Buen salvaje...
La certeza de la
incertidumbre, la decisión como necesidad. El autoritarismo como amenaza, como
temor latente inscripto en el poder y la política. ¿Autoritario es el que
manda? ¿Autoritarios somos todos?
© Escrito por Julián Melo (*) el jueves
30/04/2020 y publicado por La Vanguardia Digital de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, República de los Argentinos.
Terra monótona. Días iguales. El tiempo que pasa sin pasar y no pide
permiso. La mirada clavada en un horizonte que nadie sabe dónde está. La radio,
la tele, el celular, todas estalactitas frágiles que rodean, todas lianas que
permiten ir a ver qué está pasando sin ponerse el barbijo y caminar a
distancia. Todos escapes que son, más tarde o más temprano, encierros. Son
enojos y a veces mimos, son destratos y a veces cariños. Son todo lo que se
puede en tiempos donde nada se sabe y entonces se sobre actúa claridad. Es un
tiempo donde está muy fácil enojarse con muchos o con alguien, donde ya casi no
faltan excusas válidas para tal cosa, pues el confinamiento achata no sólo
curvas, achata quizás un poco la capacidad de cada uno para reaccionar. No es
que éramos una sociedad bella y un virus nos envileció; es simplemente que
éramos lo que somos pero sin tanta premura como para demostrarlo.
Entre
la maleza de esa Terra monótona y el fragor
de las lianas que nos llevan y nos traen desde múltiples estados de ánimo hay
variables sencillamente inmanejables, hay un reflujo constante de afirmaciones
y contra afirmaciones que, a veces, dejan mal parado hasta al más avispado.
Algo en todo ello es profundamente increíble: ¿por qué cuando el agobio
cotidiano del trabajo, la presión diaria por cumplir con obligaciones que ya se
demostraron inútiles, por qué cuando más tiempo tenemos para pensar es que
reaccionamos igual o peor que siempre? No hay excusa de apuros y obligaciones,
la única obligación es quedarse en casa. Los lugares comunes son comprensibles
cuando estamos corriendo de un lado para el otro todo el día: ¿por qué no tomar
un rato del tiempo que hoy sobra para mirar antes de vociferar? ¿Por qué no
aprovechar la monotonía del tiempo pandémico para revisar esos espacios sobre
los que siempre nos posamos con comodidad y autosuficiencia?
La
información, el circo de datos y opiniones están a una velocidad inaudita. Una
velocidad que atrapa y expulsa a la vez, una velocidad que obliga a mirar y, en
algún momento, a creer. Lo único que acolcha el desmadre mental que produce la
lluvia de meteoritos informativos es construir una creencia. Sensación de
muerte, de fragilidad constante, de cuidarse, de desinfectar hasta los atados
de cigarrillos que empiezan a escasear. Una especie de tempestad de persecución
y de necesidad de sentir que no nos va a pasar nada. Algún acolchado, algún
freno hay que encontrar. Para mí, ese freno tiene casi siempre la forma de una
creencia, de una certeza que no requiere demasiada explicación en orden a parar
la expoliación que produce la marea endemoniada de sensaciones cruzadas. Hay
que buscar un ancla y no mucho más.
No es que éramos una sociedad bella y un virus nos envileció; es
simplemente que éramos lo que somos pero sin tanta premura como para
demostrarlo.
Entonces
fluye el juego de sensibilidades en medio de mundiales de vedettes argentinas y
de canciones del Indio Solari, encuestas de millones de cosas, recomendaciones
de series y películas para ver, canciones y discos para escuchar, miles y miles
de fotos de gatos y de comidas caseras preparadas con fruición. Video-llamadas,
clases online, Zoom para todos. Y en el costado del juego casi todo se sigue
moviendo, hay política, hay decisiones, hay otros más buscando la forma de
aguantar el desmadre. Ese lugar de la decisión, ese lugar tan preciado para
muchos, tan lejano para otros, ese lugar de la decisión que es normalmente el
objetivo más atacado desde tiempos inmemoriales; ese lugar tan hablado y
redefinido por siglos, parece ser el lugar más común de nuestras reacciones,
parece ser el lugar que no podemos revisar aun teniendo todo el día a
disposición.
Nuestras
anclas significantes allende la política, allende la decisión, son las de
siempre pero para una situación que no es la de siempre, para una situación
que, para muchos, hace que siempre sea ya algo que dejó de ser.
