La culpa es de nuestra generación…
Postal
histórica. Perón, Isabel y, delante, Cámpora, en la casa de Gaspar Campos.
Una reflexión sobre el rol de los jóvenes en los años 70. Ayer cumplí 60 años. Me insisten en que no
es grave, que los 60 son los nuevos 40 o 25 o 37 y medio, pero lo cierto es que
a menudo se sienten -y se viven- como los viejos 60. Cumplí 60 años y me llena
de sorpresa, esa perplejidad que te causa saber que ya lo has hecho: que
todavía podrás introducir algún detalle pero lo grueso es lo que hiciste.
Envejecer es descubrir que ya no serás otro.
©
Escrito por Martín Caparrós el martes 30/05/2017 y publicado por el Diario
Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Fuente: The New York Times
Hay
algo raro, perentorio en la palabra cumplir, que también me incomoda. No me
parece que haya cumplido mucho. Pero no se trata, aquí y ahora, de mí y yo
mismo y mi persona; lo que me molesta es que no me parece que nosotros hayamos
cumplido casi nada.
Digo
nosotros porque digo yo; digo yo porque digo nosotros: argentinos, sesentones
argentinos, mis coetáneos, mis compañeros de generación, los míos. Quizá ya sea
la hora de preguntarnos cómo, cuándo, quizá, incluso qué y por qué: es hora, en
síntesis, de ir haciéndonos cargo.
Es
difícil definir una generación, caprichoso, impreciso. Digamos, entonces, por
decir: los que nacieron un poco antes y después que yo, los que tuvimos 20 años
en la Argentina de los años sesenta y setenta. Perón hablaba, entonces, de
“esta juventud maravillosa” y, ahora, es fácil pensar que todos éramos jóvenes
inquietos, preocupados por los destinos de la patria, dispuestos a vivir -y a
morir- para ella.
Se
instaló un mito: si digo mi generación muchos piensan en militancia y muertos y
desapariciones y torturas. Los hubo, pero hubo tantos más que no hicieron nada
de eso. Los que gobiernan ahora, sin ir más lejos, son parte de mi generación y
no hicieron nada de eso. En esos días estaban -Mauricio Macri, Daniel Scioli,
Cristina Fernández, Elisa Carrió- preparándose para ganar más plata. Y millones
miraban sin saber qué decir o gritaban goles de Kempes o tarareaban a Spinetta.
Los
que sí decidimos hacer esas cosas tuvimos -tenemos- un lugar excesivo cuando se
habla de mi generación. Es cierto que la historia no se escribe con los miles y
miles que el 25 de mayo de 1810 se quedaron en sus casas sino con los
doscientos o trescientos que se reunieron en la Plaza. ¿Los que definen una
generación son los pocos que actúan, no los muchos que no? Es probable, y es
fácil para todos los demás. En cualquier caso, el mito sirve para cosas. Por
ejemplo, un truco fácil: hablar de lo que algunos hicimos en los años setenta
es un modo de no hablar de lo que hicimos todos en los cuarenta años
siguientes.
Juntar del terror. Videla, junto a Massera y
Agosti: festejo del Mundial 78.
Y,
sin embargo, empiezo por hablar de aquello: fueron años -como todos- raros.
Empezamos nuestras vidas en un mundo convulsionado, esperanzado: todo debía
cambiar, todo estaba cambiando. Cualquier muchacho más o menos decente sabía
que aquel orden social era injusto y que había otros que debían remplazarlo; la
discusión no era si la sociedad debía cambiar; era cómo, por qué medios, hacia
dónde. Se supone que, de formas varias, muchos lo intentamos. Perdimos. Brutalmente perdimos,
pero lo intentamos.
Aquella
Argentina estaba llena de infamias. La manejaban generales que golpeaban en
cuanto detectaban cualquier amenaza al poder de una burguesía rica que poseía
sus enormes campos y sus medianas industrias, que explotaba a obreros y peones,
que se alineaba con los imperios contra sus colonias, que controlaba la nación
y su Estado para su beneficio. Decidimos, con razones, luchar contra eso. Pero
en 1970 uno de cada treinta argentinos estaba “bajo la línea de pobreza” y
ahora es uno de cada tres: diez veces más. Y aquella pobreza, solía suponerse,
era un estado transitorio hacia una situación mejor, un puesto que permitiera
hacerse una casita, mandar a los chicos a la escuela, ganar un poco más, ser
mejor explotado, “progresar”.
