Una profesión indispensable para una
sociedad democrática...
Carlos
Ares reflexiona sobre el rol del periodismo desde la recuperación democrática.
Desde los primeros resquicios, abiertos en plena dictadura por la revista
Humor, pasando por el valor de publicaciones como el Buenos Aires Herald de
Robert Cox hasta la irrupción del tema de la corrupción, de la mano de
Página/12. El crimen de Cabezas, el recuerdo de los más de cien periodistas
desaparecidos y la actualidad de la “militancia periodística”.
Prólogo necesario. Treinta años de periodismo suponen unos 16
millones de minutos, de noticias, de títulos, nombres, fotografías,
programas de radio o de TV, portales, análisis y comentarios
confeccionados y retransmitidos por miles de profesionales. Revisarlos
en un texto breve impone una selección brutal, casi salvaje. Pero, aún
así, el sobrevuelo resulta útil. Revisar es recordar, recordar es traer
al presente las miradas sobre nosotros, sobre lo que pasó, sobre lo que
hicimos, todos.
‘Humor’, fin y principio
El ciclo de la dictadura militar que se inició en 1976 se da
formalmente por concluido el domingo 30 de octubre de 1983, día de las
elecciones que consagraron a Raúl Alfonsín como presidente de la Nación.
Los historiadores advierten que, en realidad, el fin de la dictadura
comenzó a gestarse en junio de 1982, cuando la derrota en la guerra de
las islas Malvinas acabó con el último y desesperado intento de los
militares para mantenerse en el poder.
Pero desde el periodismo podría también situarse ese final en la
entonces imperceptible raja, luego grieta, más tarde fisura y por último
en el inmenso boquete que abrió en la represa de la censura militar la
revista Humor en 1978, antes de que se disputara el Mundial de Fútbol.
Mensual al comienzo, quincenal después, en el número ocho de la
revista ya estaba en la tapa, dibujado ante el tiburón insaciable de la
inflación, el ministro de Economía de la dictadura, José Alfredo
Martínez de Hoz.
Y en el número 15 se atrevieron con la caricatura de Videla.
La revista fue obligada en principio a una “exhibición limitada”,
luego prohibieron una edición, pero ya no podían con ella ni con la
creciente demanda y, en adelante, ya no podrían con nada.
En ese contexto, en el de los años previos a la recuperación
democrática, junto a Andrés Cascioli, Tomás Sanz y toda la tira de
dibujantes y redactores de Humor, debe también releerse a la inolvidable
María Elena Walsh y su estremecedor País jardín de infantes, artículo
escrito en 1979 para la sección Opinión del diario Clarín.
También es un deber rendir tributo al coraje de Robert Cox, el
director del Buenos Aires Herald, a quienes las Madres de Plaza de Mayo
dedicaron años después una solicitada pagada por ellas mismas con el
título: A Roberto Cox, el periodista digno, el hombre íntegro.
El filo de Humor, que se presentaba como “la revista que supera
apenas la mediocridad general”, cortaba el silencio mortal, desintegraba
el autoritarismo, la soberbia y la locura militar, disolvía su poder,
los desnudaba de uniformes y máscaras y los revelaba ladrones e
inútiles.
El efecto del humor fue siempre demoledor para todo tipo de poder que se inviste absoluto e impune.
Ahora mismo, aunque en una escala mucho menor de riesgo, el sarcasmo
de las columnas que escribe cada domingo Alejandro Borensztein en Clarín
y las ironías con que se responde a los dichos del poder en el programa
Periodismo para todos de Jorge Lanata son, en lo inmediato,
políticamente más devastadoras que las denuncias documentadas de
corrupción o mala gestión, causas siempre demoradas en procesos
judiciales interminables.
La imagen de la represa que se resquebraja y se parte, es quizá la más indicada para representar simbólicamente lo que ocurrió.
La sociedad tenía sed de saber todo lo que encubrió la dictadura y que pasaba en el día a día.
Había que sacudirse el gris, el cuerpo, la lengua y, casi, aprender de nuevo el oficio.
La censura militar que reprimía el flujo y dejaba gotear sólo su versión de los hechos se pudrió en su propio embalse.
