Esos sindicalistas ricos que dan vergüenza ajena…
Caídos.
Humberto Monteros, de Bahía Blanca y el Pata Medina, de La Plata, de la UOCRA;
Caballo Suárez, del SOMU; Balcedo, del SOEME. Fotografía: Cedoc
El secretario general de la CGT dijo sentir eso ante las fortunas “mal
habidas de algunos malandras” que ostentan un cargo en gremios. Sin embargo,
advierte que son una excepción y que machacar con esos casos busca golpear al
movimiento obrero.
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Escrito por Juan Carlos Schmid, Secretario general de la CGT, el domingo 04/02/2018 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires.
Vergüenza
ajena es la expresión inmediata que siento al ver las riquezas mal habidas que
los medios han develado de algunos mal llamados dirigentes sindicales.
Sin
embargo, no podemos ser ingenuos… Detrás de la reiteración de titulares e
imágenes se busca instalar la certeza de una cruzada contra la corrupción; que
algunos de esos malandras ostenten un cargo sindical no debe confundir. Son la
excepción, mucho menos frecuente que la enquistada en otros actores de la
sociedad, y de ningún modo la regla.
La honestidad de la inmensa mayoría. Desde la fundación de la CGT, en 1930, a
partir de la confluencia de gremialistas provenientes del anarquismo, el
comunismo y el socialismo, y durante todo el período peronista que llega a
nuestros días, el movimiento obrero organizado hizo suyos los valores de
honradez que, frente a las corruptelas de patrones, políticos y funcionarios
inescrupulosos, llevaron a que los militantes sindicales padeciesen todo tipo
de sacrificios materiales. Más allá de cualquier debate sobre su actuación o
sus posiciones políticas, es indudable la conducta solidaria de los principales
secretarios generales y dirigentes históricos de la CGT, llámense Luis Gay,
José Espejo, Eduardo Vuletich, Andrés Framini, José Alonso, Raimundo Ongaro,
Augusto Vandor, Agustín Tosco, René Salamanca, José Ignacio Rucci o Saúl
Ubaldini, por citar sólo algunos nombres de una larguísima lista, que incluye a
la gigantesca mayoría de los miles de cuadros que tiene hoy el sindicalismo
argentino. Todo ello, sin contar los innumerables compañeros que se desempeñan
en los cargos intermedios de las estructuras gremiales.
Todos
los gremialistas que acabo de mencionar vivieron austeramente y, en más de un
caso, incluso en la pobreza, muy a pesar de la denigrante y estúpida cantinela
de todo pelaje, cuyos exponentes vieron en el peronismo “el hecho maldito del
país burgués”, tal como lo decía John William Cooke. Es muy fácil de comprobar
lo que digo. Basta comprobar que, una vez fallecidos esos dirigentes, muchos de
ellos asesinados, dejaron a sus familias en serias dificultades. Para vivir, la
mayoría de sus esposas e hijos debieron recurrir a la solidaridad de sus
compañeros.
El
mito de un Vandor “millonario”, por tomar un solo ejemplo, no se sostiene ante
la realidad de que su viuda tuvo que trabajar 25 años más para jubilarse y
seguir viviendo en el mismo departamento de dos ambientes de la calle Emilio
Mitre. Qué rara forma esa de “robar” para seguir siendo pobre, sin siquiera
asegurarle el futuro a su familia.
Recordemos,
ya que hablamos de muertes o, mejor dicho, de asesinatos, que el movimiento
obrero argentino ofrendó la vida de más de veinte secretarios generales
desaparecidos durante el Proceso de Videla y Martínez de Hoz. Y lo menciono así
porque muchos de los que hoy hablan desde posiciones dominantes y con poder de
decisión fueron socios de esos tenebrosos personajes.
