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sábado, 13 de abril de 2013

Somos amigos, ¡por favor!... De Alguna Manera...


Somos amigos, ¡por favor!...


Fue para reírse. De hecho, me reí a carcajadas. Y también fue para preocuparse; alguna vez en la historia una cosa así pudo producir una guerra. Todos pensamos a veces algo de otros, o lo decimos, en términos como los que usó el presidente Mujica. Del mismo modo, sabemos lo que muchos piensan del presidente Mujica; más allá de que tiende a caer simpático, muy simpático, y es una persona querida sin duda, hemos oído expresiones comparables para referirse a él. Yo las he oído hasta en boca de algunos de sus compatriotas. Pero esas cosas no las dicen en público y delante de un micrófono, claro. No se dicen ciertas cosas en ciertas situaciones, y sobre todo cuando se llega a ciertas posiciones.

Pero el presidente Mujica lo dijo. No ahorró detalles ni referencias, como para que fuese imposible retractarse ni alegar equívocos. ¿Estaría enojado? Podrá tener sus razones, pero…

¿Qué cabe hacer a partir de esta situación? Se tiene la impresión de que las reglas de la diplomacia ya están desajustadas de la vida real. El mundo real, los factores reales de poder, han perdido recursos para mantener a los protocolos en su lugar y mandar debajo de la alfombra lo que conviene ocultar a la mirada de todos. Es posible que en todos los tiempos gobernantes y personas de alta posición pública hayan dicho barbaridades similares, pero las más de las veces no trascendieron. Ya no hay manera; cada vez más, todo trasciende, todo se sabe, aquí, como en la Corte de Inglaterra –las gaffes al estilo Mujica del príncipe Felipe referidas a China son memorables–, o en las grabaciones de los devaneos de Clinton en el Salón Oval, o en algunas notables expresiones de Berlusconi...

Si un presidente puede decir algo así en una situación pública –más allá del accidente de un micrófono que debería estar en off y está conectado– es que queda poco lugar para la diplomacia y el protocolo. La realidad ya es otra.

En esta realidad de hoy, el poder se parece cada vez más a la vida de la calle y se maneja cada vez más con las mismas prácticas de la gente de la calle. Y en la vida cotidiana, ¿hasta dónde confía uno en sus amigos? Sabemos que algunos amigos hablan mal de nosotros –a veces en serio, o enojados, a veces en broma, burlonamente o no tanto– cuando no los escuchamos; y a veces lo hacen para que alguien nos cuente lo que dicen. Y no pocas veces los más capaces de hacer eso resultan más confiables que los más “diplomáticos”. Las expresiones burlonas y los enojos hasta pueden ser una manera de querer. Enojarse demasiado por esas cosas puede ser un error.

Imagino que nuestra presidenta está enojada, al margen de la inevitable protesta protocolar. No la imagino tomándose esto con suficiente sentido del humor como para restarle entidad. Como sí imagino que podría haberlo hecho Néstor Kirchner. No lo sé. Ojalá que no pase a mayores. Pienso que sería un error enojarse demasiado con el presidente Mujica.

Ahora, más allá de eso, lo de los presidentes uruguayos despachándose con brulotes insólitos contra los argentinos se está pareciendo a una compulsión. ¿Qué les pasa, muchachos? Sabemos que nos quieren bastante, nosotros los queremos; sabemos que entre amigos se gastan bromas, inclusive bromas pesadas, y expresiones burlonas y duras… pero todo tiene límites. Sí, los argentinos somos más corruptos que los uruguayos –más “anómicos” decimos los sociólogos–; el presidente Batlle exageró pero pocos creen que no tenía bastante razón; pero no es esperable que esas cosas las diga alguien cuando ocupa la presidencia de un país.

Todo el mundo fuera de la Argentina piensa que los argentinos somos arrogantes, pero también que somos simpáticos y amigables; los presidentes suelen hablar de estos atributos buenos, o se quedan callados, pero no hablan de nuestra arrogancia; la gente, cotidianamente, habla de todo. Los uruguayos parecen más modestos, y también son simpáticos y amigables, da gusto estar con ellos. Los argentinos nos sentimos cómodos en el Uruguay y los uruguayos se sienten cómodos en la Argentina. El río nos une en lugar de separarnos. Y nos necesitamos mutuamente, ¡vaya si nos necesitamos!

Entonces, si somos amigos, portémonos como amigos, por favor.

