“Vení, putita”: un intento de abuso en el pasillo
de Juan B. Justo, en primera persona…
Un domingo por la tarde, en pleno Palermo, y un
tenebroso episodio a metros de un shopping a cielo abierto. El crudo relato de
una víctima.
© Escrito por Manuela
Fernández Mendy el lunes 30/01/2017 y publicado por Big Bang News de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
El paso a nivel de Soler tiene, tal vez,
uno de los murales más lindos que vi en Buenos Aires. “Es tiempo de brillar”, reza la frase, adornada con venecitas de
colores, que supe retratar y elegir hace casi un año como foto de portada de
Facebook. Es uno de los accesos al nuevo “distrito fashion” de Palermo, el “Bronx”, para los adiestrados agentes
inmobiliarios de la zona. Un shopping que alberga las marcas más exclusivas,
el moderno polo científico y su nueva plaza aledaña, a la que suelo llevar con
frecuencia a mi sobrina de tres años: el combo que acompañó la “lavada de cara” del viejo corredor
ferroviario abandonado de Juan B. Justo.
Todos los días, cuando
vuelvo de la redacción, cruzo el colorido paso a nivel de Soler, a veces
custodiado por un efectivo de seguridad privada que cuida el estacionamiento
emplazado en paralelo a las vías del tren, otras desolado.
Aunque mi cabeza esté inmersa en un océano de
dilemas existenciales, o simplemente perdida en alguna canción que tarareo
mientras camino,todos
los días miro de reojo y con cierta complicidad ese mural. Mi mural.
Un “liviano” episodio de inseguridad, en el
que un hombre me corrió a las cinco y media de la mañana por tres cuadras al
grito de “sos
mía”, me había obligado hace un año a abandonar mi habitual
caminata matutina y reemplazarla por un fugaz viaje en taxi, de sólo seis
cuadras y por el que pago la no tan módica suma de $40 diarios. Entro a
trabajar a las seis de la mañana, horario en el que durante gran parte del año
la penumbra invade las callecitas de adoquines.
“Mejor prevenir, que curar”, suelo excusarme
ante los tacheros, en cuyos rostros se puede ver con claridad la decepción de
haber aceptado un viaje tan corto. El negocio, claro, son las salidas de los
boliches que ofrecen, además, personajes mucho más pintorescos que quien
escribe estas palabras.
Ayer a la tarde apagué la computadora. La
misma en la que estoy escribiendo ahora. Me despedí de mis compañeros y, a
diferencia de mi habitual saludo dominical en el que suelo maldecir con ironía
a algún personaje impuesto por la agenda mediática, les dije: “Me voy a vivir”.
Esas frasecitas que, parafraseando una respuesta que Julio Cortázar le dio al
gran Osvaldo Soriano, terminan convirtiéndose en “proféticas”. “Después,
retrospectivamente, te das cuenta de lo que contenían”.
Salí de la redacción,
ubicada en el corazón de Palermo, y me fui a vivir. Encendí un cigarrillo en la
vereda, acomodé mi cartera y emprendí la misma ruta de todos los días. El
destino: el mural, mi mural. Hacía calor, había bandas tocando en la plaza del
Polo. Minutos antes, mi mejor amiga me había mandado un mensaje diciéndome que
estaba con su hija disfrutando del espectáculo. Pero no llegué a entrar. Un tirón, una navaja y un “vení, putita”, me lo
impidieron.
Desaparecí de la faz de la tierra. Estaba a
diez metros del lugar en el que decenas de personas participaban de un festival
al aire libre. Sólo otros cinco me separaban de una de las avenidas más
transitadas de la ciudad.
Pero ese domingo, a las siete y diez de la
tarde, desaparecí de un tirón de la faz de la tierra. Un hombre me tomó con
abrupta violencia de un brazo, el otro me levantó de la cintura y llevó su mano
a mi boca. Todavía siento impregnado el olor a óxido que emanaba. Fueron dos
precisos movimientos que me sacaron de mi mural y me acorralaron en “el pasillo de Juan B. Justo”.
