"Malvinas está en el lugar de lo sagrado"
Las principales víctimas de la derrota militar fueron los
jóvenes conscriptos que pusieron el cuerpo: muchos perdieron la vida en el
áspero terreno de las “Falklands”. Antes habían sufrido la improvisación, la
carencia de equipamiento y entrenamiento adecuados y también –en numerosos
casos– el maltrato por parte de sus superiores. La gran paradoja es que las
mismas Fuerzas Armadas que habían reprimido salvajemente con el fin de imponer
un plan económico y social siniestro se habían transformado, de golpe, en las
abanderadas del imperialismo y la descolonización. Todo funcionó –como era
previsible– mal, y fue el principio del fin del autodenominado “Proceso”. Y de
procesar tanto dolor y sinsentido se trató, justamente, lo que vino después, ya
recuperada la invaluable democracia.
Federico Lorenz es, tal vez, el máximo especialista en la
álgida cuestión Malvinas. Reconocido historiador, docente y escritor, viajó a
las islas en varias ocasiones y es un profundo
conocedor de su geografía física y humana. En estos días, el sello editorial de
la Universidad Nacional de Rosario –UNR Editora– comienza a distribuir la
reimpresión de un libro necesario: Fantasmas
de Malvinas se publicó originalmente en 2008 y para esta
ocasión el autor ha agregado textos que actualizan su mirada, ajena a la
complacencia y los estereotipos.
Dos días atrás se cumplió un nuevo aniversario de aquella
fecha bisagra en la historia nacional y Lorenz, siempre gentil y predispuesto,
contestó las preguntas de Cultura y
Libros.
–Me gustaría conocer tu opinión acerca de las razones que impulsaron a la dictadura a invadir las Malvinas, enfrentando a una potencia militar de primer orden como Gran Bretaña. ¿Fue un manotazo de ahogado, un intento de perpetuación política, un plan cuidadosamente elaborado o sencillamente una improvisación tan demencial como suicida?
–De todas las opciones que das, lo que ha quedado
demostrado es que no fue un plan cuidadosamente elaborado, sobre todo porque no
midieron las consecuencias que la acción tendría. No las midieron ni
militarmente, lo que sería esperable, ni políticamente, lo que a posteriori se
reveló fatal. Militarmente, por el resultado conocido y porque derivó en la
improvisación para el envío de unidades a las islas. Ese despliegue apresurado
tuvo consecuencias nefastas para los soldados. En lo político, porque el
respaldo popular a la recuperación les dejaba muy poco margen para fracasar, o
siquiera ceder. El desembarco en Malvinas fue parte de un acuerdo interno entre
Anaya, jefe de la Armada, y Galtieri, para que éste fuera presidente. Es decir,
un ejemplo extremo del peso de Malvinas en la política interna. No fue un
"manotazo de ahogado", entonces, en tanto la decisión política no fue
improvisada. Este "manotazo" es más una lectura ex post, fruto de la
derrota y de las mismas dificultades sociales no tanto para explicar la
decisión de la Junta Militar, sino las responsabilidades colectivas en la
convivencia con el terrorismo de Estado.
–En esa contradicción que constituye el hecho de que la
causa era indudablemente justa, pero el que la impulsaba era un gobierno
siniestro, vive una paradoja cruel. En tu libro, que fue publicado por primera
vez en 2008, la definís de este modo: "…los conscriptos de Malvinas habían
muerto en nombre de una patria manchada con sangre de compatriotas. Pagaron esa
circunstancia con un ninguneo de décadas". ¿Creés que ese "ninguneo"
continúa?
–Creo que no. Creo que hay, que siempre hubo un reconocimiento popular a quienes combatieron en Malvinas, los canales para que se expresara son otra cuestión. Lo que sí continúan son las consecuencias sociales del ninguneo institucional de la primera posguerra. La matriz simbólica con la que aún pensamos Malvinas se forjó en el quinquenio que va entre 1982 y 1987. A lo sumo, hasta la última sublevación carapintada, donde si te fijás, un veterano de Malvinas, Balza, enfrenta y derrota a otro, Seineldín. Ahora bien, lo que intento señalar es que lo que no somos capaces aún es de afrontar y enfrentar esa dualidad: el país que aplicó el terrorismo de Estado y el país que enfrentó a los británicos es el mismo. Escindirlos no es más que un mecanismo para reconstruir una zona de confort social que se vuelve incómoda cuando se leen las superposiciones de actores, empezando por el hecho de que muchos militares con actuación destacada en las islas cometieron violaciones a los derechos humanos en el continente, años antes. El oficial que muere en el asalto a la casa del gobernador inglés era miembro de los grupos de tareas. Un comando condecorado en las islas participó en la masacre de Margarita Belén en 1976. Los aviones navales que eran un hilo de vida en el 82 arrojaban desaparecidos vivos al mar años antes. Malvinas, entonces, encarna una deuda social no solo con los ex combatientes, sino sobre todo con nosotros mismos como sociedad. No se puede enunciar la palabra "nación" de la misma manera después de 1982. O no se debería poder.
