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domingo, 15 de diciembre de 2013

Hipertrófico… De Alguna Manera...


Hipertrófico…

Alegría de la muerte. Un grupo de civiles armados defendiendo la sucursal de Walmart en Tucumán de posibles saqueos. Si estos son los buenos... Foto: La Gaceta de Tucumán.

La condición humana tiene sus oscuridades. Vecinos que saquean a vecinos. Mejores alumnos de un colegio que también saquean. Hasta la presidenta de la comisión de seguridad de un barrio que ella misma fue a saquear. Las razones económicas explican solo una parte. Dejan afuera los saqueos de los hinchas de Boca en los alrededores del Obelisco el jueves último mientras festejaban, o el de los hinchas de Canucks de Vancouver, en Canadá, que arrasaron los comercios de su ciudad mientras protestaban por perder la final de hockey sobre hielo hace poco más de un año.

Vale recordar que algunos años antes el primer ministro canadiense de entonces, Paul Martin, había levantado su copa durante el discurso en el que celebraron que Vancouver hubiera resultado el mejor lugar del mundo para vivir en la encuesta realizada por la Economist Intelligence Unit (EIU), que clasifica 127 ciudades en términos de riesgo personal, infraestructura y disponibilidad de bienes y servicios.

Volvamos a la Argentina. La foto que acompaña esta columna nos dice mucho sobre el tema. Es del diario La Gaceta de Tucumán y retrata un grupo de civiles armados que defendía la sucursal de Walmart en Tucumán de posibles saqueos. El rostro de felicidad del de remera blanca que está adelante en el centro con un fusil de mira telescópica, apto para caza mayor, dice mucho de la alegría embriagante que produce la pulsión de muerte. Del goce sádico que nos habita, del placer que genera romper y que sólo la civilización nos hace domesticar.

Justificar todo en la necesidad no sólo es equivocado sino que no resuelve siquiera el problema de la necesidad. No todo es economía, no todo es infraestructura. Esa mirada materialista simplifica y reduce el problema al no prestar atención al valor de la cultura y de la superestructura incluso en la propia creación de bienes.

El titular de Techint, Paolo Rocca, se quejó el martes pasado por el “estado hipetrófico que llevó la presión impositiva del 21% al 38% y que salta al 42% cuando se suma el impuesto inflacionario, afectando la competitividad de las empresas”. Al día siguiente, Jorge Capitanich salió a responderle que gracias a todos esos impuestos es que se pueden sostener los subsidios a la inclusión social.

La verdadera discusión no es sobre el grado de la presión impositiva sino sobre si esos recursos se utilizan para lograr que los excluidos se integren definitivamente a la sociedad activa, mejorando la vida de toda la sociedad en su conjunto con su aporte laboral, o se destinan esos impuestos a formas crónicas de subsidios perpetuos para mantenerlos siempre asistidos. Si se invierte en infraestructura y en subsidiar actividades que luego serán económicamente autosustentables o solamente en resolver las necesidades del presente.

Se le atribuye a Axel Kicillof adornar el frente del Palacio de Hacienda con la leyenda “E2 = Economía x Estado” (tiene reminiscencias de la hermosa fórmula de Einstein E=mc2, la energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado). No está nada mal que el Estado sume su propio motor al del mercado. Pero nuevamente el problema sería cultural si se apostara a consumir todo en el presente en lugar de equilibrar necesidades del presente con necesidades del futuro (como el Partido Comunista chino, de filosofía confuciana).
 
La humanidad dio un salto cuando su medio de vida pasó de la caza a la agricultura. Del vivir al día a la planificación del mañana. El saqueo se asocia con la caza. Un subsidio que no podrá ser sostenido en el futuro, en cierta forma, también.

Si solo hay presente no habrá civilización, sin importar los esfuerzos bien intencionados que se realicen desde la economía.

Hipertrofia (del griego antiguo ὑπερ- 'exceso' y -τροφία 'nutrición') es el nombre con que se designa un aumento del tamaño de un órgano cuando se debe al aumento correlativo en el tamaño de las células que lo forman; de esta manera, el órgano hipertrofiado tiene células mayores, y no nuevas. Se distingue de la hiperplasia, caso en el que un órgano crece por aumento del número de células, no por un mayor tamaño de éstas. 
También cuenta con parte contraria, la Atrofia. Palabra que normalmente se usa para calificar a algún objeto con un sinónimo de 'Descompuesto'. Así, la importancia de mantener un grado de hipertrofia resulta inminente.