Hasta el final de la década del 80, el periodismo se desbordó en publicaciones, programas de radio y televisión.
En esos programas había de todo: cómplices de la dictadura,
militantes de los partidos políticos en recuperación y profesionales que
habían sobrevivido en la clandestinidad o que regresaban del exilio.
Medios y política
En el río revuelto se formaban sociedades como la que reunió a la
feudal familia Saadi de Catamarca con ex Montoneros para sostener el
diario La Voz, de la llamada “izquierda” peronista. A su vez, ex jefes
de la organización guerrillera ERP, aportaban fondos acumulados en robos
o secuestros extorsivos para bancar la salida y los pasivos económicos
iniciales del diario Página/12, nacido entonces para “contrainformar” y
revelar lo que el poder quería ocultar y subsidiado ahora con fondos
públicos. El Partido Comunista edita Sur y fracasa. La Junta
Coordinadora del radicalismo, que lideraba Enrique “Coti” Nosiglia,
intenta también tener su propio diario para apoyar al gobierno de Raúl
Alfonsín, electo en octubre de 1983, y desarrolló, con publicidad
oficial y fondos públicos, la última etapa de Tiempo Argentino. Poco
antes, en febrero de 1982, el llamado “desarrollismo” rompía su
histórica alianza política y financiera con Clarín y sus representantes,
entre ellos, Rogelio y Octavio Frigerio, Oscar Camilión y Antonio
Salonia, años más tarde aliados al peronismo como ministros del gobierno
de Carlos Menem. Clarín quedó entonces en manos de la viuda de Roberto
Noble, su fundador, y de un gerente y militante que había llegado con el
desarrollismo, Héctor Magnetto.
Las nuevas tecnologías y la televisión abierta, el llamado “destape”
que se produjo durante los primeros años de la recuperada democracia,
renovó los textos, los diseños, el lenguaje, se instalaba un “nuevo
periodismo” y la libertad se expresaba en los escaparates de los
quioscos, donde se exponían y vendían a la vez, en cantidades que hoy
resultan increíbles, revistas culturales como Crisis y de contenidos
esotéricos, sexuales y diversos como Libre, de actualidad como Gente,
Siete Días, PERFIL y políticas como Somos, nacida en los 70 para apoyar a
la dictadura.
Dante Caputo, canciller del gobierno de Raúl Alfonsín, financió
también un semanario político, El Expreso, con el que esperaba apoyar su
postulación como candidato a presidente, pero el proyecto fracasó a los
pocos meses. A la vez, Bernardo Neustadt, otro apologista de la
dictadura, seguía editando Extra y Jacobo Timerman, que había sido
secuestrado y torturado, se hizo cargo de La Razón, tradicional vocero
del Ejército, a pedido del gobierno radical.
Al amparo del prestigio social creciente que tenía el periodismo, los
conversos se escondían en las redacciones. Informantes, cómplices y ex
servicios de inteligencia de los militares y de los Montoneros o del ERP
resurgían como “periodistas” y comenzaban ya a reescribir el pasado
para instalar un “relato”. El vértigo de aquellos años impedía hacerse
las preguntas básicas: ¿qué hiciste, dónde estabas? Se trataba de sumar
todas las fuerzas a la investigación de la barbarie militar.
Las crónicas del juicio a las juntas de comandantes de la dictadura
fueron trabajos urgentes y ejemplares. Una revista, cada semana, El
Periodista de Buenos Aires, financiada por Andrés Cascioli con los
beneficios de Humor, y el Diario del Juicio, publicado por la editorial
Perfil, son sólo dos de las cumbres éticas alcanzadas por el periodismo
en estos treinta años. Durante la dictadura, Perfil sufrió el secuestro
de su director editorial, Jorge Fontevecchia, y ocho clausuras de sus
productos. En la radio se destacaba Magdalena Ruiz Guiñazú, que había
sido integrante de la Conadep.
