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viernes, 19 de abril de 2013

La corrupción es enorme, y mata... De Alguna Manera...

Los que callan...


Históricamente, los regímenes totalitarios han manipulado a los sectores más vulnerables de la sociedad: los jóvenes, y los pobres.

Los primeros son estafados en la pureza de sus idealismos con promesas y discursos simplificadores de la realidad que señalan como enemigos del pueblo a todos los que cuestionan de alguna manera la hegemonía absoluta del régimen, y son convencidos de ser actores de los verdaderos cambios que beneficiarán a la sociedad, canalizando la natural aspiración a la acción, y sumando algunos incentivos materiales y/o sociales inmediatos. Los segundos son comprados literalmente con dádivas que les alcanzan para subsistir y los desalienta para buscar un trabajo genuino (el famoso "si me blanquea pierdo el plan"), se les lava el cerebro con los medios manejados desde el poder, y se les deja en manos del narcotráfico ineficazmente combatido para que las drogas y el alcohol lleguen a convertir a muchos de sus hijos en seres subhumanos.

La cantidad de multimillonarios encaramados en la función pública, que jamás podrán explicar razonablemente sus fortunas, explica las gravísimas falencias del estado en seguridad social (jubilados siempre estafados), obras públicas (inundaciones con numerosas muertes y pérdidas de todo tipo por omisión de obras necesarias), transporte (catástrofe ferroviaria del Once), y un larguísimo etcétera.

Creo que a esta altura de los acontecimientos, todo ciudadano dotado de raciocinio y despojado de fanatismo, ha aprendido que la corrupción es enorme, y que la corrupción mata. Se convierte automáticamente en corrupto el que la acompaña o calla por un beneficio personal.

Se comprende que el pobre pueda tomar la dádiva que necesita, siempre y cuando no entregue su dignidad, y sepa hacerla valer como corresponde a la hora de votar. Los jóvenes por su lado, deben comprender antes que sea más tarde aún, que han sido engañados y manipulados por intereses que no los representan.

© Escrito por Santiago Floresa el viernes 19/04/2013 y publicado por Tribuna de Periodistas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


sábado, 5 de enero de 2013

Pobreza y desigualdad... De Alguna Manera...


El dilema de las prioridades...   
  
Igualdad, no significa justica...

Libertad e igualdad son los dos pilares sobre los que se asienta el edificio de la filosofía social de los tiempos modernos. Hoy constituyen valores prácticamente indiscutibles en toda sociedad. Las discusiones giran en torno a la prioridad asignada a cada uno de ellos y a los medios para asegurarlos. En el capítulo de la igualdad aparecen problemas complejos, nunca del todo resueltos. Para mucha gente –y no pocos filósofos sociales–, el aspecto más importante es la pobreza; para otros, la igualdad distributiva. El problema puede plantearse así: ¿qué es más valioso: que la dispersión alrededor del promedio en la distribución de los bienes disponibles sea lo más baja posible, o que la cantidad de personas en la cola “baja” de la distribución (la de los que tienen menos) sea más reducida? ¿Importa más cuántas personas tienen muy poco, o cuántas personas tienen menos que los que tienen más?

El debate mantiene vigencia. En la opinión pública a veces aparece de manera definida y a veces se diluye casi por completo. Generalmente reaparece cuando la economía se enfría y el crecimiento se desacelera. A veces el énfasis mayor está del lado de los que no tienen; por ejemplo, los saqueos en la Argentina. Otras, el énfasis está en la comparación entre los que tienen y los que no: los ocupas de Wall Street, los indignados en países europeos.

Con el desarrollo económico, los niveles de pobreza y de desigualdad se movieron en forma desacompasada. El economista inglés Samuel Brittan analizó la situación de Inglaterra en las últimas décadas. Desde el final del gobierno de Margaret Thatcher hasta la crisis de 2009, la tendencia es clara: disminuyó la pobreza, aumentó la desigualdad. La pobreza –definida con criterios ingleses– cayó 25 por ciento. Pero la mejoría en los ingresos de quienes ganan más superó con creces la mejoría de los ingresos del resto.

Diversas conjeturas intentan explicar eso. Y, desde luego, hay mucha confusión en el debate público, porque no siempre se sabe bien de qué se está hablando. En los últimos dos siglos, la movilidad social ha sido la vía para la superación de la pobreza al alcance de mucha gente; por eso, las sociedades más abiertas lograron mejores resultados. Pero la movilidad social no es un antídoto a la “mala distribución”. En el camino hacia las posiciones de clase media y más altas no hay escalafones; cada uno gana lo que puede y aprovecha las oportunidades. Cuanto más alta la posición social y económica, menos pesan las negociaciones colectivas. Los sindicatos han hecho mucho para mejorar los ingresos de los trabajadores, pero son irrelevantes para los ingresos de los ricos.

Otro factor es la educación, o la oportunidad de adquirir calificaciones. Las personas con más calificaciones tienden a ganar más, con o sin sindicatos. Y, a iguales calificaciones, los sindicatos mejoran los ingresos. La incidencia de esos factores se atenúa cuando la economía se enfría; su efectividad disminuye con la escasez.

Las respuestas al problema de la pobreza se proponen desde dos enfoques alternativos: el mercado o el Estado. Cuando el mercado “falla”, las expectativas desde el Estado tienden a aumentar. El Estado ha hecho tres cosas a través de los tiempos: interviene cobrando impuestos, en algunos lugares ha creado las bases de un “bienestar social” y, a veces, distribuye bienes y dinero. El estado de bienestar logró un piso de igualdad distributiva –hasta que su financiamiento colapsó, recientemente y a veces también antes–. La distribución de dinero y de bienes es un paliativo a la pobreza, sin incidencia en la igualdad distributiva. La desigualdad atacada con la política impositiva tiene límites: desincentiva la inversión, y eventualmente incentiva la evasión fiscal a la Argentina o la “salida” del sistema a la Dépardieu.

Un debate no menor suele reiterarse a través del tiempo: qué prefieren las personas involucradas, que no siempre es lo mismo que qué prefieren los pensadores y los responsables de las políticas públicas. En general, está demostrado que a quienes sufren la pobreza en carne propia la desigualdad les importa muy poco. Todo lo que los ayude a tener más es bueno; cuánto menos tienen que quienes tienen más no es importante.

La prosperidad, hasta ahora, ha sido medida a través del promedio –el producto per capita, por ejemplo–. Sin duda, una medida bastante limitada. En cuanto a la pobreza absoluta, es tema central en la agenda de algunos países, como los escandinavos, algunos otros europeos, algunos socialistas; y parece un tema irrelevante en muchos otros países, como la India o nuestra Argentina. ¿Por qué?

© Escrito por Manuel Mora y Araujo, Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella, el viernes 04/01/2013 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.