© Escrito por Jorge Fontevecchia el sábado 14/12/2013 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


El antídoto... De Alguna Manera...


El antídoto…

CUENTA. De la Policía de Córdoba en Twitter (Captura de la cuenta).

La inclusión social y el control político de las fuerzas de seguridad son el antídoto prescripto por el gobierno nacional para la descomposición de las policías provinciales. El Estado Nacional está limitado por las autonomías provinciales, pero aun así tiene un amplio campo de actuación para confrontar con el modelo vertical y jerárquico y el modo de relación con la sociedad, como fuerzas de ocupación. El rol de la Justicia para desbaratar las redes de ilegalidad con participación policial.

Inclusión social y control político de las fuerzas de seguridad para incorporarlas a los procesos democráticos en cada una de las jurisdicciones, como ya se hizo con las Fuerzas Armadas. Ese fue el antídoto contra la extorsión policial que la presidente CFK prescribió en su discurso del 10 de diciembre. Pero mientras las Fuerzas Armadas y las intermedias, como la Gendarmería y la Prefectura, son estructuras nacionales, las policías están en la jurisdicción de cada provincia. Una cultura institucional anquilosada se amalgama con el mensaje represivo y autoritario con que los sectores beneficiarios del statu quo económico y social responden a la preocupación por la denominada inseguridad.

El gobierno nacional detecta la raíz del problema, pero cuando habla del control civil sólo percibe a la justicia como un estorbo para la conducción política de las fuerzas. Esta no es una contradicción menor. Que una de las provincias castigadas por la sedición y la muerte haya sido el Chaco (donde el flamante jefe de gabinete, Jorge Capitanich, había comenzado la reforma de su policía y puesto en marcha el mecanismo local que contempla la Convención contra la Tortura de las Naciones Unidas) también manifiesta la magnitud de las resistencias que el cambio provoca. Una de las víctimas fue el subcomisario Christian Vera, de 36 años. Su familia tenía una íntima relación de amistad con Capitanich, quien pocos días antes había asistido al velorio de la madre del oficial. Vera no se plegó a sus colegas acuartelados e intentó contener un saqueo. Vestía su chaleco antibalas, pero el proyectil ingresó por la ingle y lo mató. ¿Fue por casualidad, o el disparo partió de otro profesional que conocía dónde termina la protección del chaleco?

Otra pregunta, que escuché con insistencia en Córdoba, ¿cómo pudo haber sólo un muerto si durante toda la noche se escucharon disparos en forma incesante? En cualquier caso, es imposible exagerar la gravedad de los hechos degradantes sucedidos, que tendrán consecuencias económicas y sociales, al adelantar las negociaciones paritarias previstas para el año próximo en las que todos los trabajadores de la órbita del Estado Nacional, las provincias y los municipios reclamarán con estricta justicia igual trato. También afectarán el vínculo entre la Nación y las provincias, que no pueden hacer frente a los compromisos arrancados a sus gobernadores. Los alzamientos carapintada, la hiperinflación y los saqueos, la crisis de fin de siglo con todo lo que implicó (descomposición institucional, feroz transferencia de ingresos, surgimiento de nuevas formas de organización social, asesinato de militantes populares), son los otros picos de crisis que dejaron huellas y cuya sombra ominosa sólo pudo disiparse con profundas transformaciones. Este cuadro impone una respuesta lúcida y eficiente de las autoridades, para encarar de una buena vez y a fondo las reformas policiales que se han venido posponiendo durante décadas.

 

Los pactos rotos


Llegué a Córdoba cuando recién concluía la noche del terror, para participar en un homenaje a María Elba Martínez, la abogada defensora de los derechos humanos que murió en agosto. Ella fue la principal impulsora de la causa Menéndez, pero también comprendió que la estructura represiva de entonces se continuaba en dispositivos, métodos y personas, que el sistema político debía purgar y subordinar. María Elba me habló por primera vez del Tucán Grande y del Tucán chico, los hermanos represores Carlos y Raúl Yanicelli, a quienes el gobierno radical respaldó al frente de las direcciones de Inteligencia y de Drogas Peligrosas. El ex policía Luís Alberto Urquiza los acusó de haberlo interrogado bajo torturas, en la dirección de Inteligencia policial, la D2, y el gobernador Ramón Mestre y su ministro Oscar Aguad tuvieron que pasar al Tucán Grande a retiro. En 2008 fue detenido y este año condenado a prisión perpetua.

