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sábado, 31 de mayo de 2014

Ser Papa tiene sus ventajas... De Alguna Manera...

Francisco vive en un mundo que le es ajeno...

Francisco. Ilustración de Pablo Temes.

El Santo Padre vive rodeado de aplaudidores que celebran la sabiduría supernatural de todo cuanto dice.

Ser Papa tiene sus ventajas. El Santo Padre vive rodeado de aplaudidores que celebran la sabiduría supernatural de todo cuanto dice. El fervor que sienten es contagioso.

Gritan los titulares: ¡El Papa está a favor de la paz! ¡La cree “urgente! ¡Condena el terrorismo con firmeza!

Con entusiasmo conmovedor, en la Argentina por lo menos los fieles toman tales palabras por evidencia de que Francisco es un auténtico líder mundial que pronto convencerá a los belicosos de otras latitudes que ha llegado la hora de batir las espadas en rejas de arado y las lanzas en podaderas para que no haya más guerras.

El sueño de Isaías así resumido es muy atractivo pero, según la Biblia, que a veces es más realista que los bienintencionados dirigentes religiosos actuales, tendremos que esperar hasta “la parte final de los días” antes de que la paz reine en toda la Tierra.


Por cierto, no hay motivos para suponer que los guerreros santos que pululan en el mundo musulmán estén por prestar atención a los pedidos piadosos de Jorge Bergoglio: están demasiado ocupados matando a quienes no comparten todas sus preferencias teológicas, comenzando con los cristianos que todavía quedan en la inmensa región que se extiende desde la costa atlántica de África hasta el mar de China pero que, tal y como están las cosas, pronto morirán en matanzas o se verán expulsados.

Además de seguir las huellas de los centenares de dignatarios eclesiásticos de diversas iglesias, políticos e intelectuales renombrados que en años recientes han viajado a la Tierra Santa trayendo mensajes de paz y que, casi siempre, dan a entender que la mejor forma de asegurarla consistiría en que Israel desmantelase sus defensas, Bergoglio se vio involucrado en un nuevo escandalete en su país natal. No fue su culpa.

En vísperas del 25 de Mayo, llegó a la Casa Rosada una carta escueta, escrita apuradamente en su nombre por algún subordinado en que aludió, como es su costumbre, a cosas buenas como la concordia, el diálogo constructivo y la convivencia pacífica. No fue nada del otro mundo pero, sin perder un minuto para preguntarse por qué se le ocurriría a alguien falsificar una esquela tan rutinaria, los vaticanólogos locales, impresionados por el tuteo, un error de tipeo y otros detalles estilísticos, decidieron que era trucha, algo inventado por los kirchneristas, un juicio que fue avalado por el “ceremoniero”, el argentino monseñor Guillermo Karcher, que la calificó de un “collage” hecho con “mala leche” por un “artista”. En cierto modo lo fue, pero sucedió que “el artista” responsable de la misiva resultaba ser el mismísimo Papa.

Desde antes de metamorfosearse en Francisco, hay dos Bergoglio. Uno es el jefe de una grey de más de mil millones de personas que está procurando restaurar la autoridad espiritual de la Iglesia Católica acercándose a la gente y diciéndole que él también cree que el mundo se ha equivocado de rumbo. De acuerdo común, es mucho más simpático, más “humano”, que su cerebral antecesor alemán, el papa emérito Joseph Ratzinger o Benedicto XVI. Este Bergoglio quiere adaptar la institución que encabeza a los tiempos que corren sin romper por completo con los dos mil años de historia en que se basa casi todo su prestigio.

El otro Bergoglio es el hombre que, según Néstor Kirchner, militaba como el “jefe de la oposición”. Si bien no le es dado continuar desempeñando tal rol, entre sus compatriotas abundan los tentados a ubicar todas sus palabras, guiños y gestos en el contexto político argentino, subrayando lo que diferencia su manera de actuar del combativo estilo K, con el propósito de incomodar a Cristina.

Parecen creer que, como Juan Domingo Perón cuando estaba en Madrid, Francisco mueve una multitud de hilos, manda instrucciones cotidianas a sus operadores y por lo tanto está detrás de todas las maniobras emprendidas por la sucursal argentina de la Iglesia Católica. De no haber sido por tal ilusión, a nadie se le hubiera ocurrido preocuparse por la autenticidad de una carta meramente formal.

Ayudar a tranquilizar los ánimos aparte, no hay mucho que Francisco puede hacer para que por fin la Argentina salga del pantano socioeconómico y político en que sigue hundiéndose. Protestar, como buen peronista, contra un orden nacional e internacional inequitativo no sirve para mucho en un país vapuleado por la inflación que tambalea al borde de la bancarrota y que, de no ser por la soja hoy y – ¿quién sabe?– el gas shale mañana, tendría que elegir entre intentar una revolución capitalista dura que sería denostada por “neoliberal” por un lado y, por el otro, resignarse a un destino de miseria generalizada. Mal que les pese a los papistas, la influencia del Sumo Pontífice argentino en el futuro del país será escasa.