Los más experimentados profesionales eran requeridos por los más
jóvenes, sin importar la procedencia o las ideas políticas. Se formaron
parejas emblemáticas. Mónica Gutiérrez era la cara más “alfonsinista”
junto al “peronista” Carlos Campolongo en el noticiero central de la TV
pública. Jorge Lanata convocó a Horacio Verbitsky, servicio de
inteligencia de Montoneros, y al escritor Osvaldo Soriano, para ser
columnistas en Página/12. El diario Crónica, dirigido por el mítico
Héctor Ricardo García, vendía, con sus tres ediciones diarias, más
ejemplares que Clarín. La Nación desplazaba a La Prensa entre los
sectores de clase media y alta.
Menem, pizza y champagne
Los alzamientos “carapintadas” de la Semana Santa de 1987, el fracaso
del Plan Austral, la hiperinflación y la llamada “renovación” del
peronismo, en la que Carlos Menem se impuso a Antonio Cafiero,
provocaron el final anticipado del gobierno de Raúl Alfonsín. El
periodismo derramado comenzaba a ser negociado. Salían nuevos medios,
pero la crisis económica golpeaba a la mayoría. Entre 1987 y 1991 cerró
la cuarta parte de las fuentes de trabajo. La investigación del
asesinato de la adolescente María Soledad Morales en Catamarca, que
convocó durante meses a los diarios y la televisión hasta el juicio y la
condena de los responsables, le dio a los empresarios periodísticos la
verdadera dimensión de su influencia. Tenían poder y comenzaron a
ejercerlo.
A fines de 1989, Menem elimina el inciso “f” del artículo 45 de la
Ley de Radiodifusión que impedía a los dueños de los medios gráficos
participar de la propiedad de radios o canales de televisión y
desencadena, seguramente sin prever las consecuencias, la formación de
“grupos”, de “corpos”, de “holdings” en todo el país. Clarín legitima
así la propiedad de radio Mitre y se queda con Canal 13. En el reparto,
entre otros, la familia Vigil, dueños de editorial Atlántida, editora de
la revista Gente, con el canal 11, ahora en manos de la española
Telefónica.
Las sucesivas crisis económicas o financieras, los cambios
tecnológicos que ampliaron la red de medios a cables, satélites y sitios
virtuales, además de los pactos o acuerdos políticos de turno,
determinaron luego pases de manos y de acciones en el control de los
canales y emisoras de radio, hasta que a fines de 2007 otro presidente
peronista, Néstor Kirchner, aprobó la fusión de Multicanal y Cablevisión
y consolidó el monopolio de Clarín, el mayor grupo privado de medios
del país.
El periodismo líquido, turbio de dictadura, que se fue aclarando en
la transición democrática, se cristalizó en los noventa y se convirtió
en el espejo de la sociedad. La política de venta de las empresas del
Estado estimuló los negocios y las ambiciones, crecieron en calidad e
información los diarios económicos, liderados por Ambito Financiero. El
gobierno de Carlos Menem –reelecto en 1995– es, desde el comienzo y
durante los dos períodos de su gestión, sospechado, acusado y denunciado
por más de 200 hechos de corrupción. El diario Página/12 inaugura, en
1991, la serie con las “coimas” que le piden a la empresa Swift-Armour
para aprobar sus proyectos de inversión. En revistas, es Noticias, un
semanario de política y actualidad, la publicación que contribuye a
revelar la descomposición del sistema. Mucho más modesta, en recursos y
en lectores, La Maga, criticó también duramente, desde 1992, la cultura
de “pizza y champán” del menemismo.
Menem confiaba en un pacto, no escrito, según el cual facilitaba a
los grandes medios la formación de grupos concentrados a cambio de apoyo
a su gobierno. Pero ese supuesto “acuerdo” no alcanzó a las
publicaciones más independientes o partidarias. Por su parte, muchos
periodistas encuentran en los libros de investigación sus propias
fuentes de trabajo, sin intermediarios. Los lectores, ávidos,
insatisfechos, demandan la información en contexto y las relaciones
empresarias y políticas
La tradición retomada por Rodolfo Walsh en los años sesenta, con
Operación masacre y Quién mató a Rosendo, entre otros títulos
memorables, recobra fuerza en los años noventa. El crecimiento del
género es imparable. Una frase adjudicada al diputado
peronista-menemista, José Luis Manzano, “robo para la corona”, dio el
título a un libro de Horacio Verbitsky que alcanzó un registro histórico
de ventas. La avalancha de libros de ensayo y de investigación firmados
por periodistas abarcó a todas las actividades y personajes, desde las
“biografías”, autorizadas o no, de artistas populares, hasta los ensayos
y análisis sobre acontecimientos que aún estaban bajo investigación,
como los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA, el contrabando
de armas, los saqueos, la caída del gobierno de la Alianza y la crisis
terminal del año 2001.
