A 65 años del bombardeo de la Plaza de Mayo que precipitó la caída de Perón…
Bombardeo. Fueron cinco horas de ataques en varias oleadas.
Hubo unos 300 muertos y más de 700 heridos. Fotografía: Cedoc
Bombas sobre la Casa de Gobierno, ataque terrestre de la infantería de Marina, incendio de iglesias, agitación en las calles, detención y muerte de un médico comunista en Rosario: todo eso ocurrió en esas jornadas de junio del 55 que antecedieron al derrocamiento de Perón.
© Escrito por Santiago Senén González y Fabián Bosoer (*) el domingo 13/06/2020 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República e los Argentinos.
Buenos Aires se estremeció esa mañana del 16 de junio de 1955 por el rugido de cuadrillas aéreas y el bramido de bombas y ruidos de metralla. No era un ataque de un ejército invasor sino de la propia Infantería de Marina nacional, por cielo y por tierra, en un nuevo levantamiento militar contra el gobierno del general Juan Domingo Perón, que había cumplido nueve años en el poder y transitaba el último tramo de su segundo mandato presidencial. Nunca había ocurrido en la Argentina un hecho de esas características, comparable con bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial en Europa o la Guerra Civil española. Un antecedente del bombardeo al Palacio de la Moneda en Chile, el 11 de septiembre de 1973, con el derrocamiento y muerte de Salvador Allende.
Corpus Christi. Así sucedieron los acontecimientos en aquella jornada sangrienta. Días antes, el 11 de junio se había producido una gran movilización opositora estimada en 250 mil personas durante la procesión religiosa de Corpus Christi, desplazándose desde la Catedral al Congreso Nacional. Grupos que simpatizaban con Perón chocaron con los núcleos opositores católicos; esos activistas dañaron placas conmemorativas a la figura de Eva Perón, la líder popular fallecida dos años antes por un cáncer, a quien los peronistas consideraban “santa y mártir de los pobres”.
En el mástil del Congreso arriaron la bandera argentina e izaron la bandera pontificia (blanca y amarilla), reflejo del conflicto entre el Gobierno y la Iglesia –debido a las recientes leyes de Divorcio y de reconocimiento legal de los hijos extramatrimoniales, la supresión de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, la regulación de las prostíbulos y la iniciativa impulsada desde el oficialismo de convocatoria a una convención constituyente que decidiera la separación de la Iglesia y el Estado.
La Policía Federal denunció que una bandera argentina fue quemada durante la procesión. Y al día siguiente se publicaría en los diarios la fotografía de Perón acompañado por su ministro del Interior Ángel Borlenghi observando los restos de la bandera quemada. El 13 de junio, Perón expulsó del país a los obispos Manuel Tato y Ramón Novoa, que partieron en avión el día siguiente con destino a Roma. El lunes 13 de junio, ambas Cámaras del Congreso entraron en sesión extraordinaria para repudiar la quema de la bandera. El martes 14 de junio hizo lo propio la CGT, en un acto en el que Perón agradeció a los trabajadores a través del secretario adjunto Hugo Di Pietro. Su titular, Eduardo Vuletich, se encontraba en Ginebra, en la asamblea anual de la OIT.
Puerto Belgrano. Mientras tanto, en los ámbitos militares se ultimaban los planes para un nuevo levantamiento, con uno de sus epicentros en la Base Naval de Puerto Belgrano. El cabecilla era el jefe de la Infantería de Marina, el contralmirante Samuel Toranzo Calderón. Después de consultas con un sector del Ejército, encabezado por el general León Bengoa, se involucró a distintos núcleos de la Fuerza Aérea. Las operaciones mostraron fallas de coordinación y desajuste de los diversos grupos complotados.
En la mañana del jueves 16, en el Ministerio de Marina los infantes sublevados se preparaban para tomar la Casa de Gobierno. La Aeronáutica mandó un helicóptero con un alto oficial para informarle a la Armada que efectivos de Punta Indio habían tomado el Aeropuerto de Ezeiza, y se disponían a bombardear Plaza de Mayo. A último momento, el contralmirante Aníbal Olivieri, a cargo del ministerio y con parte de enfermo, y el comandante de Infantería de Marina, vicealmirante Benjamín Gargiulo se plegaron a la conspiración. Como asistente de Olivieri se encontraba el teniente de navío Emilio Massera. El vicepresidente Alberto Teisaire también un hombre de la Marina retirado, buscaba una mediación con los insurrectos en la Escuela de Mecánica (ESMA).