También lo será en el resto del mundo. Mientras Francisco celebra su propia amistad personal con algunos popes ortodoxos, rabinos judíos e imanes musulmanes, creyentes menos benévolos de distintas confesiones religiosas hablan el lenguaje de la guerra. En el Oriente Medio, el Papa trató de congraciarse con todos, en especial con los musulmanes palestinos que se han propuesto eliminar de cuajo al “ente sionista”, Israel, con sus habitantes judíos adentro.

Como los izquierdistas “antisionistas” europeos, Francisco se manifestó terriblemente indignado por la barrera que fue erigida por los israelíes para frustrar a quienes entraban en su país para asesinar a hombres, mujeres y niños indefensos; al recordarle el primer ministro Benjamín Netanyahu y otros voceros israelíes que, a partir de la construcción de dicha barrera, hubo llamativamente menos atentados terroristas, el Papa procuró reducir el impacto de su militancia pro palestina anterior rindiendo homenaje al profeta del sionismo, Theodor Herzl, y visitando Yad Yashem en que se conserva la memoria de los millones de judíos asesinados por los nazis.

En su tesis doctoral, el líder palestino, Mahmoud Abbas –“hombre de paz”, según Francisco–, nos explicó que el Holocausto fue una obra conjunta de los nazis y sionistas. Abbas se ha sentido dolorido últimamente porque la guerra civil en Siria, donde ya han muerto más de 150.000 personas en la lucha entre el dictador Bashar al-Assad y sus enemigos igualmente brutales, ha distraído la atención de los medios occidentales de su propia causa. Por lo tanto, le encantó la invitación a rezar por la paz en el Vaticano con Francisco y el nonagenario presidente israelí Simón Peres, un hombre cuyo peso político es nulo.

No solo el Papa sino también Barack Obama y muchos otros quisieran creer que el conflicto entre Israel y los árabes palestinos está en la raíz de virtualmente todos los problemas que están convulsionando al “Gran Oriente Medio”, de suerte que si lograran reconciliarse, los islamistas depondrían sus armas. Por desgracia, el asunto dista de ser tan sencillo como les gustaría suponer. Para Al-Qaeda y el enjambre de agrupaciones afines que día tras día surgen en Yemen, Irak, Afganistán, Pakistán, Malasia, el norte de África, Filipinas, el Cáucaso y China occidental, Israel es solo una manifestación anti islámica más, “el pequeño Satán” al decir de los iraníes, ya que el enemigo principal es Estados Unidos, “el gran Satán”, y los países de Europa.

De caer Israel, estarían en la mira Andalucía, Sicilia y Grecia, que antes habían formado parte del mundo islámico. Los guerreros más vehementes aluden con frecuencia creciente a un objetivo que, como entenderá Francisco, tiene un valor simbólico evidente: Roma.

Oponerse a la violencia y predicar a favor de la paz es fácil, pero es muy poco probable que la breve visita papal al Oriente Medio haya salvado una sola vida en Siria, Irak, el norte de África u otros lugares en que los islamistas, envalentonados por el repliegue norteamericano y la debilidad europea, están avanzando, masacrando a miles de personas de todos los credos y de ninguno. ¿Se arrepentirán los esbirros del régimen sudanés que encarcelaron una mujer embarazada y amenazan con decapitarla porque, según ellos, abandonó el islam por el cristianismo, la fe en la que nació? ¿Ayudarán las súplicas papales a las casi 300 niñas nigerianas, la mayoría cristiana, secuestradas por los fanáticos de Boko Haram para vender como esclavas, a los cristianos de Pakistán condenados a muerte por “blasfemia” contra el islam o los coptos de Egipto? Claro que no.

Parecería que, como tantos otros, Francisco teme más herir la sensibilidad tierna de sus interlocutores musulmanes que exigirles hacer algo positivo, aunque solo fuera organizar manifestaciones callejeras gigantescas equiparables con las que repudiaron la publicación de algunas caricaturas insulsas danesas, para protestar contra los horrores perpetrados por tantos correligionarios. Se entiende: hay que privilegiar “el diálogo” entre representantes de las distintas ramas del monoteísmo abrahámico.

Pero, mientras el Papa, Obama y otros siguen dialogando en torno a abstracciones con el presunto propósito de alcanzar un consenso, hombres de ideas muy diferentes toman nota de su pasividad para llegar a la conclusión de que los infieles occidentales ya están batiéndose en retirada, huyendo en pánico de las tierras musulmanas que habían invadido con la colaboración de apóstatas locales, y que, con tal de que sigan atacándolos, la victoria final será suya.

© Escrito por Jaime Neilson el Viernes 30/05/2014 y publicado por la Revista Noticias de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.




domingo, 15 de diciembre de 2013

Entrevista a Leonardo Boff, Teólogo… De Alguna Manera…


“Llegó la primavera con sus frutos”...

“Después de 500 años, nuestras iglesias latinoamericanas se han convertido en iglesias fuente,” analizó el ex sacerdote brasileño.   