El
mito de la movilidad social seguía imperando. Era un país con una clase media
amplia y más o menos educada, que nos desesperaba: un obstáculo para cualquier
intento de cambio revolucionario. Una clase media que se forjaba en la escuela
pública pensada como una herramienta para homogeneizar, para implantar ciertas
bases comunes; donde aprendíamos todos los que no éramos ni exageradamente
ricos ni exageradamente chupacirios ni exageradamente tontos. La diferencia
argentina podía sintetizarse en sus escuelas del Estado. Hace 50 años solo uno
de cada diez chicos iba a la escuela privada; ahora, tres de cada diez. Es otro
dato decisivo.
Algunos
quisimos cambiar aquel país, otros no; entre todos lo cambiamos para mal. Somos
la generación de la caída. Ahora, ese tercio pobre de la población se ha
congelado: vive en algún margen, en viviendas precarias, con empleos ilegales o
sin ningún empleo, dependiente del Estado y sus limosnas, completamente afuera
y sin expectativas de volver: a la intemperie. No tienen futuro. Y los demás,
en general, tampoco creen en eso.
Hace
50 años el producto bruto per cápita era la mitad del de Estados Unidos; ahora
es menos de un cuarto. Hace 50 años un 10 por ciento de inflación era un
peligro; ahora sería un logro extraordinario. Que nunca conseguimos. Hace 50
años la Argentina tenía 40.000 kilómetros de vías férreas que armaban un país;
ahora no tiene 4.000 y la mayoría no funciona. Hace 50 años la Argentina se
autoabastecía en petróleo, gas y electricidad; ahora se endeuda para
importarlos. Hace 50 años la Argentina fabricaba aviones y coches de diseño
propio; ahora desequilibra su balanza de pagos para comprar autopartes y
juntarlas. Hace 50 años los hospitales públicos atendían a la mayoría de la
población; ahora solo atienden a los que no tienen más remedio.
No
son solo los datos; lo brutal es que la vida de cada día se nos ha vuelto cada
día más incómoda, más hecha de encontronazos que de encuentros, más disgustos
que gustos, más impaciencia e impotencia que alegrías y satisfacciones. Y
conseguimos un raro grado de violencia cotidiana.
Es
obvio que la Argentina no cumplió con su promesa y se arruinó hasta un grado
que nadie supo imaginar. Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos
nosotros.
Perfil de Martín Caparros
Cristina Fernández,
expresidenta, dijo, hace unos días, en Bruselas, que su partido perdió las
elecciones porque “ahora la sociedad no está capacitada para leer lo que pasa
detrás de las noticias; a los de nuestra generación nos decían algo y sabíamos
distinguir lo que había detrás de lo que nos decían y lo que estaba pasando,
porque estábamos instruidos intelectualmente”. Nuestra generación -la suya, la
mía, la tan instruída- hizo esta Argentina. Y todavía algunos de sus miembros
tienen la desvergüenza de suponer culpas ajenas.
Siempre es fácil echar
culpas a los otros; siempre es difícil encontrar las propias. Pero si algo
puede servir para algo es buscarlas: tratar de pensar cómo y por qué la
Argentina actual es nuestra culpa.
Está, para empezar, la
excusa heroica: aquellas muertes. Nos asesinaron a varios miles y nos hemos
consolado pensando que el problema es que “mataron a los mejores”. Que quedamos
los peores pero la culpa no es nuestra, sino de aquellos asesinos. Ni los
mejores ni los peores: murieron los que tuvieron más insistencia, menos suerte,
más coherencia, menos imaginación, más valor, menos cuidado; los que estaban en
el lugar preciso en el momento justo, los que no estaban en el lugar preciso en
el momento justo. Nos mataron a muchos y fue una tragedia. Pero el problema central
no fue la falta de los que mataron; fue, más que nada, el efecto que produjeron
esas muertes en los vivos. Fueron pedagógicas: nos demostraron que “ser
realistas y buscar lo imposible” podía ser tan costoso que después preferimos
no arriesgar y aceptar lo posible. Que siempre era un
desastre.
Es obvio que la Argentina se arruinó.
Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos nosotros.