A
esos compañeros que forman parte del martirologio de nuestro pueblo hay que
agregar la larga lista de dirigentes y militantes sindicales asesinados en los
años setenta por pseudorrevolucionarios que despotricaban contra la supuesta
“burocracia sindical” o por las bandas lopezreguistas. Los violentos siempre
forman parte de esa secta, transversal a las ideologías. Nunca les importó el
zanjón de sangre y dolor que dejaron detrás de sus alocadas aventuras.
Todo
ello vuelve más indignantes los casos de corrupción en las filas del movimiento
obrero. Hay que ser un cretino completo para que, después de dedicar años de
vida a la militancia gremial, se manche al conjunto de la dirigencia luego de
alcanzar un cargo de poder. El poder sirve para transformar a la sociedad, para
mejorar la vida de los compañeros y compañeras, no para alimentar la ambición
de nadie.
Cuando
veo a esos idiotas del dinero fácil, me viene a la memoria la actitud de José
Espejo, hombre de confianza de Eva Perón y del General, que acumuló un enorme
poder. Cuando tuvo que irse, lo hizo sin pestañear, en silencio, respetando las
reglas de la militancia gremial y política; y buscándose un trabajo, en su
caso, repartiendo vino casa por casa, hasta su jubilación.
Los que se quedaron en el 55. El bloque mediático, la corporación judicial y el
particular poder político-económico que hoy nos domina hacen lo imposible para
convencer al hombre común de que estamos a merced de un grupo de filibusteros,
vulgares chorros disfrazados de gremialistas, cuya única aspiración sería
alcanzar el poder para dedicarse a esquilmar a sus compañeros.
Ese
discurso o, más bien, ese relato de ficción, se inserta en un entramado
ideológico y sociológico al que podemos definir como los nostálgicos de la
dictadura instaurada en 1955, la mal llamada Revolución Libertadora. Esa que se
hizo para que “el hijo del barrendero siga siendo barrendero”, según el no muy
elaborado pensamiento del almirante Arturo Rial. En ese barro, mezcla de
revanchismo, desprecio por el prójimo y odio a los pobres; se amasó el
pensamiento prejuicioso y la acción disociadora de muchos en nuestra vapuleada
Argentina. La “grieta”, que tanto se menciona, tiene un origen mucho más antiguo
que el expuesto en tiempos más recientes.
No
es mi intención aquí fungir de historiador, pero sí recordar algunos hitos de
esa desdichada trayectoria. El general Aramburu y el almirante Rojas creyeron
que destruyendo el movimiento sindical harían desaparecer al peronismo. Lo que
lograron fue el nacimiento de la Resistencia Peronista. El presidente Frondizi,
un dirigente de primera línea con orígenes de radical probo, acudió al
ingeniero Alsogaray con las mismas intenciones, y ya sabemos en qué terminó.
Onganía le encomendó la misión a Krieger Vasena, con el resultado de los
Rosariazos, Cordobazos y demás puebladas. López Rega lo intentó con Celestino
Rodrigo; Videla y Martínez de Hoz lo emprendieron con el peor genocidio de
nuestra historia. El doctor Alfonsín, obnubilado por su amigo Germán López, que
se había quedado anclado en 1955, pergeñó la llamada “ley Mucci”, y el
resultado fue la más continuada protesta obrera contemporánea. Cavallo lo
intentó hasta que su sueño mesiánico naufragó tras la odisea de la Banelco,
poniéndonos al borde de la desintegración y el riesgo de una guerra intestina
de todos contra todos.
Esta
historia, de más de sesenta años, que sumió a la Argentina en estériles
confrontaciones, fue movida por ese sueño eterno, para usar las palabras de
Andrés Rivera, de desintegrar al movimiento obrero organizado y, por esa vía,
devorarse al peronismo.