Leonardo Boff está convencido de que, con el papa Francisco, llegó mucho más que un hombre que viene de lejos: en su visión, con él llegaron al Vaticano otra filosofía de la vida, de la política, otra práctica pastoral, otra sociología y otro cristianismo.

La ternura y la inteligencia juntas son armas muy disuasivas. Escuchando hablar al teólogo brasileño Leonardo Boff se entiende rápidamente por qué su amigo Joseph Ratzinger lo apartó de la Iglesia cuando se publicó uno de los libros fundadores de la Teología de la Liberación escritos por Boff, Iglesia, carisma y poder. Mucho antes de ser papa, Ratzinger fue amigo de Leonardo Boff, pero en cuanto el severo teólogo alemán empezó a trepar la escalera del poder vaticano no dudó en levantar la mano para sentar a Leonardo Boff en el mismo sillón donde, muchos siglos antes, la Santa Sede juzgó a Galileo Galilei. Leonardo Boff pagó el tributo de sus ideas. Perdió el derecho de ejercer el sacerdocio.

Han pasado muchos años y muchos combates y Leonardo Boff no perdió ni un ápice de esa inteligencia que envuelve las cosas en una mezcla de racionalidad y revelación juvenil. El paisaje que rodea su casa de Petrópolis es idílico, frondoso y absorbente como las ideas que este intelectual de 75 años va exponiendo con la frescura de un adolescente. Con el título “El papa del pueblo”, la revista Time eligió al papa Francisco como personalidad del año. “Lo que hace a este Papa tan importante es la rapidez con la que capturó la esperanza de los millones de personas que habían abandonado toda esperanza en la Iglesia”, escribe Time.

Leonardo Boff no está lejos de pensar lo mismo. Se acaba el año de la elección de Bergoglio como primer papa no europeo de la historia. En esta entrevista con Página/12, Leonardo Boff hace un balance de las esperanzas suscitadas por Francisco, de las perspectivas de transformación que se levantan en el horizonte, de los actos ya cumplidos y de los que vendrán. El teólogo brasileño está convencido de que, con Francisco, llegó mucho más que un hombre que viene de lejos: en su visión, con él llegaron al Vaticano otra filosofía de la vida, de la política, otra práctica pastoral, otra sociología y otro cristianismo inspirados en la raíz misma del continente.

–Pasan los meses y, a su manera, el papa Francisco sigue dando sorpresas. ¿Cómo analiza usted este momento particular del catolicismo a través de una figura que está desplazando casi todos los centros de gravedad del Vaticano?
–Estamos en una situación totalmente nueva. Nosotros venimos de un invierno muy duro y riguroso con Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora sentimos la primavera con sus flores y sus frutos. Francisco es un papa que sorprende, que cada día inventa cosas nuevas. Es la primera vez que un papa no viene de la vieja cristiandad europea, sino de la periferia, o sea de América latina. Las iglesias de América latina eran iglesias espejo mientras que las iglesias de Europa eran iglesias fuente. Ahora, después de 500 años, nuestras iglesias se han convertido en iglesias fuente. Nuestras iglesias tienen sus tradiciones, sus reflexiones, sus liturgias, han creado un estilo de cristianismo ligado a la liberación, al compromiso social. De ese caldo espiritual, político y religioso viene el papa Francisco. El nuevo papa tiene otro tipo de mensaje, no es el cristianismo viejo, doctrinario, disciplinar. Se trata de un cristianismo de profunda comunión con todas las personas, libre de doctrinas castradoras, con un mensaje basado en la sencillez y la pobreza. Eso es inédito en la historia del papado. Hay que tener en cuenta que sólo 24 por ciento de los cristianos está en Europa, 62 por ciento en América latina y los demás en Asia y Africa. Esto significa que, hoy, el cristianismo es una religión de Tercer Mundo. Tuvo sus raíces en el Primer Mundo, pero eso ya pasó. Francisco es muy consciente de esto. Por eso tiene la fantasía creadora y es capaz de decir “hay que cambiar”. Y creo mucho en su fantasía, en su libertad, en su corazón, en su libertad espiritual. La Iglesia necesita corazón, no poder. Donde hay poder no hay amor ni compasión. Francisco tiene amor y compasión. Y no quiere saber nada de poder ni de tradiciones.

–Para usted entonces Francisco es un papa de combate.
–Creo que Francisco combina dos cosas: la ternura de Francisco y el rigor del jesuita. Es franciscano en la forma de vivir humilde, popular, pero es un jesuita de la racionalidad moderna: analiza los fenómenos, identifica la causa principal y, cuando descubre, interviene con mucha determinación. Creo que el Papa es una combinación feliz entre ternura y vigor. Eso es lo que necesitamos en la Iglesia. Hacia afuera es un pastor, hacia adentro es muy riguroso. Cuando estuvo en Río de Janeiro, el discurso más duro que pronunció fue para los obispos y cardenales. Les dijo que no eran pobres ni interiormente, ni exteriormente, que eran duros con el pueblo y que no fueron capaces de hacer la revolución de la ternura, de la compasión, de la compenetración con el pueblo. En Roma dice lo mismo: los ministros de la Iglesia tienen que salir de la fortaleza hacia el pueblo, y el pueblo debe poder venir y sentirse en su casa. La Iglesia no está para condenar a nadie sino para acoger, perdonar, suscitar esperanzas y tener compasión con quienes tienen problemas. Esa es la característica más bella y evangélica de Francisco.

