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domingo, 30 de septiembre de 2012

All Blacks, los mejores del mundo... De Alguna Manera...


All Blacks, los mejores del mundo...


No vinieron a ver el Museo Dardo Rocha. No descubro nada diciendo que muchas de nuestras costumbres y convicciones tienen tanto más que ver con lo que mamamos de chiquitos que con cómo nos va condicionando el paso del tiempo. Desde ese lugar, sólo concibo ir a ver a Los Pumas, como un ritual entrañable lleno de emociones que no siempre tienen que ver con el partido en sí, y mucho menos con un resultado.

Antes de este presente tan federal como politizado, Los Pumas pasaron por emblemáticos escenarios futboleros. Si bien hay registros de partidos entre argentinos y sudafricanos en una cancha de Ferro tan vieja que ni siquiera salían las torres de Morixe en la foto –por los años 30–, la primera auténtica “casa Puma” fue la famosa cancha de Gimnasia y Esgrima sección Maldonado, muy ligada al atletismo y nada al fútbol.

Para las profundidades de mi recuerdo, Ferro es “el” lugar. Acepto a los que claman por Vélez, algunos más jóvenes hablarán de River y hoy no faltará quien diga que el Ciudad de La Plata le da más brillo a estos tiempos de por si brillantes de nuestro rugby.

Pero mi bondi vuelve siempre a Caballito.

Ferro es el templo de mis emociones rugbísticas. Ansiedades que en este momento soy capaz de sentir. La de conseguir estacionamiento. La de cerciorarme de tener esa entrada que mi viejo escondía casi hasta el momento de mostrársela al control del acceso sobre Avellaneda. La de esperar que Diego se cruzara con la menor cantidad de conocidos posibles –sus previas duraban tanto como el partido en sí aunque no tanto como el post– porque sólo llegar al asiento relajaba mis nervios. Si hasta creo haberme salteado varias veces el increíble flan mixto que ofrecían de postre en el bodegón a tres cuadras de la cancha, uno de esos en los que la baranda a estofado duraba en la bufanda hasta el miércoles.

Eran tiempos en los que las únicas camisetas que se veían en las tribunas eran las de los pibes de los clubes que venían en colectivo con sus entrenadores, se instalaban en la popular y exhibían su orgullo de ser jugadores de las inferiores de Lomas y de San José, de Matreros y de Los Tilos, de Sitas y de Mariano Moreno. Algo de esto aún sobrevive en estos tiempos de entradas caras y costumbres diferentes. Tal vez no en el Cuatro Naciones, pero aún es posible detectar estas nubecitas de ilusión rugbística en test matches de convocatoria menos impactante.

No recuerdo que en aquellos tiempos uno pudiese comprar la camiseta de Los Pumas en las casas de deporte. Sospecho que, en realidad, cuando yo era chico la celeste y blanca no era una pieza comercial sino que, como también me decía Diego, para tener una de esas había que ganársela. Está claro que, si para tener una había que ser Puma, jamás llené ese hueco en mi ropero.

Lo autorreferencial –tan poco aconsejable como inevitable para mí en estos días de reblandecimiento– y la nostalgia ocupan en esta columna el espacio reservado para la crónica de un partido en el que, finalmente, los All Blacks le explicaron a los Pumas que, sin ignorar todo lo bueno que hicieron desde aquel debut en Ciudad del Cabo, lo que sucedió en La Plata fue lo que muchos imaginábamos que ocurriría desde el mismísimo debut.

La Argentina perdió todos sus partidos ante los All Blacks menos uno, que se empató a centímetros de poder ganarlo. Perdió casi siempre de manera justificada, varias veces por paliza y hasta estuvieron cerca de recibir 100 puntos en contra. Los neozelandeses, además de ser los campeones del mundo y de este primer Cuatro Naciones, suelen jugar al rugby sustancialmente mejor en estos torneos que en el Mundial mismo.

Y después de haberse visto sorprendidos y desordenados por Los Pumas en sus dos últimos choques –cuartos de final del Mundial y el 21-5 de hace un mes en Wellington– decidieron que era tiempo de mostrarse en plenitud.

La traducción de enfrentar a los All Blacks en plenitud sería algo así: sabés que vas a perder y, si no cometés errores, te irás a las duchas frustrado con una derrota razonablemente categórica. Eso corre, hoy por hoy, para Los Pumas tanto como para Australia, Sudáfrica, Inglaterra o Francia.

La tarde noche platense empezó para fiesta pero pronto quedó claro que los All Blacks no vinieron hasta aquí para visitar el Museo de Dardo Rocha sino para, cuando no les bastara con el mérito propio, cobrarse cada error que cometiese el rival. Nueva Zelanda le dio una cátedra a la Argentina y a puro try se impuso 54-15 en La Plata y se coronó campeón del Rugby Championship.

Fueron cuarenta minutos lapidarios a los que sólo el enorme corazón Puma evitó que se cayera en el desánimo. Aún así, en un segundo tiempo más terrenal de los visitantes, tuvieron respuestas contundentes ante cada acierto argentino. Y un poco más también.

Los Pumas crecieron de manera descomunal en este mes y medio de competencia. Y al de anoche no se lo debe considerár como un retroceso en un camino que debería llevar, dentro de pocos días, al primer triunfo en este torneo.

