Democracia social ¿un horizonte compartido?: a
propósito de la polémica socialdemócrata…
La democracia social
tiene una historia política y conceptual que va mucho más allá del Estado. Una
historia de luchas y proyectos sociales que, al calor de estos tiempos y sus
desafíos, merece la pena revisar.
© Escrito por Adrián Velázquez Ramírez el jueves 14/01/2021 y
publicado por el Periódico Digital La Vanguardia de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, República de los Argentinos.
En
una reciente nota, Mariano Schuster se propuso examinar los usos
del término “socialdemócrata” en el actual discurso político latinoamericano.
Usado por la derecha como una manera de tercerizar la crítica al populismo y
por izquierda como sinónimo de tibieza, esta histórica tradición política se
diluyó en los últimos treinta años a raíz de cierta incapacidad por
reinventarse luego de un innegable viraje neoliberal hacia fines del siglo
pasado. El impasse ha sido de tal magnitud que no son pocos los que se
preguntan si no es mejor terminar el prolongado velatorio, cerrar el cajón y
pasar a otra cosa. Ante esta disyuntiva, el texto de Schuster es una bocanada
de aire fresco y una convocatoria a repensar si esta tradición todavía tiene
algo que ofrecer en la incesante tarea de proyectar horizontes de futuro.
Desde
mi punto de vista, la conversación a la que nos invita Schuster sólo tiene
sentido si se aceptan dos postulados que en la práctica han sido difícil de
conciliar. En primer lugar, que la socialdemocracia es parte de una casa común
más grande (Francisco Reyes dixit) habitada por posiciones ideológicas plurales
y diversas que mantienen entre sí interpretaciones a veces francamente antagónicas.
En efecto, la actual socialdemocracia puede ubicarse en el árbol genealógico
del socialismo democrático. El rechazo a la “dictadura del proletariado” fue
sin duda uno de sus aspectos medulares. Acotación crítica que conduce a una -a
veces ambigua- sinonimia entre socialismo y democracia. El socialismo sería un
fin al que sólo cabría arribar por los medios de la democracia y, a su vez,
sólo se puede aspirar al establecimiento de una genuina democracia si se sigue
la metodología del socialismo.
El
socialismo sería un fin al que sólo cabría arribar por los medios de la
democracia y, a su vez, sólo se puede aspirar al establecimiento de una genuina
democracia si se sigue la metodología del socialismo.
El
segundo postulado de la conversación que se abre es que no obstante esta
pluralidad ideológica, el socialismo democrático no puede significar cualquier
cosa. Por más elástico que sea un concepto, sin un criterio mínimo que permita
identificar que pertenece a su campo, este se encuentra condenado a ser el botín
de presa de discursos que la definen desde su exterior. Posiblemente haya que
buscar en la incapacidad (o incluso la negativa) para discutir y explicitar
estos principios la explicación del triste lugar que hoy ocupa el término
socialdemocracia en el discurso público.
Sintetizando:
el desafío se trata de reflexionar sobre aquello que habilite la convergencia
en la diferencia, de encontrar aquellos principios mínimos que hagan
reconocible una identidad común o, por lo menos, que permita reconstruir un sentido
de pertenencia compartido. Reconstruir la Casa Grande pasa por dilucidar esta
complicada cuestión.
UN PRINCIPIO:
SOCIALIZAR LA VIDA EN COMÚN
Una
forma de acortar el camino de esta titánica tarea es volver al propio objeto
que en un principio sostuvo la designación de los partidos socialdemócratas: la
democracia social. El término también carga con una buena dosis de ambigüedad y
es necesario restituir su sentido original a bien de evitar equívocos. Muchas
veces escuchamos a políticos progresistas anunciar la construcción “una
democracia con contenido social”. Y aquí mismo empiezan los problemas pues en
esta fórmula “lo social” no es un contenido sino una forma y una residencia:
identifica la potencia instituyente de la sociedad organizada, conglomerado
estructuralmente plural que a través de sus grupos busca participar activamente
en la gestión de la vida en común. En efecto, el término «democracia social»
surgió primero que nada para señalar una alteridad respecto a la democracia
liberal y establecer una crítica a la exclusividad de la representación como
único pivote de la política.
Vamos
más rápido: durante las primeras décadas del XX, la democracia social era vista
como el emergente histórico del movimiento obrero organizado. Identificaba un
ámbito extraestatal de construcción del lazo comunitario, con instituciones
sociales propias destinadas a permitir y mantener estable la agregación de
voluntades individuales que se reconocían como parte de algo más grande, en
este caso: una clase popular.
La
democracia social señalaba entonces la emergencia de una sociedad cuya política
no se agotaba en la dimensión representativa. Sociedad en la cual el individuo
abstracto y autosuficiente encontraba su más radical refutación pues ahí estos
individuos siempre se encuentran plenamente inscritos en relaciones de
interdependencia, obligados a la solidaridad y a la cooperación.