–Usted cree que Francisco puede realmente reformar la Iglesia.
–Yo creo que Francisco, antes de reformar la curia y la Iglesia, ya reformó el papado. El estilo del Papa es otro. El papado tiene un ritual, en las vestimentas, en los símbolos del poder. Francisco renunció a todo eso e hizo el trabajo contrario: logró que el papado se adaptara a sus convicciones, a sus hábitos. Por eso renunció a todos los símbolos de poder. Dijo: “la Iglesia tiene que ser pobre como Jesús”. ¡San Pedro no tenía un banco y Jesús no entendía nada de contabilidad! Jesús era un profeta que traía fe, esperanzas. Francisco rescata la tradición más vieja de la Iglesia y rehúsa llamarse papa. Papa es un título de los emperadores. Francisco se considera un obispo de Roma que gobierna la Iglesia en la caridad, no en el derecho canónico. Eso cambia todo. Francisco es más que un nombre: es un proyecto de Iglesia, de una sociedad más sencilla, solidaria, es el proyecto de una simpleza voluntaria, de una sobriedad compartida. Posiblemente, esto va a crear una crisis entre los obispos y cardenales. Ellos se creen príncipes de la Iglesia y el Papa no quiere nada de eso. Francisco quiere que se renueve el pacto de las catacumbas cuando, al final del Vaticano II, 30 obispos se reunieron en las catacumbas e hicieron votos de vivir en la pobreza, abandonar los palacios y vivir en el medio del pueblo. Esa es la propuesta para toda la jerarquía de la Iglesia. Esa será para mí la gran revolución de Francisco.

–¿Con qué fuerzas Francisco podrá cambiar las malas tendencias profundas de la Iglesia? Por ahora hemos oído un mensaje pastoral muy entusiasta, pero para llegar a la trasformación completa hay un gran paso. ¿Acaso se apoyará en la Teología de la Liberación, tan reprimida por Juan Pablo II y Benedicto XVI?
–Es un papa muy inteligente. Francisco criticó mucho a los conservadores. El 11 de septiembre aceptó encontrarse con Gustavo Gutiérrez (el otro inspirador de la Teología de la Liberación). Eso me parece muy importante para apoyar esa teología que es, además, en cierta forma, el lugar de donde él viene. La Argentina tiene una Teología de la Liberación propia, que es la teología de la cultura popular. Francisco se apoyó en esa teología que se diferencia de la teología de la liberación común porque no trabaja en torno del conflicto de clases, sino en torno de la cultura dominante, la cultura dominada, cultura del silencio que hay que liberar. El está en esa línea. Y de allí viene su novedad. Ya eligió ocho cardenales de todo el mundo para crear una instancia de decisión. Sería fantástico si Francisco invitara a mujeres a dirigir los destinos de la Iglesia en la perspectiva de la globalización. Hasta hoy, el cristianismo era algo occidental que se fue convirtiendo en algo cada vez más accidental. Tiene que ser ahora globalizado. Para ser global, tiene que tener otras dimensiones. La Iglesia no encontró su lugar en la globalización. La Iglesia es muy romanizada, eurocéntrica. Pero Francisco tiene la visión del jesuita San Francisco Javier, misionero de China, según la cual la Iglesia tiene que salir. Para mí la mejor manera es crear una red de iglesias y comunidades que se encarnen en las culturas y tenga rostros chinos, japoneses, africanos, latinoamericanos. Es otro tipo de presencia de la Iglesia, no como poder, sino como una instancia de apoyo a todo lo que es humano. El cristianismo se suma a otras religiones, a otros caminos espirituales, y renuncia así a su privilegio de excepcionalidad, como si fuera la única Iglesia verdadera, la única religión válida. No. El cristianismo está junto a las demás para alimentar valores humanos, para salvar a nuestra civilización, que está amenazada.

–Sin embargo, el discurso tradicional del Vaticano aún se mantiene.
–Sí, yo creo que él seguirá manteniendo el discurso tradicional de defensa de la vida, contra el aborto, pero con una diferencia: antes, los temas de la moral sexual, familiar, del celibato de los sacerdotes o del sacerdocio de las mujeres, eran temas prohibidos, no se podían discutir. Ningún cardenal, obispo o teólogo podía hablar de esto. Francisco no, él dejó abierta la discusión. El va a abrir una amplia discusión en la Iglesia y va a recoger elementos que se pueden tornar universales. Francisco abrió muchos espacios. No sé hasta qué punto podrá avanzar con esto, pero sí habrá una amplia discusión en la Iglesia. Posiblemente se logre permitir que las iglesias locales, por ejemplo en Africa, donde hay otras culturas tribales, otra relación con la sexualidad, puedan actuar de otra forma ante la utopía cristiana, una forma que no sea sólo la occidental. Ahora tenemos una sola manera de ser cristiano, pero hay otras. En América latina estamos demostrando que es posible un cristianismo afro-indígena-europeo, una mezcla de tres grandes culturas. Por eso aquí la Iglesia tiene otro rostro, es más abierta, más comprometida con los cambios que benefician al pueblo. Tenemos que universalizar esto porque la injusticia mundial es muy grande. Y este papa es muy sensible ante los últimos, los invisibles. Ahí está su centralidad.