De todos modos, en honor a la imponencia del rival y a la dureza de la derrota, prefiero replegarme nuevamente en los recuerdos. Ya que no pude llorar un triunfo abrazado a mi Fermín de cuatro meses, me voy a la cama abrazado al recuerdo de aquel llanto compartido con Diego, cuando Los Pumas le ganaron a los franceses por primera vez. En Ferro, claro. Hace casi treinta años.

© Escrito por Gonzalo Bonadeo y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el domingo 30 de Septiembre de 2012.


domingo, 24 de junio de 2012

River Plate... Un ascenso sin brillo, pero merecido... De Alguna Manera...

Un ascenso sin brillo, pero merecido...


Ningún equipo fue mejor que River. Como periodista, como testigo imparcial y hasta como hincha de fútbol, soy un convencido de la necesidad de bajar brutalmente el nivel de angustia con el que se habla de un resultado deportivo. Eso de “partidos de vida o muerte”, “jugarse la vida en cada pelota”, “hoy no se puede perder”, “el drama del descenso” me suenan, de movida, a mediocres recursos de cronistas de cuarta que, si se les propone hablar del “cómo” o del “por qué”, lamentan haber tocado un amigo o presentado un currículum para dedicarse a esto.

Sin embargo, en un fin de semana como éste no me animo a ser tan contundente al respecto. Mejor dicho, me mantengo firme en mi convicción –y en mis sentimientos–, pero no aspiraría que ningún hincha cuyo equipo haya estado, esté o vaya a estar involucrado en este sube y baja ridículo del fútbol argentino preste ni la menor atención a estas líneas. Mucho menos que adhiera. Tal vez dentro de algunos días, cuando ese dique de angustia futbolera que, según el resultado, nos hace desesperar por un choripán o nos impide tomar un cafecito sea cosa del pasado, estén en condiciones de entender que los dramas de la vida pasan por otro lado. Y los del fútbol también. Y los de los clubes de fútbol involucrados, más aún. River y San Lorenzo son la muestra más acabada de que aquello que nos desespera, despedaza o alivia está lejísimos de ser lo realmente importante. Aun teniendo muy en cuenta que las administraciones de ambos clubes tienen perfiles abismalmente opuestos –me quedo con la de Núñez, por lejos– sus presentes impregnados de violencia, falsas promesas y descalabros económicos e institucionales no me dejan mentir. Como ascender o no descender pasan a ser las consignas insustituibles, todo lo demás pasa a segundo plano. Y los responsables de ello lo aprovechan. Tengamos en cuenta que la enorme mayoría, sino la totalidad de los desarreglos tiene que ver exclusivamente con las actividades relacionadas con el fútbol profesional. Por eso pongo en planos distintos al club que tiene como conductor deportivo a Sergio Vigil respecto del que acaba de dejar ir –por desidia, por abandono, por falta de todo apoyo– a Elizabeth Soler, flamante campeona panamericana de patinaje artístico, anuncio que la propia Soler le hizo anteayer a mi compañero Guido Bercovich.

De cualquier manera, como venimos hablando de fútbol, o de algo similar, es bueno no perder demasiado el foco. Cuando se habla del ridículo sube y baja de nuestro fútbol no podemos soslayar que estamos a horas de que pueda demostrarse en los hechos la torpeza de los diseñadores de torneos en nuestro medio. Bastaría que Tigre fuese campeón y quedase en zona de Promoción para que lleguemos al éxtasis de la estupidez deportiva. En realidad, tampoco hace falta tanto para llegar a esa conclusión. El sólo hecho de que un equipo viva al mismo tiempo el mejor y el peor momento de su historia es la sublimación del imprevisto.

Pero ya a comienzos de la semana tuvimos la muestra elocuente de que algunas personas, dentro del fútbol argentino, gastan tanto empeño en armar las valijas para viajar al Mundial que no les queda resto para pensar en aquello que los justifica como dirigentes. Y conste que amanecí generoso y no me pongo a hablar de cargos en la FIFA o en la Conmebol ni de asuntos de corruptela.

Nadie podría sostenerse en su cargo si, a cinco días de la definición más intensa y extravagante de la historia de nuestro fútbol, enviara repartir entre los medios –y supongo que entre los representantes de los clubes– dos hojas explicativas con enmiendas a una reglamentación que, 24 horas antes, exponía un importante puñado de vacíos respecto de las cosas “que nunca van a pasar” y que, de golpe pasaron. Entonces, paso a ser una realidad devastadora la posibilidad de que un mismo equipo jugase un triangular de desempate por el título, otro para evitar la promoción y, quizás, jugar la promoción misma, lo que le equivaldría disputar seis partidos más de los previstos. Ser campeón y descender al mismo tiempo. ¿Y en qué orden se jugaría? ¿Quién esté primero? ¿El huevo, la gallina o los impresentables?

No voy a aburrirlos enumerando las otras variables que sólo se contemplaron cuando el agua les llegó al cuello y no antes de empezar el torneo. Si les digo que, así como los problemas de violencia, programación, logística y capacidad de estadios se soluciona con quitar a las barras del camino, hoy quedó en evidencia que los promedios son la gran deformación del fútbol argentino. Por algo los que deciden no se animan a acomodar los libros en la biblioteca si, para lograrlo, alcanzaría con mandar a la papelera de reciclaje dos cuadernos con hojas en blanco.