En
el revuelo por momentos inclasificable de albedríos confinados aparecen,
paradójicamente, patrones de argumentación. La denuncia, a veces algo vaga, a
veces algo enérgica, de la violación de los derechos individuales, la potencial
amenaza a la propiedad privada. Para los más intelectualmente holgazanes
siempre está el ancla de Venezuela, Cuba, comunismo, zurditos y otras
defecciones que ya todos conocemos. Lo cual configura, a mi gusto, algo que, a
más de pintoresco, es un patamar inevitable de todo el debate público al menos
y no sólo en Argentina: la relación entre derechos y excepción.
Me
parece un elemento profundamente básico en la discusión que hoy profesamos aun
hasta cuando recomendamos música. Y, a mi entender, es un elemento básico pues
tiene una historia de conquista detrás, que no merece el destrato de la
contestación chicanera y supuestamente contundente. Cada uno busca sus anclas
personales en tiempos de confinamiento, el tema es que hacen falta anclas
colectivas: el ancla colectiva central en Argentina, y en otros lados también,
es la defensa de los derechos civiles básicos.
Es
obvio que ya hasta esa mínima afirmación es polémica pero no porque lo que
afirma es demasiado creativo o porque se me ocurrió algo totalmente nuevo: es
polémico pues porque aun sobre lo que nos anuda como un “algo” social todos
tenemos opiniones diferentes. El tema es que, justamente, esa diversidad es el
bien más preciado dentro de aquello que podría ser el ancla común. Y aun así,
seguimos siempre buscando un alguien extraño, exterior, a quién vanagloriar o
denostar: las dos actitudes son lógicamente iguales.
Hay
un temor, al menos, que es proclamado desde múltiples foros: el temor al
autoritarismo. Se blanden banderas de libertad, algunas desteñidas por cierto,
contra las posibles consecuencias autoritarias de un contexto pandémico. Se
reclama con vehemencia la plena vigencia y el normal funcionamiento del
Congreso de la Nación, y de todas las instancias de control. Se ensambla, con
diverso poderío teórico argumental por supuesto, la posibilidad de una deriva
política autoritaria en la maleza del COVID 19. Con resuelta sagacidad se
contesta, desde las antípodas, ¿y cuánto sesionó el Congreso en 2019? ¿Y
cuántos decretos de Macri se revisaron sin pandemia? Y la deuda, y el cierre de
pymes, y el desempleo y el hambre.
Ad
infinitum el juego chicanero asume su lugar en el debate público, entretiene y
deja ir. El problema, para mí, es que eso deja justamente demasiado lugar para
ir a la exageración, la sobre actuación y, fundamentalmente, la ausencia de
preguntas. Nadie se pregunta por lo que lo que pregunta pero, mucho peor, nadie
se pregunta por lo que afirma pues sólo necesitamos anclas, acolchados. Es
increíble que lo que tranquilice sea la afirmación y no la interrogación.
La
pregunta sería o, mejor dicho, una posible pregunta sería: ¿estamos hoy ante el
riesgo de un desvío autoritario del poder político? A lo cual, obviamente,
cabría contra interrogar: ¿alguna vez no estamos frente a esa posibilidad?
Asumamos que no necesitamos entrar en esa polémica pero atendamos al temor.
Temor infundido por un líder que toma la palabra propia como “la de todos”,
como alguien que habla por “nosotros”. Pensemos autoritarismo quizás como una
forma de Estado que monopoliza la posibilidad del uso de la violencia física
para satisfacer los deseos del Único, del dueño de la palabra de todos, del
Líder.
Concibamos
autoritarismo como una forma de avasallamiento de toda forma de control de las
decisiones de política pública, como la eliminación de toda mediación en la
construcción de esas decisiones. Avancemos todavía más, y definamos al
autoritarismo como la presentación de Uno que demuele Múltiples, de Uno que
sabe todo, de Uno que se presenta como salvaguardia de lo que somos como
comunidad. Uno que clausura cualquier vía posible de discusión porque-ya-sabe lo
que hay que hacer, que no consulta y agrede si lo consultan, Uno que se
presenta por encima de cualquier interés particular porque se cree en sí mismo
el interés general.