Pero De la Sota designó como jefe de policía a su ex custodio y al mismo tiempo ex secretario del Tucán Grande, el comisario Alejo Paredes. En una consagración explícita de la autonomía policial y la falta de control político, lo ascendió luego a ministro de Seguridad. Paredes eligió como jefe de policía a su compañero en aquella siniestra D2, comisario Ramón Frías. El comisario Julio César Giménez denunció que el nuevo jefe lo había amenazado para que dejara de investigar el asesinato de su padre sindicalista, en la D2, si no quería que le ocurriera lo mismo. El gobernador debió deshacerse de Paredes y Farías en septiembre de este año, cuando el fiscal federal Enrique Senestrari desmanteló la red criminal que vinculaba con la comercialización de sustancias estupefacientes de uso prohibido a los jefes policiales encargados de combatirla. Este quiebre del pacto de impunidad tendría consecuencias, como también ocurriría en Santa Fe con un proceso similar. Otro fiscal federal, Juan Patricio Murray, llevó a la cárcel al jefe de la policía provincial, Hugo Tognoli, por su asociación con los traficantes que debía combatir. Algo parecido ocurrió en Tucumán. El fiscal investigador, Diego López Avila, es provincial, pero con la asistencia de una fuerza federal, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, consiguió la detención del ex subjefe de Policía Nicolás Barrera y del ex jefe de la Regional Norte, Héctor Brito, por encubrimiento del crimen de Paulina Lebbos, hija de un ex funcionario del gobernador José Alperovich.

En todas esas provincias, la policía organizó, favoreció o habilitó los saqueos, como advertencia a los respectivos gobernadores, que cedieron sin dilación. De la Sota prescindió de la cúpula policial que había designado hace apenas tres meses y redujo la jerarquía del ministerio a la de una simple Secretaría, que ocupará Matías Pueyrredón, hombre de enlace entre el poder económico de Córdoba y la Justicia. Como jefe de policía asumió el comisario Julio César Suárez, quien responde al ex jefe Ramón Frías, y como subjefe el comisario Héctor Alberto Laguía, vinculado con Paredes, según me cuenta un estudioso de la institución policial, el periodista Dante Leguizamón. Laguía fue investigado por el pago de adicionales no realizados a un grupo de oficiales jefes, pese a lo cual Paredes lo ubicó en la Dirección General de Administración, que es donde se deciden muchas de las cosas que enojaron a la tropa: el pago de los sueldos, en qué gasta y en qué no su dinero la policía, cómo se pagan los adicionales y las compras. Laguía pasó al ministerio justo cuando comenzaba el reemplazo de los viejos edificios policiales por nuevas sedes. “El negocio fue fenomenal porque se vendía una casona hermosa en plena Nueva Córdoba o un predio de 6 hectáreas en Villa Belgrano que valían fortunas y esa plata era administrada sin ningún tipo de control”, agrega Leguizamón. Suárez y Laguía tienen poca experiencia, pero fogueados asesores, en lo que se aprecia como una recomposición de los pactos rotos en septiembre.

 

Una fuerza de ocupación


Cada persona con la que hablé en esas primeras horas de luz contaba que los saqueos se iniciaron en el barrio donde viven los policías, cerca del acuartelamiento y con métodos de precisión que descartan cualquier espontaneidad. También señalaban la extrema brutalidad de la respuesta posterior. Luego del duro enfrentamiento, De la Sota y la policía se pusieron de acuerdo en señalar como blanco a los barrios populares. Pocos días antes se había realizado la Marcha de la Gorra, que el Colectivo de Jóvenes por Nuestros Derechos convoca desde hace siete años cada 20 de noviembre, aniversario de la sanción de la Convención de los Derechos del Niño.

