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sábado, 23 de febrero de 2013

A usted, Aliverti… De Alguna Manera...

A Propósito de víctimas, política y carroña… 

 Eduardo Aliverti.

Cuando Eduardo Aliverti comunicó que fue su propio hijo quien atropelló y mató al ciclista Rodas, en Panamericana, antepusimos la decencia y el sentido común a cualquier otro comentario.

No era de bien nacido caerle a un tipo, por lo que su hijo de 28 años hubiera hecho.

Era de canallas regodearse atacando a un periodista que justifica y defiende este modelo, a causa de la desgracia que a su muchacho le tocó protagonizar.

Pero Aliverti tuvo el desatino de salir a hablar nuevamente, y, tal como acostumbra a hacer su presidente Cristina Kirchner, descerrajó una buena dosis de ese odio tan común a los izquierdistas severos de la Argentina.

Ese odio que se soporta cada vez menos, y que provoca, cada día, más indignación.

A más de tildar de "carroña" a quienes acaso injustamente lo criticaron, Aliverti se declaró crucificado.

A usted

Aliverti, no crea que lo crucifican tres tipos con micrófono. Lo crucifica la larga lista de argentinos por usted humillados, desde su tradicional soberbia, su ironía, su miserable estigmatización del que piensa distinto.

Usted es un exitoso profesional de los medios, Aliverti. Sabe perfectamente a lo que se expone cuando habla o cuando escribe. Conoce como pocos los mecanismos para decir lo que su audiencia quiere y espera oír. Y sabe también que su palabra trasciende a los del propio palo.

Sabe, o debería saber, que también llega a los que, luego de las marchas ciudadanas del 13S y 8N, usted calificó como tilinguería.

Esa masa abstracta, según palabras de Horacio González que usted destaca, a la que se preocupó de restarle cualquier tipo de entidad mínimamente atendible.

¿Recuerda cuando escribió: "Salieron a marchar no por lo que le pasaría al país sino por lo que me pasa a mí y a los míos o, aunque repique extremadamente antipático, por lo que los medios me dicen que me pasa"?

¿O cuando desde su sitial de policía moral del pensamiento ajeno los etiquetó como "gente incapaz de tolerar que los de abajo hayan subido un poquito"?

¿No fue acaso usted mismo el que declaró: "Me importa una infinita cantidad de carajos tener el más mínimo grado de consenso con esta gente. Quiero tener con ellos una profunda división"?

Bueno, Aliverti, su cruz es recoger el desprecio de las víctimas de su soberbia.

A usted lo crucifican sus palabras. Lo crucifica haber elegido ser enemigo de muchos. Tal como afirmó cuando dijo "Eso de que en una democracia no hay enemigos sino adversarios. Pues bien: uno ya está harto de estas boludeces monumentales".

Usted eligió ser enemigo de tanta gente, Aliverti, no fueron ellos.

Luego de su comunicado inicial, usted debió callar. Era lo adecuado para que no lo hostiguen algunos de sus colegas, a quienes su presunta superioridad intelectual le impide, siquiera, reconocer como tales.

Esos a los que usted llamó "salames televisados, en rol de conductor".

Nos preguntamos cómo se debería catalogar, entonces, al miserable que tituló “El hijo de Aliverti también es víctima. ¿Qué hacía el ciclista en Panamericana?”¿….lo leyó, Aliverti? ¿Le pareció un canalla Gelblung? ¿Un salame, parte de la carroña, acaso?

Usted es un periodista político que milita para su causa. Siempre lo fue.

Su estilo no es confrontativo: es insultante.

Y la política, desgraciadamente, salta siempre. Aún cuando algunas desgraciadas situaciones personales requieren que no salte. ¿Y sabe qué, Aliverti? No lo afirmamos nosotros, lo dijo usted.

"Porque cada vez que salta lo político —y no hay forma de que no salte, por un lado o por otro y más temprano o más tarde—los choques son irreconciliables"

Su carrera no se interrumpirá por este suceso, Aliverti. Su pibe es un hombre grande, usted y yo sabemos que dentro de unos años esto será recordado como un mal trago, una pifiada de las más fuleras. Y nada más.

Pero haría bien, por su pibe y por usted mismo, en callarse un poco.

Ya que éste es, como dijo, el peor momento de su vida, amerita pues que haga lo que nunca hizo, y deje de destilar odio cada vez que habla o escribe.

Quédese musicardi y lama sus heridas en silencio; que mientras a usted, mediáticamente, lo crucifican, a Rodas le están llevando flores.

© Escrito por Fabián Ferrante el sábado 23/02/2013 y publicado en Tribuna de Periodistas.



miércoles, 18 de abril de 2012

Lo de Boudou... De Alguna Manera...

Lo de Boudou...

Sí. Lo de Boudou. Por ponerle la definición más escuchada. ¿Es un tema comprendido en un caso mayor o es apenas un tema? Lejos de ser una pregunta enroscada o un mero juego de palabras, para gusto del periodista la madre del borrego está por ahí. No porque uno tenga la respuesta. Es que nunca podría encontrársela si no se acierta con la pregunta.

Para hallar algo cercano a la objetividad, cabe intentar con dividir “lo de Boudou” en tres partes. Primero, el tratamiento periodístico. Después, el relevamiento de los datos obrantes. Datos, quede claro. No conjeturas, ni suspicacias, ni sospechas. Y recién por último, la parte de si el producido de las dos anteriores arroja un desenlace analíticamente serio. De modo que vamos en ese orden. Está fuera de duda que el vicepresidente es víctima de un fusilamiento mediático, sea o no culpable de lo que se lo acusa. La oposición disfrazada de periodismo libre, ya sea a través de sus voceros permanentes desde el conflicto con “el campo”, el Fútbol para Todos y la nueva ley de medios audiovisuales; o bien gracias al concurso de mercenarios de gran porte reclutados en los últimos tiempos, decidió que las noticias importantes son, casi en exclusividad, los avatares judiciales de Boudou. Ni siquiera los efectos, subsistentes, del temporal inédito que afectó a Capital y zonas del conurbano sirvieron para poner una pausa en la ofensiva. 

