domingo, 26 de agosto de 2012

¿Carta Abierta o Sobre Cerrado?... De Alguna Manera...


Carta Abierta…

De La Sota con Scioli en Córdoba. Luego fue Macri.

En la contratapa de ayer se desarrolló cómo el “dialecto de prestigio” de nuestra comunidad hablante pasó de ser –simplificadamente– económico en los 90 a sociológico en la última década. Sobre qué palabras debía incluir el vocabulario personal para que alguien sea reconocido por los otros como actualizado. El pasaje de un marco lingüístico caracterizado, grotescamente, por así decirlo, por Milton Friedman, en un caso, a uno por Foucault, en el otro, refleja los problemas de integración que dividen a la sociedad argentina. La elección de un lenguaje siempre implica un compromiso con las entidades (objetos mentales) que utiliza.

El rechazo a un análisis interdisciplinario produce incomunicación y sectarismo. También respuestas inmunes a la experiencia, de forma que nadie pueda ser refutado dentro de su propio marco conceptual. Genera exclusión explicativa, encerrando más y más a cada uno en su grupo de pertenencia. Con el otro ni se dialoga.

No hay relato sobre hechos sino sobre valores, y los valores nunca pueden ser verdaderos o falsos sino correctos o incorrectos.

También el neoliberalismo hipostatizó. Su abstracción materializada fue, en el caso argentino, ser del Primer Mundo. La actual es ser un ejemplo para él.

La contratapa de ayer en PERFIL –titulada “Modelo y habla”– analizó la columna del filósofo Ricardo Forster titulada “La impostura y la obsesión”, que resultó ser un verdadero anticipo de la Carta Abierta número 12 que a las 11 de la mañana de ayer leyó en la Biblioteca Nacional el espacio de intelectuales y artistas que lleva ese nombre.

No a De la Sota y Scioli. 

Si bien el tercer capítulo de esta duodécima carta es donde concretamente solicita que se reforme la Constitución (ver nota de tapa), es en su primer capítulo donde se fundamenta ideológicamente toda la ponencia. Y también donde se percibe –en la “espesura” de su escritura– la mano directa de sus principales mentores por su estilo más denso, barroco y sustancioso.

Allí se dice: “No puede haber, para nosotros, continuidad” con “esa nueva derecha que quiere erigirse como heredera. Porque si apoyamos la Ley de Medios es también porque debatimos el formato bajo el cual se forjan subjetividades a la orden de la sociedad del espectáculo.

Porque si habitamos el presente con angustia y entusiasmo es porque no creemos que el horizonte pueda ser definido por una idea de felicidad colectiva centrada en el consumo y la reproducción del capital”.

“Nada de esto (formas de vida emancipadoras) persistirá –continúa– si triunfan aquellos que quieren acotar el kirchnerismo a una etapa casual del peronismo, transitoria y renunciable, declarando sucesoras a las derechas internas. Lo que está en juego no es poco. Y no se trata de una oscura disputa de poder sino de la posibilidad de que lo sucedido y lo realizado no sea liquidado por los agentes de la repetición ni conjurado por las fuerzas –múltiples y extendidas– del conservadurismo argentino, presente tanto en el interior como fuera de la alianza electoral triunfante.”

No a los medios. 

Más adelante, el texto de Carta Abierta sostiene que “... basta leer los diarios, porque en ellos está la noticia y también el ariete que las recrea a la manera de un bonapartismo mediático”.

“Podemos ver que bajo el acoso de un impresionante aparato comunicacional se emplean estilos profundamente corrosivos.” “Todo gobierno de raíz popular hoy está en riesgo y debe partir de esa premisa.” Y agrega que el momento “reclama una nueva visión crítica de los modos comunicacionales que no sólo por ideología y voluntad, sino también por su configuración tecnológica, encarnan una suerte de gobierno de las almas, donde se infunden las nociones fundamentales de miedo, el primitivismo justiciero del vengador y el pensamiento descartable y rápido, basado en golpes pulsionales que anulan toda mediación entre sociedad e instituciones. No se trata de negar la existencia de problemas, pero todos ellos, pasados por los tejidos conceptuales y las redes mediáticas, adquieren un estatuto fantasmal”.