Tal es la dimensión del mamarracho que se llega al final de una historia en la que la gran mayoría de los involucrados, en el caso de lograr el objetivo, lograría mucho más una señal de alivio que de euforia. Ayer, la excepción fue Quilmes, con su excepcional ascenso, uno más en la impecable carrera de Omar de Felippe como entrenador. La excepción de hoy podría ser Arsenal. Y Tigre, otra vez, esa extravagancia en la que el mismo que puede vivir la euforia necesita sentir el alivio de zafar del descenso.

Sin dudas, la quintaesencia del alivio por encima de la alegría fue River Plate. Estoy convencido de que el equipo de Almeyda logró un ascenso absolutamente merecido. Aun sin haber hecho brillar a un plantel de excepción que, me animo a decir, no volverá a verse en la categoría, ningún otro equipo de la división puede arrogarse el anuncio de haber sido mejor que el conjunto de Núñez. Pudo haberlo hecho Instituto. Pero su campeonato como mejor de todos terminó hace no menos de seis fechas. Y la caída libre del final no permite imaginarlo superando la Promoción, cosa que sólo logrará si vuelve a ser aquel equipo que, por ejemplo, catapultaba a Dybala a las primeras divisiones europeas.

River está de regreso en Primera y eso es una enorme noticia para el fútbol argentino. Para Passarella es haber encontrado en el fútbol un tanque de oxígeno. Es el mismo Passarella que tiene derecho a levantar banderas de cosas bien hechas en otras disciplinas y áreas del club. Lamentablemente, la sociedad futbolera condena a ser una rareza en vías de extinción cualquier cosa que no sea su plantel profesional (y sus deudas enormes, y sus barras bravas, y sus vaivenes deportivos). Esto no es privativo del flamante campeón del ascenso. Es moneda corriente en demasiados clubes del país. En otros, toda actividad que no sea el fútbol profesional es burdamente despreciada.

Ojalá esta vuelta a las fuentes le dé a River nuevos motivos para hablar de su histórica grandeza futbolera. Ojalá sea la base de sustento para potenciar su condición de club integral “con” fútbol y no “de” fútbol. Y ponga arriba de la mesa lo necesario para que los violentos se queden en la calle.

© Escrito por Gonzalo Bonadeo a y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el domingo 24 de junio de 2012. 



miércoles, 20 de junio de 2012

Paradojas de la Incentivación... De Alguna Manera...

Paradojas de la incentivación...

Sebatián Bértoli de Patronato de Paraná, Entre Ríos.

Perder contra el mismo al que le pediste que ganara por vos. Siempre me pareció deliciosamente curioso que un club despedazado por las deudas pueda destinar un dinero que no tiene para estimular a que un equipo, que no es el propio, juegue con más ganas ante otro.

O que, por el solo hecho de recibir un mango de más, un equipo esté automáticamente en condiciones de derrotar a un rival que, por lo general, realizó una campaña sustancialmente superior. De tal manera, habrá que asumir que Barcelona se convirtió en el mejor equipo de la historia, ante todo porque todos sus jugadores pueden ir al súper y llenar un par de changuitos sin comparar precios; hasta yerba mate deben comprar Messi y sus compañeros. Por eso juegan tan bien al fútbol.

De otro modo, debo pensar que todo aquel que juega sin más interés que el del fútbol mismo –como si eso no fuese casi todo en esta historia– ante un rival que lucha por ser campeón, por ascender o por no descender, encara el conflicto desinteresado; casi como si hubiese que pagarles para que se comprometan, para que no se desentiendan, casi para que no vayan a menos.

Hay excepciones. Cuando la Argentina armó la colecta para que Polonia le ganase a Italia en el Mundial 1974, lo que primero se aseguró fue que el seleccionado polaco utilizara una formación titular para un partido en el que usaría suplentes ya que tenía garantizada no sólo la clasificación sino el primer puesto de la zona. En tal caso, lo que se estimuló fue, ante todo, la presencia de un equipo fuerte que, además, ganó el partido.

De cualquier manera, antes que las anécdotas, las consideraciones éticas o de criterio, las ironías o las miradas laterales, están las reglas. Y para el fútbol argentino, el incentivo es una falta grave.

Para ser justos con los pecadores, convengamos que nuestro fútbol está inundado de normas que no se cumplen. Repasemos sutilmente el más notorio y patético episodio de la semana: el crimen de un hincha en el último partido de River en su cancha.

Conocida la noticia, a lo primero que muchos apuntamos fue a la eventual sanción al club, aun por encima de la muerte de una persona. Luego, el eje de la cuestión se trasladó a las chicanas entre la institución y un fiscal de la Ciudad. Finalmente, a la captura del presunto asesino.

En el medio, varias delicias que me resisto a tragar sin digerir. Se anticipó que no se trataba de un problema entre barras. Para como estamos, sólo pensar que, entonces, cualquiera de los 50 mil espectadores que fueron a la cancha puede ir armado y decidido a matar nos rebaja a una condición peor que la animal.

