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domingo, 1 de julio de 2012

Juan Domingo Perón 1974 - 1º de Julio - 2012... De Alguna Manera

1º de julio de 1974 - Muere Juan Domingo Perón...


En sus probables últimos días de lucidez, Perón se sintió en la necesidad de alertar a sus seguidores sobre la pesada herencia que les dejaban. En la tarde del 12 de junio de 1974, antes de despedirse de su pueblo, advirtió sobre las consecuencias del incumplimiento del Pacto Social y el desabastecimiento, y aconsejó a la militancia que se mantuviera vigilante de “las circunstancias que puedan producirse”. Dijo: “Yo sé que hay muchos que quieren desviarnos en una o en otra dirección, pero nosotros conocemos perfectamente nuestros objetivos y marcharemos directamente a ellos, sin influenciarnos ni por los que tiran desde la derecha ni por los que tiran desde la izquierda. El gobierno del pueblo es manso y es tolerante, pero nuestros enemigos deben saber que tampoco somos tontos”. Y terminó con un tono inconfundible de despedida: “Les agradezco profundamente el que se hayan llegado hasta esta histórica Plaza de Mayo. Yo llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”.

El 1º de julio de 1974 amaneció nublado, no era un día peronista. Los partes médicos alertaban sobre el inminente final de la vida del hombre que había manejado la política argentina a su antojo desde 1945. Para muchos era quien había transformado la Argentina de país agrario en industrial, y en paraíso de la justicia social. Para otros, menos, pero no pocos, era un dictador y demagogo que terminó con la disciplina social y les dio poder a los “cabecitas negras”. Lo cierto era que la política nacional llevaba su sello y como decía él mismo, en la Argentina todos eran peronistas, pro o anti, todos tenían ese componente.

A las 13.15 de ese primer día de julio, Isabel, custodiada por el superministro López Rega, dio la infausta noticia: “Con gran dolor debo transmitir al pueblo de la Nación Argentina el fallecimiento de este verdadero apóstol de la paz y la no violencia”. La palabra del pueblo argentina, la maravillosa música, enmudeció.

La Argentina fue un país de colas. Los ricos las hacían para comprar dólares; los pobres, para comprar fideos y para darle el último saludo a su líder. Había algo distinto al entierro de Evita. No era tan evidente la división entre las dos Argentinas, la que brindaba con champán porque se había muerto la “yegua” y la que lloraba a su abanderada. El peronismo había ampliado su base electoral por izquierda y por derecha. No eran pocos los conservadores que le habían confiado la misión de pacificar la Argentina, última carta para frenar al “comunismo”.

Entre lágrimas, flores y caras preocupadas, la frase más escuchada era “qué va a ser de nosotros”. La sensación de vacío político era proporcional al tamaño de la figura desaparecida. Isabel, la heredera efectiva del legado dejado simbólicamente al pueblo, no estaba a la altura de las circunstancias y sólo tenía de Perón su apellido. Nadie ignoraba que López Rega ocuparía el lugar central en la política, por el que había venido luchando desde su puesto de mucamo en Puerta de Hierro, que ofrendaría a lo peor del poder político militar. Flotaba una pregunta: ¿Por qué el último Perón nos dejó aquella terrible herencia, antesala del infierno tan temido?

© Escrito Felipe Pigna, en “Mitos argentinos” y publicado en el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el miércoles 27 de junio de 2007.



domingo, 30 de septiembre de 2007

Curioso liberalismo autóctono... @dealgunamanera...


En la Argentina se suelen rechazar las ideas de buenos liberales como San Martín y Alberdi.



Los habitantes de nuestro país han sido robados, saqueados, se les ha hecho matar por miles. Se ha proclamado la igualdad y ha reinado la desigualdad más espantosa; se ha gritado libertad y ella sólo ha existido para un cierto número; se han dictado leyes y éstas sólo han protegido al poderoso. Para el pobre no hay leyes, ni justicia, ni derechos individuales, sino violencia y persecuciones injustas. Para los poderosos de este país, el pueblo ha estado siempre fuera de la ley".

El autor de este texto no es un activista ubicado en el extremo ideológico del panorama nacional. Fue un hombre moderado, un gran intelectual liberal, don Esteban Echeverría. El autor del Dogma Socialista, en esta carta que le escribía a su amigo Félix Frías en 1851, poco antes de morir, hacía un balance del período comprendido de Mayo a Rosas y daba cuenta con innegable dolor de la distancia que separaba al pensamiento liberal de la verdadera libertad de aquel pueblo que la Generación del 37 había idealizado y al que querían elevar a los niveles de "la Inglaterra o la Francia".

Unas décadas más tarde, quizás el teórico liberal más notable que dio nuestro país, Juan Bautista Alberdi, el autor del libro que sirvió de base para la redacción de nuestra Constitución Nacional, analizando los gobiernos liberales de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, escribía: "Los liberales argentinos son amantes platónicos de una deidad que no han visto ni conocen. Ser libre, para ellos, no consiste en gobernarse a sí mismos sino en gobernar a los otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo. El liberalismo como hábito de respetar el disentimiento de los otros es algo que no cabe en la cabeza de un liberal argentino. El disidente es enemigo; la disidencia de opinión es guerra, hostilidad, que autoriza la represión y la muerte" (1).

