Raúl Soldi descubrió en la cárcel de Villa Devoto que el mejor ladrón de casas y joyas del país era, a la vez, un brillante retratista a lápiz. Esta extraordinaria conjunción de talentos le fue revelada al gran pintor argentino en la capilla de la prisión, cuando entre los cuadros que habían hecho los presos surgió un impresionante retrato de Borges. Averiguó de inmediato quién era el autor y luego quiso comprárselo. Pero Carlos Frattini, dueño de esas raras habilidades, le dijo la verdad: significaría para él todo un honor que el maestro lo tomara como un regalo.
"Me gustaría verlo cuando salga en libertad", le respondió Soldi. Y cumplió con su palabra. Lo apadrinó y lo ayudó para que hiciera una exposición de dibujos en el centro de Buenos Aires: ese día Frattini tuvo sus quince minutos de fama. Vinieron de la radio y la televisión, le hicieron notas para una revista, y conoció, entre canapés, a grandes personajes del arte y del espectáculo. Soldi le recomendó que, con semejante talento, se dedicara a dibujar día y noche, pero la vida en libertad no era tan sencilla. Al cabo de un tiempo, Frattini desilusionó al maestro y volvió a su viejo oficio: el de "escruchante".
La novelesca desventura de Frattini, que pasó 23 años en la cárcel, comenzó mucho tiempo atrás. Específicamente en julio de 1931, cuando su madre murió al darlo a luz y su padre lo regaló a una familia de Pompeya. Ese padre jamás le perdonó aquella muerte, pero cuando volvió a casarse regresó intempestivamente, dos años después, para recuperar a su hijo y llevárselo por la fuerza a un conventillo de La Boca. Alcohólico y golpeador, un día el padre inició un pleito en la mesa y echó al chico de siete años de la casa. Frattini deambuló toda la noche por las calles de Constitución y en un edificio de cinco pisos descubrió que bajo las botellas vacías de leche los vecinos dejaban monedas para el repartidor. Juntó las monedas que pudo, entró en un bar, se compró un diario, pidió un tazón de café con leche y medialunas, y desayunó como un hombre, a pesar de que casi no sabía leer y de que sus pies no le llegaban al piso.
Mientras estudiaba en una escuela y se aficionaba secretamente al dibujo, Frattini trabajaba como vendedor de carne y pescado, canillita y mandadero. Una madrugada su padre lo hizo subir a un barco, quitarse la ropa y colocarse diez relojes en cada brazo para pasar de contrabando. Otro día el hombre volvió enfurecido y asustado porque había sido despedido de la empresa, y llevó a su hijo hasta la calle Tacuarí, apalabró a un funcionario y lo dejó solo y sin explicaciones en ese caserón oscuro: un reformatorio.
En esa escuela del delito, donde intentó fugas y recibió garrotazos, aprendió los códigos tumberos. A los quince años aprovechó el descuido de una mujer y le robó todo lo que llevaba en el auto mientras ella hacía un trámite. Al revisar sus bolsos encontró un fajo gordo de billetes. Más tarde entró como cadete en una boutique de la calle Florida, y se reencontró con un ex compañero de la Tumba. De una cartera arrebatada sacó una dirección y unas llaves, y entró cuando no había nadie en un departamento de Cabildo y se llevó efectivo, oros y brillantes.
Así anduvo un tiempo, en su doble vida, viviendo en una pensión y haciendo plata como podía. Hasta que conoció en un bar a una viuda que le llevaba veinte años y que se volvió loca de pasión por aquel joven vigoroso. Ella vivía en Pueyrredón y Santa Fe, tenía una excelente renta, y lo convenció de abandonar la boutique y dejarse llevar por la vida. Se dejó llevar. La dama le compró ropas, lo invitó a los mejores restaurantes, lo llevó de viaje, lo animó a que dibujara y al final le reveló que tenía cáncer y que se iba a morir.