En un bello pasaje de El eclipse de la fraternidad, Antoni Doménech narra cómo, a principios del siglo XX, un miembro
del Partido Socialdemócrata Alemán podría educarse en las escuelas y
universidades socialdemócratas, acceder a comida mediante la cooperativa, hacer
ejercicio en las asociaciones deportivas del partido y “llegada la postrera
hora, ser diligentemente enterrado gracias a los servicios de la Sociedad
Funeraria Socialdemócrata, con la música de la Internacional convenientemente
interpretada por alguna banda socialdemócrata”. Se entiende entonces que el
partido era apenas la superficie de un amplio y vigoroso movimiento social de
carácter popular. La función del partido era tanto preservar esta forma de vida
comunitaria promoviendo la legislación pertinente, así como esforzarse por
extender este principio de sociabilidad al resto de la sociedad, pues se
pensaba que sólo así se podría trascender el estrecho marco de la sociedad
civil liberal, supuestamente conformada por individuos tan autónomos como
privados. En América Latina, y más específicamente en Argentina, se pueden
atestiguar experiencias equivalentes: algunas de clara raíz socialista y otras,
como el peronismo e incluso el radicalismo, de raigambre nacional-popular:
casas del pueblo, unidades básicas, ateneos, bibliotecas populares, comités.
La
democracia social señalaba entonces la emergencia de una sociedad cuya política
no se agotaba en la dimensión representativa. Sociedad en la cual el individuo
abstracto y autosuficiente encontraba su más radical refutación pues ahí estos
individuos siempre se encuentran plenamente inscritos en relaciones de
interdependencia, obligados a la solidaridad y a la cooperación. La democracia
social identificaba un desborde respecto al dispositivo del liberalismo y una
forma de vida colectiva que aspiraba a cristalizarse en instituciones muy
concretas.
Hoy,
huérfanos melancólicos del welfere state, cuando alguien nos dice democracia
social casi siempre entendemos ampliación de la política social. Sin duda este
es un objetivo noble y urgente, pero en su formulación original la ampliación
de derechos sociales era subsidiaria de un objetivo más amplio y ambicioso:
asegurar las condiciones para el desarrollo de esta vida comunitaria y
consolidar el arribo de una verdadera polis. La penuria socialdemócrata empezó
cuando en la posguerra sacrificó lo prioritario para asegurar lo complementario
y se volvió destino amargo cuando empeñó lo complementario por estabilidad
económica, libre mercado y consumo.
UNA TESIS CENTRAL: LA
DEMOCRACIA Y EL CAPITALISMO TIENEN LÓGICAS CONTRADICTORIAS
Como
bien afirma Sheri
Berman, en el primer tercio del siglo XX la primacía de la
política fue una de las características de la teoría política que siguieron los
partidos socialdemócratas. Esto se materializaba en una cuestión muy específica
y urgente: subordinación de la economía de mercado a la democracia. Este
objetivo no se conformaba con dibujar un capitalismo con rostro humano ni una
economía social de mercado (rúbrica con la cual el SPD y la Democracia
Cristiana intentaron disimular el desmantelamiento de la economía política de
la RDA luego de 1989). La tesis de fondo era que la lógica democrática y la
lógica capitalista resultaban a todas luces incompatibles y que subordinar la
economía al imperativo democrático equivalía a transitar el lento, gradual pero
firme camino al socialismo.
Ahora
bien, en tanto hemos dicho que la amplia familia del socialismo democrático se
caracterizó por un meditado rechazo a la vía bolchevique, es necesario precisar
qué se entendía por subordinación de la economía a la lógica democrática. El
tópico ameritó grandes discusiones en los partidos socialdemócratas en donde se
plantearon posiciones distintas y divergentes. Sin embargo, durante esa
maravillosa efervescencia que caracterizó el periodo en entreguerras, el
objetivo en común fue el de tratar de pensar instituciones que aseguraran la
participación de los grupos sociales en la conducción económica. Planificación
no quiere decir aquí otra cosa que economía democráticamente establecida,
introduciendo con ello un elemento socializador que entraba en directa
contradicción con la árida búsqueda de la ganancia privada. Si bien algunas
posturas le otorgaban al Estado un papel central, tampoco la cuestión se
reducía a este único ámbito. De nuevo, la idea de democracia social ofrecía un
imaginario instituyente que funcionaba de vector de nobles creaciones:
cooperativas de producción y consumo, democracia de consejos, co-gestión del
lugar de trabajo, representación funcional y corporativa, derechos de
participación económica, fueron tan sólo algunos de los dispositivos que se
pensaron con el objetivo de reinscribir el hecho económico en el seno de la
vida social total (es decir aquella que nos involucra a todos).