Tampoco lo logró el precio de la yerba. Apenas se detuvo el rato que duró (seguirá) la impresionante operación de prensa en torno de YPF, en la que especulaciones de Bolsa se entremezclaron con lo imperioso de horadar al oficialismo. Y de una manera repugnante, que hasta pareció articulada con la prensa y el gobierno españoles. Portada tras portada, sumario tras sumario, entonación tras entonación, gesto tras gesto, solamente parece interesante que el Gobierno puede caerse a pedazos porque la Presidenta habría elegido de vice a un concheto travestido y corrupto. Tampoco puede dudarse de que los medios y colegas oficialistas, más gurkas o más elegantes, protegen a Boudou, a como sea, en aras del objetivo mayor: cuidar a la Presidenta y a lo que simboliza su modelo. Lo que en el argot de esta profesión se conoce como “data dura” pasó centralmente a mejor vida. Los unos porque lo primordial es destruir a Cristina; los otros porque debe resguardársela a toda costa. Los segundos tienen el beneficio de inventario de una altitud ideológica a la que los primeros no se acercan ni por asomo. La ultraoposición es espectacularcita. No tiene cuadros. Llega hasta Beatriz Sarlo como muchísimo y no agujerean más allá de los lectores de La Nación. 

El kirchnerismo, en cambio, originó Carta Abierta y posee referentes muy aptos para la batalla mediática. Puede juzgarse todo eso como chascarrillo de ambiente reducido, o quizás no tanto si se tiene en cuenta que la propia oposición viene reconociendo la “victoria cultural” del oficialismo. Lo cierto es que el ultrismo opositor no pasa de atacar a mandoble puro, sin más ton ni son que demoler a la figura presidencial por vía de las aprensiones sobre Boudou. Y que el oficialismo carga con desprolijidades impactantes que sus defensores hacen mal en ignorar. Pagaría muchísimo mejor escudar al Gobierno con la premisa de que no deben justificarse todos sus errores. No se trata de ser neutral. Todo lo contrario. Se trata de inteligencia. Y también de honestidad descriptiva.

La oposición, antes que por el aporte de prueba concreta alguna, basa su ferocidad en una construcción de sentido culpabilizador, capaz de ignorar hasta los ridículos. Luis Bruschtein lo sintetizó en este diario con magnífica precisión retórica y contundencia política, al cabo del despliegue mediático, infernal, que siguió al allanamiento de un domicilio de Boudou presentado como su casa: era un lugar alquilado por un amigo del ex marido de la esposa despechada que es amigo de un amigo de Boudou. Absolutamente todos los ataques, ofrecidos como prensa atenta de investigación, se asientan en “relacionismos” de ese tipo. Y por si algo faltaba, reapareció Carrió para montarse en la táctica de sus amigos corporativos. Ella está en todo su derecho, naturalmente, pero usarla de ariete protagónico –o aun como actriz de reparto– revela la disposición a valerse de lo que venga con tal de esparcir imagen de podredumbre. Según quiera verse, ya no saben qué hacer o lo saben muy bien. Indignan. Le dan vergüenza ajena a cualquiera con dos dedos de frente. Atentan contra las normas más elementales de la deontología profesional. 

Resucitan payasos. Pero nada de todo eso debiera obstaculizar una mirada crítica sobre los mocos que se manda el Gobierno. Boudou llamó a una conferencia de prensa que en ningún momento fue eso ni nada parecido. Es irrefutable que se acordó tarde de denunciar intentos de coima y apretadas, por más ciertos que fueran, y que tal actitud también deja un flanco intapable. El juez Rafecas, quien era casi un icono de probidad, saltó a enemigo de la noche a la mañana, no se sabe si por no haber podido evitar ser un bocón o, sencillamente, porque no hizo lo que se esperaba que hiciese. Y en aras de esa concepción se lo llevan puesto a Esteban Righi... ¿Por qué? ¿Porque no supo operar sobre un fiscal? Hay antecedentes de esa clase de arrebatos. La memoria debería registrar lo insólito de haber prescindido no ya de un canciller, sino de un cuadrazo fenomenal como Jorge Taiana, tipo de una rectitud invicta, por el solo hecho de inferir que compartía algún off con medios antagónicos. Con Taiana, el impacto quedó licuado porque los ribetes no daban para escándalo y porque el hombre es un caballerazo. Pero a Righi no le dejaron callejón con salida. Se tuvo que ir probable o seguramente absorto, más allá de que pudieran haberle faltado reflejos para intervenir ante un episodio de resonancia institucional. 

¿Hacía falta esto? En sentido político análogo, ¿hace falta profundizar el frente abierto con la CGT justo cuando vuelve a necesitarse una estrategia de alianzas sectoriales, imprescindibles para aguantar los chubascos o tormentas de un escenario internacional complicado, e incluso frente a la decisión que vaya a tomarse con YPF? Si es cuestión de prevenirse frente a Scioli por estimarlo como resolución a derecha de la no continuidad de Cristina, ¿hace falta perforarlo tres años antes? Tal vez se trate de aquello con lo que esta columna se permite insistir cada tanto. Lo que Carlos Pagni escribió en La Nación hace unos días, con la visión de un hombre de derecha atendible. El kirchnerismo se enfrenta al kirchnerismo –muy genéricamente expresado, entiéndase bien– porque ocupa la totalidad del centro de la escena, al inexistir la oposición, como no sea la mediática. 