Se murió nomás, y Frattini quedó en Pampa y la vía. Empezó de nuevo en la calle y en la soledad más absoluta, porque su padre no hacía más que expulsarlo de su lado y caer preso. Siguiendo el ejemplo paterno, contrabandeó mercadería y fue rebuscándosela para salir adelante. Cuando le empezó a ir demasiado bien unos policías lo secuestraron, lo metieron en una casa y le dieron picana hasta hacerle prometer que lo vendería todo y que les entregaría el botín sin chistar. Se los entregó, y tuvo que volver a las yales y a las "petisas", las llaves que más se utilizaban en aquellos años ingenuos.
Los escruchantes eran, en esos tiempos, amigos de lo ajeno que jamás usaban pistolas ni cuchillos ni violencia. Y tampoco ganzúas: Frattini cargaba en la cintura, tapados por el saco, dos pesados llaveros. Probaba una tras otra y rara vez se le resistía una cerradura. Aprovechaba la hora de la siesta, donde los vecinos están en el trabajo y los porteros descansan, para entrar en edificios céntricos y opulentos. Robaba todo lo que tenía valor, y revendía el oro y las joyas en la calle Libertad. Así de simple. Con mucho riesgo y adrenalina, pero sin producir rasguños ni daño personal.
Nunca le gustaron las armas a Frattini, pero aceptó guardarles dos pistolas a unos ex compañeros de correrías. Una mañana se encontró con el cañón de una 45 en la frente. Era otro grupo de la Federal: alguien lo había "vendido" y cuando lo sacaron a golpes de la cama encontraron bajo el colchón las dos armas de guerra.
Fue a parar por primera vez a Devoto, donde se reencontró con otro ex compañero del reformatorio, un chico rubiecito a quien un preso viejo codiciaba. "Mirá la rubia qué buena que está", dijo el matón. Frattini tomó un calentador de querosén y le partió la cara. El matón fue al hospital del penal y Frattini a una celda asfixiante, pero entre esa muestra de fuerza y la versión jamás desmentida de que en la calle andaba calzado con dos pistolas de grueso calibre, nadie volvió a molestar al escruchante. Todo lo contrario. Jorge Villarino, alias el rey de las fugas, un personaje legendario que se había escapado de todas las prisiones, lo invitó a integrar su equipo de fútbol. Villarino era "caño" y Frattini era "llave", pero igualmente se llevaron bien. Frattini era muy hábil con la pelota, y el pistolero le tomó cariño. "Jorge, usted no es ladrón", le dijo una vez. Sonaba a ofensa, y por mucho menos Villarino le habría quebrado la cabeza a cualquiera. "El ladrón verdadero no pide la guita, la roba -dijo Frattini sonriendo como si explicara un acto de magia-. Usted encañona y la pide. En cambio, yo simplemente la robo."
Eran otras épocas. Prácticamente no existía la droga y se respetaban ciertas reglas de honor interno. "Cuando escuchábamos que un ladrón moría en la calle se apagaba la radio, no se oía música y guardábamos luto en Devoto -cuenta-. Hoy no hay respeto ni códigos. Hay paco. La droga y la corrupción pudrieron todo." El escruchante presenció fugas y peleas, y salió libre en 1955. Intentó una y otra vez que su padre lo aceptara nuevamente en su casa, porque adoraba a su madrastra y a sus hermanas. Pero siempre el hombre se interponía y le cerraba la puerta en las narices.
Más allá de esa picaresca del ladrón elegante que Frattini encarnaba, el chico real trataba de no caer del otro lado de la línea, pero era también un barrilete sin cola y la correntada del destino lo devolvía una y otra vez a las cerraduras y a las alhajas. Regresó a Devoto dos años más tarde. Pasó luego a la Penitenciaría de Las Heras y después al penal de Santa Rosa, donde encabezó un motín por una injusta golpiza que los guardiacárceles le habían propinado a un camarada.