Sentí la navaja rozar mis costillas e
instalarse con comodidad en mi cintura. El de gorrita, el mismo que me había
deslizado al oído ese repulsivo “putita”, sostenía la punzante amenaza contra
mi cuerpo, mientras procuraba taparme la boca con firmeza –otra vez, el olor a
óxido- y respirarme al oído.
El otro, con la perversión impregnada en sus
apagados ojos, me miraba de arriba abajo. “Mamita”, se regodeó, mientras
comenzó a masturbarse. Se mas-tur-bó: no pienso utilizar un sinónimo suave.
Comenzó a deslizar su mano con velocidad sobre su miembro y le pidió a su
colega que me sacara las calzas. “Rápido boludo, rápido que acabo”.
Nunca me
sentí más sola, ni vulnerada en mi vida. Mi cuerpo temblaba, mis manos no me
respondían y mis piernas comenzaban a aflojarse. Estaba en trance. Sólo podía pensar en una persona, en lo que necesitaba a
esa persona en ese momento. Un escape “feliz” al horror que estaba viviendo.
“Se me cae, se me cae”, gritaba el otro,
lastimándome con la navaja para que me quedara quieta. Y fue ese filo, el mismo
con el que pretendía dominarme y someterme, el que me activó.
Mordí su oxidada mano con el odio condensado
de 28 años de abusos de género. Mordí sus dedos, que ahora impregnaban de sabor
a óxido mi boca, como si les estuviera devolviendo gentilezas a todos los
hombres que, a su manera, me habían sodomizado o sometido. Jefes, ex parejas,
compañeros de trabajo, de colegio, de facultad, profesores. Los mordí a todos.
Vi sus rostros en mi cabeza y clavé con fuerza toda mi dentadura.
“Puta de mierda”, dijo y me soltó con violencia al
piso. Empecé a arrastrarme por el corredor de
tierra, repleto de preservativos y chapitas de cerveza que me lastimaban las
rodillas. El otro, todavía con el miembro al aire, atinó a agarrarme de una
pierna y lo logró. Pero grité. Grité fuerte. Su mano, la misma con la que
minutos antes se había masturbado, no logró llegar a mi boca. Grité tan fuerte
que todavía siento ardor en mi garganta.
Estaba a media cuadra de
la salida del pasillo. A media cuadra del mural que todas las tardes me
invitaba a “brillar”. Escuchaba la música de fondo. Pasó el tren. Seguía
arrastrándome y gritando. Ahora eran dos los que, reincorporados, volvían por
su presa. Pero hubo un valiente. Hubo un hombre
que se metió en el pasaje y los amedrentó con su sola presencia.
Y los compadritos, los machos cabríos que se creían invencibles frente a la
“debilidad física” de una mujer, corrieron como ratas. Los cagones, salvajes e
hijos de puta se escaparon por el pasillo y se refugiaron en el asentamiento
ubicado a pocos metros. El mismo al que nadie se anima a entrar, ni la policía
que, alertada por los cientos de denuncias que los vecinos presentan a diario,
elige mirar para otro lado.
No sé el nombre de la persona que me rescató.
Espero que estas líneas le acerquen mi profundo agradecimiento. Tampoco
recuerdo bien cómo llegué a mi casa. Sé que me bañé durante casi dos horas para
sacarme el olor a óxido que, sentía, se había impregnado en cada centímetro de
mi piel. No hice la denuncia. De nada sirve. La complicidad de la comisaría de
la zona con las “banditas del pasillo” es conocida en el barrio.
Pero elegí dar batalla desde mi lugar. Elegí
convertir mi pluma, o en este caso mi teclado, en un misil. Para que todos
recordemos que esos cobardes no sólo son producto de las políticas de Estado
que excluyen año a año a miles de personas y a las que como sociedad tenemos la
obligación de darles una respuesta, sino que también son hijos, hermanos y
nietos. Alguien los crió. Con alguien brindan en Año Nuevo.
Esta mañana volví a caminar la zona, elegí
que el temor no me paralizara. Me compré el café de todos los días y vine a
trabajar. Ninguno de mis compañeros sabe qué es lo que estoy escribiendo, salvo
mi jefe. Elegí dar pelea y, por sobre todas las cosas, seguir brillando, porque
no soy, ni pienso ser la puta de nadie.