Sócrates y Jesús…
Me
pregunto qué habría sido del mundo si conmemoráramos el suicidio -asistido- de
Sócrates en lugar del suicidio -más asistido todavía- de Jesús.
Sócrates
ya lo sabía: nunca se puede saber nada, y hay que saberlo para saber algo.
Sabemos, por ejemplo, que entre dos hombres célebres condenados y ejecutados
por sus Estados hace más de dos mil años recordamos mucho más a uno de ellos.
Hoy se revive en la mitad del mundo la muerte de aquel señor judío ejecutado en
Palestina. Su victoria fue tan completa que hoy lo evocamos, aún sin quererlo,
todos: los que creen que ese señor fue un Dios, los que creen que no, los que
no creemos que eso que llaman dioses exista fuera de las mentes –donde se
mezcla con el vencimiento de la cuota del auto, el viaje de egresados de la
nena, el miedo al cáncer de pulmón, la indignación por el ascenso de Rodríguez,
la urgencia de repintarse los claritos, las ganas de cogerse a la vecina del
3ºC, el desprecio por Marcelo Tinelli, la pregunta por el sentido de la vida,
el tedio ante los diarios, el dolor del gol en contra del domingo, el dolor de
la maldita regla, el dolor de ya no ser, la esperanza de que el próximo
gobierno, la ignorancia sobre casi todo, las ganas de cogerse al cajero de
cobranzas, la culpa por el asado de esta noche, el hartazgo por los reclamos de
Teresa, el recuerdo de aquel helado de frutilla, el olvido de la cara del
abuelo y tantas otras cosas.
Pero en
el mundo real, un poco más allá o más acá de la mente, aquel señor de Palestina
tiene un lugar tan decisivo que esta mañana usted, señora, puede leer este
diario en la cama en lugar del subte medio lleno: Dios –sabíamos– es
misericordioso. Y todo por una muerte a tiempo y bien usada. La primera, en
cambio, no dejó rastros visibles.
Sócrates
fue el hijo de un tallador de piedras que nació en Atenas hacia el año 470
antes del Otro. Cuando joven retomó el oficio de su padre y peleó en las
milicias de su ciudad contra los persas; era un ciudadano aplicado, sin el
menor carisma, más feo que mil perros feos y levemente hosco pero tan
inteligente que en algún momento decidió que se dedicaría sólo a pensar y, si
acaso, entrenar algunos jóvenes en ese deporte extremo. Sócrates tuvo una vida
protestona y más o menos feliz, casado con una señora que pasó a la historia
como la más insoportable, padre de tres hijos medio idiotas y animador de mil
debates, médium de ideas y hallazgos memorables. Hasta que un día, 399 antes
del Otro, lo acusaron de “despreciar a los dioses de la ciudad y corromper a
sus jóvenes”, y un tribunal popular lo condenó, tras breve discusión, a muerte.
Sócrates tenía el derecho de proponer una pena alternativa –que solía ser
aceptada: una multa importante, el ostracismo–. Con desprecio infinito les
sugirió que, en vez de matarlo, lo mantuvieran de por vida “por sus servicios a
Atenas”. El tribunal ratificó su condena y treinta días después, rechazando los
planes de fuga que le propusieron sus amigos, Sócrates se tomó la cicuta de un
buen trago.