Cuando se anunció la venta de entradas para el partido, River aclaró que sólo podrían asistir socios del club. Ergo, el asesino y la víctima son socios de la entidad. Un tema que, de por sí, ya merece el interés del club.

Finalmente, se dijo que el acusado no tiene antecedentes penales y que la víctima no lo conocía. Esto quiere decir que una persona sin conflictos aparentes decide ir a la cancha con un cuchillo y, ya en la tribuna, elige a uno al azar para cruzarle el corazón de un puntazo. Esto es estar peor que cuando nos iba muy mal.

Ante un escenario tan lamentable, en el que hasta hay que explicar que no está bien que se mate gente dentro de un club y nadie se haga cargo, ¿cómo pretender que un futbolista uruguayo de un equipo del ascenso entienda que no está permitida la incentivación?

Se trata de un asunto sustancialmente menos importante que el otro, pero califica en el mismo inventario. Conste que no hablo de la desmentida del futbolista porque no desmintió nada. Un día dijo algo y al otro dijo otra cosa. Como si fuesen dos personas y dos episodios distintos.

Para empezar, al club receptor le preocupó sustancialmente la confesión del jugador y no el hecho en sí. Hasta ahora, no escuché a nadie decir que se exigió devolver el botín del crimen.
Pero al estar involucrado en el asunto un eventual ascenso de River, y al ser el club de Núñez el incentivador y, a la vez, el próximo rival del incentivado, la cosa se pone realmente pintoresca.

Porque ya no sólo no se trata de que poco importa si a vos o a mí nos parece bien o mal este tipo de estímulo –repito, está penado por las leyes futboleras y eso debería bastarnos–, sino que, aun considerándolo tolerable o relativo bajo el concepto de trampa, este episodio puntual abre la puerta a preguntas que es preferible no responder.

Para empezar, juguemos a prescindir de lo sucedido finalmente en el partido de ayer por la tarde. Si no lo hiciéramos, dejaríamos cada letra de esta columna sin efecto, ya que la incandescencia del reciente fracaso riverplatense en cancha de Colón dejó en un décimo plano todo aquello que no haya tenido que ver con los 90 minutos de un nuevo fallido del equipo de Almeyda.

Acordadas las pautas y hechas las salvedades, volvamos a la propuesta inicial.
Y a las preguntas.

Por ejemplo, ¿no compromete a la gente de Patronato que el mismo equipo que estimuló a sus jugadores una semana más tarde se haga cargo de los costos globales del partido entre sí, de modo que al equipo entrerriano todo ingreso le resulte una ganancia?

Por ejemplo, ¿cómo responde un futbolista una semana después de jugar estimulado al enfrentarse ante quien lo estimuló, en el caso de que no surja un tercero que vuelva a incentivarlo? Si antes, ante un billete, ganó un partido ante el puntero, ahora, sin ese extra, ¿deja de interesarse en una victoria?

Por ejemplo, ¿quién podrá explicarle al hincha que si un jugador de Patronato cometiese un error decisivo se trataría sólo de eso y ya no de una continuidad en el acuerdo contractual espurio en desarrollo?

Entiéndase que las preguntas sirven para cualquier circunstancia como la que se está planteando. Ayer, anteayer, hoy y mañana.

En todos los casos, lo mejor sería sacar las dudas del medio y dejar que todo lo que haya en juego sea la capacidad de unos y de otros de hacer las cosas mejor o peor.

Como que, en otros casos, lo mejor sería sacar del medio a los barrabravas.

Es decir, en ningún caso sacar lo malo del medio parece procedente en nuestro fútbol.

Al fin y al cabo, terminado el asunto, la incentivación acabará siendo parte del reglamento tanto como los agarrones dentro del área.

Nunca se sancionará.

Y si alguien puso un billete para entusiasmar a Patronato contra River, ya saben. La guita se la llevó toda Bértoli.

© Escrito por Gonzalo Bonadeo y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 16 de Junio de 2012.


martes, 8 de mayo de 2012

Juegos Olímpicos 2012 y el spot de Zylberberg... De Alguna Manera...

Un proyecto estatal que pone en riesgo otro: 
el del éxito deportivo...


El spot de Zylberberg. Poner en primer plano de conflicto a los atletas para reclamar por Malvinas desoye el plan central: que nos vaya bien en los Juegos.

En 1968, los norteamericanos Tommie Smith y John Carlos ganaron las medallas dorada y de bronce en los Juegos Olímpicos de México. A la hora de la premiación, los dos caminaron hacia el podio serios y con las manos cruzadas en la espalda, como escondiéndolas.

Luego de recibir las medallas y a la hora del himno norteamericano, los dos sorprendieron al mundo al mostrarse descalzos, con la cabeza gacha, bufanda negra al cuello y el puño derecho en alto, cubierto con un guante de cuero negro en señal de apoyo al Black Power. Llevaban bien visible, además, un emblema relacionado con organizaciones de derechos humanos.