Cuando recuperó la libertad se dedicó a pulir hasta la perfección el arte del escruche. Operaba en las zonas de Barrio Norte, Palermo y Caballito. Lo hacía de 13 a 16, sin francos, desvalijando departamentos lujosos y casas solitarias. Tenía, de vez en cuando, algún tropiezo: una vecina que volvía antes de tiempo o un portero empeñoso. Pero la cosa no pasaba de un empujón y una corrida. Los amigos de la calle Libertad pagaban bien la reventa, y Frattini se compró trajes caros y un Cadillac convertible. Para ese entonces había podido ahorrar un millón de pesos, y pensaba seriamente en invertir en un negocio legal y abandonar el yeite. Pero la ambición lo perdía, y no lo dejaba soltar ese fierro caliente: cuando no robaba se sentía culpable, como si estuviera en falta. Como un trabajador adicto que sufre en los fines de semana largos. Cuando Dios da un don da un látigo, dice el refrán, y suena a herejía en este caso. Pero es que los caminos de Dios son misteriosos.
Frattini andaba de novio con una mujer a quien le decía que era un próspero comerciante. Y estuvo incluso a punto de creérselo: quería casarse. Una tarde iba para el cine, pero no pudo con su genio y entró en un edificio de Moreno y Piedras. Había efectivo y joyas, y un valioso reloj de bronce sobre la cómoda. En eso estaba cuando seis policías irrumpieron en el lugar y lo detuvieron. "Te salvaste porque no llevabas encima ni un cortaplumas", le dijeron. Si lo hubiera portado no contaba el cuento: "Te boleteábamos". Le estuvieron dando puñetazos y patadas tres días. Perdió la novia, el Cadillac y los ahorros, que fueron a parar a sus abogados. Terminó en Devoto, donde lo recibieron con apremios ilegales y con treinta días en solitario, a pan y agua, y con un frío paralizante.
Cuando llegó al pabellón, se acomodó como pudo y comenzó a hacer retratos: los presos le daban la foto de la novia o de la madre, y le pedían un dibujo. Frattini les cumplía y canjeaba sus retratos fidedignos por alimentos. Junto con un amigo comenzó a enviar cartas al correo de una revista brasileña. Lo hacía por diversión y para levantarse chicas. Firmaba Carlos Alberto del Solar Frattini y decía que era estudiante del barrio de Devoto.
Las respuestas que venían eran escandalosas. Hubo un momento en el que algunas mujeres se les declaraban enamoradas, y había que decirles que ellos estaban presos. Eso no hacía mella, sin embargo, en el corazón femenino. Al salir, Frattini fue en busca incluso de una de ellas. Eran romances postales, pero romances al fin. Viajó a Uruguay para eso, y para hacer de paso algunos "trabajos". Cuando salía de un chalet lujoso lo esperaba un pelotón de policías orientales. Se lo llevaron, lo pusieron sobre el elástico desnudo de una cama y le dieron horas y horas de picana eléctrica. Estuvo tres meses preso y al regresar a la Argentina conoció a Graciela, una mujer en serio, y se casó con ella a fines de 1968 con la idea de abandonar la mala vida.
No tuvo, por supuesto, la voluntad para hacerlo. Y hasta aprovechaba las vacaciones playeras con ella para robar chalets y mansiones en la costa. Finalmente, cuando la comedia fue insostenible y ella quedó embarazada, Carlos le dijo a Graciela la verdad. Su esposa estuvo todo un día en silencio, tratando de asimilar el golpe, y al final le dijo que lo amaba, pero que debía ponerle fin a su carrera.
Al nacer su hija Clara, la presión por enmendarse aumentó. Una mañana, leyendo el diario, Carlos descubrió una nota titulada "Emulos de Raffles", donde se lo acusaba con nombre y apellido de haber robado dos joyerías. No era cierto, pero parecía que toda la policía del país lo andaba buscando. Estuvo escondido un tiempo, lleno de paranoias, y luego volvió a las andadas.