© Escrito por Manuel Mora Y Araujo, Sociólogo, el domingo 07/04/2013 y publicado por del Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


Fotos:







sábado, 16 de febrero de 2013

El auge de la política sin partidos… De Alguna Manera...


El auge de la política sin partidos…

La política es oferta: de liderazgos, de representación, de símbolos, de políticas públicas. Y también es demanda: de esas mismas cosas, y de gobernabilidad, a veces de cambios, otras veces de orden y previsibilidad. Tradicionalmente la oferta se generaba en los partidos políticos y la demanda se expresaba a través del voto, y más recientemente se expresa también a través de las encuestas. Lo nuevo en la vida política en casi todas partes es la declinación de los partidos en la generación  de la oferta.

Los partidos aparecieron en los albores de la democracia en Estados Unidos e Inglaterra a fines del siglo XVIII. Inicialmente tenían mala imagen, se los veía como males necesarios –más que “partes” genuinas de un todo heterogéneo eran vistos como “particiones” peligrosas de ese todo–. Pero lo cierto es que en muchas partes del mundo, hasta no hace muchos años, la ciudadanía se ejerció articulada por el sistema de partidos. Su declinación es un fenómeno relativamente reciente. En la Argentina, en 1984, tres de cada cuatro ciudadanos argentinos se sentía identificado con algún partido: dos de cada cuatro “simpatizando” con alguno, uno de cada cuatro declarándose “afiliado”; hoy los afiliados son uno de cada diez y los “simpatizantes” casi no existen. En otros países las cosas fueron parecidas.

Los partidos cumplían distintas funciones: generaban la oferta de candidatos y les transferían legitimidad; para los simpatizantes, eran fuente de identidades políticas bastante estables; para los afiliados, eran un canal de participación. Todo eso estructuraba la vida política y generaba las bases de los consensos para la gobernabilidad. El modelo alternativo no era la política sin partidos, sino la política de partidos hegemónicos, que hoy todavía en muchas partes goza de buena salud.

Los partidos declinaron porque la gente perdió la confianza en ellos. Con la declinación de los partidos sobrevino la “desalineación” de la ciudadanía. Con partidos vigorosos, gran parte de los votantes votaba al candidato ofrecido por su partido. Los que no se sentían cerca de algún partido votaban o por los temas planteados en las campañas o simplemente sobre la base de atributos de los candidatos: propuestas, confianza en la persona, simpatía. En la política de nuestros días –por lo menos en la Argentina– ya ni siquiera los temas pesan mucho, porque es difícil saber cuáles son los temas sobre los cuales los candidatos basan sus propuestas.

Así se pasó a la política mediática. Los candidatos elegidos por los partidos también ejercían la comunicación mediática, pero ésta era menos dominante que ahora; además se compensaba con otros canales de comunicación, los internos al partido y los territoriales. Estos últimos pasaron a tener mala imagen; se les atribuye prácticas “clientelísticas” y corruptelas, que desde luego siempre existieron, pero que están lejos de agotar el fenómeno de la comunicación territorial persona a persona. Hoy es común atribuir al clientelismo todo voto que a uno no le gusta.

El mundo viene asistiendo, en muchos países, al fenómeno de los candidatos mediáticos, que no provienen de la política y que despiertan en muchísimos votantes mayores expectativas y más confianza que los políticos “de carrera”. Un caso interesante, de hace pocos días, es el fenómeno del surgimiento en Israel de Yair Lapid, que pasó a ser una pieza clave en los nuevos equilibrios políticos en su país –lo que bien puede traducirse por “equilibrios en el mundo”–. Lapid es líder de un partido nuevo, Yesh Atid, pero el fenómeno es esencialmente personal y refleja el crecimiento en la política de un personaje ultramediático. Su campaña se centró en dos temas –la paz, más foco en el interior del país que en los conflictos externos–, lo que sugiere que la política mediática puede sustentarse no solamente en “marketing” de imágenes sino también en propuestas definidas. En muchas partes asistimos a hechos parecidos, inclusive desde luego en nuestro país –donde lo que falta en todo caso son más bien las propuestas–.

Es posible –pero no es seguro– que los partidos todavía tengan una chance, si se actualizan y se abren ampliamente a una participación ciudadana transparente. También es posible que la política esté llamada a ser predominantemente mediática, con algunos ingredientes menores de comunicación territorial. Lo que parece claro es que la política no volverá a ser igual a como fue hasta hace dos o tres décadas.