Más luego: ¿los momentos de fortaleza deben ser usados para ir por todo frente a la debilidad del adversario, incluso prescindiendo de los aliados reales, eventuales o reconquistables? Que se vaya “por todo” es elogiable, pero el punto es cómo. ¿No sería mejor contar los porotos de otra forma? ¿Seguro que hay tanta espalda para optar por lo primero? Son preguntas, no afirmaciones. Uno no pierde de vista que es apenas un comentarista y que el ejercicio del poder es muy otra cosa. Igual: así cayera Boudou, o se complicara ese escenario y los medios opositores sintieran la panza llena, no se modificaría en nada que las mayorías sigan confiando en un Gobierno que les mejoró la vida, en la proporción que cada quien quiera darle a ese aserto indesmentible.

Si se apoya esta experiencia kirchnerista –como lo hace quien firma– por considerar que al fin llegó una gestión capaz de satisfacer algunas o varias necesidades populares, o porque cualquier alternativa significaría volver a lo peor de un pasado nada lejano, la preocupación no debería pasar por las repercusiones institucionales de “lo de Boudou” propiamente dicho, sino por la posibilidad de que la trama escenifique a un Gobierno con tendencia creciente a encerrarse en sí mismo. O mejor dicho, en un círculo extremadamente reducido. Pero si es por aquello que los medios de la oposición pretenden mostrar que pasa, la conclusión es que, en perspectiva estructural, no pasará nada.

© Escrito por Eduardo Aliverti y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el lunes 16 de Abril de 2012.

lunes, 27 de febrero de 2012

No solo el tren... De Alguna Manera...

No sólo el tren...


Lo sucedido en el Once presenta dos grandes bloques temáticos. El problema, según interpreta el firmante, es que una mayoría de las opiniones e indignaciones circulantes mezcla esos elementos con una facilidad nada recomendable. No es extraño: cuando una cuestión es muy compleja y mucho más si queda envuelta por una tragedia, suele suceder que se recurre a explicaciones fáciles, demagógicas. Reemplazan lo arduo de pensar con mayor profundidad, que es todo un trabajo.

Una parte refiere al accidente propiamente dicho. El término es usado como convencionalismo, porque ya se sabe que no puede definirse como “accidente” aquello que es o sería prevenible. Acerca de eso, hay unas preguntas primeras y excluyentes. Si se demostrara que ocurrió una falla humana con carácter de causa central, ¿cambiaría en algo la observación sobre un transporte ferroviario de pasajeros virtualmente colapsado? ¿Variaría lo que debe opinarse y actuarse en torno de un esquema mamarrachesco, que ya ni siquiera es definible como estatal, privado o mixto? Interrogantes como éstos son de una obviedad indecorosa, pero resultan convenientes a juzgar por la ensalada en que incurren funcionarios, directivos de la empresa administradora (o como quiera que quepa rotularla) y charlatanes varios. 

Si falló el conductor y no los frenos, ¿se acabó la discusión? Eso parecería, porque encima entra en escena el secretario de Transporte y, en medio del horror, sin aceptar preguntas, en actitud más propia de un canalla que de un pelotudo, dice que si la abuelita hubiera tenido pantalones habría sido el abuelito. Por supuesto, tampoco haría al sentido común que Schiavi se dedicara a abrir juego en torno de un debate de fondo que incluye a su cargo tanto como lo excede. ¿Qué iba a decir, justamente por estar tapado de muertos y angustias? ¿Que estaban evaluando sacarle la concesión a los Cirigliano? No, pero menos que menos faltarles el respeto al dolor, a la bronca, a la impresión. Es de esperar que Schiavi tenga los días contados en su puesto. Se requiere un gesto superior, capaz de mostrarle a la sociedad que no se tolera su dicho pornográfico. Cabe presumir que de chispas como la suya se nutren combustiones como las del viernes a la noche. Familiares y amigos del pibe muerto que encontraron recién ese día convocan a una cadena de oración, y terminan tratando de controlar a un grupo de exaltados de cantidad irrelevante, pero simbólicos en cuanto al hartazgo que desnudan las tragedias. 

Banquete listo, para gusto de todos los buitres subidos al drama. Más luego, anuncian que el Gobierno se presenta como querellante y que se aplicarán las sanciones que pudieran corresponder. Volviendo, ¿se termina en las sanciones? En el más “satisfactorio” de los casos, ¿les retiran la licencia y chau? Como dice Mario Wainfeld, la respuesta judicial es inevitablemente larga, farragosa. Imprescindible, por cierto. Pero en esto, lo que se necesita ante todo es una contestación política. Nadie debería pretenderla ahora mismo, que es lo exigido por la chusma de todo color y pelaje. El planteo no pasa por ahí, sino por si existe la vocación de darla más temprano que tarde.

Nace allí la segunda parte del asunto. Lo estructural. Y a tener en cuenta: las tragadas de sapo involucran al conjunto social, desde ya que en diferentes niveles porque culpa y responsabilidad no son sinónimos. Lo que subsiste de Estado ausente o mariquita sigue siendo hijo de un menemato que los argentinos aprobaron con más displicencia que reservas. Y en muchos casos con entusiasmo, como el de vastos medios y propagandistas militantes de la orgía privatizadora. Ahora vienen a llorar por ese Estado que se escapó de sus funciones básicas. 