Su mujer no preguntaba demasiado: Frattini robaba casas en Buenos Aires, en Mar del Plata y en Punta del Este. Tuvo dos años de "trabajo" intenso y aunque lo capturaron dos veces, pagó a los policías bajo la mesa y siguió adelante. Pero la tercera fue la vencida: un comisario que quería ascender ordenó picanearlo hasta dejarlo agonizante. Seguían con la idea de que había cometido el robo más grande de la década. Los investigadores de todas las brigadas desfilaban para verlo como si fuera un animal exótico. Graciela y Clarita, abatidas por la situación, lo visitaban en la sombra.
Frattini, muerto de vergüenza, volvió a las ranchadas y a los dibujos. Fue durante aquellos años en los que Raúl Soldi se interesó por su trabajo de retratista, y cuando al regresar a la calle intentó ser pintor y vivir honestamente de las artes plásticas. Graciela quedó de nuevo embarazada y dio a luz a un niño: Hernán.
Se les venía encima la dictadura militar, y Frattini no podía mantener a su familia vendiendo un cuadro por mes. Le dijo a Graciela que lo había contratado una inmobiliaria y volvió a los llaveros. Y después de una infinidad de desventuras, a la comisaría, a la picana, a las palizas y a la cárcel por grave reincidencia. La condena era inapelable: once años de prisión. Frattini le pidió perdón por última vez a Graciela, y ésta llevó a los chicos a la segunda visita, les pidió que se despidieran de su padre y cuando Carlos vio que se iban se dio cuenta de que lo hacían para siempre. Las rejas se cerraron, y el escruchante tuvo la lucidez de entender que había perdido a su familia, y que no tenía nada. Que la suma daba cero.
La soledad que había sentido aquellos primeros días de su infancia, y que no lo había abandonado nunca, se había hecho profunda, amarga y lacerante. Tenía que remontar el larguísimo, interminable encierro, y tenía que hacerlo como Cristo en su calvario, sin ahorrarse nada.
No se ahorró nada. Vivió su penitencia en esa catedral de la miseria, el vicio y la crueldad. Y fue trasladado al cabo de varios años a la Unidad 9, un penal federal de máxima seguridad que queda en Neuquén. Viejo y domesticado, sin el glamour ni la picardía ni los ánimos de antes, Frattini fue puesto en libertad un día, beneficiado por su buena conducta. Lo dejaron en esa ciudad desconocida. No tenía más que un bolsito y un teléfono: Graciela le respondió que no quería verlo más. Carlos se hizo cocinero y dibujante, buscó y buscó un trabajo estable y jamás volvió al robo ni al hurto. La policía lo acosaba cada tanto y le quería colgar algún sambenito, pero Frattini se mantuvo limpio y fuera del delito. Le negaban un empleo en cualquier empresa privada y una vez estuvieron a punto de contratarlo como portero de un edificio. ¿Quién mejor que un escruchante redimido para esa faena? Pero sus antecedentes le desbarataban todos los deseos.
“Te ponías nervioso porque te estabas jugando la libertad por sobre todas las cosas”
Hizo amigos decentes y verdaderos en la Patagonia y a la primera de cambio viajó a Buenos Aires en micro y trató de que le permitieran ver a Clarita. Tampoco lo consiguió. Le dejó un ramo de flores en el umbral de su casa y al día siguiente volvió a la carga: sabía que estudiaba en un secundario comercial cercano a una boca del subte. Recorrió todas las escuelas de la Capital que estaban cerca de alguna línea subterránea. Preguntaba y preguntaba, y nadie la conocía.
En plaza Lezica, unos jubilados le hablaron de un colegio a cinco cuadras de la estación Río de Janeiro de la línea A. "Estoy buscando a mi hija -le dijo a la directora-. Hace casi siete años que no la veo. Vengo desde Neuquén solamente para verla." La portera trajo a Clara Frattini a la dirección. Carlos no podía abrir la boca. "Su padre quiere hablar con usted", dijo la directora. La chica posó sus ojos en Carlos y le dijo: "Hola, papá". El curtido ladrón de casas se quebró en un llanto largo y la abrazó: "Nunca quise abandonarlos, te lo juro -le decía-. Te lo juro".
