Montgomery, 1955: historia de un asiento vacío…
Rosa Parks. La activista
en un autobús con el periodista de United Press, Nicholas Chriss, un año
después del comienzo del boicot. Fotografía: Getty Images.
Derechos Civiles en
los Estado Unidos. Hace 70 años, en Alabama, una mujer afroamericana se negó a
cederle su lugar en el colectivo a un hombre blanco. En la nota de la semana
de Revista Acción, la
historia de Rosa Parks y de una lucha colectiva que ilumina las injusticias del
presente.
© Escrito
por Federico Lorenz el 05/12/2025 y publicado por la Revista Acción de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina.
El 5 de
diciembre de 1955 comenzó una protesta en apariencia modesta: hombres y mujeres
afroamericanos de la ciudad de Montgomery, en Alabama, Estados Unidos,
decidieron no subir a los autobuses. No había pancartas en cada esquina ni
cámaras registrando el inicio de una huelga que cambiaría el siglo. Solo un
ausentarse silencioso, casi doméstico, de un espacio cotidiano. Pero ese vacío
‒los asientos sin pasajeros, las paradas sin las figuras habituales que
esperaban el transporte‒ fue un golpe político de una contundencia inesperada.
La chispa había sido la detención
de Rosa Parks unos días antes, después de negarse a ceder su asiento de
colectivo, reservado a los pasajeros «de color», a un hombre blanco. La imagen
suele simplificarse en la iconografía pública: la mujer, costurera, serena,
aferrada a su dignidad. Sin embargo, alrededor de ese gesto gravitaban siglos
de humillaciones, estrategias de organización y una comunidad entera que venía
madurando la idea de convertirse en protagonista de su propia historia. La
fortaleza de Parks no surgió del instante, sino de una trama compleja de
resistencias cotidianas, esas que brotan en las sobremesas familiares, en las
conversaciones entre vecinas, a la salida del trabajo. Esas reuniones
silenciosas de grupos que comprenden que el cambio solo llega si se arriesga
algo propio.
Cuando el joven pastor Martin
Luther King Jr. tomó la palabra ante la multitud que se reunió para definir los
pasos del boicot, no habló desde la soberbia de quien guía, sino desde la
responsabilidad de quien sabe que está siendo elegido para encarnar una demanda
que lo excede. Su discurso inicial fue una mezcla de prudencia y audacia, de
llamado a la dignidad y advertencia contra la violencia. Lo notable ‒lo que aún
hoy sorprende‒ es que aquella multitud, cansada de décadas de segregación,
apostó por un camino disciplinado y paciente. El boicot duró 381 días,
sostenido por redes de solidaridad, por autos compartidos, por caminatas
interminables, por la convicción colectiva de que la vida podía ser distinta.
Es fácil, desde la distancia,
romantizar esa lucha. Convertirla en una epopeya ordenada, poblada de líderes
luminosos y victorias inevitables. Pero quienes participaron recuerdan otra
cosa: el cansancio, el miedo, la posibilidad permanente del fracaso. Cada paso
hacia el trabajo, los colectivos semivacíos, eran un recordatorio de que el
Estado y buena parte de la sociedad blanca estaban dispuestos a hacerlos
retroceder por cualquier medio. Aun así, la comunidad sostuvo la presión, y el
sistema legal ‒ese mismo que tantas veces los había traicionado‒ terminó
reconociendo la inconstitucionalidad de la segregación en el transporte
público.
Lo que ganaron entonces no fue solo
un asiento en un medio de transporte, sino el derecho a ocupar el espacio
público sin renunciar a la dignidad. Fue, también, una lección sobre cómo los
sujetos comunes pueden torcer el curso de una estructura injusta sin armas ni privilegios.
En ese sentido, el boicot de Montgomery sostiene su poder como espejo incómodo:
nos recuerda que el poder no es un bloque monolítico, sino un entramado
vulnerable cuando se quiebra la obediencia cotidiana.