–Ya ha pasado cierto tiempo luego de la renuncia del papa Benedicto XVI. Ese hecho fue un enorme terremoto para los católicos del mundo. ¿Cuál es hoy su análisis sobre ese momento de fractura sin el cual el papa Francisco no hubiese llegado al sillón de Pedro?
–Yo creo que cuando Benedicto XVI leyó el informe de más de 300 páginas sobre la situación interna de la Iglesia, sea lo que concernía los problemas del banco del Vaticano, sea los escándalos sexuales que implicaban a obispos y cardenales, creo que eso lo golpeó profundamente. Benedicto XVI sintió que no tenía fuerza física, ni psíquica, ni espiritual para enfrentar un lío semejante. Ese problema no venía desde afuera, del mundo, de la sociedad, no: el problema venía desde dentro de la Iglesia, de su parte más central que es la curia romana. Eso lo escandalizó. Benedicto fue muy humilde al reconocer que otra persona debía venir con más fuerza, con más y determinación y otra visión de la Iglesia para crear un horizonte de esperanzas y credibilidad que la Iglesia había perdido totalmente.

–El banco del Vaticano y todos los escándalos ligados a él fueron uno de los desencadenantes de la renuncia de Benedicto XVI. Apenas asumió, las primeras medidas que adoptó el papa Francisco atañen justamente el banco. ¿Cree usted que podrá llevar a cabo la reforma final de esa institución financiera comprometida con la mafia y la circulación de dinero opaco?
–En el banco del Vaticano hay mucho dinero de la mafia, apoyada y comprometida con altas figuras de la curia romana. En este sentido, hay un riesgo que pesa sobre el Papa. Cuando la mafia se siente agredida es capaz de cometer crímenes, de eliminar personas. Por eso es muy inteligente que el Papa no viva en los departamentos pontificiales sino en una Casa de Huéspedes, es muy inteligente también que no coma solo, sino con muchas personas. Francisco dijo en broma que así era más difícil envenenarlo. Pero más allá de esto, creo que Francisco va a inaugurar una dinastía de papas del Tercer Mundo, de Africa, de Asia, de América latina. Con eso se enriquecerá el catolicismo con valores de otras culturas que nunca fueron respetadas sino colonizadas. El cristianismo de América latina es un cristianismo de colonización. Hicimos muchos esfuerzos para crear un cristianismo nuestro, con nuestros santos, nuestros mártires. Nuestro cristianismo tiene su propio rostro, que no es el viejo rostro europeo. Esto va a facilitar que el cristianismo sea una propuesta buena para la humanidad, no solamente para los cristianos. Nuestro cristianismo tiene otro elemento de ética, de humanidad, de espiritualidad para un mundo altamente materializado, tecnológicamente sofisticado. Francisco encarna ese contrapunto, esa dimensión. Su propuesta tiene futuro.

© Escrito por Eduardo Febbro el domingo 15/12/2013 y publicado en el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires


lunes, 19 de abril de 2010

Monseñor Bergoglio... Entre San Miguel y Roma... De Alguna Manera...

Entre San Miguel y Roma...



A la muerte de Juan Pablo II, la prensa coincidió en que el argentino Jorge Bergoglio fue el cardenal más votado, después de Joseph Ratzinger, en la elección que consagró al purpurado alemán como Benedicto XVI. Sin embargo, poco se sabe de su personalidad y de su pensamiento. Aquí, un fragmento de El jesuita, en el que rememora su tarea pastoral durante la dictadura, cuando era superior de los jesuitas, en San Miguel. Una biografía del cardenal Jorge Bergoglio.




Cordialidad. En Roma, con Benedicto XVI. Habían competido en el cónclave.

Cuando la vida de Juan Pablo II se apagaba, se intensificaban las especulaciones sobre los candidatos a sucederlo y el nombre de Bergoglio figuraba en casi todos los pronósticos de los periodistas especializados. En esos días, volvía a agitarse una denuncia periodística publicada unos pocos años atrás, en Buenos Aires, sobre una supuesta actuación muy comprometedora del cardenal durante la última dictadura. Más aún: se asegura que, en las vísperas del cónclave, que debía elegir al sucesor del Papa polaco, una copia de un artículo –de una serie del mismo autor– con la acusación fue enviada a las direcciones de correo electrónico de los cardenales electores, con el propósito de perjudicar las chances que se le otorgaban al purpurado argentino.

