domingo, 11 de noviembre de 2012

El dilema argentino… De Alguna Manera...


El dilema argentino…


La convocatoria a la protesta del 8 de noviembre colmó las expectativas de sus adherentes. Es difícil contar cuántas personas se movilizaron en algún sentido físico para tomar parte, de alguna manera, en la protesta; difícil e innecesario. En muchos aspectos, se trata de un hecho propio del mundo actual: sus varias aristas, sus distintas caras y corporizaciones, incluyen elementos de comunicación y de expresión que no son los convencionales y cuyas cuantificaciones están todavía en incipiente desarrollo. Para el Gobierno nacional –el destinatario de la protesta–, cuenta lo que ya se ha dicho repetidas veces: la calle ya no le pertenece de manera exclusiva. Ya no tiene vigencia la idea de que este gobierno representa a la “verdadera” sociedad (la popular y nacional) y sólo se le oponen segmentos diversos cuya existencia constituye un cúmulo de “errores” o “imperfecciones” históricas.

La lección alcanza también a otros núcleos sectoriales siempre proactivos en la sociedad argentina, los sindicatos y las diversas “militancias”, particularmente: tampoco disponen más del monopolio de la convocatoria a multitudes congregadas en carne y hueso en espacios públicos.

Dicho eso, sigue vigente un problema de fondo: el déficit más serio de la Argentina de hoy no es la capacidad de movilizar a mucha gente en la calle, ni siquiera la capacidad de expresar sentimientos de aprobación o, como en este caso, de protesta, sino la capacidad de construir opciones políticas. En pocas palabras: el déficit es político. En ese plano, nada ha cambiado esta semana.

La movilización del 8/11 está surcada por muy diversas corrientes de ideas. Un foco de debate ha estado centrado en la disyuntiva “la calle versus los votos”, protesta versus opciones electorales. Los defensores más acérrimos de “la calle” dicen: la gente debe perder el miedo, debe sentir que puede manifestarse abiertamente aunque no se sienta representada por las instituciones o no confíe en ellas; los del lado del “voto” dicen: sin opciones electorales, a la larga nada cambia. En el desarrollo de los argumentos es fácil advertir la semilla de nuevas versiones de viejísimos argumentos contra la “democracia burguesa”. Cuando esos argumentos los pregona Laclau, nadie duda en visualizar allí un ideal político “populista”; pero cuando los pregona un conocido hombre de la ciencia política que en su blog se mostró decididamente a favor de la manifestación (dice, en apretado resumen: “Me da pena verlos argumentar que la democracia se juega en las elecciones (…) La democracia empieza con el voto, no termina allí, por más que les pese a estos neoconservadores que se creen de avanzada”), todavía no está claro cuál es el ideal o el modelo institucional que sobrevendrá. El debate sobre la democracia en el mundo de hoy, que tiene lugar en términos de la teoría política y también en el de la política práctica, es valiosísimo; pero sigue siendo cierto que las protestas sin política no construyen opciones.

En estos días tenemos a la vista en distintos lugares del mundo el incierto futuro que sigue a las protestas masivas –que a veces se desencadenan con poder arrasador– cuando en sus raíces está no sólo el malestar con quienes gobiernan sino también la falta de representación en el sistema institucional. Pero pocos países pueden ofrecer una casuística tan vasta como la Argentina a través de su historia del último siglo. Desde 1930 hasta 1983 ningún gobierno fue desalojado electoralmente; la gente en la calle y la apelación a las armas fueron compartidas por todos, los de “izquierda”, los de “centro” y los de “derecha”. La gente en la calle era un recurso frecuente, pero no tan decisivo como lo fue después, cuando los militares pasaron a la irrelevancia y los gobernantes aprendieron a temer más a la ocupación de la calle y a las encuestas que a los militares golpistas.

Mi conclusión es que la cultura política argentina ha aprendido a descalificar el voto y todo lo que él involucra: procesos complejos de convalidación de los candidatos y los dirigentes, propuestas, oposiciones y acuerdos, militancia y participación ciudadana, una compleja trama de instancias sobre la cual se construye la legitimidad democrática. Desde 1930 hasta hoy los argentinos sabemos salir a la calle –por mucho que a menudo se olvide cuán escasas han sido las consecuencias deseables para quienes en cada oportunidad ejercieron esa capacidad de protestar–. Pero sabemos poco acerca de cambiar gobiernos a través del voto.

