Argentina ganó algo más
valioso que un título…
Así sufrieron los penales los jugadores
argentinos. Foto: AFP
Pese a la final perdida en
Chile y la mezcla del fútbol con la política, el seleccionado de Martino se
trajo algo duradero: una identidad.
Vea, vea, vea, Señor
Presidente, tenemos el mejor equipo del continente”, le gritaba el público
enfervorizado del Buenos Aires Lawn Tennis Club a un sonriente Videla mientras
Guillermo Vilas era paseado en andas por delante del Palco Oficial. Era marzo
de 1977 y la Argentina acababa de derrotar por primera vez en la historia a los
Estados Unidos en la Final Americana de la Copa Davis.
“El que no salta es un
holandés, el que no salta es un holandés”, fue el grito de batalla de la final
del Mundial 1978. Decenas de miles de fanáticos saltaban y cantaban en las
tribunas del Monumental aquel histórico 25 de junio. Los miembros de la junta
militar ni cantaron ni saltaron. Hubiese sido un desliz imperdonable para gente
enjuta que tampoco se permite tener sexo con la luz prendida. Pero sonreían
manejando una batuta imaginaria, cual Barenboim de la tortura y el terror.
Millones replicaron el
ritual, que se mantuvo indeleble hasta el presente con sus matices: reemplácese
“holandés” por “inglés”, “militar”, “bostero”, “gallina” o lo que corresponda.
Y muchos miles dedicaron idéntico cantito un año después, cuando una multitud
se reunió en la Plaza de Mayo a pedirle a Videla que saliera al balcón de la
Rosada para festejar el título mundial juvenil de Maradona y amigos.
1977. 1978. En la Argentina
gobernaba Videla. En Chile gobernaba Pinochet. Dos personajes siniestros y
repugnantes. Lo suficiente como para que comprendamos que ellos tenían
demasiado más en común que lo que intentaron instalarnos a través de amenazas
de guerra y traiciones regionales.
Los últimos días han tenido
una cuota casi idéntica de ilusión por el gran fútbol y patetismo por la
provocación de ida y de vuelta de la mano de argumentos que no tienen que ver
ni con una pelota, ni con la realidad.
Lo de la pelota es obvio.
Respecto de la realidad me gustaría recordar que, un rato antes de que un
puñado de militares chilenos decidiera apoyar a los ingleses en la Guerra de
Malvinas –33 años después supimos que ese apoyo se debió al eventual conflicto
por el Beagle–, otro puñado de militares, pero argentinos, pretendió
perpetuarse en el poder provocando uno de los más grandes crímenes de lesa
humanidad que recuerda nuestra tierra: mandar al muere a chicos de mi
generación –clase 63, número de sorteo 282, ausente de Malvinas por no haber
tenido instrucción ya que fui número bajo para la colimba–, muchos de los
cuales no conocían ni las armas que no pudieron usar, ni el mar cerca del cual
murieron.
Me da una profunda tristeza
que desde las redes sociales o los mensajes que se dejan en los programas de
radio, de un lado y del otro de la cordillera mezclemos tanto las cuestiones
hoy, momento en el que lo que nos enfrentó fue tener los dos mejores equipos de
fútbol de la región. Seguro, los más ambiciosos.
También, desde algunos
medios. Parece mentira que gente de prensa que vive a diario un fútbol
miserable, vacío de visitantes y repleto de ladrones, instale cuestiones
vinculadas con el miedo de unos o la arrogancia de los otros. Serán los mismos
que, prontamente, hablarían de vergüenza, barbarie y descontrol si eso que
siembran se convirtiese en violencia de tribuna. Saben perfectamente que se
dirigen a un público que, en algunos casos, no está en condiciones de manejar
adecuadamente las provocaciones. Ponemos en mano de un orangután una granada
sin espoleta. Y no nos importa.
Doy fe de que la cuestión de
la distorsión no fue sólo asunto nuestro. Tuve el honor de ser invitado a
participar en un par de programas de radio chilenas y, en ambos casos, hubo que
atravesar tanto el asunto de la violencia instalada por una rivalidad que, en
el fútbol, no es tal, como el de la receta que tendría Sampaoli para frenar a
Messi o si Martino mandaría a Di María a tapar a Isla.
Y mientras de un lado
circulaba por cadena de WhatsApp una torpe versión adaptada del “Brasil, decime
qué se siente”, del otro se despidió al equipo de su concentración santiaguina
con carteles indignos de bien paridos. ¿Por qué habría idiotas de un solo lado
de la cordillera?