El modelo engendrado en la eclosión de 2001/2002, y parido por el kirchnerismo, afectó a ese adefesio en unos pedazos significativos. Y en otros no, sin restarle mérito. Se quiso y pudo volver a mirar para dentro con comprensión global; teníamos pinta y síntomas concretos de lo que hoy es Grecia, pero no duró; hubo la quita de deuda más grande la historia; volvimos a creer en la política y no en los gerentes del mercado como mejor instancia resolutoria de nuestros dramas. Avanzamos más allá de lo que una mirada de ortodoxia clasista quiere registrar de un sistema burgués. Y hubo las cosas en que tal vez se quiso o de las que directamente no se intentó saber porque no se podía, a raíz de la debilidad con que nació la criatura. Abrir todos los frentes al mismo tiempo no podía caber en la cabeza de ningún cuerdo. Y uno de esos frentes que en lugar de abrirse se emparchó fue el del régimen de transporte. 

A medida que el país se recuperaba, se acentuó la garantía de viajar barato. Si volvía el trabajo, que pudieran llegar todos a sus lugares y a como diera lugar. No hay de qué arrepentirse porque los subsidios, o lo que se conoce como ingreso salarial indirecto, sirvieron al propósito de reactivar la economía. También es objetivo que ese mecanismo fue en desmedro de las reinversiones necesarias para acompañar la recuperación; pero, si se lo ve con aquel parámetro del manejo de los tiempos atento a la correlación de fuerzas, era el huevo o la gallina. No sólo respecto del transporte, sino del grueso de las prestaciones.

Esa lógica llega a su fin, pero el espanto en el Once no debe obrar como decreto. Si el criterio fuera ése, se olvidará que en unos días, no más, el “accidente” y el tema desaparecerán de los medios. Por empezar, debería convenirse que tener servicios públicos de buena calidad es un derecho ciudadano y no una aspiración regulable eternamente según los avatares de la economía. La excepcionalidad ya pasó, si es por eso y por mucho que amenace la crisis internacional. Excusas habrá siempre, y siempre las sufren los laburantes. “Sintonía fina” también debería significar que el Gobierno tome las decisiones de segunda generación, porque de lo contrario el “modelo” se habrá consumido en el enunciado y práctica de las primeras: obra pública, inclusión social creciente para saltar del infierno al purgatorio, apuesta por el mercado interno, recueste en la región latinoamericana, etcétera. 

Si lo proyectual no se dinamiza, las masas no se caracterizan por la paciencia y son susceptibles de caer en manos de sus verdugos una y otra vez. Hace falta renovar utopías, para decirlo simplota pero entendiblemente, y una de ellas bien debe ser que el Estado recupere por completo sus resortes estratégicos. ¿Qué sentido tiene continuar con el esperpento, otrora comprensible, de subsidiar a hombres de negocios que transforman en negociados las políticas públicas? ¿En qué sería peor, a esta altura, un Estado que administre derecho viejo las herramientas de necesidad popular? Con responsabilidad y en forma progresiva, naturalmente. 

No estamos hablando de manotazos oratorio-solanistas. Ni de denuncismos vacíos que pierden de vista lo imperioso de estar cubiertos por el instrumento político más apto. Estamos diciendo, sí, que en un escenario turbulento, riesgoso, es mejor jugarse a las virtudes y errores de un estatalismo progresista que a los seguros desmadres del lucro como único fin. Fue en sus etapas de fragilidad cuando este gobierno demostró que tuvo lo que había que tener. La ley de medios audiovisuales, de acuerdo con la potencia del contrincante y sin perjuicio de las deficiencias que hay en su implementación, es uno de los claros exponentes. ¿Va a achicarse con el 54 por ciento de los votos en rango flamante y una oposición reducida a las desprestigiadísimas tropas mediáticas?

Hay que ir por más, por aquello del nunca menos.

© Escrito por Eduardo Aliverti y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el lunes 27 de Febrero de 2012.

lunes, 22 de agosto de 2011

La caída de las máscaras... De Alguna Manera...

La caída de las máscaras...

Tienta señalar que éstas fueron las elecciones de los supuestos consolidados. No es así.

Fueron las elecciones de los mitos operados. Ante todo, claro está, el de que se vivía un clima antioficialista expandido, enérgico, imparable, poco menos que terminal. Macri había “hundido” al kirchnerismo, sin ir más lejos. Santa Fe y Córdoba extendieron esa semántica, con verbos de igual tenor y figuras como “ocaso” y “fin de ciclo”. Da vergüenza ajena repasar las notas de opinión y los comentarios sucedidos desde la primera vuelta capitalina. Por sentido común y desde la valoración profesional. No termina causando ninguna gracia, como periodista, el bastardeo al oficio hasta este extremo cuyo salvajismo no se relaciona con el mal gusto de la retórica desmedida, que es cuestión de cada quien, sino con la falsedad de los datos. Ni siquiera con la manipulación. En torno del periodismo, cuando se dice “falsedad”, la palabra tiene una carga connotativa insuperable, porque implica que se viola un precepto básico. Que se traiciona al lector, al oyente. No es que hay una parte de la información que se relativiza en aras de un razonamiento juzgado como trascendente. No: mintieron en forma directa. No había, mientras hablemos de profesionales del análisis, quien no supiera y asimilase que la ventaja kirchnerista en la provincia de Buenos Aires y su conurbano –proveedores de más de la mitad del padrón, junto con una Capital en la que Cristina tenía ya tenía un piso de tercio– era indescontable. Y proyectiva de una victoria aplastante. Lo revelaban las propias encuestas de sus consultores amigos, ¡que ellos mismos publicaban! Era tan brutamente obvio como el voto cordobés de alta proporción cristinista que De la Sota intentó licuar, en su patético discurso ganador, con el argumento-pistola del “cordobesismo”. Era tan escandalosa esa obviedad como el alto plafond kirchnerista que incluso la pobre elección de Rossi garantizaba en Santa Fe, uno de los núcleos duros del agro, para no hablar de los anticipados y notables guarismos de María Eugenia Bielsa. ¿Qué cálculo tenían los pregoneros del “hundimiento” oficial? ¿Era posible que pifiaran tan bestialmente, aun sin contar tampoco que todo antecedente electoral, desde marzo, venía dando la victoria a los oficialismos? Lo advertían ellos, no hay que cansarse de subrayarlo. ¿Perdieron de vista así nomás que Das Neves no había podido ganar ni por unos pocos miles de votos en Chubut? ¿Tanto no interpretaron Misiones, La Rioja, Neuquén, San Juan, acerca de un ánimo popular excedente de los localismos? ¿De veras se creyeron que la explosividad de Jujuy con un gobernador kirchnerista pintado; y el escándalo en derredor de Schoklender; y lo otrora agresivo de una “ruralidad” vividora de cambiar la 4x4 y comprar inmuebles, encarnarían una caída definitiva de los K? Vamos, que nos conocemos. No hubo errores ni hubo excesos. Hubo unas operaciones de prensa vomitivas para intentar torcer lo que conocían de sobra. Digamos que era aceptable dudar de cómo le saldría a Olivos haber corrido a la CGT del centro del escenario, por ejemplo, porque fue una movida muy fuerte. Pero hasta ahí. El resto fue falsear y eso, en esta actividad, no debería olvidarse. No es sentimiento de venganza. Es ganas de que, ya que tan cristalino quedó el carácter fanático de “la prensa independiente”, haya sanción popular más allá de las urnas.