–Planteemos, si no te parece mal, una hipótesis
contrafáctica y de cumplimiento ciertamente imposible: Argentina salía
triunfante en la contienda. ¿Cómo hubiera sido ese país?
–Si bien no soy muy amigo de la historia contrafáctica, lo
que creo es que la crisis económica y la oposición de algunos sectores de la
sociedad (los sindicatos, el movimiento de derechos humanos) hubiera terminado
por generar un clima de confrontación social importante. De todas maneras, el
hecho de que hipotéticamente se hubieran recuperado las Malvinas le habría dado
a la dictadura un aire enorme. Cuán extenso, duradero, no lo sé. De todos
modos, es política ficción, pues realmente Argentina no podía vencer. En el
contexto de la Guerra Fría, sería impensable creer que la alianza Estados
Unidos-Gran Bretaña iba a ceder así como así un enclave estratégico. Ahí
volvemos a la pregunta anterior: la desmesura de creer que se podría producir
un hecho así sin consecuencias, en un contexto como el de los años 80. Ahora
que está de moda decirlo, los dictadores vivían en una burbuja también.
–Vos
recorriste Malvinas a fondo, sos –si me permitís la palabra– un experto en el tema. ¿Cuál es el
sentimiento que experimenta hacia los argentinos la población nativa de las
islas, aquellos a quienes despectivamente se denomina "kelpers"?
–Yo no puedo generalizar sobre lo que sienten. ¡Lo que me
gustaría pasar un tiempo largo allá para aprender más! Porque es un paisaje tan
hermoso… Sí en cambio puedo hablar de lo que he recibido yo cada una de las
tres veces que viajé. Yo tengo amigos y conocidos en las islas, respetuosos del
dolor de los familiares de los soldados muertos, respetuosos de quienes
estuvieron allí, en los montes, pero a la vez seguros de ser isleños y querer
seguir siéndolo. O de ser nativos en otro país, por ejemplo chilenos, y querer
hacer su vida allí. Obviamente el tema de la soberanía es tabú, no entra en la
cabeza de ellos hoy. Sí manifiestan desconfianza hacia los argentinos, sobre
todo la gente más grande, que a la vez experimentó la política de
comunicaciones de los años setenta. Ellos, particularmente, los que eran niños
cuando había maestras de castellano, o sus padres que se beneficiaron de las
políticas estatales argentinas, se sienten engañados. En lo personal, nunca fui
agredido o maltratado, pero tampoco tuve actitudes que produjeran eso. Es
evidente que sabemos poco y nada de la gente que vive en las islas, eso es algo
que resulta claro a los dos minutos de conversar con ellos. Que dicho sea de
paso, son malvinenses, como otro argentino es cordobés, porteño o puntano.
– ¿Qué futuro ves para los reclamos diplomáticos argentinos en torno de la soberanía?
–Creo que el actual contexto nos encuentra en una posición
débil para negociar, sobre todo por pereza intelectual. Si la política es
ritual y es acción, no podemos quedarnos solo con lo primero. Creo que buena
parte de la política exterior se hace sin pensar prospectivamente, enormemente
condicionados por la política interna, donde Malvinas está en el lugar de lo
sagrado y entonces correr un milímetro el eje del pensamiento de lo posible es
poco menos que una traición. Es curioso que Malvinas sea el único aspecto del
pasado donde vemos la historia como algo congelado, sin antecedentes ni
consecuencias posibles. Es casi como esperar al Mesías, ¿no? Un día las vamos a
recuperar porque son argentinas. Entonces, alcanza con enunciarlo para que
suceda, como un conjuro. Se ha transformado en una religión y no en una
política. Es cómodo pero poco eficaz. Entonces, en el corto plazo, mientras no
se piense regionalmente el tema, mientras no se entienda que hablar de
"negociar" pero pensar en la "lógica del todo o nada" es
una contradicción, no veo una solución. Aún pensamos Malvinas con mentalidad
pampeana. Si no sabemos pensar el mar, si no pensamos este país más
descentradamente, será muy difícil encontrar una salida. Este es un país
tremendamente centralista, nuestra forma de entender el pasado y nuestra
historia común aún es la de la Generación del 80. Al punto que incluso el
revisionismo, por poner un ejemplo, se apropió de la causa Malvinas sin
resignificarla o repensarla, solo le agregó un mito de raíz popular, el del
gaucho Rivero. La política sobre Malvinas, entonces, es rendidora en términos
internos para quien la ejerza, pero no en términos nacionales. Es enormemente
funcional en este clima hiperbólico de "grieta", además. Se sabe lo
que hay que decir para no salirse del mapa, no para revisarlo.