Hay otro aspecto que llama a la reflexión. El Gobierno nacional, que el jueves 8 fue sometido a una prueba difícil, era confrontado ese día por muchas personas que lo votaron o, por lo menos, por muchas personas de la misma extracción social en la que el Gobierno obtuvo votos decisivos para su triunfo electoral en 2011 –esto es, las “clases medias”–. El Gobierno debería prestar atención a ese hecho. Porque la pérdida de esos votos, asociada a la pérdida de los votos independientes que el Gobierno obtuvo en octubre de 2011, preanuncia un escenario electoral preocupante.

Ahora bien, el 8/11, en términos de brocha gruesa, no hubo clase baja en las calles. La sociedad argentina está escindida, sigue escindida. Esa gran masa de la Argentina de la pobreza constituye todavía para el Gobierno nacional su reserva electoral más sólida. También ahí el mayor problema es de representación: el monopolio de hecho que todo gobierno –nacional o local– ejerce en la representación política de las clases pobres argentinas, que contrasta con la ausencia total de representación de las clases medias y altas. Los pobres, los del medio y los más ricos en la Argentina de hoy comparten muchas visiones, coinciden en muchas demandas, pero mientras los pobres tienen cómo canalizarlas a través de mecanismos de representación, los del medio y los de arriba sólo tienen voz si salen a la calle. ¡Menudo desafío para quienes aspiran a ser políticos de profesión!

© Escrito por Manuel Mora y Araujo, Sociólogo y Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el domingo 11 de Noviembre de 2012.

¡No vamos!... De Alguna Manera...


¡No vamos!...

Políticos... Se buscan...

Un gran acto opositor al que los políticos de la oposición no pueden o no deben asistir es un dato por demás curioso. Aquel famoso “¡Que se vayan todos!” de los cacerolazos de 2001 parece haberse transformado ahora en este “¡No vayamos!” que expresaron los políticos opositores ante el cacerolazo del 8 de noviembre. También ahora puede decirse que, por detrás de la indignación de los que quieren y no pueden hacerse de dólares, otra clase de malestar y otra clase de insatisfacción social se expresan. Pero esa misma queja nihilista de entonces transcurre ahora bajo una impronta bien distinta, precisamente porque no estamos ya en 2001.

¿Pero qué es lo que ha pasado con las políticas de la memoria del kirchnerismo que tanta gente por lo visto confunde todavía una democracia con una dictadura? Por lo que parece hay que ampliar y profundizar ese trabajo de elaboración de la conciencia política del pasado. Porque he visto una pancarta el 8N que decía que Cristina Kirchner había matado a más personas que los militares. Y vi a varios presumir de que son éstos los tiempos en los que en la Argentina no se puede salir a la calle sin temer por la propia vida. Y vi a unos cuantos responder con indignación a la idea de que a la presidenta actual los ciudadanos debíamos tenerle miedo, tontería periodística malversada y ya debidamente refutada. A otros los vi denunciar a grito pelado que en la Argentina no hay libertad de expresión, y lo decían sin impedimento alguno ante el micrófono del canal del Estado.

Existe una tradición nacional de democracia con prepotencias, existe una tradición nacional de dictaduras cabales, y existe una tradición nacional que consiste en mezclar una cosa con la otra. En todo caso, me llamó la atención lo poco o nada que se mencionó en esta manifestación el asesinato de Mariano Ferreyra. Porque ahí y no en el cepo al dólar (que se salva con dos pesos más por dólar), ahí más que en la reforma constitucional (que no existirá si la mayoría no quiere) puede verse el nudo del conflicto entre los que no llegan a fin de mes y los que se benefician de eso, la verdad criminal del accionar de las patotas, los límites de los intereses que se pueden y no se pueden tocar en un determinado proyecto político.

© Escrito por Martín Kohan y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 10 de Noviembre de 2012.

Lame duck o La pata coja... De Alguna Manera...


Coja...