Los ataques desde la doble moral. El actual embate apela a unos pocos casos
excepcionales que pretenden manchar a todo el movimiento obrero y, lo que es
más grave, buscando otorgar a los funcionarios de turno una injerencia que no
les compete. De eso se trata la anunciada intención de emprender auditorías o
controles sobre las organizaciones gremiales, en una violación de las normas
internacionales y nacionales que les reconocen independencia del Estado y de
los gobiernos. Esos anuncios olvidan que los sindicatos no manejan fondos
públicos, sino fondos de sus propios afiliados. Podría acaso tener algún
sentido si en la Argentina hubiese un sistema de afiliación obligatoria. Pero
en nuestro país la afiliación gremial es completamente voluntaria, y los
sindicatos son entidades civiles, no oficiales, cuyos dirigentes responden
exclusivamente a sus afiliados. Son estos los únicos con derecho a fiscalizar,
lo que efectivamente se hace a través de la presentación anual de balances ante
las asambleas y demás medidas de control de la gestión, de acuerdo con los
estatutos de cada sindicato.
Las
prestaciones sociales y médicas de los sindicatos argentinos constituyen una
tarea sorprendente; es tan potente que llama la atención incluso de dirigentes
gremiales de países más avanzados, donde a pesar de contar con mejores
condiciones económicas no tienen coberturas tan amplias y eficientes. ¿No será
este el verdadero problema que molesta a algunos representantes de poderosos
intereses? ¿No será que no soportan a quienes consideran “feos, malos y sucios”
porque construyen poder económico con el objeto de discutir de igual a igual?
Si
los funcionarios están tan preocupados por controlar las cuentas de
organizaciones civiles particulares, ¿por qué no auditan a entidades
financieras o a la Sociedad Rural? Entre sus directivos o asociados hay más de
un alto funcionario del actual gobierno, y el famoso bono recibido por un
ministro, otorgado por una organización que él mismo presidía hasta minutos
antes de asumir el cargo público, no es precisamente un ejemplo de
transparencia. Por el contrario, sí es una muestra clara de un doble estándar
moral que se extiende a otros hechos que ocupan la primera plana de los
diarios. Todo esto sucede ante la mirada impertérrita de la Oficina
Anticorrupción, un organismo que, cuando se trata de colegas funcionarios, a lo
sumo expresa reconvenciones más propias de una maestra jardinera a sus niños
que las de quienes deben velar por la ética pública. En cambio, si los
señalamientos apuntan a algo someramente relacionado con un sindicato, esgrimen
intervenciones, las llevan a cabo y, en lugar de sanearlo como prometen, lo
terminan convirtiendo en una caja de Pandora.
La viga en el ojo del Gobierno. Las preguntas que se imponen son las
siguientes: ¿fueron los sindicatos los responsables del atraso argentino?, ¿qué
rol jugó el mundo empresario?, ¿qué intereses manejó y maneja el complejo
mediático, que muchas veces se desentendió del destino del país?, ¿cuáles
fueron las obligaciones que evadió nuestro sistema judicial para acomodarse a
los diferentes “tiempos políticos”?
Entre
tanto, la clase política, para defender espacios de poder que muchas veces
tienen apenas el tamaño de una baldosa, pacta cualquier acuerdo a cambio de
veinte monedas. ¿Acaso no acabamos de verlo en las llamadas “reformas”
previsional y tributaria, verdaderos ajustes para favorecer a los sectores más
concentrados de la economía, a costa de los más vulnerables?
Lejos,
muy lejos de cumplir el mandato evangélico de prestar atención a la viga en el
ojo propio más que a la paja en el ojo ajeno, quienes nos gobiernan pretenden
presentarse como si hubieran sido creados por ángeles celestiales.
Todos
los días nos enteramos de parientes de autoridades beneficiados por decretos de
blanqueo, condonaciones de deudas con el Estado; de directivos, socios o
accionistas de grandes empresas, quienes, no habiendo transcurrido el tiempo
legal y, en más de un caso, sin haberse siquiera desprendido de esos intereses,
pasan de la noche a la mañana a ser ministros y secretarios en áreas que
afectan a esas mismas corporaciones. Tenemos un ministro de Hacienda declarando
el ochenta por ciento de su patrimonio en el exterior. ¿Son verdaderos
funcionarios públicos o siguen siendo los mismos CEO de siempre, encaramados en
los organismos del Estado? ¿A esto pretenden llamar capitalismo en serio? Tengo
todo el derecho a expresar mi recelo sobre estas situaciones.