“Contra eso nos expresamos y luchamos”, y continúa: “Los grandes medios han decidido el esfuerzo máximo de travestismo. Mientras acusan al Gobierno de apócrifo, deciden ser de derecha cuando atacan los horizontes avanzados en cuanto a las políticas de derechos humanos; deciden ser de izquierda cuando atacan las políticas extractivas; deciden ser lo contrario de lo que fueron en el 2008 cuando en el 2012 sugieren una sojadependencia; deciden ser libertarios cuando atacan a los periódicos oficiales por ser ‘pautadependientes’, abandonando como una ilusión adolescente su situación real de ser los grandes medios de comunicación que, a su vez, son empresas del capitalismo internacionalizado, siempre dispuestas a asociarse a las causas más retrógradas del vasto mundo”.

7/12/12.
 
El comienzo y el final de la Carta Abierta número 12 enlazan la tesis oficialista de dos batallas “constitucionales”: la plena aplicación de la Ley de Medios el próximo 7 de diciembre, con la continuidad del modelo a través de una reforma constitucional, y tácitamente la reelección de Cristina.

Pero el fin último es cambiar la matriz del PJ, cuya mayoría es de centro y centroderecha –donde De la Sota y Scioli no son excepciones–, por otra de centroizquierda. La tarea requiere también transformar el sindicalismo, base de sustentación del peronismo, para el que no ahorraron críticas: “La situación en el movimiento obrero organizado deja en evidencia el enorme retraso que existe en el campo nacional y popular con respecto a superar viejas modalidades de organización corporativa y de connivencia con las patronales, que hoy se transforman en un lastre para el proceso que vivimos. Durante décadas se amasó en Argentina un modelo de sindicalismo que si bien defendía, en algunos casos, los derechos de los trabajadores que representaba, al mismo tiempo fue constituyendo lógicas empresariales en su interior y cercenando alternativas”.

En síntesis, ir por todo.

La contratapa “Modelo y habla” puede ser leída en  www.perfil.com/modeloyhabla

© Escrito por Jorge Fontevecchia y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el domingo 26 de Agosto de 2012.


Cuando los Padres murieron... De Alguna Manera...


Desarmar la casa luego de que los padres murieron…
Con Mary, su mamá, en Murnau.

Final e inicio. La autora –hija única– revive y da nuevos significados a su historia a medida que enfrenta los recuerdos del hogar familiar. La soledad, la aceptación –y a la vez la impotencia– ante la ausencia. Cómo se continúa la vida al quedarse sin el resguardo paterno.

Mis padres tuvieron la deferencia, o la desfachatez, de morirse en el mismo año, con cinco semanas de diferencia. Me tocó a mí desarmar el departamento, abrir esos cajones que nadie parecía haber abierto desde hacía treinta años . Pensé que nunca podría hacerlo, hay que tener mucha cintura para encontrarse con las pertenencias de los seres queridos cuando ya no están.

Un papelito con números de teléfono, una agenda con listas de compras del supermercado, un juego de naipes o una boleta vieja del gas pueden convertirse en armas de destrucción masiva cuando no se está preparado para encontrarlas . Cada objeto tiene el poder brutal de hacernos asomar, por última vez, al empecinamiento, la soledad, la obsesión, la pertinacia o la meticulosidad de la persona que se fue; una ráfaga implacable que la trae de vuelta de cuerpo entero: allí sigue estando cuando ya no está.

Yo no podía evadirme, mi condición de hija única me condenaba irremediablemente a encontrarme con esas nimiedades que son el testimonio más feroz de la impiedad del paso del tiempo. Finalmente a punto de claudicar después de abrir el primer cajón, recordé un cuento de John Berger.

La idea de la muerte de mis padres empezó a preocuparme a la edad de cinco o seis años. Habíamos viajado a Alemania, donde mi padre tenía la intención de perfeccionar sus estudios de filosofía . Aquella era una Alemania anterior al milagro económico, sin vidrieras con marcas conocidas, cuyo paisaje urbano era interrumpido por grandes baldíos de los que en voz baja se decía: “Allí cayó una bomba” . La asociación entre bomba y terreno baldío prevaleció hasta mucho tiempo después de que regresáramos a la Argentina; será por eso que hasta hoy para mí los baldíos tienen algo de siniestro.