Prontuario. Parks tras su segundo arresto, en febrero de
1956, durante una huelga que cambiaría el siglo. Fotografía: Getty Images.
Hoy, en un
mundo donde resurgen proyectos autoritarios y políticas que buscan reducir
derechos conquistados, la experiencia de Montgomery ilumina debates
contemporáneos. Tanto en Estados Unidos como en muchos otros países, América
Latina incluida, emergen Gobiernos que se presentan como salvadores mientras
erosionan instituciones, desfinancian políticas sociales y criminalizan la
protesta. Frente a ese avance, es tentador imaginar que la resistencia debe ser
inmediata y ruidosa, o que requiere figuras heroicas capaces de concentrar
todas las expectativas. Sin embargo, el ejemplo de 1955 muestra otra vía: la
persistencia organizada, la solidaridad artesanal, la construcción lenta pero
firme de un «nosotros».
En Argentina, por ejemplo, no
faltan coyunturas en las que amplios sectores sociales sienten que se los
empuja hacia la marginalidad mientras se glorifica un orden que los excluye.
Las tensiones entre un Gobierno que concentra decisiones y una sociedad que
intenta defender sus derechos no son nuevas. Lo singular del presente es la
velocidad con la que se pretende desarmar consensos democráticos construidos a
lo largo de décadas. En ese escenario, las luchas del movimiento por los
derechos civiles ofrecen un recordatorio urgente: las transformaciones profundas
se sostienen en la participación, y los retrocesos solo se frenan cuando las
personas comunes se reconocen mutuamente como protagonistas.
Hay algo especialmente poderoso en
la imagen de miles de habitantes de Montgomery caminando para ir a trabajar,
día tras día, mientras los colectivos circulaban casi vacíos. Es una metáfora
de la terquedad colectiva, de la dignidad que avanza a pie, sin atajos. En
tiempos en que los discursos del odio buscan fragmentar comunidades y convertir
al vecino en enemigo, recuperar esa persistencia puede resultar vital. No se
trata de imitar literalmente aquello ‒cada lucha tiene sus particularidades‒,
sino de entender que la resistencia se construye más en la obstinación
cotidiana que en los grandes gestos.
Al final, lo que comenzó con una
mujer que decidió no ceder su asiento terminó revelando una verdad que ninguna
política represiva logra borrar: cuando una comunidad se organiza y confía en
su propia fuerza, incluso las estructuras más rígidas pueden resquebrajarse. Y
esa certeza, setenta años después, sigue siendo un faro para quienes enfrentan
Gobiernos autoritarios, proyectos antipopulares o intentos de restringir
libertades. La historia de Montgomery no pertenece al pasado, es un
recordatorio persistente de que cada asiento vacío puede convertirse en un
espacio para imaginar un mundo más justo.
2025, Año Internacional de
las Cooperativas.
En junio de 2024, la Asamblea General de la Organización de las Naciones
Unidas declaró al 2025 como Año Internacional de las Cooperativas, una
resolución que por segunda vez (ya lo había hecho en 2012) las reafirma como
aliadas estratégicas en la construcción de un futuro sostenible e inclusivo.
Entre los fundamentos del documento difundido por el organismo, se
destaca que «las cooperativas, en sus distintas formas, promueven la máxima
participación posible en el desarrollo económico y social de las comunidades
locales y de todas las personas, incluidas las mujeres, la juventud, las
personas de edad, las personas con discapacidad y los pueblos indígenas».
Para difundir el rol de estas entidades, se realizarán actividades,
reuniones y conmemoraciones en todo el mundo, con el fin de visibilizar y sensibilizar
sobre los beneficios de no poner el centro en el lucro, sino en el bienestar de
las comunidades.
El reconocimiento de la ONU llega en un momento crítico a nivel global,
donde urge encontrar respuestas a los desafíos económicos, políticos y climáticos
del presente, para construir un futuro mejor.