El
temor al Uno es muchas veces genuino y compartido. La pregunta es: ¿estamos hoy
en Argentina, en medio del horror mundial, ante ese riesgo?
Fluyen
las estalactitas revoleadas por el aire. Asombra el griterío de los confinados.
“Sí, Alberto se cree que me va a decir lo que puedo o no hacer”, “El Congreso
está cerrado”, “Gobiernan por DNU”, “atrás de todo esto está la Cámpora y está
Cristina”, “Albertítere” y demases. “Noooo, Alberto es crack, es docente”,
“Alberto es el hombre, imagináte esto con Macri”, “estos caraduras lloran
autoritarismo y nos pedían DNI sin flagrancia”. En el medio de ese quilombo de
cruces cancelatorios alguien tiene que definir y decidir, alguien tiene que
mandar.
En
la Quilombificación, como supo teorizar un amigo maravilloso,
alguien tiene que agarrar el timón. El punto, para no dar más vueltas: lo que
confunden las sobreactuaciones es Mando con Autoritarismo. Y, tras de eso,
confunden el Lugar dónde preguntar.
Cada uno busca sus anclas personales en tiempos de confinamiento, el tema
es que hacen falta anclas colectivas: el ancla colectiva central en Argentina,
y en otros lados también, es la defensa de los derechos civiles básicos.
Hay
alguien que manda. Sí. Hay mando porque hay lazo. Hay juegos de obediencia
porque hay política, hay hegemonía ensayada desde todos lados; hay política
porque hay lazo, un entrecejo que funde a Distintos en algo más o menos igual.
Hay política porque no importa quién manda ni quién obedece pues ambos son
polos de un lazo que se construye entre múltiples. Hay política porque la
pregunta central no tiene que ver con el titular del Poder sino con el proceso
sociocultural (y político) que se pone en juego frente a algo que “nadie ve”.
La palabra es lazo y lo que nunca se ve, ni se toca ni se ocupa es el Poder.
Hay
un estigma representacional que ninguno de los que avalan o de los que despotrican
puede evitar: la imagen no existe. Siempre existe el riesgo autoritario,
siempre existe el riesgo de la sobreactuación. Pero alguien manda, y el mando
no es ni puede ser un reflejo puro. No hay espejos en la política, hay
solamente riesgos, hay lazos. Que haya mando no supone sí o sí que haya
autoritarismo. Ese oscuro pasado denunciado, ese horizonte siempre negro y
detestable de años de plomo, debe ser quizás reservado para momentos en los que
efectivamente la Voz de Uno solo nos amenace como Ser Comunitario. Y digo ser
comunitario aun a riesgo de otras críticas sobreactuadas: ser comunitario nunca
es homogéneo y total, es simplemente mayoritario, siempre está en discusión.
Rousseau no es uno solo, ninguno de nosotros lo es.
A todo
esto, entonces, ¿Por qué cuando un Presidente de la Nación se presenta
públicamente para explicar las bases de sus decisiones se teme autoritarismo?
¿Por qué se reduce eso a un simple cálculo electoral cuando siquiera se sabe
cuántos de nosotros vamos a morir, o sea, cuántos vamos a votar? ¿Por qué
cuando un Presidente de la Nación, que hace política y para eso se le paga,
dice que descentraliza decisiones en gobiernos locales olemos autoritarismo?
¿Por qué cuando un Presidente de la Nación se ubica en comunicación cuasi total
con todo tipo de organizaciones, industriales, “del campo”, más grandes, más
pequeñas, y todo eso lo consumimos en los medios todos los días auguramos
autoritarismo? ¿Por qué cuando un Presidente de la Nación se presenta diciendo que
consultó una decisión con cincuenta actores distintos nos corre el frío ardor
del autoritarismo por la espalda? No interesa vanagloriar la chicana tonta de
que este Presidente no manda a tomar lavandina o inocularse Lysoform, mucho
menos que dice que somos una raza fuerte y que el virus no nos va a hacer nada.
Interesa, para mí, ¿por qué no aceptamos que colectivamente hay un límite que
un tipo, en este caso un Presidente, sabe aceptar? De última, ¿por qué nos
enojamos con un tipo que flexibiliza una cuarentena y le reclamamos “Mando”
cuando ese “Mando” sí o sí nos va a parecer autoritario? Alabamos a una señora
que viola el aislamiento y toma sol pero después reclamamos medidas estrictas.