La reivindicación del movimiento antisegregacionista no les salió gratis. No sólo los echaron de la Villa Olímpica, sino que les resultó muy difícil ganarse la vida al regreso a su país. Es más, algún dirigente insinuó la chance de quitarles las medallas, disparate que, por suerte, no prosperó. En tiempos en los que la Primavera de París y la masacre de Tlatelolco aún estaban frescas, no había espacio para tamaño gesto de rebeldía.

Muchos consideran al episodio como un antes y un después en las pautas de aquellas manifestaciones que el COI tolera, y aquellas que considera inaceptables. Al respecto, se sabe del adoctrinamiento que se hace a las autoridades olímpicas de los países para que pongan en caja a sus atletas, si es que aún quedase alguno o inadvertido u obstinado.

Desde el sentido común, la sensibilidad y un necesario sentido de la solidaridad, cuesta poner en discusión la legitimidad del reclamo de Smith y Carlos. Sin embargo, para el universo olímpico –entonces con líderes institucionales siniestros, mucho más que hoy, cuando el que manda está rotulado como un dirigente de los deportistas– los atletas pueden equivocarse en lo deportivo y hasta violar las más básicas normas del juego limpio; jamás salirse de la huella de una masa de músculos que no es conveniente ni que piense ni, mucho menos, que se comprometan.

El rigor es sólo para los deportistas; es decir, para los únicos indispensables en esta celebración, ya que la historia de los Juegos está infectada por fuertes expresiones político-ideológicas de grupos de naciones que hirieron grave al olimpismo sin recibir ni una mínima sanción.

De tal modo, mientras ni quienes boicotearon Moscú 1980 –con Estados Unidos a la cabeza–, ni quienes lo hicieron con Los Angeles 1984 –con la Unión Soviética a la cabeza– fueron castigados por el Comité Olímpico, a Carlos y a Smith el calvario no les terminó con la expulsión de la Villa: tardaron no menos de cinco años en conseguir estabilizar un trabajo y una vida en sociedad dentro de los Estados Unidos. Dato accesorio: segundo en aquellos 200 metros históricos fue el australiano Peter Norman. El también pidió usar el mismo emblema que sus rivales arriba del podio: nadie lo sancionó. Para la historia quedó esta reflexión de Carlos, cuando se lo acusó de haber mancillado el espíritu olímpico con su actitud “politizada”: “¿Por qué tenemos que usar el uniforme de nuestro país? ¿Por qué tocan nuestros himnos? ¿Por qué tenemos que ganarles a los rusos? ¿Por qué los alemanes del Este quieren derrotar a los del Oeste? ¿Por qué no podemos usar todos el mismo uniforme y sólo identificarnos a través de números? ¿Qué ha pasado con el ideal olímpico del hombre enfrentándose al hombre?”

Esta historia no sólo es real sino que es de muy fácil acceso. La mayoría de los historiadores olímpicos han hablado de ella. Y de sus consecuencias. Mucha gente en la Argentina –deportistas, hinchas, periodistas, dirigentes y funcionarios– la conocen. Y saben que romper ciertas normas del olimpismo, por justo que sea el reclamo, trae consecuencias deportivas graves. Por encima de la mesa y por debajo de ella.

La semana deportiva terminó deformada e impregnada por la explosión mediática del spot realizado en Malvinas con un jugador de hockey, Fernando Zylberberg, como protagonista. Se podrá discrepar sobre muchas cosas al respecto –calidad artística, oportunismo, mensaje– y coincidiremos sobre el derecho afectivo e histórico argentino sobre el Archipiélago. Pero hay hechos concretos que no se pueden discutir.

La idea no fue hecha PARA el Gobierno, sino que el Gobierno se la quedó después de que la descartaran, al menos, cuatro empresas diferentes.

La filmación realizada en Malvinas, al no tener autorización oficial, genera el mismo reclamo que cualquier filmación hecha de tal modo en territorios que exigen aval al respecto. Me consta, personalmente, todos los trámites que hubo que hacer para grabar durante el último año y medio en, al menos, cuatro viajes distintos en territorio británico. Lamentablemente, hoy por hoy, Malvinas es territorio británico.

Fernando es un excelente jugador, de larguísima trayectoria, con más de 220 partidos internacionales; representó a la Argentina en todos los torneos de seleccionados que se puedan jugar y fue una pieza importante en la clasificación lograda en Guadalajara. Además, es un bastión en la lucha por mantener al club Comunicaciones en poder de sus socios. Otro reclamo legítimo e inatendido por gran parte de la clase política. Pero no sólo no es el capitán del equipo, como se repite torpe y desinformadamente, sino que es improbable que viaje a Londres. De tal manera, poner, como en el spot, que es “Atleta Olímpico Argentino Londres 2012” es incorrecto. E innecesario: bastaba con el detalle de que es atleta olímpico: jugó tanto en Sydney 2000 como en Atenas 2004.

Ya en un escenario un poco más discutible, llama la atención que nadie haya advertido sobre las consecuencias que puede traer para la delegación argentina –no ante los británicos sino ante el COI– los episodios de este tipo. Jamás minimizaría el derecho argentino al reclamo por un territorio que considera propio, pero alguien debería explicar que esto puede traer problemas para otro proyecto estatal: el de tener una buena participación en los Juegos. Dicho de otro modo, si se trata de “malvinizar” los Juegos, parecería terminal pero más coherente boicotear las competencias que poner en primer plano de conflicto a los deportistas.