Tratamos de acomodarnos:
nos gustó cada imbécil que nos dijo un versito, los fuimos eligiendo. Dos o
tres frases apropiadas, una sonrisa turbia, y caíamos en las fauces de bobos
que, pocos años después, odiábamos con saña. Los odiábamos, supongo, porque nos
odiábamos por haberlos amado, con perdón.
Así que la Argentina
volvió a ser ese granero que había intentado dejar atrás un siglo, cuando
algunos pensaron que no alcanzaba con exportar carne y trigo y decidieron
impulsar industrias; ahora, soja mediante, somos de nuevo un campo grande y
festejamos que sí podremos vender unos limones. Esa reconversión -esta vuelta
atrás- es la decisión más importante que se tomó en todos estos años, y no la
discutimos nunca, nunca la decidimos. Total, teníamos democracia.
Sin ideas, sin debate,
sin futuros, la Argentina, en nuestros años, se volvió un país reaccionario: un
país donde cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente asume para
deshacerlos. El gobierno de Alfonsín llegó para deshacer el entramado asesino
de la dictadura; el gobierno de Menem, para deshacer el caos económico de la
hiperinflación alfonsinista; el gobierno de De la Rúa, para deshacer la
corruptela menemista; el gobierno de Kirchner, para deshacer el desastre
neoliberal antiestatista menemistadelarruísta; el gobierno de Macri, para deshacer
el tinglado corrupto-clientelar del kirchnerismo. Y seguirán las firmas: el
gobierno actual ya está haciendo sus méritos. Porque el problema empieza cuando
se les acaba la reacción.
Somos, más allá de las
máscaras políticas, venales. Ávidos somos, afanosos. Nos gustan demasiado
ciertos placeres chicos, la tele más grande, el coche más brishoso, el viaje de
envidiar. Y nos subimos a cualquier carro que nos ofrezca esos caramelitos. Ya
no nos gusta imaginar a largo plazo, fijarnos metas, buscar. Quizá porque vimos
que cuando buscamos no encontramos, entonces no buscamos, entonces no
encontramos, entonces no buscamos.
Cada vez más conductas
anormales nos parecen normales: nos parece normal que tantos coman poco, que
tantos vivan mal, que tantos mueran antes, que la violencia -verbal o físicasea
nuestra manera; nos parece normal que nos engañen. Avanzamos por el camino de
la rana: nos metieron en el agua tibia y nos la fueron calentando poco a poco
y, con el tiempo, nos acostumbramos a vivir en un país que hierve; o casi
hierve, porque tampoco es que haya suficiente gas.
Es mía. Menem, con la famosa Ferrari, en la quinta de Olivos, a poco de
asumir.
Somos la rana
acostumbrada; somos, al fin y al cabo, gente que resopla. (Resoplar, decía el
otro, solo sirve si después se sopla. Si no, se queda en el berrinche; y el
berrinche es la costum- bre más argenta). Resoplamos y nos armamos un país a
imagen del resoplo: un país que se grita cosas para sacarse el malhumor pero
que está tan pagado de sí mismo, tan engañado de sí mismo que le pudo creer a
aquella presidenta que dijo que tenía menos pobreza que Alemania. Un país que
sigue imaginando que tiene un lugar en el mundo. Un país que trata de no ver lo
que es. Nos ayuda, si acaso, ese mérito que no nos abandona: seguimos poniendo
caras en la camiseta universal. Si antes fueron Ernesto Guevara o Eva Perón,
después Borges o Maradona, ahora es Jorge Bergoglio: la proporción de
personajes globales que produce la Argentina no tiene relación con su papel en
la cultura y la economía del mundo. Aunque ahí hay algo que quizá nos defina:
ser grandes de la máscara.
Algunos quisimos cambiar aquel país, otros no. Entre
todos, lo cambiamos para mal.
O
mejor llamarlo por su nombre: la careta. Es difícil, por ejemplo, negar que los
más exitosos de nuestra generación son esos dos cincuentones que el 90 por
ciento de los argentinos votó, hace año y medio, para que nos mandaran. Es
difícil soportar que nuestros jefes sean un señor que no habla cuando habla y
otro que miente incluso cuando calla: dos señores de tan pocas luces. Y que
otros estandartes sean un exfutbolista que fue extraordinario y se convirtió en
un jubilado triste, y un músico que fue extraordinario y se convirtió en un
jubilado triste. Mauri, Daniel, Diegote, Charly. Máscaras, lo nuestro son las
máscaras. Y, cada vez más, los jubilados tristes.