© Escrito por Manuel Mora Y Araujo, Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella, el sábado 09/02/13 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


sábado, 5 de enero de 2013

Pobreza y desigualdad... De Alguna Manera...


El dilema de las prioridades...   
  
Igualdad, no significa justica...

Libertad e igualdad son los dos pilares sobre los que se asienta el edificio de la filosofía social de los tiempos modernos. Hoy constituyen valores prácticamente indiscutibles en toda sociedad. Las discusiones giran en torno a la prioridad asignada a cada uno de ellos y a los medios para asegurarlos. En el capítulo de la igualdad aparecen problemas complejos, nunca del todo resueltos. Para mucha gente –y no pocos filósofos sociales–, el aspecto más importante es la pobreza; para otros, la igualdad distributiva. El problema puede plantearse así: ¿qué es más valioso: que la dispersión alrededor del promedio en la distribución de los bienes disponibles sea lo más baja posible, o que la cantidad de personas en la cola “baja” de la distribución (la de los que tienen menos) sea más reducida? ¿Importa más cuántas personas tienen muy poco, o cuántas personas tienen menos que los que tienen más?

El debate mantiene vigencia. En la opinión pública a veces aparece de manera definida y a veces se diluye casi por completo. Generalmente reaparece cuando la economía se enfría y el crecimiento se desacelera. A veces el énfasis mayor está del lado de los que no tienen; por ejemplo, los saqueos en la Argentina. Otras, el énfasis está en la comparación entre los que tienen y los que no: los ocupas de Wall Street, los indignados en países europeos.

Con el desarrollo económico, los niveles de pobreza y de desigualdad se movieron en forma desacompasada. El economista inglés Samuel Brittan analizó la situación de Inglaterra en las últimas décadas. Desde el final del gobierno de Margaret Thatcher hasta la crisis de 2009, la tendencia es clara: disminuyó la pobreza, aumentó la desigualdad. La pobreza –definida con criterios ingleses– cayó 25 por ciento. Pero la mejoría en los ingresos de quienes ganan más superó con creces la mejoría de los ingresos del resto.

Diversas conjeturas intentan explicar eso. Y, desde luego, hay mucha confusión en el debate público, porque no siempre se sabe bien de qué se está hablando. En los últimos dos siglos, la movilidad social ha sido la vía para la superación de la pobreza al alcance de mucha gente; por eso, las sociedades más abiertas lograron mejores resultados. Pero la movilidad social no es un antídoto a la “mala distribución”. En el camino hacia las posiciones de clase media y más altas no hay escalafones; cada uno gana lo que puede y aprovecha las oportunidades. Cuanto más alta la posición social y económica, menos pesan las negociaciones colectivas. Los sindicatos han hecho mucho para mejorar los ingresos de los trabajadores, pero son irrelevantes para los ingresos de los ricos.

Otro factor es la educación, o la oportunidad de adquirir calificaciones. Las personas con más calificaciones tienden a ganar más, con o sin sindicatos. Y, a iguales calificaciones, los sindicatos mejoran los ingresos. La incidencia de esos factores se atenúa cuando la economía se enfría; su efectividad disminuye con la escasez.

Las respuestas al problema de la pobreza se proponen desde dos enfoques alternativos: el mercado o el Estado. Cuando el mercado “falla”, las expectativas desde el Estado tienden a aumentar. El Estado ha hecho tres cosas a través de los tiempos: interviene cobrando impuestos, en algunos lugares ha creado las bases de un “bienestar social” y, a veces, distribuye bienes y dinero. El estado de bienestar logró un piso de igualdad distributiva –hasta que su financiamiento colapsó, recientemente y a veces también antes–. La distribución de dinero y de bienes es un paliativo a la pobreza, sin incidencia en la igualdad distributiva. La desigualdad atacada con la política impositiva tiene límites: desincentiva la inversión, y eventualmente incentiva la evasión fiscal a la Argentina o la “salida” del sistema a la Dépardieu.

Un debate no menor suele reiterarse a través del tiempo: qué prefieren las personas involucradas, que no siempre es lo mismo que qué prefieren los pensadores y los responsables de las políticas públicas. En general, está demostrado que a quienes sufren la pobreza en carne propia la desigualdad les importa muy poco. Todo lo que los ayude a tener más es bueno; cuánto menos tienen que quienes tienen más no es importante.