El bombardeo tuvo un público que no esperaban sus ejecutores: era el acto de desagravio que había convocado el Gobierno en Plaza de Mayo para esa misma jornada antes del mediodía. El ministro de Aeronáutica, brigadier mayor Juan Ignacio de San Martín, dispuso que la aviación testimoniara su adhesión al presidente de la República en un acto cívico-militar. Para esto decidió que una formación de aviones sobrevolaría el área céntrica. El anuncio del desfile reunió a numeroso público. Se trataba de un acto en solidaridad con el Gobierno frente a los embates de la oposición. Pero sería una trampa mortal.
A la hora señalada. A las 12:40, del aquel jueves 16 de junio de 1955 la escuadra de treinta aviones de la Marina de Guerra (veintidós North American AT-6, cinco Beechcraft AT-11, tres hidroaviones de patrulla y rescate Catalina), inició la serie de bombardeos y ametrallamientos al área de la Plaza de Mayo. Muchos de los aviones habían sido pintados con el signo de “Cristo Vence”, una cruz dibujada dentro de una letra V. Perón había dejado su despacho al iniciarse el ataque y se refugió en la sede del Ejército, junto al ministro Franklin Lucero.
Fueron lanzadas más de cien bombas –con un total de entre 9 y 14 toneladas de explosivos– la mayoría de ellas sobre las Plazas de Mayo y Colón y la franja de terreno comprendida entre las avenidas Leandro N. Alem y Madero, desde el Ministerio de Ejército (Edificio Libertador) y la Casa Rosada, en el sureste, hasta la Secretaría de Comunicaciones (Correo Central) y el Ministerio de Marina, en el noroeste.
Mientras tanto, los sublevados intentaron asaltar la Casa Rosada. Su accionar se desarrolló ante una población sorprendida. Estos grupos de civiles armados, llamados “comandos civiles”, cuyo concurso estaba previsto en apoyo de las fuerzas militares atacantes, intervinieron solo en acciones colaterales. Una de ellas fue la ocupación momentánea de Radio Mitre, desde donde lanzaron una proclama que daba por muerto a Perón, tildado como “tirano”. No tuvieron el protagonismo previsto. Tampoco, los militantes convocados por la CGT para defender al presidente en medio del asedio.
Cinco horas. El ataque aéreo se realizó en sucesivas oleadas durante cinco horas. Tuvo como objetivo la Casa Rosada –donde estimaban que estaba Perón–, la Plaza de Mayo y sus adyacencias, donde se registró el mayor número de víctimas, el Departamento Central de Policía y la residencia presidencial, que estaba donde hoy se encuentra la Biblioteca Nacional. Más de trescientos muertos y alrededor de setecientos heridos fue el saldo estimado del ataque. Al menos medio centenar de ellos se encontraban dentro de la Casa de Gobierno, en la que impactaron 28 bombas. Pero el levantamiento fue un fracaso. Los cabecillas huyeron a Uruguay o fueron detenidos. El contralmirante Oliveri fue destituido por un tribunal militar, Gargiulo se suicidó, tras entregarse a las fuerzas leales.
Una imagen retrató la trágica jornada: la fotografía de un trolebús cargado de pasajeros, ardiendo en llamas tras el impacto de una bomba, a metros de la Plaza de Mayo. El reportero gráfico que produjo la foto, que es su ícono, que recuerda esta brutal acción de guerra contra la población civil fue una joven que caía cerca del vehículo, que muestra su pierna destrozada por la metralla. Quien la sacó era el reportero gráfico del diario Democracia, enviado para cubrir el desfile de aviones. Quedó tan traumatizado que nunca se refirió al tema. Años después, tras la recuperación de la democracia en 1983, era el jefe de fotógrafos de la agencia estatal Télam. También allí mantuvo su reserva y silencio sin brindar mayores detalles.
Noche de Brujas. Esa noche, sofocado el movimiento insurgente, fueron atacadas y ardieron varias iglesias del centro de la Ciudad de Buenos Aires incluyendo la propia sede de la Curia metropolitana junto a la Catedral, por grupos de choque, exhibiendo la extrema radicalización del conflicto, mientras se especulaba sobre la intención de la CGT de distribuir armas para apoyar al Gobierno. Aconsejado por los altos mandos del Ejército, Perón lanzó un mensaje de conciliación. El Estado de Sitio fue levantado, cesaron los ataques a la Iglesia y se sustituyeron las figuras del gabinete más cuestionadas. Los dirigentes de la oposición fueron invitados a discutir una tregua. A sus seguidores, Perón declaró: “La Revolución Peronista ha terminado. Comienza una nueva etapa que es de carácter constitucional. Yo dejo de ser el jefe de una revolución para pasar a ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios”. Este llamado a la pacificación momentáneamente tuvo eco con el cambio de Gabinete y se ofrecieron espacios radiales a políticos de la oposición.