–En
la página 123 del libro escribís una frase tan breve como inquietante, que se
refiere a los argentinos: "A veces pareciera que hay algo de lo que no
podemos salir", decís. ¿Cómo definirías, hoy, ese "algo" que nos
empantana como Nación?
–Creo que me refiero precisamente a esto que decía antes.
Que no terminamos de pelear una guerra civil. Que aún la parte –Buenos Aires, a
lo sumo algunas ciudades grandes más– explica un todo muy diverso y fascinante
que llamamos "Argentina", pero que ni por asomo es lo homogéneo o
monolítico que asoma en algunas concepciones acerca de nuestra colectividad, de
nuestra historia como sociedad. Y creo que esos acuerdos tácitos, silencios
consentidos, omisiones aceptadas, han costado sangre, dolor y postergaciones.
Es decir, yo creo que la patria, como vos decías hace un rato, sigue manchada
de sangre. Y no planteo el olvido, pues mi trabajo va en el sentido opuesto a
eso, precisamente, pero creo que hay una autopercepción nacional autocomplaciente
que prolonga esas historias dolorosas. Entonces, "Malvinas" puede ser
la cifra del universo, casi una metáfora borgeana, aquello que nos une, y en un
contexto como el actual, creo que puede ser peligroso. Me explico: son tiempos
de consignas fáciles y adhesiones tan superficiales como momentáneamente
ardorosas. Más de uno ha colocado a Malvinas por encima de la grieta, como
prenda de unidad. Para mí, en el actual contexto, eso es muy peligroso. ¿Todos
entendemos el país, al otro, de la misma forma? ¿De verdad? Entonces, no tanto
los muertos, sino los argentinos que aún no nacen merecerían algo mejor de
nosotros, un mayor esfuerzo intelectual, que no renunciáramos tan fácilmente a
la imaginación de lo que deseamos para este país. Es un fenómeno mundial, no
privativo de la Argentina: el vuelco al pasado ante la falta de imaginación de
un futuro.
La maldita casa (texto incluido en el libro Fantasmas de Malvinas, de Federico Lorenz)
Rara vez deja de haber ironía incluso
en el mayor de los horrores. Algunas veces forma parte directa de la trama de
los sucesos, mientras que otras sólo atañen a la posición fortuita de éstos
entre las personas y los lugares.
H. P.
Lovecraft, La casa maldita.
No sé cómo fue, pero a la primera
mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable
tristeza.
Edgar Allan Poe, La caída de la Casa
Usher.
El lugar donde murió Alejandro Vargas es hermoso y
plácido. Lo conocí una de las tardes que caminamos por las viejas posiciones de
los soldados de La Plata. Un brazo de agua que aparece y desaparece entre
colinas que bajan ondulando hacia sus orillas, rumbo a Stanley. Del lado Sur,
donde se atrincheraron los argentinos, el terreno está poceado por las
explosiones. Hay una lengua de tierra, frente a unas casas. Durante la guerra,
se suponía que sus ocupantes las habían abandonado, pero los ex combatientes
del Regimiento 7 dicen que por las noches se veían luces de distintos colores,
y que seguro eran los kelpers haciéndoles señales a los ingleses, o tropas especiales.
Como en la vivienda habían quedado comestibles, ropas, y se podían bañar,
muchos se hicieron escapadas a esa casa. Alejandro fue uno de ellos. Para
hacerlo, tenían que usar un bote en el que se embarcaban en la orilla más
próxima a las posiciones de los argentinos, remar un poco, desembarcar con
mucho cuidado, hacer rápido las cosas y volverse.
El Regimiento 7 llegó a Malvinas el 13 de abril. Era un
martes. Los sobrevivientes tienen gastados los chistes con eso. Todos recuerdan
la lluvia feroz que los recibió durante toda la marcha desde el aeropuerto a
Moody Brook, y cómo muchos tuvieron que dormir en unas barracas, que todavía se
ven, aunque destartaladas, a la salida de Stanley.
En los días subsiguientes, distribuidos por compañías, se
dedicaron a fortificar el Longdon, el Wireless Ridge, y la península de Camber.
Tuvieron que subir a pulso por ese terreno que se traga las cosas sus equipos,
cajas de municiones, piezas de mortero y unos cañones sin retroceso, tender
cable telefónico y organizar los suministros. Cavaron los pozos en los que
vivirían y se defenderían. Muchos de ellos se anegaron, como patéticamente
muestran las fotografías de los reconocimientos aéreos ingleses: Argentine position flooded:
–Posición argentina inundada.
Y luego, enterrarse y esperar, contando los días, las
bombas inglesas y los muertos.