Un segundo elemento es haber partido de facturarle deficiencias a la dirigencia opositora como si ésta realmente hubiera querido ganar. Nunca quisieron vencer. Jamás. El hijo de Alfonsín, El Padrino, El Alberto, De Narváez, todo lo que ellos representan y dejemos para después a un par de paradigmas patológicos, sólo procuraron el intento de dar testimonio gracias a lo que llamaríamos inercia de un proceso democrático. Ninguno, absolutamente ninguno hasta el punto de que la única ¿sobresaliencia? previa de esta elección fue el milagro para Altamira, tenía más objetivo que parlotear lugares comunes, impedidos de traslucir vocación de poder. ¿Poder para qué? ¿Para retroceder las iniciativas que el pueblo reconoce? ¿Poder para dar marcha atrás con la reestatización del sistema jubilatorio, con la ley de medios, con las retenciones agropecuarias, con la Asignación Universal por Hijo, con el incremento del empleo estable? ¿Qué utopía era ésa de “quiero un país para todos”? ¿No pudieron inventar ni apenas un spot publicitario creativo, en medio de los mayores espacios en radio y tevé de que hayan dispuesto nunca, y pretendían que “la gente” los estimara aptos para gobernar el país?

Hay igualmente que el viento de cola de la economía mundial, y el precio de las materias primas internacionales, y el tipo de cambio administrado, y el carisma inmenso y de viudez de Cristina, son la reproducción del noventismo menemista e inderrotable. Si así fuera, si pudiera dejarse de lado la solidez en que ancla un modelo y el otro, si se apartara el avance de un bloque regional avisado de las derivaciones de una derecha absolutista, si el mundo no estuviera tomando nota de que podría ser mejor mirar para acá, ¿se dieron cuenta ahora? ¿Después del domingo? ¿No era que había un “fin de ciclo” inminente? Así le fue a Carrió, en torno de la que, hace mucho tiempo, incluyendo a sus propagandistas mediáticos, se era consciente de su extravío mental. Todos sabían que su narcisismo autodestructivo encontraría de freno la pérdida de millones de votos. Todos sabían que mucho antes que política eso era show místico. Como todos sabían que Pino es un ególatra que seguía sus pasos. Todos sabían que estaban montándose en inventos. Aunque sea, podrían haberse dado cuenta de que el mejor para inventar algo era o es Binner. Ni eso.

Hay más obviedades para este boletín. Una, el riesgo de creerse que ya está, que se terminó, que no hay nada más que hablar. La Presidenta fue la más sabia y prudente en ese sentido, y estuvo bien en fugar hacia adelante. No me la creo, dijo, contrastando con una oposición a la que no le da ni para la grandeza de decirse que seguirá peleando. Vamos por el equilibrio en el Congreso, pasaron a decir sus referentes mediatizados. Ya abandonaron con la excepción oratoria del animal duhaldista, que pronostica un revival del 2001 provocado por él a la cabeza, o entre ellas. Pero debe reiterarse que no hay antecedentes de lo que quiere decir una elección primaria ganada por semejante paliza, aun cuando se juzgue que la mitad del electorado no votó al oficialismo. Esto último también admite alguna prevención, porque se saca la cuenta de que no votar “por” es inexorablemente igual a hacerlo “en contra de”. ¿El 10 por ciento de Binner es una masa profundamente adversa a los grandes trazos del kirchnerismo? ¿A los votos en blanco los computan como trasladables en paquete a opciones antioficialistas? Los del milagro de Altamira, quitándoles el componente mediático-romántico de esta instancia, ¿son voluntades de la revolución proletaria que conquistarían el hijo de Alfonsín o El Padrino? Curiosa forma de medir al 50 por ciento que no votó K.

Con la oposición autoasumida hacia octubre en una caída irreversible y ya dedicada al placé del Congreso y las concejalías, y salvo por algún “efecto Atocha” que no está en cálculos de nadie, casi la única pregunta a dos meses vista sería qué actitud asumirán los grandes medios militantes de la furia antikirchnerista. Por el momento, se los nota más bien absortos. Las dos respuestas probables, sin embargo, conducen a una lógica parecida. Si bajan el tono, a esta altura es difícil que se los crea auténticos. Y si no lo hacen, les irá peor todavía. Pero cuidado con descifrar eso como el símbolo de una decadencia insalvable.