Lo vi y percibí con mis propios ojos, caminando desde avenida Belgrano y la 9 de Julio, hasta el Obelisco, y rehaciendo el trayecto tres horas después, pero por la avenida Corrientes. No me lo contaron ni lo vi por televisión. Era una multitud. O tal vez una muchedumbre. Habrá quien la defina como gentío. ¿Qué importa? Lo relevante era una ausencia: el 8N no hubo control, ni descontrol. Hubo algo diferente. Hubo un sin control. Ese sin control fue asombroso. Pacíficos, distendidos, reconfortados de ser tantos, las decenas de millares que el jueves se agolparon en todo el país para protagonizar el 8N eran un océano humano de ribetes esencialmente familiares. A diferencia de lo que es ya proverbial en radio y TV, muy poca gente insultaba y no se advertía lenguaje cloacal. Una muchedumbre puede ser enorme sin ser escatológica.

El debate sobre la supuesta falta de espontaneidad es irrelevante. Lo importante es que se trató de una jornada organizada, pero no orquestada. Son dos cosas diferentes. La orquesta requiere batutas. El jueves no las había. Tampoco oradores, ni consignas emanadas de arriba hacia abajo. Es que no hubo aparato. La gente llegaba caminando. He visto innumerables familias, de abuelos a nietos, discurriendo por calles y avenidas. Y mujeres, muchas mujeres. ¿Por qué tantas mujeres protestando contra un gobierno regido por una mujer? No es una mala pregunta, pero si lo que más me golpeó fue la demanda de madres exigiendo que sus hijos no sean asesinados, secuestrados o robados, lo que más me atribuló es que al verme y saludarme, mucha gente sencilla me dijera “gracias por venir”. Orfandad de representación, ¿cómo me van a agradecer a mí, un mero periodista? De a pie llegaban, de a pie se fueron. Las interminables filas de colectivos fletados por los cacicazgos municipales del Gran Buenos Aires o por las máquinas gremiales, esta vez no estaban. Esta gente venía por su cuenta, sin tener asueto y tras un día de trabajo. Para nosotros, los que anduvimos por la calle en los míticos (y perversamente endiosados) años setenta, ahora lo imponente fue la ausencia de militarización. No había “cordones”, ni esos gigantescos cartelones detrás de los cuales “la orga” se parapetaba en aquellos años. Antes bien, los pequeños cartelitos artesanales exhibían una conmovedora subjetividad, expresada de manera plural.

¿Pobreza de consignas o chatura de eslóganes? Tal vez. Mucho himno, mucho “juremos con gloria morir”, mucha bandera (yo mismo, a poco andar, anduve por la calle con una azul y blanca en la mano). Pero el calor fuerte y tropical de esa noche no reportaba a las noches turbulentas y trágicas de diciembre de 2001. Esta gente no venía a pedir que le abrieran el corralito. Tampoco eran “tilingos”, esa palabreja que vomitan fascistas estructurales como Luis D’Elía, ni la “ultraderecha” con que delira el siniestro y todoterreno senador Aníbal Fernández. ¿Dónde estaba la “gente bien vestida” a la que despreció la otrora admirable Estela Carlotto? El gentío era un estudio de diversidad social, un escenario que ofrecía un cuadro de sencillez, naturalidad y displicencia notables. ¿Con qué comparar estas vidas, cuando se toma en cuenta la alfombra de maquillaje y las costosas joyas, zapatos, carteras y vestidos que decoran el cuerpo de la Presidenta?

Se advertía un hartazgo disciplinado, no explosivo. “Consignas muy confusas” balbucearon funcionarios y amigos del Gobierno, queriendo menoscabar la jornada. ¿Confusas? Discrepo. Eran, tal vez, genéricas, pero palpablemente rotundas. Es que en el Gobierno etiquetan como “confusas” las exigencias y demandas más sentidas por la sociedad: corrupción, seguridad, justicia, libertad, odio, inflación, mentiras.

Se constató que el 8N blanqueó la pérdida de tres pretensiones oficiales de monopolio, que ya no podrán ser recuperados. El oficialismo ha presumido desde hace años que el manejo político de internet, el control de la calle y el favor de la juventud les pertenecían por derecho divino. Ya no más. Las llamadas redes “sociales” son de todos y pueden ser usadas por todos, como se reveló ahora. Con una diferencia: ha sido con fondos del Estado que se armó el ejército oficial de blogueros y Twitter-maníacos consagrados a atormentar a los que discrepan. Frente a ellos, el uso de internet es también herramienta de gente sin comandantes ni sueldos. Las calles llenas y la presencia imponente de jóvenes canceló las otras imaginerías oficiales, que giran en torno de dos relatos perfectamente falsos: toda la juventud “se hizo” cristinista y sólo se movilizan en la calle los destacamentos motorizados por el Gobierno. Se vio que no era así. Debería existir ahora una cuota gruesa de confusión en las cabezas mejor amuebladas del Gobierno: ¿para qué sirve hacer (más) ricos a Szpolski-Garfunkel, Moneta, Cristóbal y Manzano-Vila, si el aparato mediático que manejan a cuenta del dispendio presupuestario oficial, no mueve el amperímetro?