En la denuncia se le atribuía al cardenal una cuota de responsabilidad por el secuestro de dos sacerdotes jesuitas, que se desempeñaban en una villa de emergencia del barrio porteño de Flores, efectuado por miembros de la Marina en mayo de 1976, dos meses después del golpe. De acuerdo con esa versión, Bergoglio –quien, por entonces, era el provincial de la Compañía de Jesús en la Argentina– les pidió a los padres Orlando Yorio y Francisco Jalics que abandonaran su trabajo pastoral en la barriada y, como ellos se negaron, les comunicó a los militares que los religiosos ya no contaban con el amparo de la Iglesia, dejándoles así el camino expedito para que los secuestraran, con el consiguiente peligro que eso implicaba para sus vidas. El cardenal nunca quiso salir a responder la acusación como, tampoco, jamás se refirió a otras imputaciones del mismo origen sobre supuestos lazos con miembros de la Junta Militar (ni, en general, nunca contó públicamente cuál fue su actitud durante la última dictadura). Pero, frente a nuestro cometido, reconoció que el tema no podía omitirse y accedió a contar su versión sobre los hechos y la actitud que asumió en la noche negra que vivió la Argentina. “Si no hablé en su momento, fue para no hacerle el juego a nadie, no porque tuviese algo que ocultar”, afirmó.

—Cardenal: usted deslizó antes que durante la dictadura, escondió gente que estaba siendo perseguida. ¿Cómo fue aquello? ¿A cuántos protegió?

—En el colegio Máximo de la Compañía de Jesús, en San Miguel, en el Gran Buenos Aires, donde residía, escondí a unos cuantos. No recuerdo exactamente el número, pero fueron varios. Luego de la muerte de monseñor Enrique Angelelli (el obispo de La Rioja, que se caracterizó por su compromiso con los pobres), cobijé en el colegio Máximo a tres seminaristas de su diócesis que estudiaban teología. No estaban escondidos, pero sí cuidados, protegidos. Yendo a La Rioja para participar de un homenaje a Angelelli con motivo de cumplirse 30 años de su muerte, el obispo de Bariloche, Fernando Maletti, se encontró en el micro con uno de esos tres curas que está viviendo actualmente en Villa Eloísa, en la provincia de Santa Fe. Maletti no lo conocía, pero al ponerse a charlar, éste le contó que él y los otros dos sacerdotes veían en el colegio Máximo a personas que hacían “largos ejercicios espirituales de 20 días” y que, con el paso del tiempo, se dieron cuenta de que eso era una pantalla para esconder gente. Maletti después me lo contó, me dijo que no sabía toda esta historia y que habría que difundirla.

—Aparte de esconder gente, ¿hizo algunas otras cosas?

—Saqué del país, por Foz de Iguazú, a un joven que era bastante parecido a mí con mi cédula de identidad, vestido de sacerdote, con el clergiman y, de esa forma, pudo salvar su vida. Además, hice lo que pude con la edad que tenía y las pocas relaciones con las que contaba, para abogar por personas secuestradas. Llegué a ver dos veces al general (Jorge) Videla y al almirante (Emilio) Massera. En uno de mis intentos de conversar con Videla, me las arreglé para averiguar qué capellán militar le oficiaba la misa y lo convencí para que dijera que se había enfermado y me enviara a mí en su reemplazo. Recuerdo que oficié en la residencia del comandante en Jefe del Ejército ante toda la familia de Videla, un sábado a la tarde. Después, le pedí a Videla hablar con él, siempre en plan de averiguar el paradero de los curas detenidos. A lugares de detención no fui, salvo una vez que concurrí a una base aeronáutica, cercana a San Miguel, de la vecina localidad de José C. Paz, para averiguar sobre la suerte de un muchacho.

— ¿Hubo algún caso que recuerde especialmente?

—Recuerdo una reunión con una señora que me trajo Esther Balestrino de Careaga, aquella mujer que, como antes conté, fue jefa mía en el laboratorio, que tanto me enseñó de política, luego secuestrada y asesinada y hoy enterrada en la iglesia porteña de Santa Cruz.

La señora, oriunda de Avellaneda, en el Gran Buenos Aires, tenía dos hijos jóvenes con dos o tres años de casados, ambos delegados obreros de militancia comunista, que habían sido secuestrados. Viuda, los dos chicos eran lo único que tenía en su vida. ¡Cómo lloraba esa mujer! Esa imagen no me la olvidaré nunca. Yo hice algunas averiguaciones que no me llevaron a ninguna parte y, con frecuencia, me reprocho no haber hecho lo suficiente.

— ¿Puede relatar alguna gestión que llegó a buen término?

—Me viene a la mente el caso de un joven catequista que había sido secuestrado y por el que me pidieron que intercediera. También en este caso me moví dentro de mis pocas posibilidades y mi escaso peso. No sé cuánto habrán influido mis averiguaciones, pero lo cierto es que, gracias a Dios, al poco tiempo el muchacho fue liberado. ¡Qué contenta estaba su familia! Por eso, reitero: después de situaciones como ésa, cómo no comprender la reacción de tantas madres que vivieron un calvario terrible, pero que, a diferencia de este caso, no volvieron a ver con vida a sus hijos.