Las elecciones, cualesquiera, son episodios. Lo que expresan las urnas es volátil. Nunca lo es, en cambio, la acción de quienes representan intereses de poder concentrados y brutales.

© Escrito por Eduardo Aliverti y publicado por el Diario Página/12 el lunes 22 de Agosto de 2011

lunes, 3 de mayo de 2010

Un poco más de respeto... ©dealgunamanera...



Un poco más de respeto...


Sí, habría que tener un poco más de respeto por las palabras. Por algunas de ellas, mejor dicho. Y mejor todavía, por lo que connotan.

Estamos en democracia, para empezar por una perogrullada que, sin embargo, alguna gente parece perder de vista con extrema facilidad. Buena, mala, perfeccionada, empeorada, carente de demasiados derechos básicos, avanzando en otros. Pero estamos en democracia. Si en lugar de eso se prefiere hablar de “el régimen”, “sistema burgués”, “fantochada institucionalista”, “partidocracia”, “monarquía constitucional” u otros términos de vitupero, es legítimo pero hay que buscarle la vuelta a que se los puede vociferar sin problemas. Nadie va preso (apenas la segunda recordación primaria, ya apuntada por algunos colegas, y uno comienza a cansarse).

También es atendible que esa prerrogativa, la libre expresión, no alcanza para vivir como se debería. Lo semantizó Anatole France: “Todos los pobres tienen derecho a morirse de hambre bajo los puentes de París”. Expresarse en libertad puede entonces no tener resultados prácticos, para quienes no comen ni se curan ni se educan con el decir lo que se quiera. Si además se afina la puntería para meterse con la libertad de prensa, por aquello de que todo ciudadano tiene derecho a publicar sus ideas sin censura previa, resulta que hay que contar con la prensa propia. Y en consecuencia pasamos a hablar de la propiedad de los medios de producción. Lo cual es igualmente legítimo, desde ya, pero con el riesgo de que se convierta en teoricismo si acaso no es cotejable con la época y circunstancias que se viven. Veámoslo a través del absurdo: si siempre es igual, democracia y dictadura también son iguales. En este punto el cansancio por las obviedades se incrementa. Y uno se pregunta si no se lo preguntan quienes sí viven de poder expresarse libremente por la prensa, pero para referirse al momento argentino como si continuáramos en plena dictadura.

Mataron a mucha gente acá. Picanearon, violaron, nos mandaron a una guerra inconcebible, robaron bebés, desaparecieron a miles, tiraron cadáveres al mar y adormecidos también, electrificaron embarazadas, regaron el país de campos de concentración, torturaron padres delante de los hijos. Se chuparon a más de cien periodistas acá. Si hasta parece una boludez recordar que estaban prohibidos Serrat y la negra Sosa, que las tres Fuerzas se repartieron las radios y los canales, que inhibieron textos sobre la cuba electrolítica, que en el ‘78 estaba vedado por memorándum criticar el estilo de juego de la Selección Argentina de fútbol. ¿Nos pasó todo eso y por unos afiches de mierda y una escenografía de juicio vienen a decirnos que esto es una dictadura? ¿Pero qué carajo les pasa? ¿Dónde están viviendo? ¿Cómo puede faltársele así el respeto a la tragedia más grande de la Argentina? Acá lo cepillaron a Rodolfo Walsh, ¿y hay el tupé de ir a llorar miedo al Congreso? Faltaría ir al Arzobispado. Si bendijo a los milicos, seguro que también puede dar una mano ahora que se viene el fin del mundo con el matrimonio gay.

Uno entiende que pasaron algunas cosas, nada más que algunas por más significativas que fueren, capaces de suscitar que sea muy complejo trabajar de periodista en los medios del poder. Lo de las jubilaciones estatizadas, lo de la mano en el bolsillo del “campo”, lo de la ley de medios audiovisuales y la afectación del negociado del fútbol de Primera. Ahora bien, ¿la contradicción aumentada entre cómo se piensa y dónde se trabaja justifica las sobreactuaciones? Es decir: puede pensarse que en verdad algunos dicen lo que pensaron toda la vida, y que otros quedaron presos de la dinámica furiosa de la patronal. Pero, ¿decir que estamos o vamos hacia una dictadura? ¿Que si esto sigue así puede haber un muerto? ¿Hace falta construir ese delirio para congraciarse? En todo el país, si es cuestión de propiedad mediática y de programas y prensa influyentes, bastan y casi sobran los dedos de ambas manos para contar los espacios que –con mayor o menor pensamiento crítico– apoyan al Gobierno. La mayoría aplastante de lo que se ve, lee y escucha es un coro de puteadas contra el oficialismo como nunca jamás se vio. La oposición es publicada y emitida en cadena, a toda hora. ¿Qué clase de dictadura es ésa?

Ese libre albedrío, muy lejos de ser mérito adjudicable al kirchnerismo, ocurrió igualmente con Alfonsín, la rata, De la Rúa, Duhalde. Lo que no había sucedido es esta cuasi unanimidad confrontadora salvo por los últimos tiempos del líder radical, a quien por derecha se le cuestionaban sus vacilaciones y por izquierda también. Contra Menem recién cargaron en su segundo lustro, después de que completó el trabajo. La Alianza se caía por su propio peso. Con el Padrino pegar era gratis, porque el país ya había estallado. Pero en el actual, que después de todo es simplemente un gobierno más decidido que el resto en cierta intervención del Estado contra el mercado y en el perjuicio a símbolos muy preciados de la clase dominante, ¿qué tan de jodido pasa como para hablar de una dictadura? ¿Será que basta con tocar unos intereses para edificar en el llano la idea de que pueden empezar a matar? ¿Los Kirchner son Videla, Massera, Suárez Mason? Por favor, tienen que aclararlo porque de lo contrario hay uno de dos problemas. O se lo creen en serio y, por tanto, se toma nota de que desvarían. O saben que es una falsedad sobre la que se montan para condolerse y entonces se anota que está bien. Que no se justifica pero se entiende. Que quedaron tras las rejas de los medios en que laboran. Ojalá sea lo segundo, por aquello de que un tonto es más peligroso que un mal bicho.