Hay pocas cosas más conmovedoras y penosas que los ocasos anunciados pero indetenibles. A horas del triunfo de Barack Obama, la Presidenta volvió a ridiculizarse sin que nadie la obligara. Error no forzado: al felicitar al reelecto presidente norteamericano, su colega argentina creyó oportuno balbucear que las elecciones norteamericanas revelaban que las encuestas y los medios estaban “out”. No sólo no habla ni farfulla inglés, sino que le gusta disparar las pocas palabras que conoce (too much, sorry, out), pero sin criterio, ni control de calidad. Encuestadoras y medios no se equivocaron en las elecciones de los EE.UU.: el voto popular dio un resultado ajustado (61,1 millones contra 58,1 millones), pero en el Colegio Electoral Obama arrasó a Mitt Romney (303 contra 206, y 29 indecisos).

Pueden entenderse los desvaríos oficiales. A ella, que quiere inyectar en sus discursos palabras del inglés (“¡estamos en Harvard, chicos, no en La Matanza!”) habría que explicarle qué es un lame duck en la política norteamericana. Un lame duck es literalmente un pato cojo, un ave herida, que anda con una sola pata. Se denomina así al presidente que, tras ser reelecto por única vez, encara su tramo final y sabe que con cada día que pasa tendrá menos poder. Pero el Obama triunfal de hoy puede imaginarse un 2016 con Hillary Clinton en la Casa Blanca. Acá, en cambio, ella nos dejó a Amado Boudou. Convertirse en (con todo respeto) una pata coja, puede implicar una doliente travesía. No hay 2015.

© Escrito por Pepe Eliavchev y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 10 de Noviembre de 2012.




El 8N y las Elecciones China... De Alguna Manera...


Fin K…

Composición del voto K. Fuente: Consultora Equis.

Algo muy grande pasó en la Argentina el jueves, y no fue la elección del presidente de China. El 8N corporizó lo que ya venían mostrando las encuestas: que Cristina Kirchner perdió en el último año una parte significativa de la clase media que la votó en octubre pasado, y que sin el apoyo de ese sector de la sociedad el Gobierno no sólo no puede aspirar a una re-reelección, sino que cualquier candidato kirchnerista, incluida la propia Presidenta, perdería hoy un ballottage.

El gráfico que acompaña esta columna fue publicado en la edición de ayer de PERFIL, dentro de una columna de Artemio López –director de Equis, la consultora de investigación social más cercana al kirchnerismo– con otro fin. Pero una segunda lectura de ese gráfico permite comprender el futuro de la política argentina. La mitad del 54% de los votos que la Presidenta obtuvo en octubre de 2011 es no peronista: 8% provino de kirchneristas no peronistas, y 42% de personas que no son ni peronistas ni kirchneristas, independientes que se sumaron coyunturalmente, los que en conjunto Equis denomina “agregado volátil”.

Esto demuestra que Cristina Kirchner no sólo no podría ganar una elección sin el apoyo de la clase media, sino que tampoco podría triunfar sin la clase media ningún candidato peronista (por eso Scioli calló sobre el 8N), aun si se juntaran todas las líneas del PJ. Esto coincide con los cálculos del asesor electoral del PRO, Jaime Durán Barba, quien sostiene que en sus encuestas siempre le aparece que los peronistas –o sea, personas que votan por el peronismo en cualquier circunstancia– son sólo el 25% del total de la población. La mitad del 54% de Cristina Kirchner en octubre pasado da 27%.

Esto que Néstor Kirchner tuvo tan claro al construir la transversalidad, ¿puede ignorarlo su sucesora? Claro que no, por eso desde estas columnas se viene conjeturando que Cristina Kirchner no trabaja para la re-reelección sino para la historia, ya que su “ir por todo” no es útil electoralmente, o por lo menos es muy riesgoso porque fortalece el vínculo con el núcleo duro de sus votantes, que igual los tendría (redundancia), y aleja al agregado volátil sin el cual el modelo K finaliza en 2015.