Sócrates
no fue Jesús, pero podría haber sido. Y ahora, jueves dizque santo, pescados
aterrados, el incienso en el aire, la molicie, me pregunto qué habría sido del
mundo si conmemoráramos el suicidio –asistido– de Sócrates en lugar del
suicidio –más asistido todavía– de Jesús. Dos profetas menores –de dos ciudades
bien distintas: una, el centro de la cultura de su tiempo, la inventora de la
filosofía y la democracia, brillantísima Atenas; la otra, la capital de una
provincia atrasada del Imperio, sede de un templo, una corte y un mercado,
Jerusalén bella y oscura. Dos profetas que se entregaron a la muerte:
rechazaron la clemencia de sus jueces, los provocaron para obligarlos a
matarlos –o, por lo menos, no hicieron nada por impedirlo. Los dos actuaron,
entonces, esa manera del suicidio que podríamos llamar sacrificial: alguien que
cree que es mejor morirse para sostener ciertas ideas que dejarlas de lado para
seguir viviendo. Aunque sus sacrificios se vieron tan distintos: la puesta en
escena dramática y pública de la tortura de la cruz contra la delicadeza de un
trago en la intimidad del patio de la casa. Sócrates estuvo displicente:
“Critón, le debemos un gallo a Esculapio. Por favor, no te olvides de dárselo”,
fueron sus últimas palabras. Esculapio era un dios curandero, cuyos sacerdotes
cobraban sus terapias en bípedos plumados; la frase significa, dicen, que
Sócrates tomó la muerte como cura. Jesús, en cambio, se desesperó: “Eli, Eli,
lama sabactani”, gritó en la cruz, en su frase más brutal y menos recordada:
“Padre, Padre, ¿por qué me abandonaste?”. Pero la diferencia mayor está en las
ideas por las que murieron, y en la forma en que intentaron difundirlas.
Ninguno
de los dos escribió nunca una palabra. Sócrates es un relato de Platón; Jesús,
de Lucas, Marcos y Mateo. Jesús fue el profeta por excelencia, el que sabía
todo, el que podía decir lo que nadie podía, el que hablaba del mañana y de los
cielos, el que exigía que le creyeran sin razonamientos: “Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”, dice Mateo que
dijo Jesús. Sócrates, en cambio, era la duda sistemática, el que no creía en
sus dichos más que en los ajenos: “Ustedes no me creerán, pero la forma más
alta de la excelencia humana es cuestionarse a uno mismo y a los demás”, dice
Platón que dijo. Jesús, coherente, desparramaba su saber absoluto en discursos
y parábolas, lo impartía; Sócrates, también, buscaba el aprendizaje a través
del intercambio, del diálogo.
Jesús
dictaba reglas sobre cómo hay que vivir; Sócrates insistía en que cada cual se
buscara sus reglas –mientras no rompiera las de la sociedad donde vivía. Jesús
funcionaba según leyes que sólo se aplicaban a él, y desafiaba las leyes
naturales –supuestamente– naciendo de una virgen, resucitando lazaros,
convirtiendo panes en peces, agua en vino, la muerte en vida eterna: haciendo
lo que nadie más podría, estableciendo una jerarquía absoluta donde solo él
tenía el poder de todo eso, donde él, como hijo de Dios y dios a su vez, había
condescendido a salvarnos pero estaba claramente por encima de todos. Sócrates
no hacía nada distinto de nadie salvo tratar de pensar –que, curiosamente, está
al alcance de cualquiera– y descubrir que sólo era un poco más sabio que sus
vecinos porque él, al menos, sabía que no sabía; nunca dejaba de decir que era
un hombre común, un ciudadano, y aceptó las leyes de la ciudad hasta tal punto
que decidió cumplir con su condena a muerte. Jesús pudo decir que era un dios o
el hijo de un dios o por lo menos el rey de los judíos, formas extremas del
poder; Sócrates nunca quiso ser más que un artesano que conversaba con sus
amigos y paisanos y no se privaba de decir lo que pensaba, aunque eso
molestara. Uno, la institución de un poder sin crítica posible; la crítica
constante del poder, el otro.
Son
diferencias entre dos hombres antiguos que murieron a manos del Estado porque
hablaban y decían cosas raras. Nos queda el juego de pensar qué sería de
nosotros, cómo habría sido nuestra historia y nuestra civilización si, en lugar
de recordar al palestino, en un día como hoy recordáramos al griego: si no
pensáramos que es mejor un dios, un ser omnipotente al que hay que seguir y
obedecer a ciegas que un hombre con quien charlar para buscar, a tientas,
juntos, ideas nuevas y mejores. Nada, pavadas, lo que ahora los historiadores
llaman contrafácticos: ejercicios para feriados aburridos, tristezas de lo que
habría podido ser si no fuéramos, tan insistentes, lo que somos…
©
Escrito por Martín Caparros en el Diario Crítica de la Argentina el viernes 10
de abril de 2009.