El lujo de recorrer la Patagonia sobre una moto clásica…
Matías
Martín se sube a su Harley Davidson Flathead 1200 de 1947 (Foto: Rodrigo
Vergara y Máximo Forcieri).
Un cronista participó de la más exclusiva carrera de regularidad de motos:
paisajes, aventuras y bellas máquinas. 800 kilómetros de puro placer.
© Escrito por Diego Leuco el domingo 09/04/2017 y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La moto inglesa de
1947 frena como puede. Patina un poco la rueda trasera, hace un tintineo
metálico desde algún lugar del motor ruidoso todavía encendido. El piloto se
baja y renguea. La cojera es muy pronunciada y evidente.
No es producto del
cansancio o la fatiga, sino de la tragedia. Hace más de una década un conductor
excedido de velocidad y sustancias lo levantó por el aire y casi lo mata.
Literalmente lo partió al medio: le destrozó la cadera. Guillermo Talevi estaba
terminando un viaje que lo traía desde Brasil. Segundos antes del accidente
había llamado a su novia para avisarle que había llegado sano a Mar del Plata.
El “Doc” Talevi hoy camina con dificultad.
Es cirujano y
oftalmólogo. Pero ya no opera. Les salvó la vida a cientos de niños con su
escalpelo, que eliminaba tumores oculares con precisión. Ahora es jefe en el
hospital Lagleyze. Es de pocas palabras pero punzantes. Pelo negro, largo y
ralo peinado hacia atrás. Ojos saltones. Siempre usa anteojos de cristal
amarillo porque, jura, permiten ver mejor en la ruta. Jamás lo dirá, pero cada
vez que se baja de la moto los dolores de aquel accidente lo acosan hasta
extenuarlo. A veces tiene que esperar 45 minutos apoyado sobre el hombro de su
amigo Marcelo Vásquez para poder retomar la caminata. Las motos pudieron ser su
muerte. Pero son su vida.
Aníbal Arcioni, orgulloso de su Bobber 1940 (Fotos: Rodrigo Vergara
y Máximo Forcieri).
El “Doc” llegó como otros 41
amantes de las motos a la Patagonia para correr la octava edición de la ya
clásica Patagonia
800 kms. Una carrera de regularidad (al estilo de las Mil Millas en
automovilismo) que mezcla aventura, adrenalina, lujo y confort en partes
iguales.
Estándares europeos, pero en Argentina. Luxury rides, les dicen. Cuarenta y
dos corsarios sobre sus caballos de acero invaden el sur del país para domar
las rutas más sinuosas, superarse a sí mismos, demostrarles a sus adversarios
de qué están hechos y, sobre todo, escaparse cinco días de sus casas.
Las reglas son sencillas: tres días de competencia, 800 kms. en total y se corre con la modalidad de carrera de regularidad. En este tipo de
competencias no se premia al más rápido, sino al más preciso y meticuloso. Este
cronista, munido con el número 44 combina las tres condiciones de una manera
única, la más difícil: no es ni rápido, ni preciso, ni meticuloso.
Todos los días por la mañana los encargados de la organización entregan una
hoja de ruta y los tiempos del día. Durante el recorrido, los corredores se
encuentran con marcadores en el piso, conocidos como “mangueritas”. Cada vez
que la moto pasa por allí, un sistema computarizado activa un reloj que
controla los tiempos de todos los competidores. La pericia está en llegar a la
siguiente “manguerita” en el tiempo indicado.
El primer error es creer que es fácil. Cada curva es un desafío. Las
subidas, las bajadas, el tránsito, el viento y algún animal suelto son los
obstáculos que conspiran contra la difícil faena. Los más experimentados usan
cronómetros que les van marcando cada segundo con un pitido. El sonido
incesante del reloj de tiempos es tan útil como irritante. Bip, bip, bip, hay
que bajar la velocidad. Venís pasado. Bip, bip, bip. Acelerá. Venís atrás. Son 800 kilómetros de paciencia y perseverancia.
Guillermo “Doc” Talevi posa
con su increíble HRD Rapide 1947.
Los paisajes son espectaculares: Siete Lagos, Nahuel Huapi, Bariloche, Río
Limay. Gran parte del recorrido ocurre por la mítica Ruta 40 que, aunque Pappo
le deba un tema, compite de igual a igual con la Ruta 66. Caminos
interminables, con rectas largas y millones de curvas. “En la montaña el clima
cambia mucho”, advierten los que saben. Y saben. El frío y el calor se
intercalan al azar y sin un orden lógico, como rojas y negras en un mazo de
póker.