El
horizonte democrático socialista había parido un nuevo concepto de libertad,
uno que tenía su razón de ser en la mutua imbricación del individuo con sus
semejantes, mismos que no eran obstáculos de su libre albedrío sino la propia
condición de su libertad. Libertad, entonces, social: es decir,
interdependiente, compleja. La democracia social se presentaba como el único
dispositivo capaz de gestionar este nuevo tipo de libertad.
En
distintos lugares se incorporaron garantías para darle un cauce legal a esta
nueva relación entre democracia y capitalismo. Apareció la idea de una “función
social de la propiedad” y pobló toda una nueva generación de Constituciones. Se
inscribió lo mismo en Weimar y en la II República Española que en la
Constitución peronista del 49 -tantas veces negada-. Convertida en doctrina de
derecho administrativo permitió la nacionalización de los recursos y el reparto
agrario en el México de Cárdenas. Se colocaba así el tapial que clausuraba la
época en la cual la propiedad era entendida como un derecho natural y absoluto.
Sin embargo, para bien y para mal, la historia no está hecha de
irreversibles.
Ya
en amanecer de la posguerra, en su polémica con Hayek quien recientemente había
publicado Caminos de la servidumbre (1944), el historiador económico húngaro
Karl Polanyi, exiliado en Austria durante los gobiernos socialdemócratas de la
“Viena Roja”, buscó responder a las objeciones de su rival neoliberal
introduciendo un último capítulo a esa magna obra que es La Gran Transformación
(1944). Ante la advertencia de Hayek respecto a que toda reivindicación de
justicia social producía una interferencia con el libre mercado y conducía
fatalmente a la erosión de la libertad individual, Polanyi señalaba que la emergencia
de la “realidad social” había clausurado definitivamente la utopía liberal del
siglo XIX. El horizonte democrático socialista había parido un nuevo concepto
de libertad, uno que tenía su razón de ser en la mutua imbricación del
individuo con sus semejantes, mismos que no eran obstáculos de su libre
albedrío sino la propia condición de su libertad. Libertad, entonces, social:
es decir, interdependiente, compleja. La democracia social se presentaba como
el único dispositivo capaz de gestionar este nuevo tipo de libertad.
¿Y AMÉRICA LATINA?
¿EL POPULISMO COMO SOCIALISMO DEMOCRÁTICO?
Concedamos,
por lo menos como hipótesis exploratoria, que la democracia social entendida en
estos términos puede funcionar como uno de los principios mínimos que sostienen
esa Casa Grande que es el socialismo democrático (por lo menos una de sus
columnas o apenas una pared). Esto tal vez tenga una ventaja secundaria: nos
permite repensar la relación entre socialismo, populismo y democracia bajo una
óptica diferente.
Sin
duda no se trata de equiparar nuestro excepcional y multiforme populismo
latinoamericano con la gastada socialdemocracia europea pues, muy a pesar de
los politólogos, la única certeza que tenemos hasta aquí es no hay modelos,
sólo búsqueda y aventura. Por el contrario, se trata de algo más modesto, de
mostrar que pese a las diferencias podemos encontrar algunos vasos
comunicantes. También por cierto de la posibilidad de descubrir y reconstruir
un imaginario radical compartido vinculado a la tarea de expandir y complejizar
el principio de soberanía popular, entendida como la posibilidad de una nación
de convertirse en eso que Castoriadis identificaba como una sociedad autónoma y
que, por cierto, no excluía a los grandes líderes. Grandes nombres hubo siempre.
No
se trata de equiparar nuestro excepcional y multiforme populismo
latinoamericano con la gastada socialdemocracia europea pues, muy a pesar de
los politólogos, la única certeza que tenemos hasta aquí es no hay modelos,
sólo búsqueda y aventura.
Un
ejemplo: Lázaro Cárdenas es considerado como un populista latinoamericano
clásico. Sin embargo, el «Tata» entendió su empresa política como la búsqueda
de una vía mexicana al socialismo. Desde esta óptica se propuso organizar el
conflicto de clases para convertirlo en el motor de un ascendente proceso de
socialización del Estado y de la vida pública. De tal manera que “la lucha
económica y social ya no será entonces la diaria e inútil batalla del individuo
contra el individuo, sino la contienda corporativa de la cual ha de surgir la
justicia y el mejoramiento para todos los hombres» (LC, 1934).
Restituir
estos imaginarios compartidos puede rehabilitar la discusión sobre esta
«presencia ausente», como en otro lado Fernando Suárez definió la relación de
América Latina con esa longeva tradición socialdemócrata no sólo irreductible a
los buenos modales que pretende la derecha, sino profundamente transformadora y
plebeya.
(*) ADRIÁN VELÁZQUEZ RAMÍREZ
INVESTIGADOR DEL CENTRO DE INVESTIGACIONES EN HISTORIA CONCEPTUAL
(UNSAM). AUTOR DEL LIBRO “LA DEMOCRACIA COMO MANDATO. RADICALISMO Y PERONISMO
EN LA TRANSICIÓN ARGENTINA” (IMAGO MUNDI, 2019).