Las posiciones, hoy día, son manchas negras que parecerían
haberse caído de alguna gigantesca bolsa, como al descuido. En muchos lugares,
hay un pequeño rectángulo de piedras, unos alambres enredados con cenizas o
harapos en el medio: una carpa, los restos de una posición. Esos pozos, en
particular, parecen tumbas sin cruz.
Allí, en las covachas, aguantaron los bombardeos, desde el
primero de mayo, y el hambre, que enfrentaron como pudieron. Vieron pasar a los
Harriers camino al aeropuerto, por ese mismo corredor por donde hoy fluye el
agua. A veces, recibieron sus disparos. Las mañanas de buen tiempo, vieron
pasar a un isleño en moto, que los saludaba y se alejaba rumbo a Estancia, de donde
finalmente salió el ataque sobre el Longdon. Hoy sabemos que levantaba
información para las fuerzas británicas, embarcado en su propia guerra de
resistencia.
Marcelo Postogna era de la Compañía A, la misma de
Alejandro. Fue uno de los servidores de uno de los cañones sin retroceso. Su
posición, que se conserva bastante bien, miraba al Norte. Muchas noches miró
impotente hacia las luces de la casa: estaba harto de ver movimientos allí. Con
sus compañeros le querían tirar a la casa, pero estaba prohibido. Le tenían
bronca porque sospechaban que la precisión del tiro inglés tenía que ver con
ella, y porque desde allí salían las patrullas de reconocimiento que por las
noches hostigaban sus posiciones. Demasiado tiempo enterrados en sus pozos,
recibiendo fuego sin poder devolverlo, demasiada hambre y castigos acumulados
por querer saciarla aumentaron las proporciones de la bronca concentrada en
cualquier objeto, y la casa era ideal.
Y más motivos tuvieron después de lo de Alejandro y sus
compañeros.
La casa, como si tuviera vida propia, se comió a cuatro
compañeros de Marcelo. Una noche, Alejandro y tres soldados más, Pedro Horacio
Vojkovic, Manuel Alberto Zelarayán y Carlos Alberto Hornos, agarraron el bote y
se mandaron para la casa, con la autorización de un superior. Pero calcularon
mal, o había bruma, y el bote detonó una mina antitanque argentina. Imagino la
corrida torpe de los soldados, vestidos como pingüinos y con borceguíes,
apurados por la desesperación mientras el humo se disipaba. Imagino puteadas, y
lágrimas, pero también mucho de fatalismo que sin duda creció en esas vigilias
en los pozos.
El único cuerpo que pudieron rescatar los que llegaron al lugar es el del Alejandro. Supieron que era él porque tenía puestas unas medias a rayas inconfundibles. De los otros tres no quedó nada. Durante un tiempo, después de la guerra, en la playa todavía estaban los restos del bote.
Sin embargo, la casa sobrevivió a la guerra. Durante los
combates del 11 y el 12, antes de la retirada y mientras le llovían encima las
bombas británicas, Marcelo se juró que esas paredes iban a volar. Apuntó el
cañón, pero cuando fue a dispararlo, no pudo hacerlo. Hasta ese momento, le
habían tenido que estar dando con un palo y un destornillador, porque no
funcionaba.
Acompañamos a Marcelo mientras buscaba su pieza. Cuando
llegamos a su antigua posición, donde aún estaba el cañón, se sacó el cigarro
de la boca y dijo con bronca:
–Me lo corrieron.
– ¿Eh?
–Yo no lo dejé así. Estaba listo para tirarle a la casa.
Y fue ahí cuando nos explicó que antes de retirarse lo
había dejado apuntando hacia la casa, inútil y desafiante. También nos contó
cómo la artillería inglesa los buscaba rabiosamente, y tenían que estar
cambiando de posición todo el tiempo.
Ahora, en 2007, pegó una plaquita sobre el caño oxidado, y
volvió a dejarlo apuntado hacia la casa. Tengo una foto de Marcelo de pie junto
a su cañón. Abraza un contenedor oxidado y doblado de uno de los proyectiles y
tiene la mirada perdida mientras nos cuenta cómo era hacer la guerra con un
cañón que funcionaba a golpes de destornillador.
Quién sabe qué piensa mientras tanto. A lo mejor, ya se
esté organizando para la noche que pasará cerca de allí, en su viejo pozo.
Hago puntería con la cara pegada sobre el hierro frío.
Allí, en línea recta, donde termina la boca del cañón, están las casas de
chapa, de paredes rojas y blancas. Hay un puente nuevo y un camino de tierra
que zigzaguea hacia las alturas.
Hay una camioneta estacionada.
Y la playa, una franja negruzca, como si recién hubiera
sido la explosión que mató a Alejandro y a sus compañeros.