A propósito de lo deportivo, Zylberberg quedó hace pocos días fuera de la lista que viajará a un torneo preparatorio en Malasia. Y en el entorno del seleccionado se da por hecho que sus chances de ir a los Juegos son casi nulas. ¿Nadie pensó en consultar al entrenador Pablo Lombi qué planes tenía para Fernando antes de convocarlo a Malvinas y encima dar por sentado que estará en Londres? Se sabe que las decisiones de Lombi son sólo deportivas, pero hubiera sido mejor evitar dejar abierta la puerta a las sospechas y a eventuales presiones para llevar o no al protagonista de la historia.

Esto, finalmente, se encuadra en otra situación que empieza a sobresalir respecto de nuestra delegación olímpica.

El proyecto del Enard puede ser muy valioso si: a) se lo sostiene como un proyecto irrenunciable y a largo plazo (nunca menos de dos o tres ciclos olímpicos más); y b) se lo convierte en algo más que un emisor de cheques de fondos generados con el cobro de un extra en la facturación de los celulares de todos y empezamos a comprometernos a fondo con otras necesidades de los atletas. Aclaro que no hay cuestionamientos a la utilidad de ese proyecto elogiado casi unánimemente por deportistas, que ven mejorar sus posibilidades a partir de un mayor apoyo a sus planificaciones.

Sin embargo, cumplir con la prometida ayuda al transporte de Paula Pareto de Tigre a La Plata, lograr que los botes de remo para el Preolímpico salgan de la aduana en tiempo y forma, liberar del puerto bicicletas, lanchas, jabalinas y otros insumos retenidos aún hoy –en algunos casos, tan tarde que parece casi estéril hacerlo– son algunas de las necesidades básicas incumplidas. Entiéndase bien: estos insumos fueron comprados con dinero del pueblo, recaudado por un organismo creado con parte fundamental del mismo Estado que impide que esos elementos estén a la mano.

Evitar estos episodios hubiera sido una buena señal de compromiso con las necesidades de los atletas. Resguardar de desgastes y eventuales problemas a Zylberberg, al seleccionado masculino de hockey y, eventualmente, a la delegación olímpica argentina ante un incuestionable reclamo de soberanía, también lo hubiera sido.

© Escrito por Gonzalo Bonadeo y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el domingo 6 de Mayo de 2012.


sábado, 21 de enero de 2012

Eufemismos... De Alguna Manera...

No te metas, dejá vivir, ¿A vos qué te jode?...


Hábitos de una sociedad en deuda. Eufemismos. A este paso, el siglo XXII encontrará a los argentinos balbuceando un diccionario vacío de palabras, pero repleto de eufemismos. Con el consabido respeto por las instituciones y los hábitos republicanos, hablar de convivencia democrática esconde una interesante serie de eufemismos.

Para vivir en sociedad, en esta sociedad en la que el que te afana no se conforma con hacerlo, sino que además necesita exhibirlo, siempre es bueno tener a mano un “no te metas”, un “no te compliques la vida”, un “dejá vivir”, un “¿a vos qué te jode?”, un “no es asunto tuyo”. No importa si ese asunto que no es tuyo es la muerte de un pibe por culpa de un conductor borracho a quien ni el Operativo Sol ni el 911 se encargó de frenar a tiempo. Un buen ciudadano debe saber que, si no es deudo, sobreviviente o abogado de parte, ése tema no es suyo.

Quienes hayan leído la columna de hace una semana, saben hasta el fastidio que mis vacaciones me impiden meterme de lleno en cualquier cosa que no sea la sabia secuencia desayuno-almuerzo-merienda-cena, mi entrenamiento diario, la vida en familia, perder algún partido de Trivial con mi amigo y compadre Horacio Castagnola –con mis hijas mayores como sus cómplices– y amagar casi a diario con volver a un casino al cual no volveré, entre otras cosas, porque es el más caro de la Argentina sin más mérito que el de pretender convocar a cada vez menos parroquianos.

De tal modo, comprenderán que mi sentido de “convivencia democrática” está también condicionada por esto de andar por la playa. Entonces, los “no te metas” son aún más descremados. ¿Qué derecho tengo yo, al fin, de putear al papá que le pone al nene un cuatri bajo el culo a volar a 90 por hora si todavía no mató a nadie cercano? Es verdad que no existe ninguna habilitación para que circule por las calles del país un aparato que sólo puede usarse en zonas específicas –no urbanas– y que, por lo tanto, ni siquiera está patentado. Pero no tengo ningún derecho a pretender que se cumpla la ley si hacerlo implica ir en contra de una de las fuentes de ingreso que genera el turismo veraniego. Supongo que lo mismo cuenta para la cocaína, las pastas o inyectarse rollitos hechos con textos de Paulo Coelho.

¿Desde qué presunción voy a explicarle yo a ese vendedor si sabe que acaba de venderle un freezer de 8 lucas a un señor que, al día siguiente, aparecerá en los diarios reclamando vía Twitter por el salario de los trabajadores? Eso tampoco es asunto mío. Y dar detalles me convierte, además, en un auténtico buchón.