En esa Alemania todavía predominaban usanzas anteriores a la Guerra o directamente provocadas por ella. Todo el mundo vivía con lo puesto y contaba el centavo. Una lata de Nescafé era un lujo asiático y a nosotros –mi padre se había comprado un Opel Olimpia usado– se nos veía como a potentados un poco salvajes, malcriados y dispendiosos. Durante las primeras semanas en Murnau, donde mis padres aprendían alemán en el Instituto Goethe, yo pasaba las mañanas en el aula de un colegio ubicado entre la iglesia del pueblo y el cementerio. No entendía nada de lo que se decía.

Mis compañeros no usaban cuadernos, sino una pequeña pizarra sobre la que escribían con un puntero de tiza; no llevaban sus útiles en una valija, sino en una mochila de cuero que mi madre se negó a comprarme por considerar que me podía dañar la espalda. Antes de comenzar las clases se rezaba en la iglesia y yo, criada en una familia estrictamente agnóstica, no sabía cómo juntar las manos.

Todas las mañanas mi madre me acompañaba hasta la escuela. No me dejaba en la puerta, sino allí donde, en un recodo, se abría el primer peldaño de una empinada escalera de piedra por la que se ascendía unos 200 metros entre arbustos de bellotas coloradas hasta el patio de la iglesia. Una mañana me encontré con las puertas cerradas. Di unas vueltas por el jardín del cementerio; el terror de no saber qué hacer me hacía volver siempre al rellano de la puerta. Tal vez grité, porque apareció una mujer por cuyas enfáticas señas interpreté que por alguna razón era feriado.

Podría haberme quedado allí a esperar que me vinieran a buscar, pero la idea de permanecer bajo el frío gélido de esa mañana de diciembre me espantaba. De modo que corrí escaleras abajo y empecé a remontar, sin aliento, la calle por la que mi madre se había alejado. No sabía hacia dónde corría, pero detrás de ese túnel de árboles raquíticos, detrás de la acechanza de una intemperie sólo entrevista en la inquietud de aquellas primeras noches de insomnio , suponía yo, encontraría a mi madre. Y así fue. Como si me hubiera escuchado de lejos, ella también corría hacia mí.

Con el tiempo, el miedo a quedarme sola cedió o se asordinó detrás de las palabras extranjeras que iba haciendo propias y me abrían un sentido y un mundo plasmados en los recovecos de mi memoria como un tiempo tan verde como el del edén.

El miedo a la orfandad renació durante la pubertad y, con él, una tendencia a la tartamudez que ya había asomado incipientemente en la época en la que aprendía a hablar. Será que frente a los miedos una se queda sin palabras; o bien, que las palabras dan miedo porque siempre terminan por esconder su verdadero sentido. Por eso, crecer fue siempre aprender a hablar y, luego, aprender a que se me entendiera más allá de los endogámicos gestos y sobreentendidos establecidos entre la trinidad familiar en mis épocas de persona adulta.

Recuerdos que vuelven. La autora, de niña, cuando la familia vivía en Alemania. Con Víctor, su papá, en los Alpes bávaros.

Me fui de la casa de mis padres cuando terminé los estudios, bien lejos, expulsada por el país que, como tantas veces, no daba para más. Pero los hijos únicos nunca se van realmente. Entre ellos y los padres hay un lazo indisoluble, casi atávico, la mágica atracción del número tres, fuera de él nada está completo, nada se cierra ni es definitivo. Todo vuelve al número tres por más que el tiempo pase y se simule vivir la vida.

Murieron en el 2008, año en el que publiqué mi primera novela que ninguno de los dos pudo leer . Mi madre, porque un tumor en el lóbulo frontal la había convertido en una criatura desvalida que buscaba enhebrar palabras detrás de una sonrisa que partía el alma. Mi padre, porque un hastío de décadas le inhibió las ganas de seguir viviendo y había comenzado a deslizarse por una pendiente de progresiva debilidad de la que sólo salía para pedir, siempre con el mismo gesto de cabeza, que lo dejaran en paz.