Esta vez asistieron 15.000 personas, que reclamaron la derogación del Código de Faltas provincial, equivalente a los edictos policiales que en la Ciudad de Buenos Aires fueron abolidos por el Estatuto constituyente de 1996 y sustituidos en 2004 por el Código de Convivencia. De la Sota creó el Cuerpo de Acción Preventiva (CAP); firmó un convenio con la Fundación del ex ingeniero Blumberg y el Manhattan Institute, para la instalación de mil cámaras en denominadas zonas críticas y creó un registro de huellas genéticas de sospechosos. Las medidas de patrullaje se reforzaron con la incorporación de helicópteros y la implementación de una “nueva estrategia de ocupación territorial”. También se sancionaron leyes provinciales por las que Córdoba asumió la competencia para investigar y juzgar delitos leves de la ley de estupefacientes y la ley de trata de personas, las mayores cajas policiales junto con la policía caminera.

Un informe de la Comisión Cordobesa por la Memoria, en cuyo capítulo sobre la seguridad y la policía intervinieron los académicos de la Universidad Nacional de Córdoba Magdalena Brocca, Susana Morales, Valeria Plaza y Lucas Crisafulli, sostiene que el gobierno provincial provee a su policía cada vez más armamento, tecnología, móviles y efectivos, así como mayor autonomía operativa. Entre 2003 y 2013 el crecimiento del personal policial superó al de cualquier otra repartición pública: de 13.000 a 27.000 efectivos, pese a lo cual las tasas delictivas se mantuvieron y las contravencionales volaron: en 2005 hubo 8.960 detenidos por contravenciones, en 2011, 73.100, ocho veces más. El Cuerpo de Acción Preventiva no responde a la estructura de las comisarías, sino a un mando propio y centralizado, como el Comando Radio Eléctrico de la dictadura. Este cuerpo “define –habilita o restringe– las formas de habitar el territorio urbano de grandes sectores de la población cordobesa”, dice el informe.

En consecuencia, Córdoba tiene una policía joven, casi sin formación profesional, salvo un curso de nueve meses, cuyo verdadero aprendizaje se realiza en la calle con el Código de Faltas como hoja de ruta. Esa subcultura policial, vinculada a la jerarquía, la obediencia, la disciplina y el ingreso a una corporación con lógicas violentas, aleja y diferencia a sus miembros de la vida civil. El bajo sueldo básico obliga a realizar adicionales, que la misma policía asigna en forma arbitraria. Durante 2012, para duplicar el básico de 3500 pesos era necesario trabajar 16 horas por día. Esta precarización absoluta, con condiciones laborales indignas, conspira contra la eficiencia y la profesionalidad. La ley de seguridad remeda el modelo neoyorquino de tolerancia cero, pero sin la depuración policial que fue uno de sus aspectos. Permite suprimir las libertades con sólo invocar genéricas “razones de seguridad”. La ley orgánica define el “estado policial”, que obliga incluso a los que están de franco y a los retirados a portar el arma reglamentaria las 24 horas del día, “para prevenir o interrumpir la ejecución de un delito o contravención” en cualquier lugar y momento.

Así se profundiza el carácter de corporación separada del resto de la sociedad, y la posibilidad de reacción violenta y armada frente a conflictos cotidianos de menor importancia. El régimen disciplinario de la policía es vago y ambiguo; castiga “la falta de celo o exactitud en el cumplimiento de los deberes”, el “descuido en el aseo personal, uso del cabello largo”, hasta el “contraer deudas con personas de mala reputación” o “prestarse a reportajes o formular declaraciones públicas, referidas a aspectos funcionales o de carácter político, sin contar con la autorización de la superioridad”.

 

Sin códigos


El Código de Faltas fue sancionado en 1994 por unanimidad de justicialistas y radicales, que también acordaron la creación de juzgados contravencionales que lo aplicarían. Pero aduciendo la falta de presupuesto los gobiernos de ambos partidos los pospusieron una y otra vez. La facultad de instruir y juzgar a todos los contraventores quedó en manos de la policía, que no es entonces un órgano auxiliar de la justicia sino un actor político que disputa el poder en el escenario público. El mismo año en que la Constitución reformada incorporó diez Tratados Internacionales de Derechos Humanos que obligan a todos los estados provinciales, el Código de Faltas suprimió todos esos derechos en Córdoba y se erigió en instrumento de disciplinamiento social de los sectores marginados y herramienta de gobierno de la protesta social. Cada vez que se lo modificó fue para profundizar su carácter represivo. El comisario puede imponer pena de multa, inhabilitación para ejercer una actividad en infracción, decomiso de un bien utilizado en la falta, prohibición de concurrencia a ciertos espectáculos, cursos educativos, tratamiento terapéutico, trabajo comunitario o arresto.