Se cometieron varias estupideces en forma reciente. Se le dio mucho pasto a la manada, se perpetraron injusticias con colegas que no se lo merecen, se agredió a los que precisamente buscan victimizarse. Eso no es hacer política. Es jugar a la política. La diferencia entre una cosa y la otra es que cuando se ejecuta lo primero es bien medida la correlación de fuerzas. A quiénes se beneficia, cuánto se puede tensar la cuerda en la dialéctica entre condiciones objetivas y subjetivas; cómo no sufrir un boomerang, en definitiva, y si se produce cuánto de fuerte son las espaldas para sortearlo. En cambio, si se juega a la política todo eso es lo que importa un pito antes que nada, con el agravante de que las consecuencias las paga un arco mucho más amplio que el de quienes formularon la chiquilinada.

De ahí a que se tomen de esos yerros para hablar de peligro de muertos, de sensación de asfixia dictatorial, de avanzada totalitaria, media una distancia cuya enormidad causa vergüenza ajena de apenas pensarla. No es algo que no pudiera preverse. Como lo dijo allá por los ’80 César Jaroslavsky, otro sabio sólo que de comité pero muy ducho en transas y arremetidas: te atacan como partido político, y se defienden con la libertad de prensa.

Se sabe que es así. Pero igual uno ya está harto de los hartos que se hartaron ahora.

© Escrito por Eduardo Aliverti y publicado en el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el lunes 3 de Mayo de 2010. 



jueves, 25 de febrero de 2010

De Eva a Cristina... El odio... De Alguna Manera...

El Odio...


Sí, el tema de estas líneas es el odio. Planteado así, de manera tan seca y contundente, quizás y ante todo deba reconocerse que es más propio de cientistas sociales que de un simple periodista u opinólogo. Pero, precisamente porque uno es esto último, registra que su razonamiento respecto del clima político y social de la Argentina desemboca en algo que ya excede a la mera observación periodística.

© Escrito por Eduardo Aliverti y publicado en el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el lunes 22 de Febrero de 2010.

Hay –es probable– una única cosa con la que muy difícilmente no nos pongamos todos de acuerdo, si se parte de una básica honestidad intelectual. Con cuantos méritos y deficiencias quieran reconocérsele e imputarle, desde 2003 el kirchnerismo reintrodujo el valor de la política, como ámbito en el que decidir la economía y como herramienta para poner en discusión los dogmas impuestos por el neoliberalismo. Ambos dispositivos habían desaparecido casi desde el mismo comienzo del menemismo, continuaron evaporados durante la gestión de la Alianza y, obviamente, el interregno del Padrino no estaba en actitud ni aptitud para alterarlos.

Fueron trece años o más (si se toman los últimos del gobierno de Alfonsín, cuando quedó al arbitrio de las “fuerzas del mercado”) de un vaciamiento político portentoso. El país fue rematado bajo las leyes del Consenso de Washington y la rata, con una audacia que es menester admitirle, se limitó a aplicar el ordenamiento que, por cierto, estaba en línea con la corriente mundial.

También de la mano con algunos aires de cambio en ese estándar, y así se concediera que no quedaba otra chance tras la devastación, la etapa arrancada hace siete años volvió a familiarizarnos con algunos de los significados que se creían prehistóricos: intervención del Estado en la economía a efectos de ciertas reparaciones sociales; apuesta al mercado interno como motor o batería de los negocios; reactivación industrial; firmeza en las relaciones con varios de los núcleos duros del establishment. Y a esa suma hay que agregar algo a lo cual, como adelanto de alguna hipótesis, parecería que debe dársele una relevancia enorme.

Son las acciones y gestos en el escenario definido como estrictamente político, desde un lugar de recategorización simbólica: impulso de los juicios a los genocidas; transformación de la Corte Suprema; enfriamiento subrayado con la cúpula de la Iglesia Católica; Madres y Abuelas resaltadas como orgullo nacional y entrando a la Casa Rosada antes que los CEO de las multinacionales; militancia de los ’70 en posiciones de poder.

En definitiva, y –para ampliar– aun cuando se otorgara que este bagaje provino de circunstancias de época, sobreactuaciones, conciencia culposa o cuanto quisiera argüirse para restarles cualidades a sus ejecutores, nadie, con sinceridad, puede refutar que se trató de un “reingreso” de la política. Las grandes patronales de la economía ya no eran lo único habilitado para decir y mandar.

Hasta acá llegamos. Adelante de esta coincidencia que a derecha e izquierda podría presumirse generalizada, no hay ninguna otra. Se pudre todo. Pero se pudre de dos formas diferentes. Una que podría considerarse “natural”. Y otra que es el motivo de nuestros desvelos. O bien, de una ratificación que no quisiéramos encontrar.

La primera nace en el entendimiento de la política como un espacio de disputa de intereses y necesidades de clase y sector. Por lo tanto, es un terreno de conflicto permanente, que ondula entre la crispación y la tranquilidad relativa según sean el volumen y la calidad de los actores que forcejean.

Este Gobierno, está claro, afectó algunos intereses muy importantes. Seguramente menos que los aspirables desde una perspectiva de izquierda clásica, pero eso no invalida lo anterior. Tres de esos enfrentamientos en particular, debido al tamaño de los bandos conmovidos, representan un quiebre fatal en el modo con que la clase  dominante visualiza al oficialismo.