Somos
muy mediocres. O, por lo menos: nuestras acciones públicas son tan mediocres,
producen resultados tan mediocres.En algunos años, algunos libros contarán -si
es que hay libros todavía, si es que hay una Argentina todavía- que la nuestra
fue la generación más fracasada de la historia del país. Que fuimos nosotros
-no harán diferencias, hablarán de todos nosotros- los que lo llevamos a este
punto. Por supuesto, la generación siguiente puede disputarnos la corona, pero
creo que nos reconocerán la importancia de haber hecho camino. Y nuestra marca:
la Argentina donde empezamos a vivir era tanto mejor que esta donde vamos
terminando.
Alguno
me dirá que es fácil hablar desde lejos, que me calle (en su manera más argenta:
“Callate, puto, cerrá el orto”); ya me lo han dicho muchas veces. No sé si es
fácil o difícil; sé, sí, que la distancia es condición de muchos. Y eso no me
consuela. Pero es cierto que muchos dejamos la Argentina en estos años: desde
los que salimos en el 76 por el terror hasta los que se fueron en 2002 por el
desastre. Muchos aprovechamos que la Argentina es un país reciente -que
nuestros padres o abuelos nacieron en otros- para poder decirnos que volvíamos
a sus lugares. Yo, en todo caso, me fui obligado -a Francia- en el 76, volví
entusiasta en el 83, me volví a ir -a España- en 2013. Esta vez fue distinto:
nadie me forzó. No sé bien por qué me fui: me dije que el mundo era demasiado
grande e interesante como para rechazar la tentación de cambiar ángulos, pero
sé que también fue porque estaba cansado.
Tomé
la mía, me escapé. Y también me siento responsable.
Familia. Kirchner entrega en 2007 el bastón de
mando a Cristina. Scioli Sonríe.
Hemos
pasado: vivimos cuarenta, cincuenta años argentinos y no dejamos nada que valga
la pena recordar (más que un país en ruinas, su eterna calesita, sus reacciones
pobres). Debe haber logros, pero no logro verlos; vale la pena discutirlo. Es
cierto que en algunos aspectos la vida es más libre que hace 50 años. Pero
muchas de esas libertades que no existían entonces -sexuales, sobre todo-
llegaron de otras culturas y nos limitamos a adoptarlas, ni siquiera del todo:
el aborto, por ejemplo, sigue siendo ilegal.
Nosotros,
mientras, la cagamos; es tan fácil saber que la cagamos. ¿Y qué se puede hacer
cuando queda tan claro? ¿Mirar para otro lado, buscar a quién echarle culpas,
negar todo, disimular o incluso convencernos de que la cosa no es tan grave?
Ninguna de esas reacciones sirve para empezar a arreglar nada. Aunque, quizá,
la idea de que los que la cagamos podamos arreglarla es otra forma de
escaparnos. Quizá sea hora de que nos demos por vencidos -por nosotros mismos-
y nos retiremos, dejemos el espacio a otros que, probablemente, lo puedan hacer
aún peor. Pero es difícil: nadie se retira a los 60, a los nuevos 40 o 25 o 37
y medio.
¿Entonces?
¿Decidir que vamos a ser distintos, como se deciden cosas el día de fin de año,
el día del cumpleaños? ¿Decidir que quizá no podamos ser distintos pero sí
actuar distinto, buscar otras maneras? ¿Decidir que vale la pena dejar de lado
estupideces y fanfarrias y hacerse cargo del desastre, sabiendo que construimos
con barro, sabiendo que no se puede construir con barro si uno pretende que es
cemento? ¿Aceptar que ya perdimos nuestra oportunidad, que si acaso, en esa
construcción, ya serán otros los que lleven el ritmo, los que manden, pero aun
así valdría la pena colaborar en lo posible? ¿Aceptar que deberíamos ayudar en
una búsqueda cuyos resultados, si los hay, nunca vamos a ver?
Hay
un país, lo reventamos. Negarlo es la manera más segura de seguir haciéndolo.
Un país, pese a todo. Quizá valga la pena discutirlo, resignarse a pensarlo:
reinventarlo.