En la práctica esta bonita diversidad se reduce al arresto del contraventor, algo que dificulta su acceso al trabajo y la educación. El Código castiga conductas como el merodeo sospechoso, la prostitución molesta o escandalosa, los actos contra la decencia pública o la ebriedad molesta. La vaguedad y la ambigüedad de estos tipos contravencionales, incrementa la discrecionalidad policial y su selectividad, ya que el propio agente que realiza la detención, completa la definición de la conducta prohibida en el Código. No se sabe qué se castiga, pero sí a quién está dirigido: los jóvenes de los sectores altos pasan un máximo de dos días detenidos, dos meses en el caso de los sectores medios y hasta seis meses en el caso de los sectores bajos. Un Código similar que regía en Tucumán, fue declarado inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia en 2010, en la causa iniciada por José Gerardo Núñez, con el patrocinio de la agrupación de Abogados del Noroeste Argentino en Derechos Humanos y Estudios Sociales (Andhes). Núñez había gritado en la calle durante una discusión de fútbol y el jefe de policía lo condenó a seis días de arresto. No había pruebas y los únicos testigos fueron los policías que lo detuvieron. La Corte Suprema señaló que al no disponer de un abogado se violó su derecho a la defensa en juicio.

Cuando rigieron los edictos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la Policía Federal nunca apeló una declaración de inconstitucionalidad, para evitar que la causa llegara a un plenario de Cámara o a la Corte Suprema. De ese modo, sólo valía para el caso, y los comisarios seguían aplicando los edictos como siempre. En Córdoba no hay defensores públicos y el 94,5 por ciento de los contraventores no ejercen el derecho de designar un abogado de confianza. La policía realiza el arresto, instruye el sumario, acusa, juzga y controla la ejecución de la pena, casi como un monarca.

La monarquía policial selecciona sus víctimas entre los más vulnerables.

© Escrito por Horacio Verbitsky, desde Córdoba, el domingo 15/12/2013 y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

domingo, 8 de diciembre de 2013

"Alto Saqueo"... De Alguna Manera...


La furia…

Córdoba. Los saqueos del miércoles impactaron al país. Foto: Cedoc Perfil
 
Nueva prueba, si es que faltaba alguna, de la eficacia de las redes sociales. Orgullosos del “alto saqueo”, varios postearon en Facebook las fotos de su botín. Esto prueba que algunos de los participantes en la fiesta violenta les otorgan a las redes un poder de comunicación que entusiasmará a quienes las estudian (y a los expertos policiales que pueden rastrearlas). Por allí pasa todo: el gesto satisfecho del saqueador, la condena, la investigación.

Algunos consideran que es un estereotipo llamar “vándalos” y “delincuentes” a quienes participaron en la noche furiosa de Córdoba. Todo nombre que se le dé a un hecho o a quien lo comete está cargado por el juicio que ese hecho y su responsable merecen a quien se refiere a ellos. También es un estereotipo llamar al dueño de un supermercadito “chino de mierda”, un estereotipo tan agresivo como llamar “villero de mierda” o “negro fisura” a quien entró allí a robarle. Dejemos los nombres, entonces, para no decir obviedades ni reclamar que el periodismo debió escuchar a los vecinos y, luego, traducir lo que decían con circunloquios políticamente correctos: “Muchachos entusiasmados frente a una oportunidad y suficientemente vivos para aprovecharla”.

Estos saqueos van a ser estudiados y, con el tiempo, sabremos más sobre sus causas y sobre el momento electrizante en que un grupo pequeño se convierte en un agresivo escuadrón volante. Por ahora, podemos decir algunas cosas.