Puedo entender a
regañadientes que ante un momento de fútbol pobre alguno busque la alternativa
de llamar la atención apelando a la mugre. Pero por la pretensión constante del
seleccionado chileno, equipo que juega como cuadro grande desde el último Mundial
para acá, y por la consolidación de una idea fantástica que insinuó la
Argentina en el estreno, que afianzó ante Colombia y expresó brutalmente ante
Paraguay, la de ayer era una final cuya previa ameritaba más que nunca hablar
de fútbol. Y no atizar tristemente un fuego que, curiosamente, estaba apagado
desde hace décadas. Porque una cosa es lo que usted piense de “los
chilenos” –confieso que he tenido muchísima suerte con mis amigos trasandinos,
pese a haber sido corrido a monedazos una vuelta en la Davis de 2000– y otra
cosa es que ambos países vivamos en un conflicto permanente, que en realidad no
existe.
¿Qué es lo que hace que
tantos millones de personas pretendamos resolver alrededor de un partido de
fútbol cuestiones que, de ser ciertas, nada tiene que ver con el deporte? ¿Qué
pretendemos que hagan Mascherano, Messi, Medel y Vidal que no somos capaces de
pretender de Cristina y de Michelle?
En un día de mucha gente
yendo a las urnas, los argentinos deberíamos saber dónde y a quién se le
reclaman las cosas de valor. Y que un éxito futbolero nos cambia el estado de
ánimo durante un rato pero no revive a los muertos en una entradera del
Conurbano, ni alimenta al pibe desnutrido, ni le da una mejor vida al jubilado.
Ni mete en cana al funcionario corrupto.
Luego, el partido. Un
partido decepcionante porque ninguno de los dos equipos se destacó en el
aspecto del juego para el que demuestran tener más oficio, mayor vocación. Lo
más sencillo sería entrar por el camino de los miedos. Sería faltar a la verdad.
Lo que en realidad sucedió fue que los dos invirtieron brutalmente la ecuación
éxito-fracaso que exhibieron en el resto del torneo. Tanto Martino como
Sampaoli muestran, de modos diferentes, claro está, muchísima más vocación por
construir y agredir que por desplegar defensas graníticas.
La Argentina afianzó la
dupla Mascherano-Biglia que nació en el Mundial de Brasil como una herramienta
clave para soltar casi permanentemente a Zabaleta y a Rojo. El Tata aprovechó
aquella ocurrencia de Sabella pero ya no como un recurso para solidificar la
estructura defensiva sino para permitirse sumar más gente en ataque, más un
hombre con las características de Pastore.
Chile va potenciando un
juego de posesión que a veces se contrapone con la característica frenética de
sus dos hombres de punta, que ayer aparecieron demasiado frecuentemente por
detrás de otros jugadores con menos oficio de área que ellos mismos. Sin
embargo, la presencia de Bosejour como uno de los “cinco” del fondo –es mucho
más hombre de medio juego exterior y de ataque que de defensa– y el enorme
oficio de Isla para atacar por la banda derecha son parte de esa impronta de
equipo protagonista que Chile viene buscando desde la llegada de Bielsa, con un
correlato nítido de su heredero.
A esos equipos nadie debería
ponerle en duda la ambición. Ni criticar la falta de ajuste que esa ambición
les provoca en defensa.
Anoche fue diferente. Tanto
como para encontrar de los dos lados a las principales figuras de la mitad de
la cancha hacia atrás.
Chile tuvo su rato de
superioridad cuando, al comienzo, dejó en claro que tenía más jugadores para
desdoblarse en la recuperación y el avance que su adversario. Después, en un
partido parejo, finalmente impreciso y que empezó con piernas ásperas y terminó
con piernas tiesas, la Argentina dejó una leve sensación de superioridad.
Fundamentalmente en el par de ocasiones nítidas más que dispuso respecto de su
rival.
Los penales sacaron del
maleficio histórico a los chilenos y, durante muchas de las horas que se vienen,
llenarán el aire de reclamos de éxito por parte de la prensa y la opinión
pública argentina.
Por lo pronto, fue
una final en la que el entorno tuvo, previsiblemente, cero influencia.
Se jugó como se jugó por las características, los momentos y las decisiones de
los jugadores. Con más errores que aciertos, con el infortunio de la pronta
salida de Di María, de enorme influencia en el resto del juego y el coraje
descomunal de Mascherano, cuyas piernas aún se estarán preguntando cómo es que
su cerebro y su corazón las siguieron haciendo correr. Pero nada de esto fue
consecuencia de las bravuconadas, las provocaciones, Pinochet, las Malvinas y
Chito Faro, ese de “Cuando pa’ Chile me voy”.
Sin ignorar la impericia que
hubo para ser claramente superior al adversario en la final –aun jugando mal,
como contra Jamaica, o peleándola, como contra Uruguay, Argentina siempre lo
había sido hasta entonces– y de la perplejidad que provoca ver a un tremendo
campeón como Messi sin poder levantar la copa una vez más en competencias
oficiales de mayores con la celeste y blanca, sigo convencido que el
seleccionado de Martino se trajo de Chile algo más valioso y duradero que un
título: una identidad.
© Escrito por Gonzalo Bonadeo el domingo 05/07/2015 y publicado por el
Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.