¿Por qué contestarle lo que pienso a ese hincha de Racing que me grita entusiasmado por el regreso del Coco a la Academia? ¿Qué necesidad tengo de decirle que, por más que los diarios hablen de la Revolución Coco de la Buena Onda y el Inflador Anímico, un ratito de cualquier partido de verano bastará para que todos entiendan que no existen por definición ni tal revolución ni tal inflador anímico, sino que es mejor aspirar a tener buenos jugadores y jugar bien a la pelota? Además, dejando que las cosas decanten por su propio peso me ahorro pasar por más antipático de lo que ya soy.

¿Tengo derecho a explicarle la real relevancia de las declaraciones de un encordador de raquetas desplazado del equipo argentino de Copa Davis a aquel que se muestra preocupado porque un medio anda desparramando la especie de que, con Martín Jaite como capitán, se abatirán sobre nuestro tenis las siete –o diez, como quieran– plagas de Egipto? De hacerlo, me convertiría en un patético exponente de lo que una piara de mediocres simplifica con otro eufemismo: hacer periodismo de periodistas. Por cierto, no creo que exista el periodismo de periodistas. Ni el periodismo deportivo, ni el económico, ni el político, ni el de nada. Hay, eventualmente, especializaciones. Y pocas cosas me salen más fácilmente que hablar mal de gente que trabaja de lo mismo que yo. Igualmente, hoy no esperen mucho más de mí al respecto.

Por el contrario, quisiera esbozar una especie de alegato en contra del “no te metas”. Estamos impregnados por una cultura que sólo admite que no metas tus narices o, si las metés, que sea por intereses; aun los más espurios. Si lo hacés por un irredimible arrebato narcisista de aspirar a vivir en una sociedad menos tramposa, más sana, menos careta o tenés un tema personal con el involucrado, o te levantaste de mal humor o arrastrás destrato sexual. Yo me banco cualquiera de esas acusaciones con tal de lograr que o no haya más jueces que se compren anillos de 250 lucas verdes. O que los que se compren, al menos, sean de mejor gusto.

A tono con cualquier enero como éste, en el que lo que cotiza más alto son las confesiones de Pachano, el escándalo de la elección de colas en Corrientes o los vaivenes del safari que nos quitarán a los argentinos (me contaron de buena fuente: a los pilotos les molesta no ver ni camellos, ni beduinos ni gente desnutrida a la cual pisar a la vera del camino), no aparece debidamente expuesto este asunto de que el nuevo presidente de Independiente fue repudiado por ese encanto de la barra brava –se los vio un tanto escuálidos en volumen por la tele– porque decidió no aportar a la causa.

No conozco cómo piensa ni qué hará el nuevo presidente Rojo. Tampoco tengo claro que vaya a averiguar cómo se vendieron jugadores como para construir tres Maracanás y no se terminó un Libertadores, pero prometo averiguarlo pronto. De lo que sí estoy seguro es que, en esto de los barras, no puedo menos que ponerme totalmente de su lado. Como lo hice con Verón y la Gata Fernández cuando se carajearon con los imbéciles. Como lo haría con cualquiera que se digne a ponerse del otro lado de los mercenarios.

Sin embargo, debo advertir que el de los barras es el más elocuente caso del “no te metas” de nuestro fútbol. Y que los cerdos cuentan con la anuencia, la complicidad y hasta la admiración de una parte demasiado importante de la sociedad futbolera.

Y si no nos damos cuenta del daño que provocan a nuestra pasión, si no acompañamos fervorosamente a los aventureros que dan pasitos ante el gigante, lo más probable es que ese aventurero termine resignado, sometido o asociado a la mugre.

© Escrito por Gonzalo Bonadeo y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 14 de Enero de 2012.

domingo, 28 de agosto de 2011

El guiso se pone espeso... De Alguna Manera...

El guiso se pone espeso...

Gonzalo Bonadeo. Fuente: http://evan-caricaturas.blogspot.com

Hay semanas que terminan y uno se esconde en casa entre apenado, rabioso y muerto de miedo. Son semanas a las que les inventamos un principio y un final: en sociedades en las que la sabiduría para aprender de los errores es una especie que jamás existió, los malos momentos pueden parecer eternos. De algún modo, los argentinos vivimos convencidos de que los 31 de diciembre termina algo a cuenta de un 1º de enero que será mejor; finalmente, notamos que lo único que seguramente cambia es el almanaque que nos regalan en la fábrica de pastas.

Es probable que ustedes crean que los opinadores profesionales no sufrimos la coyuntura. No por nada tengo algún amigo al cual desconozco que me acusa de ser como “Lilita pero hablando de fútbol”. A veces, además de gracia, le reconozco razón a la figura. Muchas otras, simplemente pienso si no será que siempre en un territorio invadido por genuflexos, aquellos que nos cascamos un poco la garganta criticando porquerías parecemos extremistas apocalípticos. Dudo de que, sólo por nuestras críticas, las cosas vayan a mejorar. Menos creo que, ignorando esas críticas, la gente vaya a vivir más feliz. Probablemente, pasemos por imbéciles incorregibles; jamás por felices.