Lo conocí a Carlos Frattini cuando yo era todavía un cronista policial de paso por el Sur. Estuve cinco años viviendo en esa ciudad, y cuando leí su testimonio, conocí a la gente que lo quería y vi los dibujos que trazaba, sentí una irresistible simpatía por aquel perdedor.
Durante años planificamos un libro que nunca escribí, y que iba a tratar de explicar, sin justificación alguna, cómo la delincuencia se forja en la primera niñez y por qué luego se transforma en un laberinto sin salida. Frattini me enseñó de paso muchas cosas sobre ese mundo lleno de héroes y canallas. Donde a veces los héroes hacen grandes canalladas y los canallas son capaces de actos heroicos. Donde en ocasiones, no se trata de una lucha de buenos contra malos. Sino de malos contra peores. Y donde las cosas nunca son lo que parecen.
Se enamoró de una viuda con hijos llamada Cristina, y tardó mucho en atreverse a revelarle su pasado. Cristina lo aceptó tal como era: ahora sus nietos le dicen "abuelo". Carlos lleva 25 años alejado de las cárceles y de los robos, 18 años de feliz matrimonio y 12 años de empleado ejemplar del Patronato de Liberados de Neuquén. En esa dependencia oficial, durante los primeros tiempos, Frattini se reunía con reclusos y ex convictos. A todos trataba de convencer de que el delito era mal negocio. Les mostraba, como si fuera una ecuación matemática, que en esas actividades se perdía más de lo que se ganaba, y que eso ponía en discusión quién era verdaderamente el vivo y quién era un gil.
Hizo varias exposiciones con sus dibujos sombríos y a la vez vivaces, su cuadro Mesa de café estuvo colgado en el Palais de Glace y ahora intentan hacer un documental sobre su periplo.
No fuma, no bebe, está a punto de cumplir 78 años, se siguió viendo con su hija Clarita y hace unas semanas recibió una llamada sorpresiva. Su hijo Hernán, que jamás había querido verlo, telefoneó a su casa de Cipolletti. Frattini hacía rato que había perdido las ilusiones. Los mensajes que le enviaba a través de Clara caían en saco roto y Carlos no quería forzar ningún encuentro.
Después de 33 años de silencio y ausencia, Hernán le dijo: "Mirá, papá, hay cosas que todavía no me cierran de vos, pero nos vamos a ver. Sólo que me tengo que preparar". Frattini, con lágrimas en los ojos, le respondió: "Yo tengo toda la culpa. Toda, toda. De lo único que no tengo la culpa es de haberte abandonado, hijo. Porque no te abandoné. Créemelo". Hernán le dijo simplemente que lo volvería a llamar. Cuando colgó, Frattini se quedó mudo, mirando la pared. El precio es tan alto. Es tan alto que no hay negocio que lo pague, muchachos.
Si ahora pudiera retratarse a sí mismo, con aquella pericia que Soldi tanto admiraba, Frattini se dibujaría en esa misma posición. Taciturno. Esperando aquella llamada que no termina de llegar.
© Escrito por Jorge Fernández Díaz en el Diario La Nación de la ciudad Autónoma de Buenos Aires, el sábado 20 de junio de 2009, Día de la Bandera
Los 23 años que pasó en total tras las rejas por robar le sirvieron a Carlos Frattini para dar un giro en su vida y contar su historia en un libro.
La entrevista es a Carlos Frattini, un hombre de vida dura que supo recuperarse. En la actualidad, es la figura central de un documental pronto a estrenarse dentro de todos los proyectos de la cooperativa La Coosa. Su biografía está disponible en esta organización y puede adquirirse a sólo 40 pesos.
Carlos Frattini abre la puerta de su casa con la misma tranquilidad con la que tantas veces abrió otras para entrar al mundo de lo ajeno. La misma con la que también las cerraron a sus espaldas cada vez que entraba a su celda.Con la mirada cansada, propia de aquellos hombres curtidos por un pasado duro, sabe que su historia le puede servir a muchos.Atrás quedaron las épocas de “escruchante”, ese viejo oficio, enfermizo y adictivo según él, que le permitía darse los gustos y vivir de forma holgada al violar las cerraduras.Marcado por una infancia dura gracias a un padre borracho que lo había dejado a una familia el mismo día de su nacimiento y de la muerte de su madre y que luego lo secuestrara, Frattini vio en el delito una forma de vida donde podía subsistir. Tal como hizo hasta mediados de los 70, cuando todo lo que tenía se le escapó de las manos.Dibujante nato y escritor por vocación, reflejó su historia en un libro best seller y eventual disparador de un documental sobre su vida actualmente en producción.Atrás quedaron esos años en los que no veía otra posibilidad cuando un indulto del presidente Raúl Alfonsín le dio la libertad en plena democracia. Más lejanos aún los tiempos en los que, una vez afuera, le costó encontrar el rumbo, ya sin su familia pero con el ferviente deseo de cambiar luego de pasar en total más de dos décadas tras las rejas. Pero, los prejuicios todavía están presentes. Y eso le duele.
¿Cómo es el perdón de la sociedad y el propio perdón interno de la persona que acaba de cumplir su condena?
Perdón de la sociedad, no tiene. Lo podés ver en los diarios y en la televisión. No hay perdón. Ha cambiado mucho la manera de actuar de la delincuencia. Y en algunos casos se justifica que vayan presos por las locuras que hacen. Hoy te matan por robar un peso, una bicicleta, una zapatilla o una campera. Es un desastre. Es otro tipo de delincuencia, hay otros códigos. Antes, no se mataba por matar ni se pegaba por pegar. Yo conocí gente de la pesada que lo único que hacía era mostrar el arma en la cintura y nada más. A lo sumo, muy de vez en cuando se tiroteaban con la Policía como para poder irse, sino caían presos. Pero no se mataban como ahora.Nosotros antes teníamos un código que, por ejemplo, cuando caía un chico jovencito; como los de ahora de 19 y 20 años que violan, matan, se enfalopan y hacen desastres; decían que, por culpa de ese pibe, toda la sociedad involucraba a todos. Y hay ladrones y ladrones. En el caso mío y el de los muchachos que andaban como yo, no llevábamos armas. Cuando entrábamos a un lugar, entrábamos cuando no había nadie. Sino, no hacíamos nada. Si hay algo que los jueces en mis causas justificaron fue el no peligro personal para la víctima. Y esto fue lo que me salvo a mí de muchísimos años de condena.
Hay una historia de su época en la cárcel de Devoto que le dio el sobrenombre de “Pistolas” que cuenta que, cuando le preguntaron por qué no llevaba armas usted dijo: “Con una pistola cualquiera puede robar”…
Yo tenía amigos de los pesados en la cárcel. Siempre nos juntábamos en el recreo con Villarino, los hermanos Prieto y los Alonso, piernas bravísimas que andaban con caños asaltando camiones, bancos, lo que sea.A veces nos cargábamos. Yo les decía: “Ustedes no roba. Ustedes entran y dicen ‘dame la plata’. Eso no es robar. Eso es pedir y usar la fuerza”. Y siempre me corrían por el patio. Todas estas cosas las decíamos en broma pero a veces les caían mal. Por suerte, yo siempre fui un tipo respetado adentro. Ese era otro de los códigos que habían y que hoy no creo que existan. La persona que realmente en la calle andaba haciendo lo que estaba haciendo tenía un tremendo valor como hombre si cuando caía preso, no delataba a nadie, o se la comía solo. Eso era de un valor tremendo para dentro y un respeto que tuve siempre.
Cuando “trabajaba”, ¿qué imágenes pasaban por su cabeza? ¿Qué sentía?
Es jodido explicarlo. Cuando la llave giraba era una sensación de tremenda alegría, de triunfo. Pero tenía otra sensación de la que yo me di cuenta más tarde. Aunque yo no lo aparentaba, me ponía nervioso. Cuando entraba en el edificio, tenía siempre que ir a orinar. O sea, algo del sistema nervioso andaba en el cuerpo. Inconscientemente, uno estaba nervioso. Y era obvio. Inevitablemente, te ponías nervioso porque te estabas jugando la libertad por sobre todas las cosas. Y eso que yo salía todos los días a trabajar, a pesar de que tenía mucha plata en el bolsillo.
¿Alguna vez pensó dejar la actividad?
No es que se me haya ocurrido dejarlo, sino que tuve un montón de posibilidades de hacerlo. Pero, hay un problema y es el de la sociedad. Yo cuando salí en el año 1976, me contactó el maestro Raúl Soldi por un dibujo que hice de Borges, en una exposición que hicimos en la capilla de Devoto. Eran tan buenos los trabajos que nos hizo exponer treinta días en el Teatro San Martín. Pero los tuvimos que sacar porque los demás expositores se quejaban que era poca la gente que iba a ver lo suyo. Es decir, tuvimos que levantar porque “se acaparaba toda la atención”. Al poco tiempo, yo lo voy a ver a Soldi y le agradezco todo lo que hacía pero le dije que necesitaba un trabajo. Él me contesta que yo era un artista. Y terminamos haciendo otra exposición. Fueron muchos artistas y estaba Andrea del Boca a la que, con sus diez años, le hice un retrato. En esa época conocí la hipocresía de muchos. A varios yo les había hecho dibujos y me costó que me pagaran por ellos, tal como fue el caso de Ariel Ramírez, el de Misa Criolla que fui a ver seis veces para cobrarle, y Mirtha Legrand, por decir algunos nombres. Y así fue como de a poquito se me fueron cerrando las puertas, me iba quedando sin laburo -por suerte mi señora trabajaba pero no alcanzaba para vivir- y me junté con un par de amigos más y salí a hacer lo mío.Y esa vez, el 5 de enero de 1978 volví a caer preso y perdí todo lo que tenía. Cuando me dio la oportunidad Soldi, mi señora me había dicho: “Mira, Carlitos. Yo te banco todo pero esta es la última”. Realmente me había bancado todo. Hay que querer mucho a una persona para hacerlo.Pero, en diciembre de 1980, faltando cinco minutos para que terminara el horario de visitas, ella vino con mis hijos, Clara y Hernancito de un año y medio, y me dijo: “Despedite”. Después de eso, no los vi más. A mi hija, sí. A mi señora y a mi hijo, no. Igual, no les puedo reprochar nada. En lo absoluto. Y menos aún, ahora que estoy curado.
Robar, entonces, es una enfermedad…
Para mí sí porque me ocurrió. Yo tenía un Falcon. Salíamos a trabajar todos los días de semana, a partir de las 9 que era la hora en la que los porteros cerraban las puertas de los edificios. La ventaja que teníamos era que estaba oscuro y cuando entraba alguien prendían la luz del pasillo. Me acuerdo bien de un domingo hermoso. Mi señora me pregunta porque no íbamos a Palermo a tomar unos mates y comer unos sándwiches. Me acuerdo que estábamos en camino y veo un edificio de departamentos bien cerrado. Así que paro el auto y me bajo. “Tengo un tipo ahí enfrente que me debe plata. Voy a ver si lo encuentro. En dos minutos vuelvo”. Voy al edifico, lo abro. Subo al cuarto piso, regresó al auto y seguimos el camino. Esa noche cuando me acosté, me puse a pensar. “Mi Dios. ¿Qué hice?”. Necesitaba entrar a un edificio. Una cosa de locos. Me puse mal. Por eso, lo tomé como una enfermedad. Era un vicio.