La furia de los saqueos es una forma más de violencia a la que no estábamos acostumbrados hace dos décadas. Entonces, en aquel pasado socialmente remoto, podía recordarse la violencia de fracciones militares insurrectas (esa era una común experiencia argentina en el siglo XX); la violencia de Estado por parte de gobiernos terroristas; y la violencia delictiva in crescendo, pero clásica. En las dos décadas que pasaron, nos acostumbramos a hablar de violencia en el fútbol; de gatillo fácil policial; de golpizas en los locales nocturnos, donde un patovica asesina a un chico estigmatizado como “bolita” o donde varios asistentes castigan hasta la muerte a otro que les parece diferente y, en consecuencia, indeseable; de violencia en las escuelas, ejercida sin distinción de género. También consideramos previsible la violencia privada, especialmente contra las mujeres.

Pero hasta hace dos décadas habría sonado a devaneo proponer que se prohibiera el ingreso de hinchadas en las canchas o que las rivalidades entre sectores de las barras terminaran con asesinatos. Es nueva la violencia en las escuelas, cuando una chica es arrastrada de los pelos por el piso mientras la patean y sus compañeros registran el video con sus celulares. La solidaridad está ausente cuando un chico hace ese video en vez de intervenir.

Se ha roto un eslabón moral y social. No siempre estas violencias cotidianas, múltiples y graves tienen como contenido y origen una desigualdad de clase. Un chico fue asesinado en Palermo, por gente de Palermo, hace algunos años. Allí la desigualdad no jugaba ningún papel. Ese hecho, como el de las picadas asesinas corridas por jóvenes en autos importados, no tiene a la desigualdad en su origen. Se trata de violencia en su aspecto más ominoso. Es un crimen cuando la violencia la ejerce la policía, en los recitales, en las canchas, en las manifestaciones. Lo vimos en tomas de terrenos y en marchas sociales. Vimos también militantes asesinados por sicarios sindicales. El nombre de Mariano Ferreyra es emblemático de una clase de víctimas. Y ahora llega a territorio argentino lo que desde hace mucho se conoce en otros lugares de América la violencia del narcotráfico

Existe, sin embargo, en esta trama complicada de datos sociales, económicos y culturales, un factor casi indispensable para que se libere la furia de muchos y se prolongue durante horas. La ciudad, el pueblo, el barrio debe estar “liberado”, como se dice cuando la policía se ausenta. Esa fue la voz de orden que circuló con la multiplicadora lógica del rumor, para que se desencadenara lo que escandalizó a todos los que estábamos lejos y aterró a quienes lo vivieron directamente.

La desigualdad social, el desempleo, el subempleo, la marginalidad no explican por qué sucedió lo que sucedió esa noche. Tampoco hay que ser un partidario de la execrable “mano dura” para reconocer que la ausencia de policía fue la bandera verde.

¿Qué quiero decir? Una protesta social o sindical no se suspende porque haya policía ni se realiza porque no la haya. Lo que puede suceder es que se modifiquen sus tácticas, se cambien desplazamientos, los manifestantes se protejan de modos diferentes. El día que una manifestación social se suspenda porque hay policía cerca estaremos volviendo al espectral pasado de las dictaduras. Un saqueo, en cambio, tiene lugar cuando existe la percepción, la noticia, el trascendido o la seguridad de que no habrá policía cerca. El día en que haya un saqueo con policía cerca, habremos llegado al tope de la miseria y la necesidad.

Es interesante que nos entretengamos con el análisis de una cultura de la violencia. Pero sus rasgos por sí solos no explican el saqueo de Córdoba. También es interesante saber que en esa ciudad hay impostergables desigualdades. Pero eso no explica la furia del miércoles pasado. La explicación es en dos tiempos: condiciones precisas de un día o una noche; condiciones sociales y culturales de larga implantación. Cuando esas dos líneas se intersectan, pasa lo que pasó. Cuando hay territorio liberado, los núcleos de reacción violenta, la cultura cotidiana de la furia, toman el escenario.

Por eso fue irresponsable dejar que el gobierno de la provincia (no importa el juicio que se tenga sobre sus actos) llegara sólo a las 5 de la mañana, en medio de la furia, para negociar salarios. Mucho, seguramente, tendrá que anotarse en la cuenta de José Manuel de la Sota. Pero la Presidenta debe también pagar su parte.

© Escrito por Beatriz Sarlo el viernes 06/12/2013 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.