Cosas como las que estamos viviendo en el mundo de nuestro “no fútbol” hacen que termine cada programa de tele con dolor de cabeza. Muchas veces uno sufre las palabras que escupe. Cuando uno es futbolero de alma, cuando es capaz de postergar una cita con tal de no perderse un partido del Barcelona, cuando se pasó cientos de domingos de su infancia acompañando a su viejo al canal a ver las terceras en monitores blanco y negro plagados de fantasmas, el “no fútbol” argentino lastima.

Desde hace bastante tiempo, River parece ser el bastión de ese “no fútbol”. Un club maravilloso, plagado de socios que lo aman más allá de una pelota, que atraviesa un momento que debería ser el del rebote hacia la gloria y que, entre operaciones de prensa, caprichos, indecencias, golpes y porrazos, no consigue ni asomar el hocico desde el fango.

River es, hoy, el caso testigo detrás del cual se esconde la miseria de todos los demás. Porque River no es grande, sino enorme. Y que a un enorme le hayan tocado la clausura del club, la suspensión del estadio, ser último en un torneo, el descenso y hasta que le impidan juntar plata porque el pogo de los fans de Iron Maiden de golpe hace temblar los cimientos de Núñez, sobra para que todos los demás mamarrachos que esconden otras camisetas pasen inadvertidos.

La AFA misma es la principal beneficiaria de que a River le pasen tantas cosas. Hace décadas que de Viamonte 1366 no sale una idea refrescante, consistente, perdurable y, sobre todo, coherente. En los últimos tiempos, desde la payasada del torneo de 38 equipos hasta la sentencia del flamante titular del Comité de Selecciones –el santafesino Lerche– de que “aquí importan los resultados, no los proyectos”, no hay día en los que las decisiones que allí se toman no tengan algo de disparatado.

Lo fue eliminar a los visitantes en el ascenso. Cuatro años después, lo es volver a habilitarlos pero sólo en la B Nacional. La última pregunta que me surgió es por qué mientras los hinchas de River podrán ser visitantes de Quilmes dentro de una semana, los de Desamparados no pudieron serlo anoche. Sólo la última de las miles de preguntas que podemos hacerles a los dirigentes argentinos y de las cuales únicamente les encontraremos respuestas desfachatadas, insolentes, maleducadas, estúpidas.

¿Por qué volverían los visitantes si en cuatro años nadie resolvió ni un poquito el fenómeno barra brava? ¿Quién se encargará de la barra visitante cuando Central juegue en Madryn? ¿La Federal, la santafesina, la Bonaerense, la de Río Negro, la de Chubut o la Sûreté? ¿Cómo harían Atlanta, Ferro o Chacarita para jugar en Primera, si sus estadios hoy no están habilitados para recibir público visitante en las mismas canchas en las que, hasta hace poco, recibían a River, a Boca, o al Santos de Pelé?

Hace rato que dejé la edad de los “porqués”, pero supongo que la falta de respuestas, desde chiquito, me lleva a ser un eterno reincidente.

Está claro que las soluciones no vendrán de la mano de los dirigentes. No de estos, al menos. Y me animo a generalizar por la sencilla razón de que no veo demasiadas manos sensatas que se levanten para poner un límite democrático al papelón sistemático de algo que flota incomprensiblemente entre el despotismo y el desgobierno. Sé de gente de buena voluntad en nuestro fútbol. No entiendo por qué no se anima a dignificar su existencia honrando sus convicciones.

En este sentido, la quinta esencia del absurdo se afirma en el asunto de los barras. No conozco ni un dirigente que me los haya justificado como algo necesario. Tampoco a un solo aspirante a dirigente que haya exhibido como parte de su proyecto eliminar a los barras de sus clubes. Con más mentiras que verdades, los candidatos a ejercer cargos en distintos niveles de nuestra sociedad siempre prometen terminar con el hambre, con la corrupción o con la inseguridad. Sus colegas del fútbol, ni siquiera nos mienten diciendo que tienen previsto expulsar a los mercenarios de los clubes. Miren si serán poderosos los muchachos.

Si encima aquellos que no son catalogados como barras se portan parecido o aun peor –como sucedió en River–, el guiso se pone realmente espeso.

Está visto que sólo el socio genuino y el hincha de verdad pueden torcer algún rumbo o iluminar alguna cabeza. Pasó en Mendoza: en su deseo por tomar la AFA, Daniel Vila ignoró una medida que nadie escribió y que, como tal, hizo muy bien en considerar abstracta. Luego, el hincha se encargó de demostrar que, eliminar al visitante no era sino un recurso para que los que mal se encargan de la seguridad se encarguen aún menos.

Pero para que la vuelta del público visitante signifique algo más que un clip de apertura de un noticiero deportivo hace falta más. Por ejemplo, que la mayoría de los fanáticos de buena fe querramos distinguirnos en serio y no compartir nuestra pasión con la peor de las lacras. Y estamos aún lejísimos de eso.

Porque, para qué negarlo, uno putea hasta el dolor de panza contra los barras pero cuando pasea por el barrio se codea con muchos vecinos que, al mismo tiempo que prenden velas en marchas contra la inseguridad, se sacan fotos con el Gordo Cadena de Claypole.

© Escrito por Gonzalo Bonadeo y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el Domingo 28 de Agosto de 2011.