— ¿Cuál fue su desempeño en torno al secuestro de los sacerdotes Yorio y Jalics?

—Para responder tengo que contar que ellos estaban pergeñando una congregación religiosa, y le entregaron el primer borrador de las reglas a los monseñores Pironio, Zazpe y Serra. Conservo la copia que me dieron. El superior general de los jesuitas, quien por entonces era el padre Arrupe, dijo que eligieran entre la comunidad en que vivían y la Compañía de Jesús y ordenó que cambiaran de comunidad. Como ellos persistieron en su proyecto, y se disolvió el grupo, pidieron la salida de la Compañía. Fue un largo proceso interno que duró un año y pico. No una decisión expeditiva mía. Cuando se le acepta la dimisión a Yorio (también al padre Luis Dourrón, que se desempeñaba junto con ellos) –con Jalics no era posible hacerlo, porque tenía hecha la profesión solemne y solamente el Sumo Pontífice puede hacer lugar a la solicitud, corría marzo de 1976, más exactamente era el día 19; o sea, faltaban cinco días para el derrocamiento del gobierno de Isabel Perón. Ante los rumores de la inminencia de un golpe, les dije que tuvieran mucho cuidado. Recuerdo que les ofrecí, por si llegaba a ser conveniente para su seguridad, que vinieran a vivir a la casa provincial de la Compañía.

— ¿Ellos corrían peligro simplemente porque se desempeñaban en una villa de emergencia?

—Efectivamente. Vivían en el llamado barrio Rivadavia del Bajo Flores. Nunca creí que estuvieran involucrados en “actividades subversivas” como sostenían sus perseguidores, y realmente no lo estaban. Pero, por su relación con algunos curas de las villas de emergencia, quedaban demasiado expuestos a la paranoia de caza de brujas. Como permanecieron en el barrio, Yorio y Jalics fueron secuestrados durante un rastrillaje. Dourrón se salvó porque, cuando se produjo el operativo, estaba recorriendo la villa en bicicleta y, al ver todo el movimiento, abandonó el lugar por la calle Varela. Afortunadamente, tiempo después fueron liberados, primero porque no pudieron acusarlos de nada, y segundo, porque nos movimos como locos. Esa misma noche en que me enteré de su secuestro, comencé a moverme. Cuando dije que estuve dos veces con Videla y dos con Massera fue por el secuestro de ellos.

—Según la denuncia, Yorio y Jalics consideraban que usted también los tachaba de subversivos, o poco menos, y ejercía una actitud persecutoria hacia ellos por su condición de progresistas.

—No quiero ceder a los que me quieren meter en un conventillo. Acabo de exponer, con toda sinceridad, cuál era mi visión sobre el desempeño de esos sacerdotes y la actitud que asumí tras su secuestro. Jalics, cuando viene a Buenos Aires, me visita. Una vez, incluso, concelebramos la misa. Viene a dar cursos con mi permiso. En una oportunidad, la Santa Sede le ofreció aceptar su dimisión, pero resolvió seguir dentro de la Compañía de Jesús. Repito: no los eché de la congregación, ni quería que quedaran desprotegidos.

—Además, la denuncia dice que tres años después, cuando Jalics residía en Alemania y en la Argentina todavía había una dictadura, le pidió que intercediera ante la Cancillería para que le renovaran el pasaporte sin tener que venir al país, pero que usted, si bien hizo el trámite, aconsejó a los funcionarios de la Secretaría de Culto del Ministerio de Relaciones Exteriores que no hicieran lugar a la solicitud por los antecedentes subversivos del sacerdote…

—No es exacto. Es verdad, sí, que Jalics –que había nacido en Hungría, pero era ciudadano argentino- con pasaporte argentino me escribió siendo yo todavía provincial para pedirme la gestión pues tenía temor fundado de venir a la Argentina y ser detenido de nuevo. Yo, entonces, escribí una carta a las autoridades con la petición –pero sin consignar la verdadera razón, sino aduciendo que el viaje era muy costoso– para lograr que se instruya a la embajada en Bonn. La entregué en mano y el funcionario, que la recibió, me preguntó cómo fueron las circunstancias que precipitaron la salida de Jalics. “A él y a su compañero los acusaron de guerrilleros y no tenían nada que ver”, le respondí. “Bueno, déjeme la carta, que después le van a contestar”, fueron sus palabras.

— ¿Qué pasó después?

—Por supuesto que no aceptaron la petición. El autor de la denuncia en mi contra revisó el archivo de la Secretaría de Culto y lo único que mencionó fue que encontró un papelito de aquel funcionario en el que había escrito que habló conmigo y que yo le dije que fueron acusados de guerrilleros. En fin, había consignado esa parte de la conversación, pero no la otra en la que yo señalaba que los sacerdotes no tenían nada que ver. Además, el autor de la denuncia soslaya mi carta donde yo ponía la cara por Jalics y hacía la petición.

—También se comentó que usted propició que la Universidad del Salvador, creada por los jesuitas, le entregara un doctorado honoris causa al almirante Massera.