Y pedimos que la policía no se zarpe. Y no queremos milicos en la calle. No
queremos uniformes verdes a la vista. Reclamamos mando pero cuando alguien
Manda denunciamos autoridad. Reclamamos orden y cuando alguien ordena
presentamos recursos de amparo. ¿De qué nos amparamos? Éticamente, es muy
discutible que todo aquello que no nos gusta deba ser sí o sí tildado de
autoritario. Hay miles de otras descalificaciones posibles. Ese juego retórico,
por más que parezca inútil, es básico para cualquier modus convidendi.
Mezclar decisión y mando con autoritarismo de buenas a primeras es un problema
más viejo que el agua. Siempre reclamamos que no nos griten, que no nos digan
lo que tenemos que hacer, que no nos digan qué ropa usar según el clima. Somos
erizos ante la presentación de cualquier posible sojuzgamiento. Pero reclamamos
autoridad ante la angustia y le tememos a esa autoridad. Mucho más aún, cuando
esa autoridad se presenta de alguna manera amistosa, se presenta decidiendo
pero compartiendo esa decisión, encendemos las alarmas de la violencia.
Corremos despavoridos a cubrirnos en el refugio de la historia para denunciar
con vehemencia vanguardista los peligros del Uno Malo que decide. Eso anuda a
enormes conglomerados ideológicos, los hermana. Nadie escapa al lugar común.
Nadie jamás escapa a denunciar con superioridad moral cualquier forma de poder
político cuando, al mismo tiempo, le reclama a ese Poder que haga “lo que yo
digo”.
Nadie jamás escapa del autoritarismo.
Nadie escapa al
lugar común. Nadie jamás escapa a denunciar con superioridad moral cualquier
forma de poder político cuando, al mismo tiempo, le reclama a ese Poder que
haga “lo que yo digo”. Nadie jamás escapa del autoritarismo.
El
problema, al final, es que siempre reclamamos que nadie nos diga violentamente
qué hacer y cuando alguien hace una propuesta no violenta, y afirma que depende
no de él sino de nosotros, la respuesta es lapidariamente negativa. Siempre
pedimos que el Mandatario no hable por nosotros pero cuando el Mandatario dice
que la responsabilidad es nuestra lo vilipendiamos. Nunca quisimos que un líder
nos robe la voz pero cuando dice que su propia voz es construida por nosotros,
nos enojamos. Mucho más, cuando dice que la “voz definitiva” es la “nuestra”,
arrecian los vilipendios. En esa contradicción se aloja una monstruosidad bien
obvia: queremos ser nosotros, siempre y cuando ese nosotros seamos cada uno. Y,
si el líder no se roba ninguna voz, los argumentos tradicionalmente preparados
por nuestra sana centro-izquierda y nuestra derecha de buenos modales (que son,
ahí sí, lo mismo) se quedan perplejas: sólo les queda la chance de encontrar un
error, cualquier error, y decir que tenían razón.
De
allí, para finalizar, hay una posibilidad más que latente respecto a que mi
letra sea una defensa oculta, o quizás no tanto, de la actuación del Presidente
argentino. Lo cual quizás podrá albergar elogios de una parte, rechazo de otra,
quizás indiferencia de la gran mayoría. Yo tengo mi opinión como cualquier otro
ciudadano. Miro como cualquiera. “Yo miro vivir”. Y no necesito, como
cualquiera de nosotros, permiso para defender o atacar a nadie. Miro que hay un
drama fundamental que nos acosa, o quizás solo me acosa a mí y estoy
exagerando: no aceptamos que algo nos puede salir bien entre muchos (si sale
mal, los responsables son obvios).
No aceptamos que quizás hay un camino común en la divergencia absoluta. No
queremos liderazgo acaparador y jetón pero pedimos medidas estrictas. No
aceptamos medidas estrictas y denunciamos autoritarismo. El drama, en el fondo,
es que no aceptamos un nosotros, la pregunta nunca es por nosotros; el drama es
que no aceptamos lo que siempre pedimos: ser parte de la decisión, ser parte de
la apuesta, tener voz. No aceptamos un mesías pero pedimos salvación.
(*) Licenciado en Ciencias Políticas y Doctor en
Ciencias Sociales (UBA). Investigador Adjunto del CONICET (IDAES-UNSAM) y
Docente en la UNSAM