Nueva prueba, si es que faltaba
alguna, de la eficacia de las redes sociales. Orgullosos del “alto saqueo”,
varios postearon en Facebook las fotos de su botín. Esto prueba que algunos de
los participantes en la fiesta violenta les otorgan a las redes un poder de
comunicación que entusiasmará a quienes las estudian (y a los expertos
policiales que pueden rastrearlas). Por allí pasa todo: el gesto satisfecho del
saqueador, la condena, la investigación.
Algunos consideran que es un estereotipo llamar “vándalos” y “delincuentes” a quienes participaron en la noche furiosa de Córdoba. Todo nombre que se le dé a un hecho o a quien lo comete está cargado por el juicio que ese hecho y su responsable merecen a quien se refiere a ellos. También es un estereotipo llamar al dueño de un supermercadito “chino de mierda”, un estereotipo tan agresivo como llamar “villero de mierda” o “negro fisura” a quien entró allí a robarle. Dejemos los nombres, entonces, para no decir obviedades ni reclamar que el periodismo debió escuchar a los vecinos y, luego, traducir lo que decían con circunloquios políticamente correctos: “Muchachos entusiasmados frente a una oportunidad y suficientemente vivos para aprovecharla”.
Estos saqueos van a ser estudiados y, con el tiempo, sabremos más sobre sus causas y sobre el momento electrizante en que un grupo pequeño se convierte en un agresivo escuadrón volante. Por ahora, podemos decir algunas cosas.
La furia de los saqueos es una forma más de violencia a la que no estábamos acostumbrados hace dos décadas. Entonces, en aquel pasado socialmente remoto, podía recordarse la violencia de fracciones militares insurrectas (esa era una común experiencia argentina en el siglo XX); la violencia de Estado por parte de gobiernos terroristas; y la violencia delictiva in crescendo, pero clásica. En las dos décadas que pasaron, nos acostumbramos a hablar de violencia en el fútbol; de gatillo fácil policial; de golpizas en los locales nocturnos, donde un patovica asesina a un chico estigmatizado como “bolita” o donde varios asistentes castigan hasta la muerte a otro que les parece diferente y, en consecuencia, indeseable; de violencia en las escuelas, ejercida sin distinción de género. También consideramos previsible la violencia privada, especialmente contra las mujeres.
Pero hasta hace dos décadas habría sonado a devaneo proponer que se prohibiera el ingreso de hinchadas en las canchas o que las rivalidades entre sectores de las barras terminaran con asesinatos. Es nueva la violencia en las escuelas, cuando una chica es arrastrada de los pelos por el piso mientras la patean y sus compañeros registran el video con sus celulares. La solidaridad está ausente cuando un chico hace ese video en vez de intervenir.
Se ha roto un eslabón moral y social. No siempre estas violencias cotidianas, múltiples y graves tienen como contenido y origen una desigualdad de clase. Un chico fue asesinado en Palermo, por gente de Palermo, hace algunos años. Allí la desigualdad no jugaba ningún papel. Ese hecho, como el de las picadas asesinas corridas por jóvenes en autos importados, no tiene a la desigualdad en su origen. Se trata de violencia en su aspecto más ominoso. Es un crimen cuando la violencia la ejerce la policía, en los recitales, en las canchas, en las manifestaciones. Lo vimos en tomas de terrenos y en marchas sociales. Vimos también militantes asesinados por sicarios sindicales. El nombre de Mariano Ferreyra es emblemático de una clase de víctimas. Y ahora llega a territorio argentino lo que desde hace mucho se conoce en otros lugares de América la violencia del narcotráfico
Existe, sin embargo, en esta trama complicada de datos sociales, económicos y culturales, un factor casi indispensable para que se libere la furia de muchos y se prolongue durante horas. La ciudad, el pueblo, el barrio debe estar “liberado”, como se dice cuando la policía se ausenta. Esa fue la voz de orden que circuló con la multiplicadora lógica del rumor, para que se desencadenara lo que escandalizó a todos los que estábamos lejos y aterró a quienes lo vivieron directamente.
La desigualdad social, el desempleo, el subempleo, la marginalidad no explican por qué sucedió lo que sucedió esa noche. Tampoco hay que ser un partidario de la execrable “mano dura” para reconocer que la ausencia de policía fue la bandera verde.
¿Qué quiero decir? Una protesta social o sindical no se suspende porque haya policía ni se realiza porque no la haya. Lo que puede suceder es que se modifiquen sus tácticas, se cambien desplazamientos, los manifestantes se protejan de modos diferentes. El día que una manifestación social se suspenda porque hay policía cerca estaremos volviendo al espectral pasado de las dictaduras. Un saqueo, en cambio, tiene lugar cuando existe la percepción, la noticia, el trascendido o la seguridad de que no habrá policía cerca. El día en que haya un saqueo con policía cerca, habremos llegado al tope de la miseria y la necesidad.
Es interesante que nos entretengamos con el análisis de una cultura de la violencia. Pero sus rasgos por sí solos no explican el saqueo de Córdoba. También es interesante saber que en esa ciudad hay impostergables desigualdades. Pero eso no explica la furia del miércoles pasado. La explicación es en dos tiempos: condiciones precisas de un día o una noche; condiciones sociales y culturales de larga implantación. Cuando esas dos líneas se intersectan, pasa lo que pasó. Cuando hay territorio liberado, los núcleos de reacción violenta, la cultura cotidiana de la furia, toman el escenario.
Por eso fue irresponsable dejar que el gobierno de la provincia (no importa el juicio que se tenga sobre sus actos) llegara sólo a las 5 de la mañana, en medio de la furia, para negociar salarios. Mucho, seguramente, tendrá que anotarse en la cuenta de José Manuel de la Sota. Pero la Presidenta debe también pagar su parte.