El impasse solo duró un par de semanas. Los planes para su derrocamiento avanzaban y Perón, en una verdadera declaración de guerra, advierte el 31 de agosto ante la multitud en Plaza de Mayo aquello de que “por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de ellos”. El nuevo conflicto agregó nafta a las llamas. El secretario de la CGT Di Pietro, que reemplazó a Vuletich, propone la creación de milicias populares, lo que es rechazado de plano por el ministro de Guerra, Franklin Lucero. Pero la suerte parecía estar echada y la caída, inminente, se produciría tres semanas más tarde.
De las bombas que cayeron en la plaza y los ametrallamientos al Palacio de Hacienda esa jornada del 16 de junio del 55 quedaron marcas visibles por largos años. Una placa colocada en el restaurado frente recuerda a los muertos por los trágicos sucesos. En 2005 se dictó la ley 26.564 de indemnización para los deudos de las víctimas. El bombardeo fue llevado al cine por Leonardo Favio, en Sinfonía de un sentimiento, estrenada en el 2000 en el cine Atlas Recoleta.
Desaparición y muerte de Ingalinella
El mismo jueves 16 de junio, la Policía de Rosario comenzó a detener a dirigentes opositores y al día siguiente se llevan de su domicilio al doctor Juan Ingalinella, un médico afiliado y militante del Partido Comunista. Lo condujeron a la División Investigaciones de la Jefatura de Policía junto con otras sesenta personas. La casa de Ingalinella había sido allanada en repetidas oportunidades y él había sufrido ya varias detenciones. Pero esta vez, sería diferente. Los detenidos fueron retornando a sus hogares, pero no el médico.
Ante las gestiones de su esposa y de sus camaradas, la Policía aseguró que había salido por sus propios medios de la jefatura. Hubo protestas, movilizaciones y paros reclamando su aparición. Recién el 20 de julio el interventor federal de la provincia, Ricardo Anzorena –quien hasta entonces había negado la veracidad de la denuncia– ordenó la detención del jefe y del subjefe de investigaciones y de otros policías, así como el reemplazo del jefe de Policía de Rosario, Emilio Vicente Gazcón, por Eduardo Legarreta quien exoneró a los policías involucrados. El 27 de julio de 1955, el ministro de gobierno de Santa Fe dio un comunicado oficial: [Ingalinella] “habría fallecido a consecuencia de un síncope cardíaco durante el interrogatorio”. Murió en la sala de torturas.
Periodistas bajo fuego
El periodista Roberto Di Sandro, que cubría en ese momento la actividad de la Casa Rosada (lo hace hoy todavía), llegaba con otros colegas (los hermanos Almonacid, Aulio Sila, de France Press y Enrique, de Clarín). Ellos fueron protagonistas y víctimas de las bombas de Plaza de Mayo. Las páginas de Di Sandro en su libro A mí no me lo contaron, testimonian esos sucesos. El colega las recuerda en muchas de las reuniones que se efectúan habitualmente con viejos periodistas del círculo conocido como Veteranos en su tinta”.
Cuenta Di Sandro que escuchó al teniente coronel Oscar Goulú, jefe de la guardia, dar las órdenes para la defensa de la Casa Rosada. Mientras Perón, acompañado del general Sosa Molina se dirigía al Edificio Libertador, situado cruzando la avenida Paseo Colón, el personal de la Casa de Gobierno se refugió en los túneles aledaños al edificio donde hoy está el Museo del Bicentenario. En el camino se encontraron con el embajador Ildefonso Cabaña Martínez quien dijo “parece que es la Marina contra el Ejército”. Un juicio similar tuvo otro alto funcionario que compartió el refugio, el subsecretario del Interior, Abraham Krislavin, cuando salían del Patio de las Palmeras hacia los túneles. Era común entre los periodistas hablar del túnel que había facilitado a Perón su llegada al Ministerio de Guerra, donde lo esperaba el general Franklin Lucero, pero no fue así: llegó allí “a cielo abierto”, acompañado por Sosa Molina.
Uno de los autores de este artículo (N. de la R.: Santiago Senén González) estaba acreditado en la Sala de Periodistas de la Policía Federal y acompañó al jefe de Prensa en una recorrida para ver los estragos de las bombas en Plaza de Mayo. Antes, pasó por la sede central de la Asistencia Pública, ubicada en Esmeralda al 100 y volvió a ver la misma escena de columnas de activistas disfrazados con atuendos religiosos, al parecer militantes de la Alianza Libertadora Nacionalista, y uno de ellos con el cáliz alzado como si fuera un partido de fútbol gritaba, eufórico…” ya quemamos cinco”.
*Periodistas e historiadores.
Fotografías: