El Belgrano, Malvinas
y las memorias…
Sitio del hundimiento, 2003. Por: Leonardo Marcial García. Foto del
Archivo del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur.
El 2 de mayo de 1982
el Conqueror, un submarino británico, torpedeó al crucero A.R.A. General
Belgrano (C-4). 323 marineros provenientes de todos los rincones del país
murieron durante el ataque. Fue el fin de cualquier posibilidad de negociación.
En este aniversario, el director del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur
elige recordar las vidas truncas y los tremendos testimonios de lo que
significó sobrevivir a ese océano embravecido. Crónica de un momento clave en
la historia de la Argentina.
© Escrito por Federico Lorenz el domingo 01/05/2016 y publicado por
la Revista Haroldo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los
Argentinos.
El 2 de
mayo de 1982 el Conqueror, un submarino británico, torpedeó
al crucero A.R.A. General Belgrano (c-4).
Con este ataque, que Margaret Thatcher ordenó expresamente, Gran Bretaña puso
fin al diálogo diplomático. Los británicos hundieron las negociaciones para
evitar el enfrentamiento al precio de más de tres centenares de vidas argentinas.
A las
16:23 de ese día, el comandante Héctor Bonzo ordenó abandonar el barco. En
menos de una hora, el Belgrano, que transportaba 1093 tripulantes, se hundió.
Uno de los oficiales a bordo, el teniente de fragata Martín Sgut, registró con
su cámara la secuencia fatal. La imagen de los cañones del crucero apuntando
hacia lo alto entre un bosque de balsas anaranjadas, con un cielo gris de
fondo, es uno de los emblemas de nuestra historia reciente. La historia de las
fotos de Sgut, vendidas a un medio extranjero por un oficial de inteligencia
naval, que fue condenado posteriormente, es una historia en sí misma. La
historia del A.R.A. General Belgrano (c-4),
sobreviviente de Pearl Harbour: comprado a Estados Unidos en 1951, rebautizo 17
de Octubre para ser una de las naves que se unió al golpe de
1955. La nave, hundida en 1982, era en sí una metáfora nacional.
323
marineros provenientes de todos los rincones del país murieron durante el
ataque o después, en las balsas salvavidas, víctimas de la helada noche del
Atlántico Sur. Los náufragos, heridos, quemados por la explosión y con
hipotermia, fueron rescatados al día siguiente por aviones y barcos argentinos.
Las operaciones de rescate continuaron hasta el 9 de mayo.
Quisiera
detenerme, sobre todo, en las vidas truncas o que cambiaron para siempre ese
día. En el Museo Malvinas elegimos para difundir nuestra iniciativa de
homenaje, una foto que fue tomada en el sitio de hundimiento tres décadas
después. Impresiona la altura de las olas; conmueve imaginar el frío letal de
ese Atlántico que enfrentaron como náufragos.
La
decisión política británica de hundir el crucero, cuando se alejaba de la zona
de exclusión dispuesta unilateralmente por los británicos, anuló
cualquier posibilidad de negociación. Esto es innegable.
Pero quisiera
detenerme, sobre todo, en las vidas truncas o que cambiaron para siempre ese
día. En el Museo Malvinas elegimos para difundir nuestra iniciativa de
homenaje, una foto que fue tomada en el sitio de hundimiento tres décadas
después. Impresiona la altura de las olas; conmueve imaginar el frío letal de
ese Atlántico que enfrentaron como náufragos. Nunca nos podremos acercar lo
suficiente a las situaciones vividas durante esas horas.
Cada
balsa se transformó en un mundo frágil en un océano embravecido, habitadas por
hombres que para enfrentar uno de los climas más hostiles del planeta sólo se
tuvieron a sí mismos, y a sus compañeros. Veamos uno solo de los tantísimos
testimonios:
“Cada
uno de nosotros se acomodó lo mejor que pudo y se cerraron las aberturas de la
balsa, con lo que quedó convertida en una cápsula. En un primer momento las
balsas se amarraron entre sí para no separarse y tener más posibilidades de ser
halladas, pero al desmejorar las condiciones del tiempo, los tirones del oleaje
obligaron a separarlas ante el riesgo de naufragar (...) Estábamos empapados,
ateridos de frío. Tratábamos de acomodarnos como se podía. Sentados muy juntos,
codo con codo, las piernas dobladas sobre el cuerpo acalambrado. Y el miedo. Y
la desesperación. Y los heridos que luchaban por sobrevivir. Tendido sobre
nuestras rodillas iba el suboficial Ávila, que había sufrido tremendas
quemaduras. No daba más, gemía continuamente. Cada movimiento, cada gota de
agua salada que apenas lo rozaba, era suficiente para que estallara en gritos
de dolor. Nos suplicaba: ‘¡Tírenme! ¡Háganme cualquier cosa, ya no doy más!’
Pero, ¿qué podíamos hacer? No teníamos nada para ponerle sobre las sangrantes
ampollas, ni siquiera podíamos mover las manos. Un soldado tenía quemada la
cara, iba con la cabeza baja, tratando de taparse las heridas con el brazo como
una forma de protegerlas y evitar más sufrimientos. Y también, sentado y
sostenido por nosotros, llevábamos a un compañero que había muerto unos
momentos antes (...) La noche se hizo eterna. Los rezos, los gemidos, los
huesos entumecidos. Todo se confundía. Todo formaba parte de la agonía
compartida. El viento arqueaba la balsa y la lluvia no cesaba de castigarla con
fuerza. La fe era el único generador de confianza, pero por momentos flaqueaba.
¿Dios nos estaba mirando? La espera se tornaba interminable. ¿Dónde se
encontraban los que nos tenían que rescatar? ¿Cuánto tiempo más podríamos
aguantar? Nadie dormía, ni siquiera nos permitíamos cerrar los ojos. La tensión
era total. Siempre atentos a cualquier ruido que nos pudiera indicar que habían
venido por nosotros. La mirada fija en el techo de la balsa esperando una luz
que nos manifestara que todavía era posible la vida”[1]
Recordar la guerra, claro, tiene mala
prensa. La tenía entonces, en 1982, porque olía a asesinos y dictadores. Pero
esa fue una generalización injusta cuyas consecuencias arrastramos hasta el
presente. Si escribo “injusticia”, es porque el 80 por ciento, un poco
más, de quienes combatieron en Malvinas, eran soldados conscriptos, hijos del
pueblo cumpliendo con un deber cívico. Como si fuera lo mismo Verónico Cruz, el
alumno de Juan José Camero en La deuda interna (1988) que
conoce el mar como tripulante del Belgrano, que Chamorro o Astiz.
Me pregunto cuánto de esa mala prensa
que tenía entonces hablar de Malvinas, y por extensión todos los que habían
combatido allí, la arrastramos hasta el presente. Cuánto de esa cerrazón a
pensar en las experiencias de nuestros combatientes tuvieron que ver con las
pésimas condiciones en la que regresaron a vivir a sus barrios, sus ciudades,
sus provincias, los que sobrevivieron.
Hay muchas marcas en la literatura
reciente argentina que tienen que ver con el hundimiento del crucero. Pablo De
Santis, en La marca del ganado, evoca una matanza de animales en un
pequeño pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires, que en la época
fueron atribuidos a visitantes extraterrestres. El ganado aparece mutilado de
modo extraño.
Es
llamativo el hecho de que muchas de estas historias tienen por protagonistas a
las víctimas desaparecidas del Belgrano, hundido por los británicos. ¿Acaso
porque su destino se asemeja al de las víctimas del terrorismo de Estado? En
efecto, la inmensa mayoría de las 323 víctimas del A.R.A. General Belgrano (c-4) figuraron como “desaparecidos”: están en el fondo
del mar.
Pablo Ramos, en “El alimento del
futuro” narra la historia de Gaby, un marino sobreviviente del crucero A.R.A. General Belgrano (c-4) que ha regresado cubierto de quemaduras a su barrio:
Llegó la noticia quiere decir que
todo el barrio se conmocionó y empezó a salir a la calle espontáneamente para
terminar en una especie de procesión frente a la casa de la familia de nuestro
amigo. De golpe la gente se juntaba en silencio y sin bandera sin cantar nada y
con unas caras de algo que a mí me pareció en un principio sólo preocupación y
que después entendí como preocupación y culpa (...) Alguien real, alguien a
quien solíamos ver todos los días del año, flotaba ahora perdido, vivo o muerto,
en el mar helado del sur. No era una noticia en el diario, no era un
número anónimo y lejano, era “el Gaby”, el que me había puesto de titular en un
partido contra Dock Sud. El que lloró cuando en el sorteo de la colimba le tocó
la Marina, no por tener que hacer la conscripción, sino porque iba a tener que
cortarse el pelo.[2]
El cuento plantea la contradicción
que vivieron los soldados cuando regresaron de la guerra:
-Está arrasado –le dijo papá a mamá,
luego, en casa —y encima estos estúpidos lo tratan al pibe como si hubiese sido
una víctima. Es un héroe de guerra. Los que lo mandaron a la guerra son
unos asesinos y los ingleses, ya lo sabemos, la peor de todas las basuras de
esta tierra.
Pero ese chico es un héroe (…) Está
quemado en el 60 por ciento del cuerpo y tiene la espalda rota. Ya no va a
caminar ni a tocar la guitarra ni nada de lo que le gustó toda la vida. Y eso,
porque se metió una y otra vez, entre el fuego y los fierros al rojo, para
rescatar a sus compañeros.[3]
Sobrevivientes, la novela de Fernando Monaccelli, también tiene
por tema el hundimiento del crucero: evoca la reaparición de un muerto en una
balsa, hallada entre los hielos de la Antártida. Con la novedad de que lleva
entre sus ropas un cuaderno donde su madre lee que al momento de morir estaba
esperando un hijo. La búsqueda de los nietos, la pelea por la identidad, pero
en un campo que el sentido común puede considerar inhabitual.
Es llamativo el hecho de que muchas
de estas historias tienen por protagonistas a las víctimas desaparecidas del
Belgrano, hundido por los británicos. ¿Acaso porque su destino se asemeja al de
las víctimas del terrorismo de Estado? En efecto, la inmensa mayoría de las 323
víctimas del Belgrano figuraron como “desaparecidos”: están en el fondo del
mar.
Tanto que la familia de uno de los
muertos desaparecidos en el hundimiento del buque, cuando comenzó a funcionar
la CONADEP, pensó que debía presentar su caso allí.
Recuerdo hace unos cuantos años, una
entrevista que le hice a David “Coco” Blaustein. Versaba sobre la militancia y
el exilio, pero de repente, para mi grata sorpresa, Malvinas irrumpió de un
modo potente: “Malvinas me agarra en parte en Nicaragua haciendo un documental
que nunca se terminó sobre los indios Misquitos (...) Me acuerdo
perfectamente estar en Nicaragua y enterarme del hundimiento del Belgrano, en
pleno rodaje de la película... Y me acuerdo que debe haber sido de las pocas
veces en el exilio que lloré, porque de repente se me juntaron las imágenes de
los pibes del Belgrano, hundiéndose, con la figura de Augusto Conte”.
Augusto, el Motudo, el africano, era
su amigo y compañero de militancia, y lo habían secuestrado mientras hacía el
servicio militar en la Armada, el 7 de julio de 1976. “Coco” Blaustein
remataba diciendo: “Y me acuerdo que la imagen que yo tenía mientras lloraba es
que... si el Motudo hubiese sobrevivido, probablemente podría haber perdido en
Malvinas, que era como absurda la asociación, pero era evidentemente una
especie de doble duelo”.
Quiero pensar en esa idea de “doble
duelo” porque creo que ahora que están de moda las grietas, esa es una más grande.
Grande por añeja y, pienso cada 2 de mayo, cada vez que estamos en “los meses
de Malvinas”, grande por injusta.
·
1. (Waispek,
Carlos, Balsa 44. Relato de un sobreviviente del crucero ARA General
Belgrano, Buenos Aires, Editorial Vinciguerra, 1994, pág. 101 y ss.)
·
2. Pablo Ramos,
“El alimento del futuro”, en Marcelo Birmajer y otros, Las otras islas.
Antología, Buenos Aires, Alfaguara, 2012, pág. 107.
·
3. Idem,
pág. 108.