El peronismo es un hacedor de clase media: Perón en los 50, Menem en los primeros años de los 90, al recuperar a los caídos de la hiperinflación de los 80, y el kirchnerismo, que redujo la clase baja del 22% en 2004 al 14% en 2011, aumentando la clase media en igual proporción. Pero quizás el modelo K, como la convertibilidad de Menem, encontró su punto de obsolescencia y ahora, para darles a unos, no le quede más alternativa que sacarles a otros (hasta 2011 mejoraron también las clases media, media alta y alta). Antes del 8N, Cristina Kirchner dijo: “La clase media muchas veces no entiende y cree que separándose de los laburantes, de los morochos, le va a ir mejor”. Y ya después del 8N, el Cuervo Larroque sostuvo: “Quienes más se quejan no son los que menos tienen, sino los que la están pasando bastante bien”.

Hasta 2011, con el modelo K habían ganado casi todos los sectores sociales, y ahora, para que los más necesitados no pierdan, los del medio deben perder. Esto tiene múltiples consecuencias: por un lado, la propia bronca de quienes ven amenazado su nivel de vida; y por otro, la creciente indignación que produce la fortuna de la Presidenta y el enriquecimiento de sus colaboradores, algo tolerado mientras la economía de todos mejoraba.

En el 8N, un manifestante expresó: “Los Kirchner justificaron que se habían dedicado a hacer dinero en sus comienzos porque la política requería recursos, pero ahora que ya llegaron a la presidencia, la fortuna que aumentan ya es para ellos. Nos quitan la plata a los que trabajamos para dársela a los que no trabajan, ¿por qué no da primero la de ella?”.

Aquí surge el segundo factor de agotamiento del modelo K, no ya el económico sino el social. Antes de la crisis de 2001 los políticos del PJ sabían que la clase media estaba en contra de que se les dieran subsidios sistemáticos a personas que no trabajaran. La proliferación de la pobreza en 2002 generalizó un sentimiento de solidaridad que produjo culpa en aquel que no estuviera dispuesto a resignar parte de lo que le sobrara. Doce años después de aquella crisis y una década después del mayor crecimiento acumulado de la historia, la relación entre solidaridad y culpa naturalmente se ha modificado. No tomar nota de ello sería un gran error para cualquier político.

Por ejemplo, los jubilados que marcharon el 8N pidiendo el 82% móvil (aunque movilizados por la Uatre) representan a muchos más que sienten que ya no es tan justo que ellos sigan cobrando menos de lo que les corresponde mientras el Gobierno utiliza los fondos de la Anses para pagar jubilaciones a quienes no aportaron o para otros fines menos directos.

La sábana corta: mientras todo crecía, el plan felicidad era un bálsamo frente a todas las demandas. La continua inflación encogió la sábana, y ya no cubre a todos de la misma manera.

El crecimiento del producto bruto para el próximo año prevé ser moderado, lo que indica que el kirchnerismo no volverá a tener años de “tasas chinas” quizá durante todo lo que resta de su mandato. De ser así, se podrá comprobar lo que dijo la Presidenta tras el 8N acerca de que los dirigentes se ven en los momentos de dificultades, porque le esperan muchas.

Paralelamente, no tiene opción; el Gobierno no podría responder a las demandas del 8N sin al mismo tiempo destruir su identidad. Fue tan enfático en su relato, que impide cualquier margen de flexibilidad. Hoy –no era así antes de 2008–, si tratara de reseducir a la clase media que se aleja espantada, terminaría perdiendo la otra mitad de sus votantes, que integran el núcleo duro de su apoyo.

Les queda Scioli. Siempre y cuando Sergio Massa no se decida a armar una lista del PJ no K para las elecciones legislativas de 2013 en la provincia de Buenos Aires y, de ganar, no modifique todo el mapa político actual. Pero, aun si fuera Scioli el heredero de 2015, el modelo kirchnerista igual pasaría a retiro.

El narcótico ideológico del relato ya no produce el mismo efecto. El duelo ya cumplió dos años. Le quedan algunos días de gloria (¿el 7D?), pero cada vez serán menos.

© Escrito por Jorge Fontevecchia y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 10 de Noviembre de 2012.