Las retenciones agropecuarias, la reestatización del sistema jubilatorio y la ley de medios audiovisuales. Ese combo aunó la furia. Una mano en el bolsillo del “campo”; otra en uno de los negociados públicos más espeluznantes que sobrevivían de los ’90, y otra en el del grupo comunicacional más grande del país, con el bonus track de haberle quitado la televisación del fútbol. De vuelta: no vienen al caso las motivaciones que el kirchnerismo tenga o haya tenido y no por no ser apasionante y hasta necesario discutirlas, sino porque no son aquí el objeto de estudio. Es irrebatible que ese trío de medidas –y algunas acompañantes– desató sobre el Gobierno el ataque más fanático de que se tenga memoria.

Hay que retroceder hasta el segundo mandato de Perón, o al de Illía, para encontrar –tal vez– algo semejante. Potenciados por el papel aplastante que adquirieron, los medios de comunicación son un vehículo primordial de esa ira. El firmante confiesa que sólo la obligación profesional lo mueve a continuar prestando atención puntillosa a la mayoría de los diarios, programas radiofónicos, noticieros televisivos.
No es ya una cuestión de intolerancia ideológica sino de repugnancia, literalmente, por la impudicia con que se tergiversa la información, con que se inventa, con que se apela a cualquier recurso, con que se bastardea a la actividad periodística hasta el punto de sentir vergüenza ajena. Todo abonado, claro está, por el hecho de que uno pertenece a este ambiente hace ya muchos años, y entonces conoce los bueyes y no puede creer, no quiere creer, que caigan tan bajo colegas que hasta ayer nomás abrevaban en el ideario de la rigurosidad profesional.

Ni siquiera hablamos de que eran progresistas. La semana pasada se pudo leer que los K son susceptibles de ser comparados con Galtieri. Se pudo escuchar que hay olor a 2001. Hay un límite, carajo, para seguir afirmando lo que el interés del medio requiere. Gente de renombre, además, que no se va a quedar sin trabajo. Gente –no toda, desde ya– de la que uno sabe que no piensa políticamente lo que está diciendo, a menos que haya mentido toda su vida.

Sin embargo, más allá de estas disquisiciones, todavía estamos en el campo de batalla “natural” de la lucha política; es decir, aquel en el que la profundidad o percepción de unas medidas gubernamentales, y del tono oficialista en general, dividieron las aguas con virulencia. Son colisiones con saña entre factores de poder, los grandes medios forman parte implícita de la oposición (como alternativamente ocurre en casi todo el mundo) y no habría de qué asombrarse ni temer.

Pero las cosas se complican cuando nos salimos de la esfera de esos tanques chocadores, y pasamos a lo que el convencionalismo denomina “la gente” común. Y específicamente la clase media, no sólo de Buenos Aires, cuyas vastas porciones –junto con muchas populares del conurbano bonaerense– fueron las que el 28-J produjeron la derrota electoral del kirchnerismo. ¿Hay sincronía entre la situación económica de los sectores medios y su bronca ya pareciera que crónica?

Por fuera de la escalada inflacionaria de las últimas semanas, tanto en  el repaso del total de la gestión como de la coyuntura, los números dan a favor. En cotejo con lo que ocurría en 2003, cuando calculado en ingresos de bolsillo pasó a ser pobre el 50 por ciento del país, o con las marquesinas de esta temporada veraniega, en la que se batieron todos los records de movimiento turístico y consumo, suena inconcebible que el grueso de la clase media pueda decir que está peor o que le va decididamente mal. Pero eso sería lo que en buena medida expresaron las urnas, y lo que en forma monotemática señalan los medios.

Veamos las graduaciones con que se manifiesta ese disconformismo. Porque podría conferirse la licencia de que, justamente por ir mejor las cosas en lo económico, la “gente” se permite atender otros aspectos en los que el oficialismo queda muy mal parado, o apto para las acusaciones. Ya se sabe: autoritarismo, sospechas de corrupción, desprecio por el consenso, ausencia de vocación federalista, capitalismo de amigotes y tanto más por el estilo.

Nada distinto, sin ir más lejos, a lo que recién sobre su final se le endilgó a Menem y su harén de mafiosos. ¿Qué habrá sucedido para que, de aquel tiempo a hoy, y a escalas tan similares de bonanza económica real o presunta, éstos sean el Gobierno montonero, la puta guerrillera, la grasa que se enchastra de maquillaje, los blogs rebosantes de felicidad por la carótida de Kirchner, los ladrones de Santa Cruz, la degenerada que usa carteras de 5 mil dólares, la instalación mediática de que no llegan al 2011, el olor al 2001, el uso del avión presidencial para viajes particulares? ¿Cómo es que la avispa de uno sirvió para que se cagaran todos de la risa y las cirugías de la otra son el símbolo de a qué se dedica esta yegua mientras el campo se nos muere? ¿Cómo es que cuando perpetraron el desfalco de la jubilación privada nos habíamos alineado con la modernidad, y cuando se volvió al Estado es para que estos chorros sigan comprándose El Calafate? Pero sobre todo, ¿cómo es que todo eso lo dice tanta gente a la que en plata le va mejor?

Uno sospecharía principalmente de los medios. De sus maniobras. De que es un escenario que montan. Pues no. Por mucho que haya de eso, de lo que en verdad sospecha es de que el odio generado en las clases altas, por la afectación de algunos de sus símbolos intocables, ha reinstalado entre la media el temor de que todo se vaya al diablo y pueda perder algunas de las parcelas pequebú que se le terminaron yendo irremediablemente ahí, al diablo, cada vez que gobernaron los tipos a los que les hace el coro.

Debería ser increíble, pero más de 50 años después parece que volvió el “Viva el Cáncer” con que los antepasados de estos miserables festejaron la muerte de Eva.