Convicciones...
Descargada casi con displicencia, esa afirmación me dejó estupefacto.
Dichas palabras resumían el famoso aire de la época, perfume que todo
lo impregna. La cita debe ser transcripta en su totalidad. “Los que se
jugaron en el ’73 por ‘luche y vuelve’ (…) pueden darse algunas
licencias denostadas por burguesas en otras épocas, pero conservan las
convicciones. (…) Ya no sueñan con la revolución, pero pretenden seguir
jodiendo, como parte cultural de una sociedad que no logró eliminarlos”.
A veces las citas pueden no sólo ser odiosas sino –además– injustas y
deshonestas. Este no es el caso. El articulista da en el clavo y
explicita una verdad soterrada que suele ser reprimida. Impresiona el
concepto de “licencias”, perezosa alusión a que, en otras épocas, tales
libertades eran “denostadas” porque se las consideraba “burguesas”.
¿Cuáles serían tales “licencias”? ¿Robar? ¿Conducir autos caros? ¿Viajar
por el mundo? ¿Ganar mucho dinero? ¿Vivir rodeados de comodidades en
confortables y hasta suntuosas viviendas? ¿Oler rico? ¿Vestir fashion?
¿Vivir cool?
Se “expropiaba”, claro, en los famosos años setenta, pero esa caja se
ponía al servicio de la revolución, con ella se mantenían militantes
rentados, se solventaban viajes políticos, se compraban armas e insumos
bélicos, se alquilaban casas y galpones. Eran otras “licencias”, es
cierto. Lo que en aquellos años, recordados hoy en blanco y negro, se
denostaba eran prácticas y hábitos “liberales” que alejaban al militante
del objetivo revolucionario, como la infidelidad marital, la
homosexualidad y el culto de placeres típicos de las clases adineradas.
Los revolucionarios de hace cuarenta años manifestaban intenso y
puritano desdén por placeres y gustos que asociaban con la injusta
distribución de la riqueza. Enojados con su origen de clase, pregonaban y
a menudo obligaban a los activistas a convertirse en proletarios contra
natura.
Esos educados hijos de la burguesía se radicaban en barrios obreros y
conseguían fácilmente trabajo en las fábricas. En aquellos
enguerrillados años, cuando el desempleo no superaba el cinco por
ciento, cualquier estudiante universitario resuelto a “servir al
pueblo”, se conchababa como obrero. Había trabajo y esos revolucionarios
querían ser lo más parecido posible a la clase que venían a redimir y
conducir. Así como el “entrismo” trotskista se sincretizaba con (y en)
el peronismo (había que “entrar” en el movimiento de “la clase”), la
proletarización equivalía directamente a un entrismo social, un
desclasamiento deliberado. Pensaban que ser como los obreros bastaba
para impregnarles o inyectarles ideas re-volucionarias.
Por eso, desde la revolución, se penalizaba sin medias tintas las
conductas juzgadas como ideológicamente enemigas. No eran, por cierto,
penalidades ligeras. Degradaciones en el escalafón militar guerrillero,
vituperio y humillación, e incluso el juicio “por traición” o
“deserción” seguido de condena y ejecución de muerte fueron
acontecimientos verificados entre, por lo menos, 1962 y 1980.
La cita que suscita estas reflexiones acredita por escrito el fin de
una época. Aquellos veinteañeros de 1973 ya orillan los 70 años. Los
“denostadores” eran ellos mismos y sus conductores de entonces. Los
detractores de la impureza revolucionaria fueron ardorosos maximalistas,
para quienes la palabra reforma era sinónimo de estafa y farsa. Hoy, en
cambio, desde el buque insignia de los medios creados por este
gobierno, surge la señal de alivio.
Alivio, ése es el concepto. Toda compulsión por la pureza revela un
profundo y turbulento desacomodo interior. La cita con la que trabajé
esta columna incluye una advertencia de poderosa elocuencia. Quienes se
sienten representados por el actual gobierno de la Argentina pueden
permitirse licencias otrora inaceptables. Eso es factible, se argumenta,
“porque conservan las convicciones”. ¿Cuáles? No tiene caso
explicitarlas, pero el autor de dichas líneas recompone de inmediato un
binomio conceptual notable. Esa gente, confiesa, ya no sueña hoy con la
revolución pero –atención– “pretenden seguir jodiendo”.
Vaya uno a saber en qué estaría pensando el articulista cuando soltó
ese despreocupado “pretenden seguir jodiendo”, pero enternece. Implica
un ánimo jovial y luminoso. No es un cambio fuerte de valores, un nuevo
punto de partida. Pero si ya no proponemos la revolución, al menos
queremos seguir jodiendo. Ya no aplicamos el rigor del puritanismo
revolucionario setentista y, por ende, deseamos pasarla lo mejor
posible.
Pero nada de lo dicho hasta aquí se terminaría de entender
completamente sin otra cita de la misma columna, en la que se dibuja el
escenario estratégico que sirve como marco de esa suspensión del
puritanismo antiburgués de los años pasados. No es habitual toparse con
tamaño acto de franqueza en la descripción de los propios propósitos.
Semanas antes de conocerse la preocupante noticia de la enfermedad que
padece la Presidenta, escribía el colum-nista: “Cristina tiene sólo
(sic) cuatro años para formar a su delfín (sic) y a los cua-dros que
deberían gobernar hasta 2020, en el intento por cambiar definitivamente
(sic) al país, como lo imaginaba Kirchner”.
Sin hipocresía ni pudores, proponía consolidar en el poder un bloque
histórico de 17 años sin interrupciones, bajo un mismo signo. Hay
precedentes mundiales. Los Castro en Cuba hace casi 53 años, Chávez ya
lleva 12 en Venezuela, el recientemente occiso Kadafi reinó durante 42,
Putin comenzó hace ya 13 años (1999) y no tiene intenciones de irse del
Kremlin hasta dentro de varios más. Pero en la Argentina quien se
mantuvo 17 años arriba fue Rosas. ¿Ese es el proyecto? La columna sobre
la que se apoya este comentario se tituló “Has recorrido un largo
camino, muchacha”, la publicó Tiempo Argentino, diario editado por
Matías Garfunkel y Sergio Szpolski, y fue firmada por Alberto Dearriba.
© Escrito por Pepe Eliaschev y publicado en el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el viernes 30 de Diciembre de2011.
Link:
http://w139.elargentino.com/nota-168634-Has-recorrido-un-largo-camino-muchacha.html