Vis a Bis...
Sospechada de cobardía
o de promiscuidad, despreciada por la misma comunidad lgbtti, la bisexualidad
estuvo presente en los orígenes de la historia de la militancia, aunque
escondida en un closet dentro del closet, defendiéndose de sus propios aliados.
Actualmente es una palabra que circula entre los más jóvenes como bandera del
rechazo a las identidades estancas. Pantalla o bandera, es una figura molesta
que pone en evidencia la pretensión general de dividir el mundo en blanco y
negro o, dicho de otro modo, en hombre o mujer, homo o hétero, rosa o celeste.
Se ha decretado, en unanimidad silenciosa, que la bisexualidad
no existe. O que casi no existe, es una grieta, la hendidura imaginaria entre
la heterosexualidad y la homosexualidad que se soluciona dando “el paso”.
Decirse bisexual es una declaración fanfarrona (le gusta todo, prueba de todo,
consigue doble) o cobarde (es gay o es lesbiana y no se anima, está confundido,
no le llegó el telegrama). Admitir en una misma figura ambas interpretaciones
casi opuestas es uno de los sinos con los que carga el bi y que lo constituyen,
no es una cosa ni la otra y tampoco las dos.
Disfrutar de ciertas comodidades
del paraguas de la heterosexualidad y a su vez ejercer las fantasías sexuales
de lo gay, son sus ventajitas más reprochadas. Recibe, como mínimo, una sonrisa
socarrona, porque es un impostor: mientras la homosexualidad, aunque no se
declare, “se nota”, la bisexualidad es falsa aunque se grite. Muchos teóricos
queer, como Amber Ault, afirman que los procesos por los cuales se margina a la
bisexualidad no hacen más que preproducir los mecanismos que la
heteronormatividad utiliza para marginar a lesbianas y a gays, y en líneas
generales son cuatro: supresión (se niega su existencia), marginación (no se
los admite), incorporación (se insiste en que son gays y lesbianas) y
deslegitimación (se los acusa).
Pero aun así, como suele ocurrir con todo lo negado y
silenciado con tanto esfuerzo, las personas bisexuales existen y tienen voz, no
necesariamente una voz portadora de una verdad revelada sino muchas veces
reproducción de esa misma zozobra por no pertenecer completamente a ningún
sistema cerrado de signos, sin adscribir a los rasgos distintivos de un grupo
pero tampoco permanecer inmune a lo señalamientos de perversión. Una voz que
por momentos, como se puede ver en los testimonios de esta nota, también
alcanza un tono altanero, orgullo de poder circular por lugares que
aparentemente están separados por un abismo.
Si letra B se hizo su lugar bastante temprano en la sigla de
las identidades disidentes, con nombres propios, señoras y señores casados con
familias y con hijos y también enamorados de personas de su mismo sexo, en la
historia de la militancia se dio una paradoja: las personas bisexuales, que se
cuentan entre las primeras filas del activismo histórico, se vieron obligadas a
ocultar su bisexualidad y declararse gays o lesbianas para no ser expulsadas de
sus movimientos. Y éste es sólo uno de los puntos en los que esta identidad
difusa pone en cuestión los mecanismos poco amables, con la diferencia que
tiene la misma diferencia: ser o no ser, ésa es la cuestión, el resto se borra.
La bisexualidad puede ser entendida como una categoría que en el fondo no existe,
ni como institución ni como grupo ni como verdad elegida o heredada, sino que
se trata de un término aglutinador de diferentes patrones eróticos y sociales.
La palabra quema incluso para los mismos que la llevarían prendida como una
escarapela en el corazón: ¿cuándo uno es bisexual? ¿Por la existencia de la
posibilidad de que le guste alguien de uno u otro sexo? Y cuando le gusta
alguien de su sexo, ¿sigue siendo bisexual o se ha pasado al otro bando? El
“bi” conlleva una doble afirmación de pertenencia que parece retratar un
estrabismo a la hora del deseo. De hecho muchas personas están “pasándose” al
término queer, más amable, libre –por extranjero– de toda connotación
reconocible y sobre todo del prefijo “bi” que tanto remite a binarismo, goza de
lo ambiguo y de lo híbrido, sus dos condiciones. Además la teoría queer ha sido
más que anfitriona de la idea de bisexualidad, apuntándola como baluarte de la
lucha contra las identidades más acomodadas (incluyendo la homosexual).
Un
bisexual es queer en tanto ejercita aquella perversión polimorfa que Freud
había reconocido como natural en la tierna infancia, acusa solidaridad con gays
y lesbianas y eleva el nivel de confrontación con el erotismo entendido como
cuestión de género. No definir la identidad por el género que tiene el objeto
de deseo, y no decir tampoco que “da lo mismo”, es uno de los grandes actos
terroristas con los que la letra B, de bomba, amenaza.
© Escrito por Liliana
Viola y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
el viernes 29 de Junio de 2009.