad: la
amistad, el compañerismo, los momentos que uno verdaderamente siente.
—¿Sus amigos son de los viejos
tiempos?
—Algunos sí, otros de momento. Pero con todos
comparto lo mejor de mi vida, trato de estar con ellos, saber de ellos,
preocuparme por sus cosas y por su salud. Todo muy simple.
—A los 60 años los amigos
empiezan a irse, ¿no?
—Algunos se van, sí. Después de los 50 empiezan los
problemas, y por ellos los amigos tratan de apartarse un poco para no
contagiarlos. En realidad, los amigos no se pierden.
—Hay desprendimientos
dolorosos…
—Siempre es doloroso, claro.
—Más aún cuando los amigos no
se van porque quieren sino porque se mueren…
—A los 50, y de ahí para adelante, uno empieza a
mirar los avisos fúnebres. ¿Qué muchacho joven los mira? Nada más que nosotros,
los que vamos entrando en la vejez y buscamos allí para saber quién ya no está.
Es triste…
—El concepto de la muerte,
¿entra en su esquema cotidiano de vida?
—Si, pienso a menudo en la muerte. Pero con la
conciencia de que a todos nos va a tocar, nada más. Me gustaría morirme en un
viaje o en una cancha de golf, en un lugar donde no estén esperando que me
muera. Que digan: “¡Qué lástima! ¡Qué buen tipo era ése, y se fue así, de
golpe!”.
—No le gusta tener la
necrológica preparada, ¿no?
—¡No, claro! Me da miedo morir en manos de alguien.
Prefiero que sea algo inesperado.