De la “ley mordaza” a la Ley de Medios
El periodismo comienza a verse también en el espejo de la corrupción
de los años noventa y en la primera década del nuevo siglo. La expansión
de los grupos multimedia en negocios que no tienen que ver con el
periodismo, limita la independencia de sus profesionales o los hace
participar en las llamadas “operaciones”, a veces sin que ni siquiera se
enteren. Por su parte, la necesidad de mejorar su imagen ante el
público y de relacionarse en buenos términos con los medios, lleva a las
empresas a crear sus propios departamentos de prensa y a contratar
agencias “consultoras”.
Los derechos del periodista raso se reducen. Los medios marginales,
en ventas de ejemplares o en audiencia, se ven sometidos por las
urgencias económicas. El poder político no soporta las críticas ni la
investigación. En 1995, cuando es reelecto, Menem declara: “derroté a la
oposición y a la prensa”. Trece años más tarde, otro presidente
peronista, Néstor Kirchner, le iniciaba la guerra a una supuesta “corpo”
de medios opositores liderada por Clarín, con los que había pactado
hasta entonces.
En 1995, Rodolfo Barra, ministro de Justicia de Menem, preparó un
proyecto de “ley mordaza” para castigar los supuestos “excesos” de la
prensa. En 2008, Kirchner encubrió su ataque al grupo Clarín en un
proyecto de Ley de medios que debía promover la “pluralidad de voces”,
pero terminó en demandas por inconstitucionalidad ante la Corte Suprema
de Justicia.
Los periodistas buscaron refugio en las empresas que seguían
produciendo periodismo. La reaparición del periódico Perfil resultó un
oasis ante lo que parecía convertirse de nuevo en un desierto, esta vez
de medios independientes. Desde sus comienzos, la editorial Perfil
soportó ataques, extorsiones políticas, judiciales y financieras, y
también fracasos económicos. El asesinato de de uno de sus reporteros
gráficos, José Luis Cabezas, fue el crimen que marcó la época.
Treinta años después, con el recuerdo de José Luis, sin olvidar los
casi cien periodistas desaparecidos durante la dictadura, con otros
tantos expulsados al exilio, con miles perseguidos, amenazados,
obligados a mendigar pautas publicitarias oficiales para subsistir y
pagar espacios de radio y televisión donde hacer escuchar sus voces, el
oficio resiste y se ejerce hoy, dignamente, por todos los medios, los
tradicionales y los nuevos.
En ellos, en los viejos y en los nuevos periodistas, perduran los
valores de una profesión que sigue siendo indispensable para la
construcción de una sociedad democrática. También, como se sabe, en los
últimos años han aparecido “grupos” de medios que financian mercenarios y
militantes con fondos públicos. Pero, para ellos no hay ni habrá
memoria, sólo pena y olvido.
© Escrito por Carlos Ares (*) el domingo 29/09/2013 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
(*) Fundó y dirige las escuelas de periodismo TEA y TEA Imagen.
Trabajó en El Gráfico, Goles y Humor. En 1981 comenzó a colaborar en
Madrid con el diario El País, del que luego fue corresponsal en Buenos
Aires durante 23 años. Jefe de sección de El Periodista de Buenos Aires
en 1984 y prosecretario general del diario La Razón en 1985. Creó y
dirigió las revistas La Maga entre 1991 y 1997 y La García en 1999.
Condujo por Canal 7 entre 2000 y 2002 el programa Troesma, nominado al
Martín Fierro como “mejor programa cultural”. Actualmente coordina el
sistema de medios públicos de la Ciudad de Buenos Aires y conduce el
programa La clase en el canal de la Ciudad.