Durante meses yo había entrado como un fantasma en ese departamento penumbroso, sin dejar rastros, sin que se notaran mis ganas de salir corriendo , sin moverme demasiado por temor a deshacer la superficie quebradiza que tiene la vida cuando los que una quiere se están muriendo. Los hechos, mientras se viven y aparecen sin prevención, no parecen tan dramáticos; a veces pienso que son más terribles en la mirada retrospectiva o al darles forma en palabras, porque cada minuto de pena trae su alivio, cada dolor su paliativo y cada tragedia su farsa. Por ejemplo, aprendí que lugares comunes como “no somos nada” o “mañana será otro día” revelan, detrás de su cuota de banalidad, la fruición de un súbito consuelo porque pertenecen a esos pequeños rituales que logran suspender el tiempo y señalar una pertenencia.

De sus varias estancias en el exterior mis padres habían acumulado muchos más objetos de los que cabían en los 117 metros cuadrados del departamento de la plaza Vicente López. Siempre habían querido mudarse, pero el momento nunca llegó, de modo que roperos y placares rebalsaban de seis décadas de matrimonio a los que se agregaba, luego lo descubrí, mi propia infancia.

Me tocó levantarlo, deshacer sus vidas y parte de la mía; la que fue y la que podría haber sido. El hecho de abrir cajones llenos de objetos que acaban de perder su razón de ser es una de las experiencias más radicales de la devastación ; peor cuando se es hija única. Los objetos que un muerto guardaba en un ropero, un botiquín, una biblioteca o una alacena acaparan, uno a uno, la perfecta representación de su vida cotidiana más íntima y más entrañable. Nos convierten en testigos únicos, tristemente privilegiados, dueños caritativos de la decisión de hacerlos desaparecer o donarlos, regalarlos, evitar a toda costa que se conviertan para otros en un incordio.

Durante meses me dediqué a desfragmentar capas geológicas de fotografías, telares a medio hacer, relojes pulsera y despertadores, juegos de porcelana sin usar, agendas, vajilla, ropa, costureros, abrecartas, mi primer cuaderno, mi primer diente de leche , mis primeros aritos, mis cartas de Alemania y demás intrascendencias. Los 6.500 libros de mi padre fueron a parar a la Universidad de Tucumán, armé 24 cajas con sus manuscritos y sus clases de historia de las religiones que ahora guarda una amiga piadosa, regalé los muebles y doné el resto. Me quedé con algunas cartas, algunas fotos dedicadas y un juego de porcelana belga . Algún día habrá que decidir qué hacer con ese resto. Intuyo que ese día no va a llegar muy pronto.

Lo llamativo de ese pasado, que ahora sobrevive en casa de primos, amigos, conocidos y personas que no conozco, no hacía que yo sintiera lo que se siente en el hecho de dar, sino más bien lo contrario, una secreta gratitud, un alivio recóndito : la felicidad de que los objetos permanezcan en la vida de otros.

Y aquí viene a cuento el relato de John Berger cuyo tema era, si se quiere, el adiós ya no a los muertos, sino a sus pertenencias, a las huellas domésticas de su paso por la vida. El narrador visita a un amigo a quien acaba de morírsele la mujer. Por toda la casa hay rastros de ella, el color del marco del espejo que pintó , la disposición de la cama del dormitorio, los rododendros en flor del pequeño jardín. El amigo ha donado todo lo que le pertenecía con mucho empeño, ocupándose de que, ya por necesidad o por cariño, cada elemento fuera recibido por alguien capaz de darle un uso específico. Sin embargo, no ha podido desprenderse de unos dibujos de plantas que la muerta realizó a lo largo de los años. No les veía el valor que podrían tener para un tercero. Entendiendo su desolación, el narrador le dice que los clasifique. Nada más que eso: que los clasifique.

Yo leí ese relato mientras deshacía el departamento de mis padres. Ahora no sé si mi interpretación da con el sentido que quiso darle Berger, pero en aquel momento comprendí que esa clasificación, que implicaba preparar los dibujos de la muerta para un destino eventual, era la manera más humilde de poner en orden la vida que se fue y la vida propia. Eso me ayudó a aceptar lo que con creces se resiste a ser aceptado: la finitud. La nuestra y la de los otros.

© Escrito por Gabriela Massuh, Escritora, Directora De La Editorial “Mardulce”. Su último Libro Es “La Omisión” y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 25 de Agosto de 2012.