Cada minuto de carrera es único. Los 800 kilómetros se
hacen metro a metro. Es un viaje para disfrutar de algunos de los lugares más
bellos del mundo. Montañas alucinantes, espejos de agua interminables, bosques
y llanuras. Arriba de una moto la vida se ve diferente. La conciencia entra en
un contradictorio pero posible estado de alerta máxima y ensoñación. La cabeza
vuela y recorre lugares insondables. Las curvas vienen una detrás de otra.
Es un camino exigente pero generoso. El asfalto se cierra hacia un costado
y penetra de lleno en una montaña. La moto se acuesta hacia un lado y hacia el
otro para doblar.
La adrenalina es alta. Los más experimentados casi rozan el piso con las
rodillas. Es como una danza. Pasan las horas. Pero casi no se percibe el
tiempo, es como un presente eterno. Una rara alquimia que suelda una tríada
indivisible: montaña-moto-hombre. De golpe, una estrella amarilla en el piso
despabila como una cachetada. “Aquí ocurrió un accidente fatal”, sentencia el
cartel. El nombre pintado sobre la estrella no se borra más. De ningún lado.
Cuando llega la recta la cosa cambia. El juego de
equilibrio y la distribución del peso ya no son el secreto del asunto. Ahora se
trata de una pelea a pecho limpio contra el viento. Los brazos y el cuello
resisten los embates del aire furioso de la Patagonia desafiado por una máquina
que lo corta a alta velocidad. Reza la máxima motoquera: en las rectas se ve la
moto, en las curvas se ve el piloto.
Parte del grupo de moteros que
fueron de la partida de la carrera Patagonia 800 km (Fotos: Rodrigo
Vergara y Máximo Forcieri).
A la tarde, ya de regreso en el hotel, es casi obligatorio pasar por el spa
y la pileta climatizada semi descubierta con vista al Lago Correntoso. Quien no
lo haga será severamente reprendido por sus compañeros. Hay champagne y
masajes. Gritos, gastadas, discusiones políticas, bromas pesadas y alguna
grosería.
Entre los participantes se mezclan novatos, expertos, mecánicos,
vendedores, médicos, abogados, comerciantes polirubro y hasta un mito viviente
del motociclismo argentino como Benedicto “Chiche” Caldarella, que con 76 años
sigue siendo el más rápido.
Los kilómetros finales son los más difíciles. La
Patagonia no se guarda nada. En la última carga de nafta antes de volver al
hotel comienza a llover. Fuerte. Mientras los pilotos se ponen los trajes
impermeables las bromas y las ironías empiezan a tener pequeñas dosis de lógico
y fundado temor. Faltan 90 kilómetros de camino sinuoso y resbaladizo. La
lluvia y el frío juntos son un enemigo imposible de vencer.
Castigan por etapas: al principio parece que efectivamente es posible
llegar casi seco, pero al cabo de unos minutos el pantalón comienza a
empaparse, las gotitas que antes eran un pequeño pinchazo en la pierna ahora
penetran la tela, las rodillas se enfrían como si estuvieras rezando sobre un
bloque de hielo. De a poco, pero sin pausa, los charquitos que se van formando
en algún pliegue de la ropa, en algún rincón del casco, colapsan y el agua
empieza a bajar como un arroyo por el cuello, la espalda, las medias.
Llegan enteros. Felices. Completaron 800 kilómetros con
más ganas de andar en moto que antes. Con nuevas ideas, la pasión renovada, las
caras ajadas y rojas, los pelos desordenados por el casco y las manos duras.
Pero con una certeza: la libertad es un tanque lleno.
Parque cerrado. Las motos,
exhibidas en un paisaje maravilloso.
Las máquinas, verdaderas estrellas de la competencia.
Todos los deportes tienen estrellas. Grandes figuras que
llaman la atención de todos. En general son los humanos, que aquí serían los
pilotos. Pero acá no. Acá son ellas, las motos. En el caso de las competencias
clásicas, las más admiradas suelen ser, también, las más viejitas. Además, es
importante la mano del mecánico que las mantiene o que las “corta”, como se le
dice en la jerga a la modificación del diseño de fábrica.
En el caso de las participantes en la Patagonia Clásica
800km son máquinas antiguas, lindas y de buena familia.
Las que más se destacan son la HDR Rapide 1947 (una
extinta rareza británica), de Guillermo Talvei; una Harley Davidson Flathead
1200, de Matías Martin; una rígida estilo Bobber con manubrio muy alto (o
“cuelgamonos”) 1940, de Aníbal Arcioni; una BMW 60/5 1971, de Ezio Cornelli, y
la BMW R60/2 1965 de Ernesto Laborde. También hay algunas ochentosas sexys: una
BMW R80/7 1980, de Boris Welyczko, y la Honda Goldwin Aspencade de Martín
Huergo.