Ambos pensadores, quizás los exponentes más lúcidos del liberalismo criollo del siglo XIX, ponían el dedo en una llaga nunca cicatrizada: la dicotomía existente entre una práctica política conservadora y una proclamada ideología liberal que sólo se expresaba en algunos aspectos económicos.

Ni siquiera en todos, porque la crítica liberal que planteaba la no intervención estatal no funcionó nunca en nuestro país si se trataba de apoyar con fondos estatales la realización de obras públicas por contratistas privados cercanos al poder, o del salvataje de bancos privados como viene ocurriendo desde 1890 a la fecha.

Para los autodenominados "liberales argentinos" estas intervenciones estatales en la economía no eran ni son vistas como tales. Pero estuvieron y están prestos a calificar como "gasto público" a lo que los propios teóricos del Estado liberal denominan sus funciones específicas como la salud, la educación, la justicia y la seguridad y que son denominados, incluso por los autodenominados "organismos financieros internacionales", como "inversión social", porque el Estado recuperará cada peso invertido en una población sana y con capacidad laboral y tributaria.

Si el Estado no cumple con estas funciones básicas, decía John Locke (1632-1704) -uno de los padres fundadores del liberalismo- el pacto social entre gobernantes y gobernados se rompe y los ciudadanos tienen derecho a la rebelión.

Las revoluciones burguesas europeas, producidas entre 1789 y 1848, dieron lugar a un nuevo tipo de Estado que los historiadores denominan "liberal". La ideología que sustentaba estos regímenes es el denominado "liberalismo", que a mediados del siglo XIX presentaba un doble aspecto: político y económico.

El liberalismo político significaba teóricamente respeto a las libertades ciudadanas e individuales (libertad de expresión, asociación, reunión), existencia de una constitución inviolable que determinase los derechos y deberes de ciudadanos y gobernantes; separación de poderes para evitar cualquier tiranía; y el derecho al voto, muchas veces limitado a minorías.

Junto a este liberalismo político, el Estado burgués del siglo XIX estaba también asentado en el liberalismo económico: un conjunto de teorías y de prácticas al servicio de la alta burguesía y que, en gran medida, eran consecuencia de la Revolución Industrial.

Desde el punto de vista práctico, el liberalismo económico significó la no-intervención del Estado en las cuestiones sociales, financieras y empresariales.

A nivel técnico supuso un intento de explicar el fenómeno de la industrialización y sus más inmediatas consecuencias: el gran capitalismo y las penurias de las clases trabajadoras.

La alta burguesía europea veía con preocupación cómo alrededor de las ciudades industriales iba surgiendo una masa de trabajadores. Necesitaba, por lo tanto, una doctrina que explicase este hecho como inevitable y, en consecuencia, sirviese para tranquilizar su propia inquietud. Tal doctrina fue desarrollada por dos pensadores: el escocés Adam Smith (1723-1790) y el británico Thomas Malthus (1766-1834).

Smith pensaba que todo el sistema económico debía basarse en la ley de la oferta y la demanda. Para que un país prosperase, los gobiernos debían abstenerse de intervenir en el funcionamiento de esa ley "natural": los precios y los salarios se regularían por sí solos, sin intervención alguna del Estado y ello, entendía Smith, no podía ser de otra manera, por cuanto si se dejaba una absoluta libertad económica, cada hombre, al actuar buscando su propio beneficio, provocaría el enriquecimiento de la sociedad en su conjunto, algo así como la tan meneada y falsa teoría del derrame.

Malthus partía del supuesto de que la población crecía mucho más rápido que la generación de riquezas y alimentos. Pensaba que la solución estaba en el control de la natalidad de los sectores populares y en dejarlos abandonados a su suerte para la naturaleza.

Tanto Malthus como Smith piden la inhibición de los gobernantes en cuestiones sociales y económicas. Sus consejos fueron muy escuchados y practicados por estos lares.

La trayectoria del autodenominado "liberalismo argentino" ha sido por demás sinuosa pero coherente. El credo liberal no les ha impedido a algunos formar parte de todos los gabinetes de los gobiernos de facto de la historia argentina. Han tolerado y en muchos casos justificado y usufructuado de la represión de la última dictadura militar para seguir haciendo negocios sin ser molestados.

Quizás ya sea hora de que relean al más notable liberal en serio que pisó el suelo argentino, José de San Martín, quien escribió en el Código de honor del Ejército de los Andes: "La patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se sostiene. La tropa debe ser tanto más virtuosa y honesta, cuanto es creada para conservar el orden, afianzar el poder de las leyes y dar fuerza al gobierno para ejecutarlas y hacerse respetar de los malvados que serían más insolentes con el mal ejemplo de los militares. La Patria no es abrigadora de crímenes".

1. Juan Bautista Alberdi, "Escritos póstumos", Tomo X, Buenos Aires, Editorial Cruz, 1890


© Felipe Pigna.
 Historiador