La misión del sindicalismo. Se está promoviendo una idea que no busca elevar
las prácticas morales sino atacar al sindicalismo, intentando impedir que
cumpla con su misión y razón de ser: la defensa de los intereses de los
trabajadores y los más necesitados. Es decir, de todos aquellos que, en
palabras del papa Francisco, son la “periferia existencial” en un mundo injusto
y egoísta: nuestros viejos, nuestros niños, nuestros jóvenes que no pueden
trabajar ni estudiar, los millones de argentinos que no consiguen llevar a sus
casas lo necesario para parar la olla diariamente.
Es
una primitiva y rudimentaria idea para convencernos del destino elegido por las
víctimas de la injusticia y la desigualdad, quienes preferirían un plan de
ayuda al orgullo de ser obrero y ganarse el pan con el sudor de su frente. Es
una mirada tan antigua y retrógrada, que ya hace más de un siglo fue denunciada
por nuestros mejores intelectuales y artistas, impecablemente retratada en esa
maravillosa obra de Ernesto de la Cárcova, Sin pan y sin trabajo, pintada en
1894. Ya entonces se acusaba de “vagos” a los excluidos y explotados, y de
“vividores” a quienes, sacrificando tiempo y descanso, luchaban por organizarlos.
Ahora,
con un discurso pretendidamente “moderno”, nos apabullan con los mismos
prejuicios y rencores. Que quede claro: los trabajadores soñamos con una
democracia moderna, con instituciones republicanas sólidas, en una Patria donde
la corrupción sea la excepción y no la norma, con la estrella polar que guía a
la Doctrina Social de la Iglesia dentro de una concepción que conduzca hacia la
verdadera armonía en la comunidad, que supo tener entre nosotros algunos
defensores como Enrique Shaw, el único empresario propuesto para santo. Si el
empresariado siguiese esas enseñanzas, no solo no habría divergencia de
objetivos con el mundo del trabajo, sino que la alianza entre ambos sería casi
indestructible.
Esa
vocación mayoritaria del sindicalismo argentino es la que está bajo ataque.
Lamentablemente,
estamos enlodados en un mundo dominado por la “cultura del descarte” y, en lo
que nos concierne, en una Argentina desigual e injusta; por eso, la misión de
las organizaciones sindicales sigue vigente, por más que se la pretenda
denigrar, encorsetar o encuadrar, caracterizándola como el final de un ciclo
histórico.
La
agresión contra los sindicatos no es nueva y siempre ha estado vinculada a
políticas tendientes a concentrar cada vez en menos manos la riqueza e imponer
condiciones progresivamente peores a las grandes mayorías. En su historia, el
movimiento obrero atravesó etapas mucho más duras; basta recordar que ha
luchado sin tregua durante los regímenes autoritarios.
Los
trabajadores sufrimos la proscripción, los fusilamientos de la llamada
Revolución Libertadora; la “movilización militar” y la aplicación del Plan
Conintes bajo Frondizi y Guido; la represión del onganiato y el plan
sistemático del terrorismo de Estado de la dictadura genocida de 1976. Y pese a
su brutalidad, esos ataques no pudieron destruir nuestra convicción de bregar
por una Patria justa, libre y soberana.
Entonces,
si con toda esa violencia no consiguieron desarticular ni hacer desaparecer al
movimiento obrero organizado, no será sembrando el desprestigio que podrán
doblegar la voluntad de quienes hemos decidido dedicar nuestra vida a defender
a la más vieja nobleza del mundo: la dignidad de los hombres de trabajo.