—Creo que no fue un doctorado, sino un profesorado. Yo no lo promoví. Recibí la invitación para el acto, pero no fui. Y, cuando descubrí que un grupo había politizado la universidad, fui a una reunión de la Asociación Civil y les pedí que se fueran, pese a que la Universidad ya no pertenecía a la Compañía de Jesús y que yo no tenía ninguna autoridad más allá de ser un sacerdote. Digo esto porque se me vinculó, además, con ese grupo político. De todas maneras, si respondo a cada imputación, entro en el juego. Hace poco estuve en una sinagoga participando de una ceremonia. Recé mucho y, mientras lo hacía, escuché una frase de los textos sapienciales que no recordaba: “Señor, que en la burla sepa mantener el silencio.” La frase me dio mucha paz y mucha alegría.

Cuando el joven padre Jorge Bergoglio golpeó la puerta de su despacho, la doctora Alicia Oliveira pensó que mantendría una más de las tantas reuniones de trabajo que celebraba como jueza en lo penal, allá, por la primera mitad de la década del setenta.

No se le pasó por la cabeza que establecería una buena sintonía con el sacerdote de la que surgiría una larga amistad, que la terminaría convirtiendo en una testigo calificada de buena parte de la actuación de Bergoglio durante la dictadura militar.

Es que Oliveira cuenta con una larga militancia en la defensa de los derechos humanos, que fue abrazando desde que comenzó a ejercer como penalista. Una militancia que, tras el último golpe militar, le costó su cargo de magistrada, al ser la destinataria del primer decreto de exoneración.

Firmante de cientos de hábeas corpus por detenciones ilegales y desapariciones durante la última dictadura, se desempeñó como letrada e integró la primera comisión directiva del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), una de las más emblemáticas ONGs dedicadas a luchar contra las violaciones a los derechos humanos.

Con la vuelta a la democracia, ocupó diversos cargos, entre los que se cuenta haber sido constituyente de la convención nacional de 1994 (resultó electa como integrante de la lista del Frente Grande, una agrupación peronista disidente de centro izquierda); defensora del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires entre 1998 y 2003 y, desde entonces –con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia–, representante especial para los derechos humanos de la Cancillería, tarea que desempeñó durante dos años, hasta que se jubiló.

“Recuerdo que Bergoglio vino a verme al juzgado por un problema de un tercero, allá por 1974 ó 1975, empezamos a charlar y se generó una empatía que abrió paso a nuevas conversaciones. En una de esas charlas, hablamos de la inminencia de un golpe. El era el provincial de los jesuitas y, seguramente, estaba más informado que yo. En la prensa hasta se barajaban los nombres de los futuros ministros. El diario La Razón había publicado que José Alfredo Martínez de Hoz sería el ministro de Economía”, evoca Oliveira y agrega que “Bergoglio estaba muy preocupado por lo que presentía que sobrevendría y, como sabía de mi compromiso con los derechos humanos, temía por mi vida. Llegó a sugerirme que me fuera a vivir un tiempo al colegio Máximo. Pero yo no acepté y le contesté con una humorada completamente desafortunada frente a todo lo que después sucedió en el país: ‘Prefiero que me agarren los militares a tener que ir a vivir con los curas’”. De todas maneras, la magistrada tomó sus prevenciones. Le dijo a la secretaria del juzgado, de su máxima confianza, la doctora Carmen Argibay –a la postre ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a propuesta de Kirchner– que estaba pensando en dejarle un tiempo a los dos hijos que por entonces tenía, para esconderse por temor a ser detenida por los militares. Finalmente, no tomó la decisión ni fue apresada.

En cambio, Argibay fue detenida el mismo día del golpe. Oliveira, desesperada, trató de dar con su paradero hasta que en la cárcel de Devoto le informaron que estaba allí, pero nunca supo –ni ella ni la propia detenida– el motivo por el que Argibay pasó varios meses presa.

Tras la caída del gobierno de Isabel Perón, las reuniones de Oliveira con Bergoglio se hicieron más frecuentes.

“En esas conversaciones, pude comprobar que sus temores eran cada vez mayores, sobre todo por la suerte de los sacerdotes jesuitas del asentamiento”, relata Oliveira.

“Hoy creo que Bergoglio y yo –acota– comenzamos a entender tempranamente cómo eran los militares de aquella época. Su inclinación a la lógica amigo-enemigo, su incapacidad para discernir entre la militancia política, social o religiosa y la lucha armada, tan peligrosas. Y teníamos muy claro el riesgo que corrían los que iban a las barriadas populares. No sólo ellos, sino la gente del lugar, que podía ‘ligarla de rebote’.”

Recuerda que a una chica amiga que iba a catequizar también al asentamiento –y que no tenía militancia alguna– le imploró que no fuese más. “Le advertí que los militares no entendían, y que cuando veían en la villa a alguien que no vivía allí pensaban que era un terrorista-marxista leninista internacional”, cuenta. Le costó mucho hacérselo entender. Al final, la chica se fue y, años después, le reconoció que su consejo le había salvado la vida.

© Escrito por Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti y publicado en el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el domingo 18 de Abril de 2010.