Miedos...
Cuanto más nos alejamos de los tiempos del terrorismo de Estado, menos audible se hace aquel grito del “nunca más” que, como consigna de esperanza, inauguró la democracia.
Tanto
invocamos la muerte en el discurso público con agresiones verbales – insultos y
descalificaciones personales- que naturalizamos en tiempos de paz democrática
las palabras de odio propias de los tiempos de guerra. Convivimos con espías al
servicio de la muerte simbólica de la reputación de aquellos que osan ejercer
sus derechos a decir, opinar, criticar y oponerse a un gobierno que se apropió
del Estado como un botín de guerra, y nos alineó de manera irresponsable en la
dialéctica amigo-enemigo del nuevo orden mundial.
Frente
a una muerte real, dramática, misteriosa como la del fiscal Alberto Nisman, nos
quedamos sin palabras. Enmudecidos por la inevitabilidad de aquello con lo que
nos amenazamos: el futuro. Paralizados por el temor y la desconfianza.
Temor
porque caminamos peligrosamente hacia nuestro verdadero enemigo: nosotros
mismos.
Temor
porque no erradicamos la violencia política, ese infernal círculo político
parecido a si mismo en su matriz de impunidad y mentira.
Miedo
porque los jueces no puedan hacer justicia por todos nosotros y garantizar
procesos jurídicos, libres de extorsiones, para que la verdad y la justicia no
desaparezcan en farsas jurídicas de impunidad.
Y,
sobre todo, miedo a que un gobierno acorralado en su propio relato que ve
conspiraciones por todos lados y pone las culpas afuera sin asumir nunca sus
responsabilidades, nos termine arrastrando en su propia insensatez.
Tal
como advirtió Hermann Broch en las vísperas del nazismo, de todos los
sufrimientos que los seres humanos somos capaces de provocarnos, la guerra es
solo el más absurdo, ya que el primer legado de la insensatez es la violencia.
Y cuánta insensatez hay en la muerte del fiscal Nisman. Una bala en la
sien le impidió informar a los diputados en el Congreso Nacional sobre las
investigaciones que sustentaron su gravísima denuncia “por encubrimiento” del
atentado contra la Presidente, el canciller Héctor Timerman, el diputado Andrés
Larroque, el piquetero Luis D´Elía y el líder de Quebracho, Fernando Esteche.
Una
muerte que se proyectó igualmente y de manera simbólica sobre el Parlamento ya
que silenciado terminó siendo una parodia de sí mismo.
Debimos
ser convocados de urgencia a sesiones extraordinarias -las que dominaron la
vida legislativa de 2014- para que el Parlamento sea el lugar donde dialogan
las fuerzas políticas de un país como caja de resonancia de lo que hoy vive
nuestra sociedad: el desamparo y el desasosiego. En cambio, el Congreso se
convirtió en sede de una mera lectura de comunicados como expresión de la
impotencia política por ese tiro en la sien de la democracia.
Cuanto
más nos alejamos de los tiempos del terrorismo de Estado menos audible se hace
aquel grito del “nunca más” que como consigna de esperanza inauguró la
democracia. Fuimos más lejos que nadie en la condena de la dictadura, lo que no
significa, hoy lo sabemos, que el Estado terrorista se haya reconvertido en un
auténtico Estado de derecho democrático.
Vivimos
como normal que nuestros teléfonos estén “pinchados” o que se hagan
“operaciones” de prensa. La nefasta herencia de los tiempos de oscuridad que
tiene en la voladura de la mutual de la comunidad judía, AMIA, la brutal
metáfora de lo que supimos conseguir: la impunidad, el autoritarismo y el
asesinato político. Menos aún democratizamos la cultura política que no termina
de salir de su estadio más primitivo, el de la confrontación y el trueque.
La
venta del trigo a la otrora Unión Soviética a cambio de los votos que en los
foros internacionales condenaron a nuestro país por la violación de los
derechos humanos durante la dictadura, parece ser un cruel antecedente del
canje de la impunidad del atentado de la AMIA por el petróleo de Irán ya
en democracia. Es el pragmatismo exaltado como virtud política, que cancela el
debate público. Así sucedió con la desafortunada imposición del “Memorándum de
entendimiento con Irán”, legalizado en el Congreso por la mayoría oficialista,
deslegitimado por el rechazo de las víctimas, por las organizaciones judías y
por la oposición política. Eso es fruto de una práctica autoritaria,
personalista de las decisiones, tomadas entre cuatro paredes, que
favorecieron el crecimiento de los aventureros que se arrogan ser portavoces de
lo que nadie ve ni escucha, ya que la comunicación presidencial depende más de
la isla de edición de los propagandistas de su gobierno y su persona que de
aquellos que debieran ser su mayor preocupación: los argentinos.
Sin
embargo, el miedo liberado por la muerte del fiscal Nisman puede ser otra
oportunidad para que la desconfianza, la resignación y el cinismo no nos aíslen
y nos lleven a desentendernos de las cuestiones públicas. Allí donde el poder
es arrogante y los ciudadanos se aíslan, la política queda en manos de
los aventureros.
Sobre
todo, debemos evitar que el odio nos destruya como sociedad. Al final, no hay
nada más laborioso que la paz y la democracia porque se construyen cada día. Si
es que definitivamente queremos disfrutar el derecho humano no escrito a vivir
sin miedos.