La prosperidad, hasta ahora, ha sido medida a través del promedio –el producto per capita, por ejemplo–. Sin duda, una medida bastante limitada. En cuanto a la pobreza absoluta, es tema central en la agenda de algunos países, como los escandinavos, algunos otros europeos, algunos socialistas; y parece un tema irrelevante en muchos otros países, como la India o nuestra Argentina. ¿Por qué?

© Escrito por Manuel Mora y Araujo, Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella, el viernes 04/01/2013 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.




lunes, 17 de diciembre de 2012

El problema es Clarín, no la justicia… De Alguna Manera...


El problema es Clarín, no la justicia…


Dos siglos de vida independiente y ciento cincuenta años de constitución no han alcanzado para que la Argentina encuentre un consenso estable, sólido, acerca de la forma de gobierno. Los tres poderes del Estado, concebidos como mutuos contrapesos para limitar el poder y garantizar los distintos derechos de los habitantes, están casi continuamente en pugna procurando librarse de las tutelas de los otros, o frecuentemente entrando en colisión dos de ellos para neutralizar al tercero. A lo largo de nuestra historia, algunas Cortes avalaron los golpes de Estado, algunos ejecutivos intervinieron en la conformación de los cuerpos judiciales e interfirieron en sus decisiones, el nombramiento de los jueces muchas veces se produjo de maneras improcedentes y el papel del Legislativo no siempre fue decoroso. 

El tema debería entrar en la agenda de los consensos políticos imprescindibles, para lo cual es preciso sustraerlos de la política cotidiana y las pequeñeces de las luchas de poder. Es cierto que la vida real es la suma de innumerables matices y complejidades; por eso las instituciones sólo pueden ser diseñadas –si es que se quiere ‘diseñarlas’ para mejorar la calidad esperable de la vida– poniéndose por encima de esas complejidades un excelente resumen de esto puede verse en el artículo de Martín Bohmer:

Corte Suprema: ¿Deferencia mayoritaria o activismo constitucional?, en chequeado.com

El tema que estos días acapara la atención del país, la Ley de Medios audiovisuales y las acciones ante la Justicia de algunas de las partes alcanzadas por la ley, es casi un caso perfecto de libro de texto que ilustra acerca de las difíciles relaciones entre los tres poderes y las dificultades para encontrar un equilibrio entre ellos. Si no llega a ser un caso perfecto es porque está demasiado contaminado de ingredientes políticos.

Cualquier argentino, desde el más ingenuo hasta el más politizado, cree hoy que lo que está en juego no es una concepción teórica o doctrinaria del Estado ni un debate sobre las mejores maneras de regular los medios de comunicación, sino una puja política entre el Gobierno y el Grupo Clarín. El procedimiento esperable, cada vez que una norma legal afecta algún derecho de alguna parte, es ahora definido por el Gobierno como una batalla política. 

La situación me hace recordar un caso que a veces utilizo en mis clases: en la década de los 70, en plena locura terrorista y represiva, un médico pediatra de la mayor reputación profesional cuyas ideas políticas lo acercaban inocultablemente a los grupos subversivos, recibió un pedido de emergencia para atender a un niño de la familia de un alto jefe militar, y se preguntó qué hacer. Según contó tiempo después a quienes lo conocíamos, su decisión fue atender al pequeño paciente cuya vida peligraba; no hacerlo, dijo, hubiera sido politizar indebidamente un caso profesional y confundir sus distintas responsabilidades en la vida; su problema, en todo caso, era el general, no el nieto.

El Gobierno nacional está arremetiendo políticamente contra la Justicia. Su problema es Clarín, no la Justicia; tal vez, mirando más allá, está pensando también en otros objetivos políticos. En esa perspectiva, el Gobierno presiona políticamente a la Justicia y los jueces se resisten. El Gobierno pide a la Justicia que “respete la voluntad popular”; es obvio que esa “voluntad” puede conferir un mandato al presidente de la Nación; según como se interprete lo que eso significa, también a los legisladores; pero los jueces no tienen nada que ver con ella. Los jueces trabajan sobre otra materia prima. Si hiciesen lo que el Gobierno les reclama dejarían de dar sustento al principio básico de la división de poderes, en un sentido, dejarían de ser jueces para ser parte del Ejecutivo. Esa no es la idea detrás de nuestra Constitución; posiblemente tampoco es una idea predominante en la sociedad acerca de un orden institucional mejor.

© Escrito por Manuel Mora y Araujo, Sociólogo y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el domingo 17 de Diciembre de 2012.