¿Cuándo surgió la necesidad de plasmar su historia en un libro?
Los directores me pedían que les hiciera dibujos de sus hijas. Entonces, yo ahí aprovechaba y pedía algunas cosas como cambiarme de pabellón, entre otras cosas. Siempre traté de pasarla lo mejor posible. También, me comí un par de calabozos, patadas y trompadas.Un día me dije «voy a empezar a escribir lo mío». En Devoto, se me hacía difícil porque no se podía escribir un tema policial y menos mencionándolos a ellos. Cada vez que había una requisa tenía que esconderlas. Nunca me las encontraron. Acá, en la Unidad 9, nunca tuve problemas. Dibujaba y escribía tranquilo. Y cuando lo hacía y lo hago, tanto acá en casa como afuera, me siento en otro lado.El borrador lo hice cuatro veces. Lo acomodaba y le agregaba cosas. Se lo entrego al periodista Jorge Fernández Díaz, cuando me lo pidió para una nota en el diario “La Mañana”. Lo leyó y luego me llamó. “Esto es una barbaridad”, me comentó. Y así fue como se fue escribiendo, con la ayuda de otro periodista del diario La Razón.Yo siempre digo que si los jueces saben cuántas horas les robé, les debo un par de años largos porque mientras dibujaba o escribía estaba en libertad. No estaba preso.
¿Cómo fue la primera vez que dio una charla en una cárcel?
Fui confiado y lo sigo haciendo. Cuando nos sentamos por primera vez en la Unidad 11 con los muchachos, lo primero que les aclaré fue que no iba a darles ningún consejo. Simplemente les iba a contar algo de mi vida para que ellos saquen sus propias conclusiones.Los chicos estaban tomando mate y me prestaron mucha atención. En la 12, había un grupo que estaba alejado de nosotros, sin prestarnos atención. “¿No te arrimás, negro? No, estoy tomando mate. Mira que yo soy de la parte de ustedes”. Se río pero no se acercó. Son anécdotas que ocurren con tipos con berretines, que yo también los tuve.En el Patronato de los liberados, cuando leo las cosas que les dicen los presos a los celadores, me sorprenden. Siempre le digo al que trabaja conmigo que “si estos turros le dicen lo mismo a uno de Devoto, es la última vez que lo dicen”. Son berretines de hacerse ver con la Policía, de la guapeza de uno. Pero hay que ver si se la bancan cuando los golpean y tienen todos los huesos rotos. De todas formas, siempre les cuento que podés tener todo cuando robas. Podés tener una casa, un auto importante, una familia. Pero al final lo perdés todo. No te queda nada.
¿Qué diferencias nota entre el sistema judicial que lo condenó con el actual?
Ha cambiado mucho a favor de la gente que cae presa. Cuando yo caí, me mandaban en bolas acostado en la cama y meta máquina nomás. Si no les convencía lo que decía me pasaban a otra seccional. Y así, diez, veinte días. Lo mismo al juez, que decía: “Vayan a darle un toquecito más”. Así de textual.Ahora, yo lo veo por televisión, caigan por violar o por matar, y al otro día están en el juzgado. Se comerán un par de días incomunicados y algún par de patadas. Ha cambiado el sistema para bien en este sentido. Uno lo cuenta ahora y se le vienen las imágenes de esos momentos. Boca arriba, con una almohada tapándote la cara y alguien diciéndote: “Si querés hablar, mové las manos”. Te quemaban vivo. Y a veces te metían una toalla mojada con agua caliente y te arrancaban la carne.Eso sí. Ahora en los motines, los ataques que te muestran por televisión como pasó en Sierra Chica, le ocurren a los violadores, a los que mandaron en cana a alguien, a los que se acostaban afuera con las señoras de los que estaban adentro. Salta la bronca. En esos motines, no se salva nadie si hizo algo malo y estaba adentro. Por eso, digo que hay que saber convivir.
© Escrito por Pablo J. Frizan en http://euriskonqn.blogspot.com